martes, 26 de marzo de 2013

BONES, THE BLOOD FROM THE STONES. Y LAS CAMPANAS REPICARON



No a boda, sino a arrebato.

Ayer lunes, la Fox, los productores ejecutivos, los guionistas, las estrellas y los artistas invitados se acordaron, por primera vez en la temporada, de los fans de Bones y a golpe de repique de campanas 2.0 los convocaron a asistir a la emisión del episodio The Blood from the Stones.

Tenía su razón de ser. Ayer, a las 8 de la tarde la competencia de los programas en emisión era durísima. Después de su parada en boxes para la apuesta apunto, volvía a la programación La Voz, lo que sumado a Bailando con las estrellas y a la comedia Como conocí a vuestra madre, auguraba  que Bones perdería los espectadores prestados que, durante los últimos meses, han apuntalado su share. Ya se vio la semana anterior, con la aparición de los bailarines bajó la audiencia.

El primer repique lo ejecutó su vicesantidad Stephen Nathan quien el pasado miércoles  tuiteó animando a ver los próximos episodios "porque el final de la temporada estaba cerca y habría pistas":



Luego, durante toda la semana se inició la campaña de busca y captura de  fans. Y los voceros especializados, a los que se les permitió ver el episodio, comenzaron a asaetearlos con spoilers y promociones intentando encandilarlos, que si compra de diamantes, que si anillos, que si proposiciones de matrimonio; Marisa Roffman de Give Me Mi Remote decía que "en The Blood from the Stones aquellos que se han quejado de la falta de momentos de pareja entre Booth y Brennan no quedarán decepcionados”.

Pero debieron, con razón, tener dudas sobre su poder de persuasión, de sobra saben, tanto productores como guionistas, lo decepcionados que están una inmensa mayoría de los fans con el desarrollo de esta octava temporada y decidieron que, para obtener su apoyo masivo, debían concederles algo más que un momento de pareja, sobre todo porque en más de la mitad de los episodios emitidos hasta ahora, Booth y Brennan han terminado sentados cada uno en una parte del sofá, cuando no dándose directamente la espalda en los “momentos de pareja”.

Le pregunté directamente a su santidad Hart Hanson, a eso de las cuatro y media de la tarde hora española, si las boneheads tendrían premio. ¿Fue premonición? No creo.


El caso fue que a eso de las cuatro cuarenta y ocho de la tarde las campanas 2.0 comenzaron a repiquear; primero suavemente, como si no lo tuviera del todo claro Marisa Roffman twiteó esto: 


Exacto, al abrir el link se descubre el misterio. Si eras norteamericano y tuiteabas #BeOnBones en el horario establecido podías obtener un premio. Y qué premio. ¡Un papel, nada menos que en #Bones! 

Un poco más tarde Stephen Nathan se unió a la campaña, y poco a poco fue haciéndose viral. Los fans norteamericanos entusiasmados... 

... Los del resto del mundo cabreados. Sin razón. No se trataba de premiar a las boneheads, se trataba de los porcentajes de audiencia.



Porque la empresa Nielsen, que mide las audiencias en televisión, ha realizado un estudio (aquique cuantifica la relación entre el aumento de comentarios en twitter sobre un programa y la audiencia final del mismo. Y se concluye que en los episodios emitidos durante la temporada, un aumento del volumen tuits durante la emisión del 4,2 % (para los espectadores de 18-34 años) supone nada menos que 1% de aumento de la audiencia, y del 8,5% (para los de 35-49).

¿Y ha servido de algo tanto arrebato? En principio para ser tendencia durante la emisión del episodio.


 @harthanson #BeOnBones is trending #1 Worldwide!!!!!!twitter.com/marisaroffman/…

Aunque los primeros ratios de audiencia publicados (aquí), y en espera de que se ajustasen al final del día (al alza), decían que la audiencia había bajado dos décimas en relación con la semana pasada, del 2,1 al 1,9 y  que los espectadores no habian llegado a los siete millones. El ajuste final al alza ha resultado insignificante. Así pues ¿Qué ha pasado con la cacareada base de siete millones de fans de Bones?¿Cuándo la ha perdido? ¿Esta temporada? Ya tienen en que pensar sus santidades.



Pero basta ya de audiencias. Hablemos de The Blood from the Stones. Un episodio, en el que los protagonistas ¡por fin! han sido Booth y Brennan (no el doctor Sweet) y Caroline Julian, la sarcástica fiscal con apariencia de bulldog y corazón de peluche. Increíble, por forzada, su interpretación de mujer derribada por un flechazo de Cupido, su rostro un poema, su voz pura melcocha. El enamorado, un documentalista que no cree en el amor y que se encuentra en el Jefersonian rodando una película sobre cómo trabajan los científicos forenses en la resolución de los casos criminales. 

¿Los científicos ante la cámara? Como críos. No sólo el doctor Hodgins que lo lleva en el ADN y que presume delante de la cámara de ser el “rey del laboratorio”, sino también el doctor Clark, al que llaman porque es más simpático que la doctora Brennan y dará mejor... en cámara. Y el colmo, Brennan (ante la cámara) comportándose como una mujer mezquina porque ella es un genio


Cuando los guionistas, en este caso Pat Charles, no saben qué hacer con la doctora la hacen comportarse estúpidamente buscando la comicidad, a mí me causa vergüenza ajena. No se lo merece el personaje. La  doctora Brennan puede resultar torpe socialmente, pero nunca mezquina. Rasgo de comportamiento que por cierto ha aparecido de la nada en esta octava temporada.

Una cosa que agradecer, sin que sirva de precedente, para la resolución del caso, han sido imprescindibles tanto los hallazgos del laboratorio como la actividad policial de Booth, de nuevo abriendo a patadas las puertas e interrogando duramente a los sospechosos. La víctima, un policía que trabajaba en un caso de incógnito. Que el caso se resuelva por un olor y un bolso  de cuero que en ningún momento vemos en el episodio va a beneficio de inventario como tantas otras veces.

En cuanto a los momentos de “pareja”, de la pareja, han estado bien. Sobre todo las dificultades que tiene Brennan al intentar explicar a un joyero, sospechoso, por qué no va a comprar un anillo de pedida a Booth y no sabe cómo definir la relación que les une “¿Novio?” Qué tontería llamar novio al padre de su hija. “Entonces, prometido”. Tampoco prometido. En fin, que ante la indecisión de la doctora, Booth saca la placa y resuelve los parentescos llamándola “partner”.




También al final cuando la doctora, viendo una copia de la película rodada por el documentalista, dice que se ha comportado envarada, arrogante y grosera con Clark, y entonces, Booth, como siempre, le explica las cosas. Que no era verdad, que sólo se sentía mal por afinidad con él dado lo estresante del caso al ser la víctima un policía, porque ella no es esa persona

Y entonces la doctora le pregunta algo nuevo (¿una de las pistas para el final de las que avisaba Stephen Nathan tal vez?). Brennan le pregunta a Booth que si la dejaría por otra persona más agradable, si fuera una persona mezquina. Y Booth responde. “No voy a dejarte por una persona agradable, porque tú eres una persona agradable. No eres mezquina”. Y ante la insistencia de Brennan, Booth la calla con un beso.

¿El regalo para las boneheads? ¿Demasiado tarde?

¿Qué pensáis? Espero vuestros comentarios en el blog.



domingo, 24 de marzo de 2013

EN NOMBRE DE LAS TETAS DE KATHY BATES III


DE  LAS CROQUETAS DE MORCILLA  Y LOS HOMBRES LOBOS AL BOCADILLO DE CHORIZO “PAMPLÓNICA” DE LOS PALETAS

 Tal vez porque nunca he vivido una guerra me gustan las películas bélicas. Me las he visto todas, bueno casi todas, desde La Batalla de las Ardenas hasta Doce en el patíbulo, desde Tres tumbas en El Cairo hasta Malditos Bastardos. Aún así prefiero Hermanos de Sangre, la serie de televisión de Steven Spielberg y Tom Hank. Según nos cuentan, cuando los soldados de la 101 División Aerotransportada del ejército de Estados Unidos,  que participarían en el Desembarco de Normandía, subieron a los aviones el 5 de junio de 1941 sabían que les habían adjudicado la parte más peligrosa de la acción: acabar con las defensas artilleras terrestres de los alemanes. Para eso les habían traído al continente. Para eso llevaban entrenando más de tres años. Eran paracaidistas.


Aún así seguían siendo hombres. Algunos, los más estúpidos, lograron dormir a pesar del traqueteo del vuelo. Otros, los más acojonados cruzaron el sur de Inglaterra y el golfo de Vizcaya rezando o fraguando en sus cobardes mentes el subterfugio de última hora que les librase de efectuar el salto detrás de las líneas alemanas. Los más inteligentes sufrieron la pesadumbre antes de la derrota. Su corazón acelerado por la imaginación sobrevoló al avión, anticipó el salto, el lacerante dolor de las balas abriendo su carne y, los menos, la victoria final.


Luego, todo fue distinto a lo imaginado. Una vez en el punto de lanzamiento unos saltaron y murieron, otros saltaron y ganaron la guerra, otros, los menos, se quedaron sentados paralizados por el miedo y regresaron a casa.

Yo hubiera sido de los estúpidos. Lo reconozco. Nunca hubiera librado ninguna batalla. Nunca libré ninguna. Como los más inteligentes anticipo la derrota, siento la pesadumbre por la imposible victoria y como los tontos me rindo.

Me quedo dentro del avión. Aunque sé que puede estallar conmigo dentro. Es una posibilidad. Pero tal vez me salve y regrese a mi butaca de la felicidad. Esa es la disyuntiva.

Y admito que me lo llaméis estúpida con letras mayúsculas.  Dormí a pierna suelta veintiséis años. Sin miedo ni pesadumbre. Con la felicidad del afortunado. Por eso fue tan duro el despertar.


Cuando el 20 de agosto de 2009 abrí los ojos sobresaltada, con el corazón encogido, en mi cama vacía, no fue porque pensara que mi mundo se había hundido, que mi abundante carne se pudriría en pocos días en el sumidero de la insania, que mi cerebro clamaría una y otra vez por aquella canción de Los Ramones “Quiero estar sedado”.

“Nada que hacer, ningún sitio a donde ir. Solo quiero ir al aeropuerto y coger un avión. De prisa, de prisa, de prisa, antes de que me vuelva loco.”

No. Lo que más tarde me atormentó fue mi ceguera. ¿Por qué no había saltado a tiempo de aquella charca de tedio? ¿Por qué?

¡Si yo no quería a mi marido!

Eso, exactamente eso, fue lo que más me costó comprender. Que siéndome totalmente prescindible, mi mente lo necesitara con más ansiedad que al aire. Cosas del estúpido que se quedó en el avión cuando los antiaéreos lo habían despojado ya de su carcasa.


Todo comenzó... a las ocho, cero, cero de una mañana fresquita. Con una brisa húmeda colándose por las juntas de la persiana. Con toda la cama para mi sola y mis doce arrobas, debiera haber sido un despertar amable. De hecho mientras andaba en la media vigilia me pareció oír a David Bisbal cantando que seguía Esclavo de mis besos. No es que me emocionase especialmente el citado espécimen, todo rizos y descoyuntes, una ya no estaba para tanto meneo, pero nunca es de despreciar que alguien, quien sea, cuando ya tienes cincuenta años, diga lindezas a tu oído.

Un inciso:

Una de las cosas que antes despreciaba y que ahora, ahora me enloquecen, es pasar por delante de una obra y que los albañiles me silben o me llamen “tía buena” o que me pidan que espere, que bajan a por mi. Hace un año formaba parte de la legión invisible.

Como decía, andaba en un, sí, un, no, cuando de repente mi cama tembló. Sí, tembló. Y no era fácil removerla. De hecho nadie lo había hecho desde que una cuadrilla de cinco hombres consiguió armarla. Ocurrencia de José Antonio. De madera maciza, maciza, de ébano. Un capricho que se dio cuando le tocó las últimas navidades el gordo, casi medio millón de euros de los que se gastó 150.357,25 euros, en aquel mastodonte. Un despilfarro.

Dijo que era su sueño. Mintió. Pero como todo lo demás me lo creí. Elefante con los ojos tras las orejas. Vigilando como se aposentaba el polvo de la vereda tras mis pasos. El camino de delante dado por conocido.

Para mí que ya entonces pensaba abandonarme y aquella era, según él, mi parte en la división de la sociedad de gananciales, que fue lo que su abogado propuso.

—Porque no le queda más remedio, a ver dónde se la va a llevar.

Me advirtió la pasante solidaria del mío, Vanessa, sí Vanessa, antes de enfadarse ante la injusticia y ponerse a hakear en las entrañas del Organismo Nacional de Loterías y descubrir, otro de los secretos de José Antonio.


 Como decía, la cama era inmensa, la plaza de Tianamen cabía en su ruedo y aún sobraba espacio para algún palacio de la “Ciudad Prohibida”. Dos cuarenta por dos. Sacábamos billete para ejercer derecho a roce. Los escasos roces que le permitía, que nunca fui con él mujer de mucho tacto.

Pues tembló el mastodonte. Se estremeció. Se agitó arriba y abajo. Se removió sobre sus patas. Me zarandeó del primer centímetro hasta el doscientos cuarenta, de tal manera que tuve agarrarme al colchón inamovible de latex para no besar el suelo. Y en una segunda oleada el mismísimo colchón se desplazó. La modorra se desvaneció. Fue el principio del fin.

Me senté en la cama con una agilidad que ni siquiera ahora que he perdido tres arrobas, se me han torneado las piernas y mis nalgas parecen de acero consigo alcanzar. Vamos, que si hubiera estado en los tacos de salida de la final de la carrera de cien metros de Pekin me hubieran descalificado por salida falsa. A pesar de todo, ni por un solo instante me cruzó la idea de que aquel temblor se debiera a un choque sísmico (bien conocido es por los lectores de Don Quijote que por la llanura manchega no corre ninguna falla tectónica, que a lo más que llega el telurismo es a absorbernos el agua del cerebro para reabastecer el acuífero 23).

Bisbal desapareció en la batahola.


En cuanto me repuse del susto identifiqué el sonido y la onda sísmica que transmitía a mi cama con alguna actividad extra lujuriosa de la hija adolescente de mis vecinos de arriba. Gótica por más señas. Pensé que por fin había conseguido su sueño y disfrutaba de su primer orgasmo con una manada de licántropos. Porque aquel seísmo no podía proceder de la oscilación de un solo cuerpo. Y además que ya no era Bisbal el esclavo de sus miedos. Sino la misma Shakira, cuya loba andaba comiéndose el barrio antes de irse a dormir.

Me conformé y me alegré. Siempre es una satisfacción que alguien consiga sus deseos. Imaginé que la pobre chica levitaría de estremecimiento en estremecimiento. Aburrida, me crucé de brazos a esperar. Los licántropos adolescentes tienen fama de persistentes, tenaces, incansables, a demás de ser los que mejor besan. Terminarían rápido, no por licántropos sino por adolescentes.


Yo no tenía ninguna posibilidad de imitarla aunque llamara a su puerta y les pidiera a los lobos que me devorasen. Cosas de la cincuentena y la menopausia. Creía, entonces. Mi loba interior estaba a años luz de descubrir que estaba encerrada en un armario.

Para sofocar la transmisión de energía que de la loba encelo del piso de arriba me llegaba, cogí de la mesita el libro sobre las cartas de Emily Dickinson con el que me había ido a dormir. Aquel libro sí que era un puro estremecimiento, aquellas inesperadas palabras sí me corroían las entrañas. “La valla” es de Dios –Mi Dulce amigo- por tu gran bien –no el mío- no te dejaré franquearla –pero es toda tuya, y cuando sea el momento levantaré los Barrotes y te pondré sobre el Musgo –Tu me enseñaste la palabra. Espero que no tenga una apariencia distinta cuando la fabrican mis dedos”. Escribía. La carta de una beata a su reverendo.

Lo dejé, no disponía de ninguna mano sobre mi musgo. Irritada lo lancé al otro lado de la plaza. Con la oscilación fue a caer casi en el Mall de Washington. No podía traicionarme así mi querida Emily, mi recogida y pusilánime prisionera de una partícula de aire. Ella no podía haber conocido, ni disfrutado de lo que yo ya no anhelaba.

La segunda sombra que me rondaba.

Sobre la propagación del sonido explica la Wikipedia (ese paradigma del saber común) que cuando un cuerpo oscila: la hija gótica de mi vecina, pone en movimiento a las moléculas de aire que la rodean y estas, a su vez lo transmiten a sus vecinas y así sucesivamente en una cadena de diminutos choques, lo que significa que el desplazamiento que experimenta cada una es pequeñísimo, infinitesimal.

En puridad, el choque de las caderas de los licántropos con las nalgas de la gótica debería ser mudo para mis oídos. Era el maldito aire enviciado de la habitación el que me comunicaba el orgasmo, cuando a ella, a la gótica, posiblemente, le pasara como, si hacía memoria y recordaba, me sucedía a mí cuando José Antonio se me subía encima. Una pesadez de estomago y un suspiro.


Gina Lollobrigida lo explicó muy gráficamente. Cuando le preguntaron si era cierto que Warren Beaty se había corrido con ella siete veces en una noche, ella contestó: “No lo sé, yo sólo estaba allí tumbada”.

Claro que aquella mañana fresquita del 20 de agosto aún desconocía las propiedades del sonido. Literalmente las paredes se trastabillaban borrachas, una vibración interna las agitaba como si un alien forzara el parto. Debió ser por eso por lo que, cuando me levanté, entré en el baño y descubrí que uno de los baldosines de encima de la bañera se había desprendido y a otros dos les habían salido rajas, me enfadé.

Irritada, sin pararme en mientes, sin darme una peinada, sin echarme por encima de los hombros una mañanita o un peinador como las mujeres decentes, ni ponerme la bata de boatiné, abrí la puerta y salí al pasillo dispuesta a detener la orgía. Me iban a destrozar la casa. Mi premio por ser buena con ella.

Cuando me pidió llorosa que le ayudara a preparar una comida sangrienta para sorprender a sus amigos, licántropos y vampiros, dijo, generosa le preparé unas sabrosas croquetas de morcilla. ¿Generosa? Estúpida. Cuando me la cruzaba en el portal ni me hablaba.

Pero me apiadé de ella, recordé mis dieciséis años y la libido desatada y compré las morcillas, de sangre y cebolla y los piñones. Para que se sintiese participe le pedí que los descascara; en otra no se había visto. Lo intentó con los dientes, ni sabían que existían los cascanueces aunque sobre la mesa estaba el de hierro que heredé de mi abuela.

— No los destroces que son caros —le advertí mezquina mientras partía unos cuantos y me los comía.

Destrozó casi cien gramos y no importó. Sofreí las morcillas deshechas con los piñones, retiré el aceite y añadí la harina tamizada. No le pedí ayuda, iba de negro, para qué la quería blanca. Le mandé que calentase la leche para la bechamel. Derramó la mitad sobre la encimera. Le dije que su perro aullaba, que subiese a calmarle. Corrió a su casa aunque no tenía perro. Y no importó.

Abrí la ventana a pesar de ser invierno, que se ventilasen las musarañas, que se largasen los no muertos.

Una vez solas, la harina se tostó sin estridencias y con burbujas sonrientes recibió la leche templadita, la revolví con mi mejor cuchara de madera y  ni un grumo; luego le rallé nuez moscada, el toque exótico.


Dejé enfriar la masa y recé para que a la niña no se le ocurriese aparecer para ayudarme a hacer las croquetas. No creo que hubiera sabido manejar a la vez las dos cucharas, ni que las rebozase primero en huevo y después en el pan y la harina de almendras. 

Así que aquella mañana pensé que lo había conseguido, que gracias a mis buenos manejos como cocinera había atrapado a un hombre lobo y se vengaba con aquel terremoto. Pensé. Desconocía que entre la fuente sonora (los cuerpos en oscilación de los licántropos y la gótica) y el receptor (los baldosines de la bañera) se produce una transmisión de energía, sí, pero no un traslado de materia. Claro que también desconocía que el sonido no se propaga de arriba a bajo, ni de abajo a arriba, vamos, que no tiene nada de gallego, sino que como la vieja “Internacional sindical”, propaga la revolución en todas las direcciones.

En el rellano descubrí  que no eran los meneos de la gótica, seguramente ya tan licántropa como sus seductores, los causantes. La oscilación ascendía por el hueco de la escalera. Era en el piso de abajo (vacío) donde se producía la juerga. Extraño. Muy extraño. 

Por un instante temí que hubiéramos sido invadidos por una horda de okupas antiglobalización, enseguida me tranquilicé, pensé en su incompatibilidad antropológica con los meneos de Shakira.


Los okupas estaban más por Bob Marley y el reggae que por la colombiana, que era rubia pero demasiado batallada.

La curiosidad mató a las mujeres de Barbarroja y no hubiera cumplido con el imponderable metafísico de mi sexo si no hubiese bajado hasta el primer piso.

La puerta estaba abierta de par en par.

Un hombre disfrazado de albañil desliaba de unas hojas del Marca un bocadillo de chorizo pamplónica, el aroma era inconfundible.

Otro con un pico golpeaba el techo.

martes, 19 de marzo de 2013

BONES, THE DOOM IN THE GLOOM



O en traducción libre “la perdición de la melancolía”. La de los fans de Bones.

Después de una semana de descanso Bones ha vuelto, quién lo iba a decir, a mediados de marzo y emitiendo el capítulo 19, rápido, rápido camina la octava temporada hacia su final. Lo primero que hay que aclarar es que después del descanso nada ha cambiado en Bones, ha vuelto por donde solía. The Doom in the Gloom sin ser un mal episodio, no ha sido muy diferente a otros de esta temporada, un poco más divertido si cabe y sin causa perdida por salvar. Así que sí, se puede decir que Bones ha vuelto por donde solía esta octava temporada. A atrapar asesinos por medios más o menos científicos y hacerles confesar sin necesidad de tortura. Lo que tal y como van las cosas por el mundo hoy en día es, no me cabe duda, todo un éxito.


En The Doom in the Gloom investigan el asesinato de una exmarine cuyos restos aparecen abrasados tras una explosión y posterior incendio. Las investigaciones preliminares llevan al equipo a descubrir que estaba obsesionada con la llegada del fin del mundo y su relación con un grupo de gente dirigida por el doctor “Apocalipsis”. Dado el estado en que se encontraban los restos y los artefactos y armas que encuentran en el lugar del suceso, los aportes científicos han sido más ¿importantes? que en otras ocasiones.


El doctor Hodgins ha disfrutado como un enano disparando toda clase de artefactos, cañones, escopetas, balas, gelatina y gritando ¡Fire in the hole! Que fueran o no relevantes para la resolución del caso era lo de menos. Lo divertido han sido los experimentos en sí, para él y los espectadores. El trabajo policial en Bones , ya sabemos, es lo de menos, ni está ni se le espera.


Perdón sí, en este episodio ha intervenido un equipo de Swat del FBI, un equipo Tic-Tac, como los solía llamar el agente Booth, para con él al mando, desenterrar a un grupo de esos seres extraños, pirados, que sólo habitan en los Estados Unidos y que convierte su vida en un continuo sin sentido por protegerse del fin del mundo, y a los que suponían fuertemente armados. Al final, después de volar la entrada del bunker y aprestarse a defenderse del posible ataque, la vanguardia del enemigo ha resultado ser una cabra y dos gallinas. Humor creo que se llama. Como cuando Hodgins lo ha puesto perdido de gelatina.



En cuanto a la resolución del crimen,  con tanto experimento, ha resultado un tanto liosa, demasiadas matemáticas, demasiados cacharros, demasiados planos, demasiados olvidos. Lo determinante al final para atrapar al culpable ha sido algo fuera de toda ciencia y trabajo policial, el sabroso cotilleo de otro sospechoso. La culpable era una guarra y la suerte para nuestros investigadores que en una semana no se había lavado las manos. ¡Atrapada! Bien hecho. Bien resuelto. Y es que ya lo dijeron los productores ejecutivos en una entrevista al comienzo de la temporada: Bones en la octava volvía a los principios. Es decir, a ser un procedimental ligero con episodios autoconclusivos, protagonizado por una pareja científica ella, policía él, que resuelven semana tras semana asesinatos, y que además tienen una hija. Episodios intercambiables con dotes de humor macabro y algunas vísceras. Y lo han seguido a rajatabla, no han engañado a nadie.


Los productores han renunciado a seguir con lo que en las últimas temporadas ha sido el núcleo de la historia, la relación entre Booth y Brennan y la transformación del carácter de ésta; aunque en el episodio The Ghost in the Machine y sobre todo en el famoso  The Shot in the Dark se aventuró algo en ese sentido fueron dos tiros solitarios con una sola bala que enseguida se descongeló. Por contra la relación de la pareja, salvo los dos episodios del principio de temporada, si que se congeló definitivamente y así durante los restantes hemos visto a un viejo matrimonio discutiendo por cosas estúpidas como un crucigrama o la candidatura a la presidencia de los Estados Unidos y a una madre, abnegada, que de vez en cuando da de comer a una niña y le hace mohines; con decir que lo más emotivo ha sido la discusión sobre dónde y cómo van a ser enterrados, está dicho lo viejos que son. Aunque para que no nos olvidemos en The Doom in the Gloom les han llamado “Mister an Mistress Sweet”, confundiéndoles con los padres del doctor. Y realmente no se equivocaban.


Y es que esa está resultando, mal que les pese a las melancólicas fans, la gran novedad de la temporada. La adopción del personaje del doctor Sweet por la pareja protagonista y en consecuencia la promoción del actor que lo interpreta John Francis Daley de actor de reparto a coprotagonista. ¿No es así como debemos entenderlo cuando, precisamente el único arco serializado de toda la temporada lo ha tenido a él precisamente por protagonista? Comenzó en el cuarto episodio con la ruptura con Daisy, su traslado a la casa de Booth y Brennan compartiendo su intimidad, su exaltación en la sala de interrogatorios y en los trabajos de campo (si hasta lo convirtieron en héroe en Method To the Madnes, donde se hace con la bomba y resulta herido), el abandono hoy del nido y lo que nos espera, la reconciliación de la pareja (que ya ha comenzado). En la novena temporada encabezará, detrás de Emily Deschanel los títulos de crédito.


Y no cabe sino felicitar a los productores ejecutivos, hasta ahora, la audiencia les ha respondido, esa audiencia que sólo busca entretenerse un rato con unos personajes que le son familiares, la que quiere casos amenos, al ser posibles que denoten cierto apego por el sentimentalismo y las causas perdidas, y Bones esta temporada todo eso se lo ha dado. ¿Exigencias de la cadena? Tal vez, porque no hay que olvidar que se emite, en una gran cadena de televisión americana. Y la cadena, por ahora, está feliz y contenta, tanto como para renovarla por una novena temporada. Después de todo estaba obligada, tal y como le van las cosas con sus últimas series. Bones ha resultado ser el único éxito que tienen en antena.


Y del que se permite, a su entera conveniencia alterar desde el orden de programación, hasta los episodios a emitir en mitad de la temporada. Y así, en septiembre anunció que la octava tendría 22 episodios, pues ahora han rectificado y tendrá 20, aunque se emitirán 24, (cuatro corresponden a los bonus que no se emitieron en la séptima temporada).  Los dos que faltan, bonus para la novena. Actores, productores encantados de haberse conocido. Las fans no tanto, pero esas no importan, esas siguen, seguimos ahí, semana tras semana y posiblemente seguiremos hasta el último fundido a negro. Sufriendo de melancolía como la pareja protagonista cuando el hijo se les va y ya no les queda nada que decirse.



domingo, 17 de marzo de 2013

EN NOMBRE DE LAS TETAS DE KATHY BATES II




DEL PODER EMBRIaGADOR DE  LAS JUDIAS BLANCAS

 CON ARROZ... Y CHORIZO

 Si Vanessa me hubiera conocido año y medio antes no me hubiera pellizcado el trasero.

Una certeza: me crié en los setenta en el seno de una familia fruto de la era franquista, reprimida y represora. Con la memoria siempre presente del abuelo quemado en la caldera del tren allá por el treinta y seis y de mujeres de cabeza rapada escondiéndose en los rincones. Fue un imperativo categórico que asumiera el convencimiento de que sólo caminando recto por la acera, manteniendo siempre el carril de la derecha, adelantando por la izquierda, me abriría camino, sin hogueras ni autos de fe. Liso, sin accidentes. Como Evelyn decía.

Les creí y me equivocaron. Y no debieron. La pesadumbre por el error me corroyó el estómago durante meses. Al menos sirvió para algo. Vanessa admira mi trasero. Fue en los nueve meses de aflicción cuando perdí casi treinta kilos. Me sobraban. Se me habían ido acumulando en veintiséis años de vida en común con un gran comilón de judías blancas.


Sí, parece mentira que en esta época pos postmodernista, en este mundo fashión de las deconstrucciones aparentes, de Adriá, de Arzak, mi marido fuera un zampón incorregible de esa humilde legumbre; pero lo era (pretérito perfecto). Como es natural ahora que tiene millones, el gran amante, ha descubierto el sushi, y la tortilla encopetada.

Reconozco que una parte del mérito de que se casara conmigo la tuvieron las judías blancas con arroz y chorizo de mi madre. Le enamoraron desde la primera vez que se las puso por delante. Tal vez porque él no conocía a la suya y ya se sabe. Nada hay más tierno que las tiernas judías de una madre. Suaves al paladar como mano de púber y un pelín picantes. 

Como lengua de zorra de autovía por estrenar las preparaba la mía. El secreto, cocerlas muy despacio, muy despacio, casi en el uno de la vitrocerámica con agua de Solan de Cabras y encandilarlas con chorizos curados. En el sofrito una punta de cayena que se cae en el aceite y se rescata al primer brinco. Y el arroz, bomba, bien gordo, del que absorbe la grasa. Integral con sabiduría, que diría el pedante.

Otro secreto. El agua que las cubra casi helada, para que luego muy despacio y dulcemente cuando comience a hervir las burbujas les susurren nanas que las adormezcan mientras se les arruga la piel, y  no se asusten cuando las desnuden. Porque ya sudorosas, impacientes y ansiosas se les saltan los cierres y soliviantadas se desbordan como magma incandescente en blanca espuma.

Ese es el juego: un suspiro y un susto. Y viceversa. Apaciguarlas, desalentarlas, romperles la pasión para cuando no se lo esperen regarlas de nuevo con un arroyo glaciar que las envuelva en espera, para que todo empiece y sea una vez más.

Una vez más la caricia, el temblor, el hervor, la entrega, el derrame. Y una vez más, cuando la espuma vuelva a recubrir su cuerpo, devolverlas a la santa espera con un nuevo chaparrón. Cuanto más se demore la ebullición, cuanto más se las soliviante más dispuestas estarán a abrazar al picantón chorizo, al consolador arroz.

Suaves al paladar, deshaciéndose en la boca como pezones de novicia tímida llegan a la mesa.

Comida de antaño, de cuando nadie perdía el tiempo. Y luego una buena siesta y al desagüe. Así mi marido como mi padre.

Dejémoslo por ahora.

Lo cierto es que estaba a punto de cumplir cincuenta y un años. Sin darme cuenta se habían ido cayendo los días de los calendarios como hojas en otoño. Me sobraban tres arrobas, dos carreras, una docena de niveles de complementos en la nómina —ni percatarme de cómo se me habían adherido— y una complacencia con mi destino que, en la modorra de la cuarentena, no juzgué perniciosa. 

El gran sueño cumplido. Un discurrir sin tormentas ni avalanchas. Un acomodo al que la vida se asomaba como un rumor lejano. Cuando el mundo conocido a mi alrededor se desmoronaba, cuando las torres más altas se convertían en chatarra y sólidos matrimonios la menor brisa los ablentaba, nosotros, José Antonio y yo, transitábamos por una senda bien trillada sin contratiempos, con la parsimonia del que aún oye las campanas.

Vanidosa, confundí la modorra y la llamé madurez. Hasta me atreví a despotricar contra mis viejas amigas del Colegio San José que luchaban contra el desastre del tiempo. Mis ridículas preciosas llamé a Miluchi y a Terelu, las antaño inconquistables. Y eso que las quería.


¡Las pobres!, me burlaba, que se pasaban las horas muertas en la clínica de la Corporación Dermoéstetica de la plaza General Riquelme en espera de que cirujanos sin residencia les acariciaran los mustios pechos y las pomposas caderas, que soñaban que entre masaje y masaje a alguno de ellos se le disparaba la libido y les aplacaba los sofocos que avizoraban.

¡Las pobres! Miluchi, abandonada desde hacía un año y cornuda desde el primer beso, a la que en cumplimiento riguroso de los deberes conyugales le habían hecho cuatro hijos; la otra, Terelu, a punto de perder el tercer marido, diez años más joven que ella, a manos de la mujer de un político que salía todas las semanas en el Hola.

¡Las pobres!, pensaba. Sólo disponían de un cuerpo que ofrecer a los zánganos y ya no eran precisamente unas adolescentes de cuarenta kilos, pechos prietos y muslos tersos por mucho que se esforzaran. Y lo hacían, desde la Corporación se desplazaban en sus todoterrenos negros de amas de casa desesperadas a corroborar ansiosas, en las básculas de Nature House, en la misma plaza de la Villa, la migración de lípidos que los deseos satisfechos habían desbaratado. Mientras yo, en mi casa, con mis libros y mi música, merendaba tarta de chocolate, ellas, después de todo lo sufrido, soportaban el helor del lecho conyugal con el único consuelo de un conguito.

Decía las pobres y me burlaba, no las compadecía. ¿No se refocilaban en pocilgas de humo sus maridos perjuros? Algo habrían hecho para ser abandonadas. Aunque sólo se hubieran equivocado en una palabra.

Por supuesto que sobre mi matrimonio y mi sosegada vida no se cernía ningún peligro. Que yo estaba por encima de sus mezquindades de maruja descarriada, sin más oficio que su espejo y sus manzanas. Yo era la afortunada. Una mujer con los pies en la tierra. Una mujer real, sin sueños perturbadores ni deseos impuros. Como Fray Luis la cantara. Con un marido cuya sobrada inteligencia le permitía distinguir perfectamente el culo de las témporas y apreciaba y respetaba los viejos juramentos. Lo que suponía que no perdía los pantalones ni se olvidaba los calzoncillos en los lavabos de los bares de moda. Al menos en veintiséis años jamás eché ningún par en falta.


En mi cama había neutralidad y una temperatura ideal, ni ardiente ni fría. Templada. Siempre he pensado que lo físico sólo era una prioridad para las almas adocenadas. Que a nosotros nos habían moldeado en titanio. Vaya por delante que José Antonio ya apenas me tocaba; que después de un “buenas noches, que duermas bien, cielo” me daba la espalda, apagaba su lamparilla y se ponía a roncar y a bufar. Natural. Era lo que correspondía en una pareja sin hijos después de veintiséis años de matrimonio. Y yo lo disfrutaba. Me colocaba mis gafas y recibía mi ración diaria de Jane Austen o de León Tolstoi según la temporada. El padrecito ruso principalmente en invierno, por lo del frío de la meseta que me recordaba la nieve y el hielo de la estepa siberiana. Moscú. Siglo XIX. Grandes palacios donde deslumbrar al mundo bailando un vals en brazos de un archiduque barbudo.

Por salones de mármoles y porcelanas me deslizaba.


Feliz y Orgullosa. Como burro con anteojeras. Ni la más leve sospecha de que se barruntaba un tsunami.

Siempre pensé que mentían las mujeres que decían descubrir un día, un día cualquiera, una mañana normalmente fría, que las habían engañado. Para mí era imposible que una mujer viviera con un hombre, durmiera en su misma cama, planchara sus camisas, las metiera en la lavadora o recogiera por la mañana sus calzoncillos  y no supiera que le ponían los cuernos. Lo era. Lo es. Me ocurrió.
El 20 de agosto de 2009 me enteré de que pertenecía al club de las malcasadas. Y más que dolor confieso que lo que primero que sentí fue vergüenza. 

O yo soy la excepción o el humo ciega los ojos de las mujeres, aunque hiciera veinte años, como en mi caso, que me había fumado el último porro. Ojalá y no lo hubiera hecho. Al menos en la bruma hubiera perdido la vergüenza y nada habría importado. Pero estaba del cielo que no debería ser así. Que debía encontrar mi segunda sombra. Una inevitabilidad antropológica en la mujer premenopáusica.