Pensáis que conocéis a
la loba ¿verdad? Habéis leído las Diabluras
de Verano y os habéis hecho una composición de lugar, su casa, su aspecto,
sus deseos, sus amantes. ¡Borradla! Desde ya os digo que os equivocáis. No es
tan pacífica como muestra el dibujo, y además tiene un secreto. Por si alguien
no lo ha sufrido en sus carnes no lo olvidéis, los secretos nunca son benéficos,
causan extravío.
Recordad lo que os dicho
cuando comencéis a leer la siguiente historia y no lo olvidéis os cuente lo que
os cuente…
Cuando
terminé de leer “La Metamorfosis” de
Kafka sufrí una transformación que ha marcado el resto de la mi vida. No, no
me convertí como Pepe Sansa en un escarabajo. Me convertí en un fásmido.
Al
principio no me percaté de los cambios. Me miraba las manos y las veía del
mismo tamaño de siempre, fuertes, recortadas; me miraba las piernas y tal vez
no a la primera impresión, pero sí fijándome bien, parecían un poco más
esbeltas que antes, lo achaqué a la nueva dieta, a las horas y horas subiendo y
bajando escaleras; me miraba en el espejo del baño y tal vez los pelos de la
nariz ya no se vieran tan negros ni hirsutos, tal vez, sólo tal vez, el rostro
se me hubiera hundido algo, la mandíbula se percibía más chupada, como las de
esas actrices que para conseguir que sus facciones cumplan la regla de oro se extraen
las muelas del juicio; pero es que a mí me las habían extraído algunos años
antes de leer a Kafka; mi dentista, que debía la pensión a sus dos últimas ex
mujeres, lo había considerado necesario para no ir a la cárcel, diez mil
quinientos euros del ala, que se dicen pronto.
No
supe que era un fásmido hasta que vi “Master
and Commander”, la película de Peter
Weird, que, basada en los libros del británico Patrick O´Brian, narra las aventuras del capitán Jack Aubrey. ¿Recordáis las escenas en
las Islas Galápagos con el doctor Maturin, el médico de la Surprise, de vocación científico
naturalista que se ganaba la vida amputando
piernas y brazos a los hombres de la Royal
Navy?; ¿recordáis cuando, con el guardiamarina Lord Blakeney, un chiquillo de dorados rizos, se ponen a ordenar
los especímenes descubiertos y se encuentran con el insecto palo? Pues ese era
mi nuevo yo, lo decía el espejo y el diario del guardiamarina. Luego el buen
doctor me describió como un insecto neóptero.
Tengo
que reconocer que la película me fascinó, sobre todo el capitán, ese Russell Crowe, ay, Russell Crowe todas mis glándulas salivaban en cuanto hacía acto de
presencia, imponente, en la pantalla. Y con tanta fascinación volvió a ocurrir.
Mientras
aún intentaba racionalizar mi primera transformación, mis muslos comenzaron a
engordar al tiempo que a estirarse, la tripa se me redondeó, la barba asomó, un
poco rala al principio, luego rubia, hasta que al mirarme en el espejo,
intrigada por el sonido como de violines que me rodeaba, me di cuenta que era
yo mismo el interprete, yo quien sostenía en mis brazos un violín y mis dedos
los que ejecutaban el Allegro nº 6 de
“La Musica Notturna Delle Strade Di
Madrid” de Boccerini.
Entonces
me di cuenta, tenía un serio problema de estructura molecular. De insecto palo
me había transformado en el capitán de fragata Jack Aubrey, luego el doctor Maturin
estaba en lo cierto, ya no había duda alguna, era un fásmido o fásmida, que el sexo en este orden de los
invertebrados es intranscendente.
¿Y
qué es un fásmido os preguntaréis? A parte de la pedantería es… el ser vivo más
inteligente de la creación. Sí, no es nada personal, no me estoy alabando, pero
ya me diréis si no es inteligente un ser con habilidad suficiente para
semejarse a otros seres de su entorno con los que no guarda relación. A esta
propiedad de cambio de apariencia, los naturalistas, tipo doctor Maturin, la han denominado mimetismo.
Toda
este largo preámbulo es necesario para que entendáis porque este artículo se
titula “Tengo el hacha, decid mi nombre”.
Seguro
que cuando habéis leído el título muchos, por no decir casi todos os habrá
sonado la frase, seguro que habréis dicho, “vaya,
otro artículo sobre Breaking Bad”.
Y eso es así porque el noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento de
vosotros habréis visto u oído hablar de “LA
SERIE”, con mayúsculas y negritas.
Os
ofrezco otro dato. Ese porcentaje tan elevado es el resultado de años de
estudios científicos para obtener el control de la mente humana. ¿Recordáis el
programa MK Ultra de la CIA? Comenzó
a principios de los años cincuenta y se desarrolló en los sesenta, hasta que el
New York Times descubrió las
fechorías cometidas en su ejecución y la Comisión
Presidencial Rockefeller lo clausuró en 1975. Las más conocidas fueron tan
inverosímiles como colocar bombas en caracoles para matar a Fidel Castro
mientras buceaba, su director el doctor Sidney Gottlieb,
Supe
del proyecto a través del escritor que más sabe de la intrahistoria del imperio,
Stephen King. Stephen, en 1980 publicó “Firestarter”,
en España, “Ojos de fuego”, y no, no
os voy a contar de qué va, sólo que describe al doctor Wanless, “un gordo de
calvicie incipiente que desmenuzaba cigarrillos en el cenicero” y sus
experimentos con psicotrópicos (el Lote 6
) y a un organismo de los servicios de inteligencia, La Tienda, (algún gracioso dirá que ya puesto podría haberlo
bautizado como la TIA, el organismo
de seguridad donde trabajaban Mortadelo y
Filemón).
Pero
no, no hubo mucho humor en el trabajo del doctor Sidney Gottlieb, alias el doctor Wanless, no podía haberlo, libraba una batalla por el
control mundial. Una batalla más y no de las menos cruentas de las que se produjeron
durante la Guerra Fría; no supuso el despliegue
de divisiones de blindados ni de artillería, sino de hombres con batas blancas científicos,
principalmente psicólogos conductistas de la Unión Soviética y de los Estados Unidos de Norteamérica, que con la
escusa de encontrar la droga de la verdad, manipularon las mentes, primero de
ratas, luego de presidiarios, después de soldados y por último de gente de la
calle con hipnosis y alucinógenos.
Ganada
la guerra a finales de los ochenta por el cowboy Ronald Reagan, desaparecidos los hombres de las batas blancas, la
televisión americana se situó a la vanguardia de los ejércitos de los States, dispuesta a imponer al mundo
entero el “American way of life” a
través de ese invento del diablo conocido por Serie de televisión. Allie McBeal, Canción triste de Hill Street,
Playa de China, Remington Steel, Capitanes y Reyes, Hombre Rico, Hombre Pobre,
Dallas, Twee Peak, etc, etc… Una invasión. Aún hoy, en pleno declive
económico y con una caída considerable de la audiencia local, el imperio
conserva el control del planeta gracias a la colaboración altruista de la www.
Y no digáis que es paranoia. Vosotros y yo somos la irrefutable prueba. En vez
de hablar de “Aquí no hay quien viva”
lo hacemos sobre B&B. ¿Conspiración?
Inteligencia aplicada a la economía.
Pero
antes de seguir con los experimentos del doctor Sidney Gottlieb, que no los del profesor Bacterio, y el éxito actual de las series de
televisión, permitidme un poco más de solipsismo.
En
principio, la capacidad de mimetismo de
un ser vivo implica capacidad de medrar,
es decir, un beneficio. Pero yo, además de ser vivo en constante transformación,
pertenezco al género humano, subespecie homo sapiens de la familia de los
googeliensis, por lo que reconozco que al principio, mi condición de fásmido la
consideré más como una debilidad que como una posibilidad de medro. Si no
decidme, qué pinta en el siglo XXI un capitán de fragata pasado de peso en
medio del secarral manchego.
Realmente
tenía un problema. Durante años procuré aislarme, evitar las transformaciones y
mantuve relaciones sólo con los miembros más cercanos de mi familia, que aún a
costa de muchas lágrimas, sobre todo de mi madre, terminaron aceptando mi
particularidad y admitiendo a regañadientes que en cuanto me bebía una pinta de
cerveza terminaba cantando “Adiós, damas
españolas”, en vez de “Suspiros de España” de doña Concha Piquer, que era lo que a ella le
gustaba.
Sin
embargo el mundo es una continua tentación y a un capitán joven y con la libido
sobre recalentada no puedes apartarlo así como así de la sociedad, por lo que
entre todos, a indicación de mi hermano, decidieron que podía mantener cierto
contacto, aunque fuera a través de internet (¿la verdad?, porno en red), y así
me abrí una cuenta en faceboock y
otra en Megaupload. Y claro, volvió
ocurrir, ha vuelto a ocurrir.
Al
principio no me fue tan mal. En 2006 descubrí la serie Bones y me transformé en antropóloga forense, como no había ningún
crimen en mi entorno ni mucho menos un macho alfa como el agente Booth, cambié rápidamente de nuevo en lo
más fascinante de la serie. Me transformé en esqueleto. Os aseguro que fue un
tiempo plácido y feliz.
Pensaba
que ese iba a ser mi yo definitivo porque después de siete temporadas Bones me seguía fascinando por igual,
pero no, ha tenido que cruzarse en mi camino un sobrino del diablo Vince Guillian, para que todo vuelva a
cambiar.
Y
es que Guillian desde el 2007 dedica
todas las horas de su vida a crearcon meticulosa precisión un fascinante ser
infernal llamado Walter White. Y que
conste que no le considero más
culpable de la conspiración que a Matthew Weiner,
creador de Mad Men, o Shonda Rhimes de Anatomía
de Gray o David Benioff y D. B. Weiss los de “Juego de Tronos”. Aunque Guillian
y su mesa de guionistas, los íncubos George
Mastras, Peter Gould, Colin Bucksey, Thomas Schnauz y la súcubo Michelle MacLaren, dediquen horas y
horas de estudio e investigación en hacernos admirable y deseable la
transformación de un pobre hombre, profesor de química, ciertamente un
perdedor, condenado por el cáncer, en un frío megalómano asesino, Heisenberg. Y
lo logran con una economía de medios digna de mejor causa: unos cuantos quilos
de cristal azul, un sombrero negro, un cambio de coche y unos cuantos muertos. Pero
qué muertos, qué cristal, qué sombrero. Y ale hop. Medio mundo quiere que Walter White sobreviva a sus crímenes,
sus negocios sucios y a su cáncer. Medio mundo olvidando que es la encarnación
del mal. Medio mundo.
Y yo, recordad, soy
un fásmido.
Cuando en 2009 comencé a ver la
serie nada ocurrió, una más con protagonista que no es nadie, porque Guillian presenta en la primera escena
del primer episodio a Walter White en
calzoncillos blancos, como los de mi padre, saliendo de una caravana en medio
del desierto medio drogado, los narcos medio muertos esperándole dentro y las
sirenas acercándosele, tan desesperado como para volver la pistola contra sí y
disparar. Luego resulta que no hay bala ni policía persiguiéndole, sólo un
coche de bomberos pasando veloz por su lado.
Seguí convertido en esqueleto, los
diálogos estaban bien, yo diría que muy bien, pero me pareció demasiado sórdida
para un esqueleto. Era más divertido dejarse manipular por los internos del Jeffersonian. Fascinante. Pero un día vi
el segundo episodio y aunque Walter
seguía tan mísero como en el primero, demostró que tenía posibilidades e
iniciativa (esa escena en la que vuelve a la tienda y vapulea al acosador de su
hijo minusválido fue esencial para darle una pátina de héroe. Era malo sí, pero
por necesidad, mucha necesidad. Cómo ahora todos nosotros.
Durante estos primeros episodios el
cielo y el desierto subyugantes, los instrumentos de la pesadilla. El desierto
de Nuevo México lo conozco, he
visitado sus ranchos, hablado con sus habitantes enclaustrados esos que te
reciben con el rifle en la mano, me han ladrado sus perros y he ahuyentado a
los coyotes que roían los huesos de los muertos, los de Heisenberg, los de Guss, los de Mike, los muertos del mundo que
enfrían las estrellas, porque esa es otra, las estrellas rabiosas que cubren el cielo de Albuquerque, aún en la Zone
Wart, la zona verruga, literal, la que no muestra Guillian porque Breaking Bad
no va de drogatas sino del poder y la gloria. La gloria de ser Dios y el poder
de asustar al diablo.
Pero claro, tanta intensidad, tanta
fascinación ha acabado pasándome factura. En julio me tocaba guardia paterno-filial,
(los viejos están ya tan gagas que necesitan que les alimentes, les digas que
es hora de cambiarse el pañal cosas así) y menos mal que mis viejos no se
parecían aún a Tío Salamanca, que todavía
controlan la lengua y las piernas.
El caso fue que el 24 de julio, a
las diez de la noche, comencé mi maratón particular viendo de un tirón la
cuarta temporada de la serie. Esa en la que Walter
cambia su viejo coche por cincuenta pavos, se encasqueta el sombrero y con conocimiento de causa se adentra en el
camino de los muertos. Los demonios ya no le acechan, se acabaron en el primer
episodio, él es ahora el demonio. Y aunque Guss,
ese Guss, redios, que manera de matar, que manera de morir, parece que por
unos instantes le va a ganar la partida, que el ojo que todo lo ve le va a
dejar sin salidas, no será verdad. Walter
da el paso definitivo y por primera vez
para conseguir sus intereses planifica, manipula y mata. Convirtiéndose así
en el marionetista que maneja sin piedad todas las perchas.
Pero dejemos a Walter y su cáncer.
Y volvamos a lo que vamos, yo, yo y
mi transformación. Para no tener que oír las voces de los viejos pidiéndome que
apagara el ordenador, que el iva iba a subir y el recibo de la luz a
dispararse, los mandé un rato a la iglesia. Son miembros de la Adoración nocturna, se cansan un poco,
les duelen las rodillas, pero vuelven suavecitos como un guante de piel de
cabritilla. Además tenía un secreto. Quería imitar a Jesse, Jesse Pickman, el alumno con conciencia de Walter y organizar una fiesta rave.
La mercancía, la meta no me
preocupaba, domeñado el alcalde, el suministrador oficial del pueblo, con una
sustanciosa comisión y utilizando a mi hermano para que encendiera las pipas
nada podía salir mal. Para cuando llegaron las dos de la mañana del 26 de julio
ya se me había puesto cara de Badger
(un amigo de Jesse) y contemplaba
abismado en mis pensamientos los ecualizadores del viejo radiocasete en el que
mi hermano sin que nadie se lo pidiese había puestos una cinta de Extremoduro. No podíamos ir más
pillados.
- ¿A
quién vas a invitar a tu rave? –me preguntó el desdentado alzando los ojos del
cigarrillo que en esos instantes liaba- no conoces a nadie.
En verdad su inquisitoria me puso
furiosa, había pensado que aparecerían Skinny
Pete y Badger, los amigos de Jesse,
pero claro en cuanto miré a mi hermano supe de lo imposible de mi pretensión,
me enfadé mucho más, qué derecho tenía a preguntar, era mi fiesta y él un
jodido perdedor que intentando no hacer mal a nadie no contribuía a la economía
familiar, ni para cuidar a los viejos servía.
Pero su pregunta era una jodida
pregunta. Una rave no es una rave sino puedes terminar echándolos a todos a la
calle, y para echarles primero hay que recibirlos. Miré mi Timeline de Twitter y la
lista de mis seguidores, daban frío. Los
declaré spam a todos y me rodeó el vacío. Qué felicidad.
De pronto, extrañamente sentí
hambre. “Encarga unos pollos asados”,
le ordené.
- ¿Pollos asados en una rave? –preguntó. Dios, cómo podía
llamarse mi hermano, era más lento que Hank,
el cuñado de Walter, sobre la cuña.
Claro que cuando por fin se sienta en la taza recibe la iluminación de las “Hojas de hierba”.
Por cierto ¿habéis mirado bien una
cuña? ¿No os parece que tiene una profundidad de campo que quita el aliento. El
travelling con el que Mary, la
hermana de Skyler, la cuñada de Walter, termina de limpiarla ya lo
hubiera querido para 8 ½ el gran Fellini,
removió mis entrañas con el poder de una raya de meta directa sobre el límbico.
- Y encarga meta –le ordené.
- ¿Meta?
- OMG
¿es que tienes que repetir todo lo que digo? Para.
- Pero…
- Para,
para, para…
Y es que el cristal licua las
meninges, sorbe el cerebro y pudre los dientes. Y yo no necesito tomarlo para
notar sus efectos, he absorbido todos los humos del laboratorio de Walter. De repente mi hermano comenzó a
encoger, a encogerse…, me tiré al suelo para seguir su descendimiento. Al final
lo perdí, pensé que se había metamorfoseado en escarabajo, pero no, lo que
había al lado de mi pie era una asquerosa hormiga negra que arrastraba las
alas. Así que lo levanté y la espanzurré. Y entonces ocurrió. Sí ocurrió. Cogí
el sombrero negro de mi padre, el de las bodas y funerales y me lo encasqueté.
¿Recordáis, soy un fásmido? Me miré
al espejo de la cómoda y me devolvió la mirada el mismitico Heisenberg. Y entonces, para evitar
preguntas inconvenientes de los viejos, como “¿dónde está tu hermano? Cogí el hacha y esperé que volvieran, de
cuatro golpes los despaché. A la vieja le partí primero las piernas para que no
escapara, con el segundo le dejé colgando la cabeza; al viejo, con el viejo fui
más sádico, primero le corté una oreja y, claro, me llevé medio cráneo aunque
como las gallinas descabezadas siguió boqueando, así que tuve que rematarlo y
le corté la otra oreja de resultas que me quedé sin cráneo. Ya no corría. Dios
que éxtasis ver manar la sangre…
En fin que por ahora me he comprado
una videoconsola, una pipa, un futón y he pintado las paredes y los techos de
la casa de rojo sangre de toro y almagre. Y si no he echado mano aún a la
recortada es porque queda una temporada y aún podré aprender algo más del
negocio. Por lo pronto el sitio de la familia en el cementerio sigue vacío, los
bidones de plástico y el ácido mis aliados.
Pero no creáis que me confío, con el
filo de la mirada controlo al alcalde y a los concejales, después de todo no
son tan listos como se piensan, y aunque sé que nunca volveré a sentir la
excitación del primer instante en que me reconocí criminal sé que a nada
temeré, que Hank, el hombre de la DEA sólo utilizará las “Hojas de hierba” para limpiarse el
trasero y Walter White prevalecerá, y
claro, yo con él.