DEL PODER EMBRIaGADOR DE LAS
JUDIAS BLANCAS
CON ARROZ... Y
CHORIZO
Una
certeza: me crié en los setenta en el seno de una familia fruto de la era
franquista, reprimida y represora. Con la memoria siempre presente del abuelo
quemado en la caldera del tren allá por el treinta y seis y de mujeres de cabeza
rapada escondiéndose en los rincones. Fue un imperativo categórico que asumiera
el convencimiento de que sólo caminando recto por la acera, manteniendo siempre
el carril de la derecha, adelantando por la izquierda, me abriría camino, sin
hogueras ni autos de fe. Liso, sin accidentes. Como Evelyn decía.
Les
creí y me equivocaron. Y no debieron. La pesadumbre por el error me corroyó el
estómago durante meses. Al menos sirvió para algo. Vanessa admira mi trasero.
Fue en los nueve meses de aflicción cuando perdí casi treinta kilos. Me
sobraban. Se me habían ido acumulando en veintiséis años de vida en común con
un gran comilón de judías blancas.
Sí,
parece mentira que en esta época pos postmodernista, en este mundo fashión de las deconstrucciones
aparentes, de Adriá, de Arzak, mi marido fuera un zampón incorregible de esa
humilde legumbre; pero lo era (pretérito perfecto). Como es natural ahora que
tiene millones, el gran amante, ha descubierto el sushi, y la tortilla encopetada.
Reconozco
que una parte del mérito de que se casara conmigo la tuvieron las judías
blancas con arroz y chorizo de mi madre. Le enamoraron desde la primera vez que
se las puso por delante. Tal vez porque él no conocía a la suya y ya se sabe.
Nada hay más tierno que las tiernas judías de una madre. Suaves al paladar como
mano de púber y un pelín picantes.
Como
lengua de zorra de autovía por estrenar las preparaba la mía. El secreto,
cocerlas muy despacio, muy despacio, casi en el uno de la vitrocerámica con
agua de Solan de Cabras y encandilarlas con chorizos curados. En el
sofrito una punta de cayena que se cae en el aceite y se rescata al primer
brinco. Y el arroz, bomba, bien gordo, del que absorbe la grasa. Integral con
sabiduría, que diría el pedante.
Otro
secreto. El agua que las cubra casi helada, para que luego muy despacio y
dulcemente cuando comience a hervir las burbujas les susurren nanas que las adormezcan
mientras se les arruga la piel, y no se
asusten cuando las desnuden. Porque ya sudorosas, impacientes y ansiosas se les
saltan los cierres y soliviantadas se desbordan como magma incandescente en
blanca espuma.
Ese
es el juego: un suspiro y un susto. Y viceversa. Apaciguarlas, desalentarlas,
romperles la pasión para cuando no se lo esperen regarlas de nuevo con un
arroyo glaciar que las envuelva en espera, para que todo empiece y sea una vez
más.
Una
vez más la caricia, el temblor, el hervor, la entrega, el derrame. Y una vez
más, cuando la espuma vuelva a recubrir su cuerpo, devolverlas a la santa
espera con un nuevo chaparrón. Cuanto más se demore la ebullición, cuanto más
se las soliviante más dispuestas estarán a abrazar al picantón chorizo, al
consolador arroz.
Suaves
al paladar, deshaciéndose en la boca como pezones de novicia tímida llegan a la
mesa.
Comida
de antaño, de cuando nadie perdía el tiempo. Y luego una buena siesta y al
desagüe. Así mi marido como mi padre.
Dejémoslo
por ahora.
Lo
cierto es que estaba a punto de cumplir cincuenta y un años. Sin darme cuenta se habían ido
cayendo los días de los calendarios como hojas en otoño. Me
sobraban tres arrobas, dos carreras, una docena de niveles de complementos en
la nómina —ni percatarme de cómo se me habían adherido— y una complacencia con
mi destino que, en la modorra de la cuarentena, no juzgué perniciosa.
El
gran sueño cumplido. Un discurrir sin tormentas ni avalanchas. Un acomodo al que
la vida se asomaba como un rumor lejano. Cuando el mundo conocido a mi
alrededor se desmoronaba, cuando las torres más altas se convertían en chatarra
y sólidos matrimonios la menor brisa los ablentaba, nosotros, José Antonio y
yo, transitábamos por una senda bien trillada sin contratiempos, con la
parsimonia del que aún oye las campanas.
Vanidosa, confundí la modorra y la llamé madurez. Hasta me atreví a despotricar contra
mis viejas amigas del Colegio San José que luchaban contra el desastre del tiempo.
Mis ridículas preciosas llamé a Miluchi y a Terelu, las antaño inconquistables.
Y eso que las quería.
¡Las
pobres!, me burlaba, que se pasaban las horas muertas en la clínica de la Corporación Dermoéstetica de la plaza General Riquelme en espera de que
cirujanos sin residencia les acariciaran los mustios pechos y las pomposas
caderas, que soñaban que entre masaje y masaje a alguno de ellos se le disparaba
la libido y les aplacaba los sofocos que avizoraban.
¡Las
pobres! Miluchi, abandonada desde hacía un año y cornuda desde el primer beso,
a la que en cumplimiento riguroso de los deberes conyugales le habían hecho
cuatro hijos; la otra, Terelu, a punto de perder el tercer marido, diez años
más joven que ella, a manos de la mujer de un político que salía todas las
semanas en el Hola.
¡Las
pobres!, pensaba. Sólo disponían de un cuerpo que ofrecer a los zánganos y ya
no eran precisamente unas adolescentes de cuarenta kilos, pechos prietos y
muslos tersos por mucho que se esforzaran. Y lo hacían, desde la Corporación se desplazaban en sus
todoterrenos negros de amas de casa desesperadas a corroborar ansiosas, en las
básculas de Nature House, en la misma
plaza de la Villa, la migración de lípidos que los deseos satisfechos habían
desbaratado. Mientras yo, en mi casa, con mis libros y mi música, merendaba
tarta de chocolate, ellas, después de todo lo sufrido, soportaban el helor del
lecho conyugal con el único consuelo de un conguito.
Decía
las pobres y me burlaba, no las compadecía. ¿No se refocilaban en pocilgas de
humo sus maridos perjuros? Algo habrían hecho para ser abandonadas. Aunque sólo
se hubieran equivocado en una palabra.
Por
supuesto que sobre mi matrimonio y mi sosegada vida no se cernía ningún
peligro. Que yo estaba por encima de sus mezquindades de maruja descarriada,
sin más oficio que su espejo y sus manzanas. Yo era la afortunada. Una mujer
con los pies en la tierra. Una mujer real, sin sueños perturbadores ni deseos
impuros. Como Fray Luis la cantara. Con un marido cuya sobrada inteligencia le
permitía distinguir perfectamente el culo de las témporas y apreciaba y
respetaba los viejos juramentos. Lo que suponía que no perdía los pantalones ni
se olvidaba los calzoncillos en los lavabos de los bares de moda. Al menos en
veintiséis años jamás eché ningún par en falta.
En
mi cama había neutralidad y una temperatura ideal, ni ardiente ni fría.
Templada. Siempre he pensado que lo físico sólo era una prioridad para las
almas adocenadas. Que a nosotros nos habían moldeado en titanio. Vaya por
delante que José Antonio ya apenas me tocaba; que después de un “buenas noches, que duermas bien, cielo”
me daba la espalda, apagaba su lamparilla y se ponía a roncar y a bufar.
Natural. Era lo que correspondía en una pareja sin hijos después de veintiséis
años de matrimonio. Y yo lo disfrutaba. Me colocaba mis gafas y recibía mi
ración diaria de Jane Austen o de León Tolstoi según la temporada. El padrecito
ruso principalmente en invierno, por lo del frío de la meseta que me recordaba la
nieve y el hielo de la estepa siberiana. Moscú. Siglo XIX. Grandes palacios
donde deslumbrar al mundo bailando un vals en brazos de un archiduque barbudo.
Por
salones de mármoles y porcelanas me deslizaba.
Feliz
y Orgullosa. Como burro con anteojeras. Ni la más leve sospecha de que se
barruntaba un tsunami.
Siempre
pensé que mentían las mujeres que decían descubrir un día, un día cualquiera,
una mañana normalmente fría, que las habían engañado. Para mí era imposible que
una mujer viviera con un hombre, durmiera en su misma cama, planchara sus
camisas, las metiera en la lavadora o recogiera por la mañana sus
calzoncillos y no supiera que le ponían
los cuernos. Lo era. Lo es. Me ocurrió.
El
20 de agosto de 2009 me enteré de que pertenecía al club de las malcasadas. Y
más que dolor confieso que lo que primero que sentí fue vergüenza.
O
yo soy la excepción o el humo ciega los ojos de las mujeres, aunque
hiciera veinte años, como en mi caso, que me había fumado el último porro.
Ojalá y no lo hubiera hecho. Al menos en la bruma hubiera perdido la vergüenza
y nada habría importado. Pero estaba del cielo que no debería ser así. Que
debía encontrar mi segunda sombra. Una inevitabilidad antropológica en la mujer
premenopáusica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario