Antes
de que me hagáis las preguntas os contesto. Sí, aún tengo el hacha en la mano. No,
no molesta a mi vigilia el rostro abotagado y muerto del jefe de los zetas. Sí,
Hank sigue sentado en la taza. Sí, el alcalde y los concejales me cuidan las
esquinas y… Sí, por supuesto, yo sigo siendo Heisenberg y el principio deincertidumbre mi refugio. No.
No tenéis posibilidad alguna de conocerme ni por supuesto de atraparme.
Para
que os hagáis una idea me he identificado hasta tal punto con el alma negra de
Walter White que la inactividad aparente en la que me refugio tiene más que ver
con mi calidad de fásmido que con un picotazo de la mosca tsé tsé. Y aunque lo
dudéis por mi silencio os lo confirmo, no, no me he contagiado de la enfermedad
del sueño, ni mi cerebro ha sufrido destrozos irreversibles por el consumo
inmoderado de cristales azules, tampoco me he dejado seducir por el dolce far
niente, es, repito, puro y simple mimetismo. En la actualidad Heisnberg se
encuentra en stand by en la sala de guionistas de Breaking Bad y yo, mientras
tanto, disfruto de otras series de televisión, mejor dicho, vegeto del aburrimiento al sentimiento.
Algunos
seguidores espoleados por la crisis y sus inmisericordes ajustes sobre los
parias glebarios (permítaseme el palabro), ansiosos de que sangre edilicia responda
del despilfarro, me han pedido que cuente como he conseguido que el alcalde y
los concejales me controlen las esquinas, no muevan un papel, adjudiquen una
obra, consigan una comisión, sin mi autorización. Pues va a ser que no, que no
se lo voy a poner en bandeja a los fiscales anticorrupción. Cierto que no he
necesitado hacer un esfuerzo titánico, que han venido hacia mí ellos solos en
cuanto empuñé el hacha, pero no les denunciaré, no, mientras la antigua
cochiquera de mi casa siga llenándose de paquetitos de billetes de veinte
euros. Que no es dinero público, ojo, ese que al parecer no era de nadie, sino
de los míseros descerebrados que de tanto desear el paraíso se recuecen en el
infierno.
Quienes siguen Breaking Bad ya conocen el
proceso que lleva a un pobre hombre a convertirse en un despiadado criminal por
amor a su familia (¡ja!) y ya os conté mi transformación. Así que ahora toca
silencio. Los intríngulis del negocio no tienen por qué ser de conocimiento
público, por si lo sabéis olvidado existe eso que se llama espionaje industrial
y la mafia china, no lo dudéis, está interesadísima en copiar mis métodos. No
quiero competidores. No mientras que Hank permanezca sentado en la taza extasiado
con las hojas de hierba.
Pero
como no dejáis de pedirme más historias, no sería yo Heisenberg si persistiera
en el silencio y no me metiera en berenjenales. Así que sin más preámbulos, aprovechando
la fiebre que por la espuriamente llamada “Memoria Histórica” ha provocado la
emisión en Televisión Española de la serie, Isabel, voy a hablar de la memoria
histórica, sí, pero de mi familia.
Y
no, no voy a hablar de víctimas de la guerra civil, aunque también, pero sólo
de refilón, porque mientras la susodicha ley se tramitaba en el Congreso de los
Diputados poniendo de los nervios a vándalos y a alanos con esqueletos y restos
de todos los colores volando por los aires, disgustando a todas las partes, provocando agrios debates en las Cortes, en
los casinos y en los hogares de jubilados. En mi familia provocó la "mundial" entre uno y otro lado de la mesa camilla.
Antes
de continuar un inciso, los apellidos con los que me conocéis,
con los que se me conoce civilmente, pasaporte, documento nacional de
identidad, tarjeta sanitaria, etc… no son con los que me inscribieron en el
Registro Civil, y aquí, si, aquí es donde entronco de lleno con Isabel, la
reina.
Repito,
sigo siendo Heisenberg. A pesar del reciente premio Ondas, de lo fascinante de
los personajes retratados por Jordi Frade y Javier Olivares no voy a
convertirme en ese aprendiz de Maquiavelo que fue Juan Pacheco, ni en esa
veleta, tipo cardenal Mazarino que fue el cardenal Carrillo ni en el antecesor
de la Thatcher que estudiamos como Fernando II de Aragón, ni mucho menos en
Isabel I de Castilla. Le falta ritmo y elipsis a la serie, le sobran minutos y cartón
piedra para fascinarme.
Mal
que les pese, Javier Olivares no es Vicen Gilligan, los de Diagonal TV no son
la AMC, ni Joan Barbero, Jordi Calafi, Pablo Olivares, Salvador Perpiñá y Anaïs Schaaff son los enviados del diablo que en
la sala de guionistas pergeñan Breaking Bad. Ni por supuesto Michelle Jenner es
Isabel, por mucho que se lo piense y la perdone. Porque en Isabel es criticable
lo mismo que de cualquier serie o película actual española: las interpretaciones.
Rediós. ¿Ya no existen actores en este país? ¿Cómo puede la Jenner pretenderse
Isabel o Víctor Elías el infante Alfonso de Castilla?
Y no se trata sólo de los jóvenes, puede decirse
lo mismo de los más veteranos, Ginés García Millán que interpreta al válido
Juan Pacheco o ese Pedro Girón de César Vea, todos sobreactuados, esas bocas
que se abren grandilocuentemente como si hablasen para sordos y a las que nadie
entiende. En cuanto a los departamentos técnicos, mejor callarnos, esas épicas
batallas con efectos digitales de cuatro soldados y dos espadas. ¡Ah!, y se
jactan de no usar pelucas, gran logro, sí, señor, en cambio les sobran mangas y
eso que los diseños de Look art, han sido generalmente elogiados, por los
productores, claro.
Y
no, no voy a hacer sangre con las licencias históricas que se permiten, después
de todo se trata de una ficción y cada uno escribe la crónica según las
necesidades de su faltriquera, pero llama la atención que, en los tiempos que
corren, pasen de puntillas por las relaciones homosexuales entre reyes y
validos que pudo haber habido y sin embargo, conviertan en trama sucedidos
anacrónicos. El siervo que, revelándose contra su destino, venga un honor que
nunca tuvo y mata al caballero (nada menos que a don Pedro Girón, pretendiente
al lecho y al reino de Isabel), por la violación de una pastora. Eso, las
pastoras lo tenían de suyo desde que menstruaban por primera vez. Porque eso de
que “Al rey la hacienda y la vida se ha
de dar, pero el honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios”, lo
escribió Calderón en el Siglo de Oro, es decir, doscientos años después, y Pedro
Crespo, el Alcalde de Zalamea, está por ver si existió.
El
honor, en la Edad Media, era cosa de caballeros, todo lo más de los hijosdalgo,
nunca de siervos. Y sí, históricamente, María Coronel se quemó la cara con unasartén de aceite hirviendo antes de permitir que el rey Pedro I de Castilla la
ultrajase, pero María Coronel era de familia noble y Pedro I un jodido
violador. ¡Ay! del siervo que atentase contra un
caballero, podía ocurrir, por supuesto, en un arrebato de ira, ciego de dolor,
pero una conspiración del calibre que nos presentan, no. Porque un siervo ni
disponía de maravedíes suficientes ni de inteligencia para llevarlo a cabo; pero
Javier y Jordi se olvidan de los códigos de mandos de aquella sociedad y nos lo
presentan comprando venenos a un alquimista judío y manejando la espada como
preclaro caballero. Muy democrático, sí,
inverosímil, también.
Aún
así quiero reconocerle el mérito de, en tiempos inanes, poner el espejo para
que nos veamos. Y visto el panorama parece de “justicia” que le hayan otorgado
el Premio Ondas. Al menos, con la mezcla de espadas y amoríos han logrado
interesar al personal en una historia que es a un tiempo vieja y nueva, y, tal
vez, les lleve a comprender de dónde venimos y a dónde vamos, a reconocer, que
la guerra civil forma parte, como un gen más, de nuestro ADN nacional. Porque a
pesar de lo confusos que se reflejan los cambios de banderías, deja patente la
incivilidad de nuestra raza.
Y
aunque al venderla buscaron la hipérbole proclamándola como la réplica de la
ficción española a Los Borgias y a los Tudor, le faltan impudicias y medios
para igualarlas y aún así, densa, pobretona, sin chistes ni bufones, embauca
semana tras semana a más de tres millones y medio de espectadores. Un éxito.
Y
llegados a este punto vuelvo a mi familia, os digo ya que los apellidos con los
que me inscribieron son muchísimo más largos que el López o el Fernández que
ahora me nombran; no es mi intención llevarles el oprobio así que no les pondré
juntos, (¿qué?, ¿qué me he cargado a mi familia? Si, pero no a toda, ya iréis
conociendo a los supérstites) sólo deciros que hay por ahí, extrañado, un De la
Caballería y totalmente olvidado un De la Cabra. Quien se los otorgó al primero
de los nuestros fue ni más ni menos que Isabel la Católica. Que me hubiera
preguntado a mí y Javier habría tenido
anécdotas democráticas y jugosas del ascenso social de un siervo.
Fue
cosa de amores, y no creáis que hubo mucho mérito. Os cuento. Mi familia en el
siglo xv eran siervos. Siervos de la gleba, es decir seres atados a la tierra,
de los que vivían sus días machacándola, arándola, sembrándola, arañándola, de
los que lloraban, se desangraban y morían en ella abonándola. El caso es que en
uno de los viajes de Isabel, el carruaje
que la conducía perdió una rueda cerca de la covachuela de adobes y albardas, donde
mi familia, ya digo, unos pobres siervos sin apellidos, madre viuda y dos hijos
de apenas once y doce años, malvivían. Isabel
aún era infanta de Castilla y no tenía seguro ni su oficio ni su beneficio, como
las de ahora. La acompañaba su paje Gonzalo Fernández de Córdoba que aún
desconocía que la historia lo conocería por su forma pormenorizada de presentar
las cuentas.
Y
aunque Peris Mencheta no sea muy atractivo, don Gonzalo sí lo era, el caso es
que en mi familia se ha conservado el bulo de que fue el propio don Gonzalo quien
aserró la rueda y así, mientras los caballerizos la arreglaban, quedarse a
solas con Isabel y conseguir por mor del campo, la primavera, los pajarillos y
las abejas que le calmase la gran desazón que le corroía la entrepierna,
deslumbrada por los mujeriles encantos de la princesa; pero hete aquí que mi
tatatatatatatatatatatatatatatatatatatatata (elevado a la enésima potencia),
andaba rebuscando leña por las cercanías para encender el fuego y cocer las
patatas gorrineras con las que se alimentaban, los vio y a pesar de su dieta pobre en proteínas, supo apreciar, con
perspicacia, el peligro en que la flor de la doncella se encontraba, de la que
por supuesto desconocía su alcurnia y aún más, tuvo la osadía de aparecer
delante de ellos cuando ya las manos, palomas extranjeras, reptaban bajo las minas, cuando la lanza, encabritada, asaltaba el baluarte y la lava, ardiente, buscaba a borbotones caminos para derramarse. Vamos, hablando en cristiano, que si aparece un minuto más tarde, doña Juana, la que luego sería loca y reina doliente de España se hubiera ganado la vida de auditora de su padre. Y aunque como es natural el caballero se tomó a mal su intromisión, a la se le escapó un suspiro de alivio.
El
caso es que mientras arreglaban la rueda, mi antepasada se llevó a la dama en
cuestión a su covacha y para matar la espera le enseñó a tejer una toquilla de
hilo de cabra, sí, esa que a través de los siglos nos ha llegado hoy en día convertida en parte típica
del traje regional manchego, de la que ella fue única y real diseñadora. Y que
por entonces, desafiando a la miseria y los piojos, comenzaron a lucir las villanas
con maravedíes en las faltriqueras. Porque otra cosa no, pero las mujeres de mi
familia han sido todas muy emprendedoras.
Tanto disfrutó la infanta con el punto, tan
agradecida se sintió por no haberse rendido a los encantos del Don Juan que, en
cuanto estuvo en su mano, es decir, en cuanto fue reina, acordándose de que
habría podido perder todo solamente por haberse rendido ante una picazón
momentánea mandó, por medio del mismísimo Contreras, la orden liberando a la
familia y dotándolos de su propio apellido. Podían elegir el que quisieran, la
reina en su carta sugería que fuera De la Cabra. Y así lo quiso mi tatatatat…,
pero los chicos más aventureros o más conscientes del ridículo prefirieron De
la Caballería, porque, cosas de chicos, se soñaban ya con yelmo, armadura, caballo
y espada. Al final se quedaron con los dos, que uno les parecía poco premio por
una toquilla de pelo de cabra.
Los
apellidos permanecieron inalterables a través del tiempo y las generaciones por
la fuerza y constancia de la Y de nuestros cromosomas, hasta que llegó la
democracia y la universalización de los impuestos, con lo que no había casillas
suficientes en el impreso de la declaración de la renta para tanta letra y acabaron
acortándolo al común y anodino López y Fernández. Aunque no es del todo cierto,
en el meollo de las discusiones de la Ley de la Memoria Histórica nos enteramos
que, allá por la II República, hubo uno de los nuestros que por mor del rojerío
de su sangre se comió los “de” y descabalgó el caballo. No fue lo peor que
hizo, entre otras cosas era bailarín de tangos.
Y antes de contaros la incivilidad de mi familia
tengo que recordaros las fechas en que se debatía el articulado de la Ley de la
Memoria Histórica. Cuando aún se discutía si se abrirían o no las fosas, año
2009, yo, aún fascinado por Bones, era un esqueleto feliz. En una de aquellas
batallas, atrincherado tras las faldas de terciopelo de la mesa camilla, mi
padre mencionó a un tío suyo, hermano de su padre, que acabada la guerra partió
camino del exilio a los mismísimos Estados Unidos, precisamente a Nuevo México. Como era natural mi
madre aprovechó la nostalgia y se le lanzó a la yugular; con toda la mala leche
de cincuenta años de convivencia le dijo que se largó al exilio simplemente
porque se había enamorado de su pareja de baile. Un soldado de la Brigada
Lincoln. Ni en la batalla del Ebro se luchó con tanta ferocidad, a punto estuvieron de acabar los dos en el cementerio, lugar en
el que como ya sabéis, ahora, decapitados y sin piernas, residen. No tuvieron
la suerte que Mike the heatless chicken.
Entonces mi sobrina, sí, tengo una
sobrina. Hija del desdentado que en gloria esté. Un hijo de su santa madre,
hablando claro, un hijo de p*, que se negó a reconocerla cuando se enteró de su
existencia. Un año tardó, lo que le llevó a mi padre darse de bruces con ella
en la puerta del casino. De bebé era igualita, igualita que el difunto de mi “hermanico”.
Mi padre la vio gatear hasta él y se sobresaltó hasta el punto de creerse
teletransportado al pasado y encontrarse frente al desdentado. Hombre de honor,
a pesar de la Cabra, se fue derecho a por el infractor, le obligó a confesar
“el pecado” y lo arrastró a casa de la madre de su hija. Y se quedó helado. La
madre, dijo que ni harta vino se casaba con el inútil de mi hermano, pero
que no se oponía a que él se quedará con
la niña. Y mi padre la cogió en brazos y desde entonces, dieciséis años en el
2009, la cría habitó entre nosotros.
Una friki de internet que, en mayo de 2009, descubrió la siguiente noticia y
tuvo la ocurrencia para conseguir el armisticio entre sus abuelos de decirme
que debía viajar a Nuevo México, para ver si me conseguía una novia de entre
las 11 esqueletos encontradas y al paso buscar información sobre el tío e
intentar una reconciliación familiar. De nuevo los López de Cabra unidos. Su
proposición, como ella había previsto, tuvo la virtud de reconciliar a mis
padres que hicieron causa común contra mí. Me adjudicaron la misión, me
embarcaron en un viaje alucinante al desierto de Nuevo México y de paso se
libraron de mi cloqueante presencia.
Del viaje y de cómo encontré al
tanguista os hablaré en una próxima entrega (continuará…)
No me extraña que no tengas comentarios, no sé de qué te quejas, resulta que no entiendo que es lo que escribes ¿crítica de series o un cuento? Me parece que ni una cosa ni otra. Cambia de registro, vuelve a contar historias y no mezcles churras con merinas, nunca mejor dicho.
ResponderEliminar¿Churras con merinas? A mí lo que me parece es que esta tal Marien tiene menos cabeza que el pollo de la foto.
EliminarQue gente más desagradable, no les hagas caso, Marien, tú sigue. Jenni LLei.
EliminarNi caso, Marien. Y el que se lie, que vea series solamente que ya le dan el guión mascadito
ResponderEliminarVaya, que ilusión, tanto quejarme del silencio de los visitantes y de pronto entráis todos al mismo tiempo. Ante todo gracias, gracias por leer mis historias, gracias por dedicarme vuestro tiempo. Y tenéis razón los anónimos, la tenéis y no os la doy por ser educada, hoy una compañera de trabajo me comentaba que "Isabel, los siervos de la gleba y el bailarín de tangos I" no era tan divertida como las anteriores. Lo sé, lo sé, tal vez se deba a que, como reconocía en la historia, estaba, estoy un poco en stand by, hablando claro, que me falta inspiración y no le dedico tiempo al blog. Os prometo que intentaré rectificar, será por historias, las tengo de todos los colores, variaciones y formas.
ResponderEliminarOs prometo que la próxima no mezclaré la crítica de series con mis ficciones.
Por cierto, el pollo Mike vivió 18 meses sin cabeza, espero recuperar la mía antes.
Gracias, Jenni LLei y gracias Blanca Sierra por vuestros ánimos. Y a todos, por favor, seguid comentando.