miércoles, 28 de noviembre de 2012

LA BICHT DEL APARTAMENTO 23, LA CRISIS Y… EL BAILARIN DE TANGOS (II)


O.K. O.K. El universo ha hablado y lo he entendido. O.K. O.k



Esta historia comenzaba con una referencia metaliteraria a la Poética de Aristóteles, concretamente a su definición de tragedia, y os aseguro que no estaba traída por los pelos, que venía muy a cuento con lo que le había acontecido a Rusky, pobrecillo. Pero de repente, cuando menos me lo esperaba, el contador de comentarios del blog se ha disparado. Y hay que ver lo que han largado los anónimos.

¿Y sabéis qué? Lo he entendido, esos anónimos no son anónimos, qué va, son los insultos que me lanzan las hojas muertas cuando las espachurro contra el suelo. Nada de melancólicos susurros de otoño, esos que decía el poeta que herían su corazón con monótona languidez ¿por qué habrían de serlo cuando las estoy pisando? Gritos de agonía. Como la de los muertos en la playa de Omaha, el día D. O como la agonía de un blog y las historias de la vieja loba que, a pesar de su fulgurante inicio, languidecen olvidadas en el totum revolutum en que se han convertido mis días.


Comprendo que leer sobre la historia de mi familia os aburra. O.K. no pasa nada. Como bien decía el “estagirita” el carácter de los personajes poco importa a la hora de la tragedia, lo que importa es la acción, y ya va siendo hora de que abandone las disquisiciones estrambóticas y pase a lo contingente.

Además, que mientras escribo los yanquis del imperio andan, casa por casa, tirándose los trastos a la cabeza, que se dicen de todo menos “bonito” en las cenas de Acción de Gracias y yo acabo de ver, precisamente, el cuarto episodio de D´ont trust the B* Aparment 23, titulado It´s a miracle. Una pasada.


Ya está la loba dando la murga con las series, dirán los anónimos, como si fueran el epítome de la ficción. No lo son, lo sé, pero por ahora, hasta que recupere la cabeza, esto es lo que hay. Mi yo propone y el fásmido dispone.

Tanto es así que estoy a mitad de una transformación, a no ser que se me atragante la fúrcula del pavo que se han cenado en casa de la zorra terminaré, cómo no, convertida en la zorra. Cosas de los fásmidos y de mi fascinable constitución. ¿O es que por ser jefe de un cartel en plena expansión tengo que convertirme en un psicópata de libro? ¿Y qué si me cargué a los troncos de mi familia? Estaban podridos, no dejaban verdear a las ramas. 



Y además que ahora descansan en paz y yo quiero ser una zorra, se divierte una más, consigue más amigos que siendo jefe de un cartel.

Vale. Ya se me pasó el berrinche. Recapacito. Digo, insisto. Ser una zorra está bien, pero que muy bien. Lo malo son las ladillas, la gonorrea, el sida, los chulos y las alcahuetas. Pero una zorra, una zorra como Chloe, que es la reina del sarao no tiene ningún desperdicio. Y yo quiero serlo. Claro que el quererlo es parte del proceso, el que me ha llevado, en apenas cinco minutos, a crecer cinco centímetros, a que se me hayan estilizado las piernas, los ojos se hayan disparado de las orbitas y mi cabeza monda y lironda, de Walter White, se haya cubierto de una sedosa y brillante cabellera negra. Estoy seguro, segura… de que si ahora me levanto y me miro al espejo me encontraré hermosamente desnuda, un poco biseladas las carnes. Sólo espero que no aparezca a mi lado la jodidamente chillona y patética June. Vayamos…, vayamos al espejo. O.K. O.K. Esta soy ella. Chloe.



¡Dios, que buena estoy!, si no fuera porque con mi nueva estatura no me llego me comería a besos.

—Pero…, pero quién eres tú.

—Tranquilos, no os preocupéis, no ha entrado la pasma. A quien acabáis de oír hablar es a la sosaina de June, la compañera de piso de Chloe.

—No soy June, jodido sicópata, soy tu sobrina.

—Nadie es responsable de la familia que le ha tocado en el sorteo —le digo cerrándole la puerta en las narices.

—Te tengo dicho que no me cierres la puerta, que no hagas más cochinadas a escondidas o te denuncio.

— ¿Te vas o cojo el hacha?

Katapum…, pum.

— Sí, lo habéis oído bien, se ha largado dando un portazo con eco. Definitivamente me teme.


Me había encerrado, cual enfermera sicópata tipo “Misery”, con una resma de papel, un bolígrafo bic y el ordenador para que os contase la historia de Rusky, en la creencia de que así me quedaría en stand by para siempre. Pero ya lo he dicho, el ordenador, la red, son el peligro; el mundo y, en mi caso la carne, se hacen presentes a través de los bits y el 3.0.

¿Qué quién es el maldito Rusky? Rusky fue el perro que desenterró a las doce -porque al final fueron doce- mujeres encontradas en la fosa de West Mesa en Albuquerque, Nuevo México, de las que ya os hablé. Y al que el hallazgo trastocó, como premio a su desinteresada colaboración con la justicia, su hasta entonces placida vida en una pesadilla.




Y sí, os prometo que os contaré su historia, que hablaré de mi viaje a Nuevo México en el 2009. Reconozco que fue… cuando menos tan tétrico como una historia de invierno, como un cuento de Poe, de los que se contaban al amor de la lumbre mientras fuera gemía el viento y las almas en pena (cuando había almas en pena) paseaban su doloso fardo por los embarrados caminos. Pero no ahora. Aún no es invierno. Ahora, diga lo que diga la sobrina, manda la zorra.

Os cuento, en el episodio que me ha fascinado  It´s a miracle, Clhoe, con intención de ayudar a la pobre June, toma las riendas de la revista People y así nombrar a (X) “el hombre más sexy del planeta”. La historia es trivial, lo que a mí me ha entusiasmado ha sido el cómo la ha ejecutado. Su audacia y decisión. Se lo ha propuesto y lo ha conseguido. Que le obedezcan, claro. Y es que Clhoe demuestra en este capítulo que todo en esta vida es cuestión de creérselo. Y quién en mejor disposición que yo para secundarla.


Y además que sabía lo que quería conseguir. No, os equivocáis, no pretendo  la paz mundial, eso contestábamos cuando nos preguntaban las monjas, la paz mundial, acabar con el hambre… Pero si Clhoe consigue que June vea en el  pazguato de Dawson al hombre más sexy del mundo, por qué yo con mis aptitudes para la corrupción no podía acabar con la CRISIS y restaurar el estado del bienestar, sí, ese que los sátrapas de este mundo, decididos a ser los únicos con casa de veraneo en Benidorm nos han arrebatado inoculándonos el virus de la avaricia.


Mi único objetivo derrotarlos. Empezando por los que desde Madrid han determinado que a mi sobrina, rabiche del ayuntamiento de mi pueblo, se le suprima la paga doble de Navidad. ¿Qué es un rabiche? No, no lo busquéis en el diccionario, no viene. Y da lo mismo, ¿a caso sabe alguien para qué sirven los cientos de miles de funcionarios que oficialmente nos sirven?

Me decidí, iría a la Moncloa, pondría los pies en la mesa del Consejo de Ministros, despediría, como Clhoe, al dúo sacacuartos, le cortaría el flequillo a la vice, para que me viera y no se llevase a engaño y anularía de un plumazo todas las decisiones nefandas que nos han llevado a la ruina. Primero bajaría los impuestos y segundo anularía la reforma laboral, después para ayudar a las pymes a crear empleo obligaría a los directivos de los bancos, de todos los bancos, a devolver los bonus de los últimos diez años que se han llevado calentitos a un paraíso fiscal. 



Mientras guardaba la bolsa del maquillaje me asaltó la duda. ¿Obligándoles a devolver lo que habían afanado conseguiría que volviera el crédito? Había que hacerlo, por supuesto, pero no…

El crédito. El crédito era lo determinante. No me cabía duda de que los vampiros seguirían alimentándose con la sangre de los parias, así que había que conseguir que circulase tal cantidad de euros que los que se les cayesen del bolsillo fueran suficientes para cubrir el coste del estado del bienestar. Cambié de idea, mi destino ya no sería Madrid, aunque realmente necesitaba una visita a la peluquería. 


La llave del crédito la tenía Bruselas, Mario Draghi, el presidente del Banco Central Europeo, para ser exactos. Y aunque no sabía nada de los defectos y virtudes del Consejo de administración, no me cabía duda de que en cuanto despidiera a un consejero, sin necesidad de poner un pie sobre la mesa, le recomendarían que comprara toda la deuda soberana del reino de España. Y entonces sí, entonces los recortes dejarían de tener sentido y volvería el bienestar o lo que es lo mismo, los viajes del Inserso al balneario de San Jenjo, las pagas extras de mi sobrina y los cursos de reciclaje en China, en la sede del Comité Central del Partido Comunista, del liberado sindical de su marido. 


Cuando iba a dar el O.K. a la reserva del billete me di cuenta del error. Recobraríamos el crédito, funcionarían las fábricas, contratarían a todos los parados, pero si el mundo mundial seguía en crisis quién nos compraría lo que produjéramos. Era un error estructural. Si quería solucionarle a mi sobrina su paga extra debía viajar a Nueva York, arreglar el agujero de las subprime, levantar a Leman Brothers, reponer a Bush en el trono… qué mareo, me agoté tan sólo de pensar los trabajos que me esperaban. Ni que hubiera sido Hércules. Me senté, la minifalda se me subió por encima de la línea de la concepción, demasiado incomoda para un viaje de ocho horas en un avión de Iberia en clase turista.


Y además que me miré en el espejo, allí estaba yo, toda una mujerona pensando en muermos. Rajoy, Draghi, Bush. Me pellizque un pezón para escapar de la pesadilla. ¿Qué demonios hacía yo preocupándome por el bienestar de la humanidad? Esos pensamientos no eran propios de una zorra, sino residuos de la estúpida que se soñaba escribiendo esta historia.

Y además, además no cometía un error, era mucho peor. Incumplía una de las normas de la casa. Si, la de los López de Cabra. Desde que dieran garrote vil al cuarto de nuestro nombre por luchar con Padilla y Maldonado, por los derechos de los burgos, los supérstites, acojonados, adoptaron un lema gracias al cual hemos conseguido, no desaparecer en el polvo de la historia. Lingua quieta, caput inmotus o lo que es lo mismo, lengua quieta, cabeza firme. 



Y yo, maldita sea, no iba a inculcarlo. Yo era una maldita zorra. Frívola y egoísta. Lo mío eran las portadas de las revistas, la ropa de Versace, las cremas hidratantes de caviar de “La Prairie”, la buena vida y mis amigas. Como Amaia, mujer inteligente y divertida donde las haya, que en nada se parecía a la patética June, capullo de primavera que se cree rosa de abril. A mi amiga y a mí nos unía la pasión por Radio3 y su música, bueno no exactamente, ella amaba la música y yo a los locutores y a los músicos. Especialmente a los que ponía Manolo Fernández en Toma Uno. Y a los hermanos Pizarro… “De ocho a nueve, de ocho a nueve…Por mor de los recortes ya  no había de ocho a nueve; las Melodías pizarras, mi segundo programa favorito, lo emitían a deshora para mí. Como Ruta 61, que me acompañaba en el gimnasio. Y a mis domingos en la cocina les faltaba “Te recuerdo Amanda, la calle mojada…”, es decir, Café del sur. Eso se había acabado. Me decidí, iría a Prado del Rey, a la Casa de la Radio y en despidiendo a uno o dos consejeros tendría la nueva programación, a mi conveniencia y a la de Amaia, claro.

Me sentí satisfecha. Al fin la zorra tenía un objetivo digno de ella.



— Ni en mi peor pesadilla podía imaginarte con esa pinta —dijo mi admirada sobrina cubriendo la puerta con su cuerpo, impidiéndome la salida —.¿Dónde te has creído que vas, desgraciado?

Simpática la niña.
  

La verdad es que le había molestado limpiar la sangre de mis padres, contar a los picoletos que el abuelo se había vuelto loco y le había abierto la cabeza a la abuela, como el colchones a su mujer (un caso terrible que aconteció en mi pueblo muchos años antes de que nos enteráramos que existía la violencia de género). Y no era para ponerse así, les había ahorrado la degeneración de la vejez y descansaban como justos en la gloria del cielo.

— A la peluquería —mentí. Ya sé, ya sé que eso no está bien, pero cuando uno está en misión de combate todo está permitido, tanto matar como mentir.

—De aquí no sales. Hasta que no hayas vuelto a tu ser.

¿A mí ser? ¿Cuál creía ella que era mi verdadero ser? ¿Walter White, el capitán Jack Aubrey, el esqueleto? Yo quería ser la zorra, ¡maldita sea!

— Apártate —la conminé con mi mirada disfrazada de agente pimienta.

— O te quitas esa minifalda o te quito el ordenador, tú mismo.






Si hubiera seguido siendo Walter o Jack le hubiera hecho tragar sus balandronadas con un sablazo o con un tiro, pero como zorra, solo disponía de mi cuerpo. Lo malo era que la niña estaba recién casada con un buen bigardo. Reculé. Lo suficiente para coger del armario mi abrigo de plumas de marabú. Cuando volví a estar a su altura ya no tenía duda de lo que correspondía. Cogí el bolso, lo balanceé adelante y hacia atrás, le hice describir una órbita elíptica y como planeta vagabundo que hubiera perdido la gravedad le golpeó con fuerza y contundencia en el mentón.

O eso creí yo. Lo cierto fue que cuando me desperté, sonaba en la habitación a toda pastilla aquello de “Yo soy aquel que cada noche te persigue…”, me habían desaparecido los duros pechos y mis piernas desnudas florecían cubiertas de vello. Había desaparecido la zorra, allí estaba de nuevo el capo, calvo y prisionero.

—Déjate de escapaditas y escribe. Cuenta la historia de tu viaje a Nuevo México y habla de una j* vez del bailarín de tangos —me ordenó blandiendo en mi cara un enorme mazo.



— No puedo –balbuceé, la boca estropajosa por la adrenalina.

— Si que puedes, lo que pasa es que prefieres la molicie, pero ya ves lo que te acarrea el no hacer nada. ¡Escribe! —terminó gritándome.

— No puedo…

— No es que puedas o no, es lo que vas a hacer.

— No puedo, maldita sea —me defendí— ¡No puedo escribir sobre el bailarín de tangos!

— Venga ya, está muerto, no va a venir a denunciarte por libelo.

Es una inculta, estaba visto que no sabía de qué le hablaba.

— No puedo. ¿No lo entiendes? Pérez Reverte me acusaría de plagio.




Entonces, aunque al principio se quedó muda, estalló en una sonora, estentórea, estruendosa carcajada que ahora, que ya se marchó, aún resuena en mi cabeza. Ha dejado en la cadena musical un cede de Gardel, para ambientarme, supongo. Canta “Volver, con la frente marchita, las sienes plateadas…”.

No ocurrirá, ella volverá esta noche.

Al menos he conseguido que no me quite el ordenador. Pero qué queréis que os diga… Ah, sí, Ruski. Como os decía…

                                                                           (Continuará)















sábado, 10 de noviembre de 2012

ISABEL, LOS SIERVOS DE LA GLEBA Y EL BAILARÍN DE TANGOS (I)


Antes de que me hagáis las preguntas os contesto. Sí, aún tengo el hacha en la mano. No, no molesta a mi vigilia el rostro abotagado y muerto del jefe de los zetasSí, Hank sigue sentado en la taza. Sí, el alcalde y los concejales me cuidan las esquinas y… Sí, por supuesto, yo sigo siendo Heisenberg y el principio deincertidumbre mi refugio. No. No tenéis posibilidad alguna de conocerme ni por supuesto de atraparme. 

Para que os hagáis una idea me he identificado hasta tal punto con el alma negra de Walter White que la inactividad aparente en la que me refugio tiene más que ver con mi calidad de fásmido que con un picotazo de la mosca tsé tsé. Y aunque lo dudéis por mi silencio os lo confirmo, no, no me he contagiado de la enfermedad del sueño, ni mi cerebro ha sufrido destrozos irreversibles por el consumo inmoderado de cristales azules, tampoco me he dejado seducir por el dolce far niente, es, repito, puro y simple mimetismo. En la actualidad Heisnberg se encuentra en stand by en la sala de guionistas de Breaking Bad y yo, mientras tanto, disfruto de otras series de televisión, mejor dicho, vegeto del aburrimiento al sentimiento. 


Algunos seguidores espoleados por la crisis y sus inmisericordes ajustes sobre los parias glebarios (permítaseme el palabro), ansiosos de que sangre edilicia responda del despilfarro, me han pedido que cuente como he conseguido que el alcalde y los concejales me controlen las esquinas, no muevan un papel, adjudiquen una obra, consigan una comisión, sin mi autorización. Pues va a ser que no, que no se lo voy a poner en bandeja a los fiscales anticorrupción. Cierto que no he necesitado hacer un esfuerzo titánico, que han venido hacia mí ellos solos en cuanto empuñé el hacha, pero no les denunciaré, no, mientras la antigua cochiquera de mi casa siga llenándose de paquetitos de billetes de veinte euros. Que no es dinero público, ojo, ese que al parecer no era de nadie, sino de los míseros descerebrados que de tanto desear el paraíso se recuecen en el infierno.

Quienes siguen Breaking Bad ya conocen el proceso que lleva a un pobre hombre a convertirse en un despiadado criminal por amor a su familia (¡ja!) y ya os conté mi transformación. Así que ahora toca silencio. Los intríngulis del negocio no tienen por qué ser de conocimiento público, por si lo sabéis olvidado existe eso que se llama espionaje industrial y la mafia china, no lo dudéis, está interesadísima en copiar mis métodos. No quiero competidores. No mientras que Hank permanezca sentado en la taza extasiado con las hojas de hierba.



Pero como no dejáis de pedirme más historias, no sería yo Heisenberg si persistiera en el silencio y no me metiera en berenjenales. Así que sin más preámbulos, aprovechando la fiebre que por la espuriamente llamada “Memoria Histórica” ha provocado la emisión en Televisión Española de la serie, Isabel, voy a hablar de la memoria histórica, sí, pero de mi familia.


Y no, no voy a hablar de víctimas de la guerra civil, aunque también, pero sólo de refilón, porque mientras la susodicha ley se tramitaba en el Congreso de los Diputados poniendo de los nervios a vándalos y a alanos con esqueletos y restos de todos los colores volando por los aires, disgustando a todas las partes,  provocando agrios debates en las Cortes, en los casinos y en los hogares de jubilados. En mi familia provocó la "mundial" entre uno y otro lado de la mesa camilla.

Antes de continuar un inciso, los apellidos con los que me conocéis, con los que se me conoce civilmente, pasaporte, documento nacional de identidad, tarjeta sanitaria, etc… no son con los que me inscribieron en el Registro Civil, y aquí, si, aquí es donde entronco de lleno con Isabel, la reina. 


Repito, sigo siendo Heisenberg. A pesar del reciente premio Ondas, de lo fascinante de los personajes retratados por Jordi Frade y Javier Olivares no voy a convertirme en ese aprendiz de Maquiavelo que fue Juan Pacheco, ni en esa veleta, tipo cardenal Mazarino que fue el cardenal Carrillo ni en el antecesor de la Thatcher que estudiamos como Fernando II de Aragón, ni mucho menos en Isabel I de Castilla. Le falta ritmo y elipsis a la serie, le sobran minutos y cartón piedra para fascinarme. 

Mal que les pese, Javier Olivares no es Vicen Gilligan, los de Diagonal TV no son la AMC, ni Joan Barbero, Jordi Calafi, Pablo Olivares, Salvador Perpiñá y Anaïs Schaaff son los enviados del diablo que en la sala de guionistas pergeñan Breaking Bad. Ni por supuesto Michelle Jenner es Isabel, por mucho que se lo piense y la perdone. Porque en Isabel es criticable lo mismo que de cualquier serie o película actual española: las interpretaciones. Rediós. ¿Ya no existen actores en este país? ¿Cómo puede la Jenner pretenderse Isabel o Víctor Elías el infante Alfonso de Castilla?

Y no se trata sólo de los jóvenes, puede decirse lo mismo de los más veteranos, Ginés García Millán que interpreta al válido Juan Pacheco o ese Pedro Girón de César Vea, todos sobreactuados, esas bocas que se abren grandilocuentemente como si hablasen para sordos y a las que nadie entiende. En cuanto a los departamentos técnicos, mejor callarnos, esas épicas batallas con efectos digitales de cuatro soldados y dos espadas. ¡Ah!, y se jactan de no usar pelucas, gran logro, sí, señor, en cambio les sobran mangas y eso que los diseños de Look art, han sido generalmente elogiados, por los productores, claro. 






Y no, no voy a hacer sangre con las licencias históricas que se permiten, después de todo se trata de una ficción y cada uno escribe la crónica según las necesidades de su faltriquera, pero llama la atención que, en los tiempos que corren, pasen de puntillas por las relaciones homosexuales entre reyes y validos que pudo haber habido y sin embargo, conviertan en trama sucedidos anacrónicos. El siervo que, revelándose contra su destino, venga un honor que nunca tuvo y mata al caballero (nada menos que a don Pedro Girón, pretendiente al lecho y al reino de Isabel), por la violación de una pastora. Eso, las pastoras lo tenían de suyo desde que menstruaban por primera vez. Porque eso de que “Al rey la hacienda y la vida se ha de dar, pero el honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios”, lo escribió Calderón en el Siglo de Oro, es decir, doscientos años después, y Pedro Crespo, el Alcalde de Zalamea, está por ver si existió.





El honor, en la Edad Media, era cosa de caballeros, todo lo más de los hijosdalgo, nunca de siervos. Y sí, históricamente, María Coronel se quemó la cara con unasartén de aceite hirviendo antes de permitir que el rey Pedro I de Castilla la ultrajase, pero María Coronel era de familia noble y Pedro I un jodido violador.  ¡Ay! del siervo que atentase contra un caballero, podía ocurrir, por supuesto, en un arrebato de ira, ciego de dolor, pero una conspiración del calibre que nos presentan, no. Porque un siervo ni disponía de maravedíes suficientes ni de inteligencia para llevarlo a cabo; pero Javier y Jordi se olvidan de los códigos de mandos de aquella sociedad y nos lo presentan comprando venenos a un alquimista judío y manejando la espada como preclaro caballero. Muy  democrático, sí, inverosímil, también.




Aún así quiero reconocerle el mérito de, en tiempos inanes, poner el espejo para que nos veamos. Y visto el panorama parece de “justicia” que le hayan otorgado el Premio Ondas. Al menos, con la mezcla de espadas y amoríos han logrado interesar al personal en una historia que es a un tiempo vieja y nueva, y, tal vez, les lleve a comprender de dónde venimos y a dónde vamos, a reconocer, que la guerra civil forma parte, como un gen más, de nuestro ADN nacional. Porque a pesar de lo confusos que se reflejan los cambios de banderías, deja patente la incivilidad de nuestra raza.

Y aunque al venderla buscaron la hipérbole proclamándola como la réplica de la ficción española a Los Borgias y a los Tudor, le faltan impudicias y medios para igualarlas y aún así, densa, pobretona, sin chistes ni bufones, embauca semana tras semana a más de tres millones y medio de espectadores. Un éxito.




Y llegados a este punto vuelvo a mi familia, os digo ya que los apellidos con los que me inscribieron son muchísimo más largos que el López o el Fernández que ahora me nombran; no es mi intención llevarles el oprobio así que no les pondré juntos, (¿qué?, ¿qué me he cargado a mi familia? Si, pero no a toda, ya iréis conociendo a los supérstites) sólo deciros que hay por ahí, extrañado, un De la Caballería y totalmente olvidado un De la Cabra. Quien se los otorgó al primero de los nuestros fue ni más ni menos que Isabel la Católica. Que me hubiera preguntado a mí y  Javier habría tenido anécdotas democráticas y jugosas del ascenso social de un siervo.


Fue cosa de amores, y no creáis que hubo mucho mérito. Os cuento. Mi familia en el siglo xv eran siervos. Siervos de la gleba, es decir seres atados a la tierra, de los que vivían sus días machacándola, arándola, sembrándola, arañándola, de los que lloraban, se desangraban y morían en ella abonándola. El caso es que en uno de los viajes de  Isabel, el carruaje que la conducía perdió una rueda cerca de la covachuela de adobes y albardas, donde mi familia, ya digo, unos pobres siervos sin apellidos, madre viuda y dos hijos de apenas once y doce años,  malvivían. Isabel aún era infanta de Castilla y no tenía seguro ni su oficio ni su beneficio, como las de ahora. La acompañaba su paje Gonzalo Fernández de Córdoba que aún desconocía que la historia lo conocería por su forma pormenorizada de presentar las cuentas.



Y aunque Peris Mencheta no sea muy atractivo, don Gonzalo sí lo era, el caso es que en mi familia se ha conservado el bulo de que fue el propio don Gonzalo quien aserró la rueda y así, mientras los caballerizos la arreglaban, quedarse a solas con Isabel y conseguir por mor del campo, la primavera, los pajarillos y las abejas que le calmase la gran desazón que le corroía la entrepierna, deslumbrada por los mujeriles encantos de la princesa; pero hete aquí que mi tatatatatatatatatatatatatatatatatatatatata (elevado a la enésima potencia), andaba rebuscando leña por las cercanías para encender el fuego y cocer las patatas gorrineras con las que se alimentaban, los vio y a pesar de  su dieta pobre en proteínas, supo apreciar, con perspicacia, el peligro en que la flor de la doncella se encontraba, de la que por supuesto desconocía su alcurnia y aún más, tuvo la osadía de aparecer delante de ellos cuando ya las manos, palomas extranjeras, reptaban bajo las minas, cuando la lanza, encabritada, asaltaba el baluarte y la lava, ardiente, buscaba a borbotones caminos para derramarse. Vamos, hablando en cristiano, que si aparece un minuto más tarde, doña Juana, la que luego sería loca y reina doliente de España se hubiera ganado la vida de auditora de su padre. Y aunque como es natural el caballero se tomó a mal su intromisión, a la se le escapó un suspiro de alivio. 


El caso es que mientras arreglaban la rueda, mi antepasada se llevó a la dama en cuestión a su covacha y para matar la espera le enseñó a tejer una toquilla de hilo de cabra, sí, esa que a través de los siglos nos ha  llegado hoy en día convertida en parte típica del traje regional manchego, de la que ella fue única y real diseñadora. Y que por entonces, desafiando a la miseria y los piojos, comenzaron a lucir las villanas con maravedíes en las faltriqueras. Porque otra cosa no, pero las mujeres de mi familia han sido todas muy emprendedoras.

Tanto disfrutó la infanta con el punto, tan agradecida se sintió por no haberse rendido a los encantos del Don Juan que, en cuanto estuvo en su mano, es decir, en cuanto fue reina, acordándose de que habría podido perder todo solamente por haberse rendido ante una picazón momentánea mandó, por medio del mismísimo Contreras, la orden liberando a la familia y dotándolos de su propio apellido. Podían elegir el que quisieran, la reina en su carta sugería que fuera De la Cabra. Y así lo quiso mi tatatatat…, pero los chicos más aventureros o más conscientes del ridículo prefirieron De la Caballería, porque, cosas de chicos, se soñaban ya con yelmo, armadura, caballo y espada. Al final se quedaron con los dos, que uno les parecía poco premio por una toquilla de pelo de cabra.




Los apellidos permanecieron inalterables a través del tiempo y las generaciones por la fuerza y constancia de la Y de nuestros cromosomas, hasta que llegó la democracia y la universalización de los impuestos, con lo que no había casillas suficientes en el impreso de la declaración de la renta para tanta letra y acabaron acortándolo al común y anodino López y Fernández. Aunque no es del todo cierto, en el meollo de las discusiones de la Ley de la Memoria Histórica nos enteramos que, allá por la II República, hubo uno de los nuestros que por mor del rojerío de su sangre se comió los “de” y descabalgó el caballo. No fue lo peor que hizo, entre otras cosas era bailarín de tangos.




Y antes de contaros la incivilidad de mi familia tengo que recordaros las fechas en que se debatía el articulado de la Ley de la Memoria Histórica. Cuando aún se discutía si se abrirían o no las fosas, año 2009, yo, aún fascinado por Bones, era un esqueleto feliz. En una de aquellas batallas, atrincherado tras las faldas de terciopelo de la mesa camilla, mi padre mencionó a un tío suyo, hermano de su padre, que acabada la guerra partió camino del exilio a los mismísimos Estados Unidos, precisamente a Nuevo México. Como era natural mi madre aprovechó la nostalgia y se le lanzó a la yugular; con toda la mala leche de cincuenta años de convivencia le dijo que se largó al exilio simplemente porque se había enamorado de su pareja de baile. Un soldado de la Brigada Lincoln. Ni en la batalla del Ebro se luchó con tanta ferocidad, a punto estuvieron de acabar los dos en el cementerio, lugar en el que como ya sabéis, ahora, decapitados y sin piernas, residen. No tuvieron la suerte que Mike the heatless chicken.


Entonces mi sobrina, sí, tengo una sobrina. Hija del desdentado que en gloria esté. Un hijo de su santa madre, hablando claro, un hijo de p*, que se negó a reconocerla cuando se enteró de su existencia. Un año tardó, lo que le llevó a mi padre darse de bruces con ella en la puerta del casino. De bebé era igualita, igualita que el difunto de mi “hermanico”. Mi padre la vio gatear hasta él y se sobresaltó hasta el punto de creerse teletransportado al pasado y encontrarse frente al desdentado. Hombre de honor, a pesar de la Cabra, se fue derecho a por el infractor, le obligó a confesar “el pecado” y lo arrastró a casa de la madre de su hija. Y se quedó helado. La madre, dijo que ni harta vino se casaba con el inútil de mi hermano, pero que  no se oponía a que él se quedará con la niña. Y mi padre la cogió en brazos y desde entonces, dieciséis años en el 2009, la cría habitó entre nosotros.

Una friki de internet que, en mayo de 2009, descubrió la siguiente noticia  y tuvo la ocurrencia para conseguir el armisticio entre sus abuelos de decirme que debía viajar a Nuevo México, para ver si me conseguía una novia de entre las 11 esqueletos encontradas y al paso buscar información sobre el tío e intentar una reconciliación familiar. De nuevo los López de Cabra unidos. Su proposición, como ella había previsto, tuvo la virtud de reconciliar a mis padres que hicieron causa común contra mí. Me adjudicaron la misión, me embarcaron en un viaje alucinante al desierto de Nuevo México y de paso se libraron de mi cloqueante presencia.


Del viaje y de cómo encontré al tanguista os hablaré en una próxima entrega (continuará…)