viernes, 28 de junio de 2013

LA REINA BLANCA. CUANDO LAS DAMAS JUGABAN A LOS TRONOS


Actualización a 21 de agosto:
La BBC ha anunciado la cancelación de The White Queen tras la emisión del décimo episodio titulado The Final Battle

A veces a pesar del poema de Gertrude  Stein "A rose is a rose is a rose", una rosa no es sólo una rosa, a veces como ocurrió en el periodo de la historia de Inglaterra que va de 1455 a 1485 fue símbolo de banderías, odios y muertes. Tiempos aciagos en los que, en palabras de Shakespeare, los cascos de los caballos pisotearon los corazones de la nobleza inglesa encenagando los campos con los cerebros de los enemigos aplastados. Tiempos de insania.





Treinta años duró la guerra civil que enfrentó a las familias de los Lancaster (cuyo símbolo era una rosa roja) y los York (su símbolo era una rosa blanca), se libraron doce grandes batallas, un sinfín de escaramuzas y ochenta príncipes y decenas de miles de ingleses encontraron la muerte; sólo un dato, en la decisiva batalla de Towton (por la que la Casa de York derrotó a la de Lancaster y apresó al rey Enrique VI), que tuvo lugar, en medio de una tormenta de nieve, el 29 de marzo de 1461, murieron más de veinte mil personas; el día en el que más ingleses han perecido en el campo de batalla.




La Reina Blanca, la serie que ha estrenado la BBC el 16 de junio, se enmarca en ese tiempo, concretamente entre 1464 y 1496,  tiempo de vida de Isabel Woodville, “la reina blanca”, esposa de Eduardo IV de York, vencedor de la batalla de Towton. La serie, una coproducción entre la BBC, la VTR y la cadena estadunidense STARZ (se estrenará en los Estados Unidos el 10 de agosto), es una adaptación de las novelas del ciclo “La Guerra de los Primos” de Philippa Gregory, autora inglesa de bestseller históricos sobre la dinastía de los Tudor; la autora junto con la guionista Emma Frost son las damas responsables de los guiones y centran la historia en la de las mujeres que participaron en esos sanguinarios hechos. Es decir, proponen un melodrama histórico plagado de intrigas, lágrimas y hechizos.




Lo que cuenta la historia de aquellas mujeres es que unas vistieron cota de malla y encabezaron ejércitos como Margarita de Anjou (esposa de Enrique VI, el rey Lancaster), que perdió el trono, a su marido, a su hijo y a su amante. Las maldiciones que en la obra de Shakespeare “La Tragedia del Rey Ricardo III” lanza contra todos sus enemigos son dignas de la más doliente y vengativa mujer que pisara la tierra. Otras, en cambio, como Isabel Woodville hicieron del lecho y las intrigas su campo de batalla para al final, igual de doliente que Margarita, perder marido e hijos, aunque al menos a Isabel, más transigente, le cupo la suerte de ver, al final de sus días, en el trono a su hija mayor Isabel casada con Enrique Tudor, matrimonio que puso fin a la guerra y las banderías de la nobleza y supuso el comienzo del renacimiento en Inglaterra.




El primer episodio comienza cuando una hermosa joven, Isabel Woodville (interpretada por la modelo sueca Rebecca Ferguson), viuda, con dos hijos, ligada a la casa de Lancaster, la rosa roja, sale al encuentro del ya rey Eduardo IV (interpretado por Max Irons), rosa blanca, para pedirle que le devuelvan las tierras que fueron de su marido. Eduardo, que es un mujeriego, en cuanto la ve la desea; pero hete aquí que la joven viuda no es tan inocente como aparenta o tal vez sí, sólo que no está sola, que tiene una madre Jacobina de Luxemburgo (a la que da vida Janet Mc Teer), una mujer de altísima cuna, que al enviudar del hermano de Enrique V (rosa roja) se casó con su chambelán, el barón de Rivers (Robert Pugh, el Craster de Juego de Tronos) una mujer que además tiene, dice, la visión (del futuro). 




Y con ella aparecen los hechizos y la magia, a puerta cerrada, por supuesto, que en Inglaterra quemaban a las brujas. Jacobina, bruja o madre interesada, da a elegir a su hija entre unos hilos mágicos, al final del que elija, si cada día lo enrolla un palmo, descubrirá lo que le guarda el destino. Y al final del  que elige aparece, como no, un anillo con forma de corona. Isabel será reina, pero para eso tiene que casarse con Eduardo y sólo lo conseguirá si el rey desea hacerlo sobre todas las cosas, porque a ese matrimonio que debilitaría el trono recién conquistado se oponen tanto la madre del rey como su principal valedor Lord Warwick, el hacedor de reyes, que interpreta el veterano James Frain.




¿Cómo conseguirlo? Con el ardid más viejo de la historia, negándole lo que tanto desea, hacerla suya. Isabel juega el juego, los ojos se desean, las pieles se acarician, las manos se funden, los labios se comen, arden los dos pero… pero cuando Eduardo consigue abrirse paso entre sus piernas, Isabel, rápida le arrebata la daga y le amenaza: “¿Vas a ser traidora? ¿Vas a matar a tu rey?", pregunta Eduardo,  y entonces ella vuelve la daga contra sí y se clava la punta en la garganta, sólo la punta, suficiente para que brote un hilillo de sangre. Y gana. El rey en contra de toda razón y de su conveniencia se casará con ella, primero en secreto, "¿será un matrimonio válido o una pantomima?" Se pregunta la familia.  Isabel y su madre no son tontas, Isabel sabe cómo amar al rey, cómo desea que lo amen. Y Eduardo cumple su palabra e Isabel Woodville se convierte en “La Reina Blanca”. Todo un culebrón.




La denominada por los románticos “Guerra de las Dos Rosas” es un periodo fascinante donde queda patente que la historia, la realidad puede ser más perversa que cualquier ficción. Y lo digo expresamente por la serie de la HBO “Juego de Tronos”, basada en la saga “Canción de Fuego e Hielo” de George R.R Martin. El enfrentamiento por el trono, las decapitaciones de los enemigos, las traiciones entre padres e hijos, entre hermanos, las cabezas colgadas en las picas, las desapariciones y asesinatos de niños, los reyes locos, los “hacedores de reyes” y “los mata reyes” de las que tanto gusta están en la historia, ocurrieron mientras batallaban las rosas y fueron genialmente descritas y llevadas a la escena por William Shakespeare en su trilogía “Vida de Enrique VI, primera parte”, “Vida de Enrique VI, segunda parte”, “Vida de Enrique VI, tercera parte”, obras de juventud y “La Tragedia del Rey Ricardo III”. Y aunque en el teatro o en la simple lectura de los dramas falte el apabullante despliegue de producción de la HBO, lo cierto y verdad es que después de leer las cuatro obras, la impresión que el noveno episodio de la tercera temporada de “Juego de Tronos”, el titulado “Las lluvias de Cashamere”, ese que ha causado una honda impresión en la red, pudiera producir, se desvanece un tanto.



Igualmente se desvanece La Reina Blanca, los productores Gina Cronk, John Griffin, conscientes de la oportunidad juegan al equivoco, intentan el paralelismo con Juego de Tronos comenzando por los títulos de crédito y su  banda sonora con connotaciones a la serie de la HBO, sin embargo, aunque dicen que ha costado diez millones (un millón por episodio), no hay comparación posible. Los millones no se notan en la producción o de notarse es porque resultan escasos. 



Y además, en el segundo episodio, cuando comienzan las intrigas y los juegos de las damas por el trono y los matrimonios, la diferencia se hace más patente; los personajes y las traiciones se apelotonan, los hombres pierden la cabeza pero los prisioneros van y vienen a su antojo. Lo cierto es que si no se conoce previamente la historia resulta confuso. ¡Ah, que no se me olvide! las batallas son de las de tres soldados y una lanza y la reina luce manicura francesa. 



Una lástima porque la historia se merece una gran serie, pero no hay que desanimarse para conocer la Guerra de las Dos Rosas siempre nos queda Shakespeare.



miércoles, 26 de junio de 2013

EL PRISIONERO QUE ESCRIBÍA CARTAS DE AMOR



Aunque no quieras reconocérselo, porque ante el perro inglés no se retrocede ni para tomar impulso, sabes que tiene razón el conde, aquella vieja carta no era pertinente para nadie, ni siquiera para tus propios deseos, ni tú eras ya el mismo hombre que la escribió ni la chiquilla a quién se la remitiste en su día existía. Un trozo de papel quebradizo y amarillento con la tinta desteñida, nada más. Tan inane como tu alma. La miras buscando la letra antes tan amada, pero sólo reconoces la que fue tuya a los veinte años. Sabes lo que dice, no te es necesario leerla para reencontrarte con un hombre mucho más joven y tan equivocado, seguramente, como el que, ahora, frente a la chimenea, intenta descifrar los sentimientos que una Eugenia enamorada experimentaría leyéndola. Fue la única carta que en tu otra vida, en aquella en la que Eugenia te amaba todavía, le escribiste.


Se te escapa una sonrisa, mientras la escribiste recuerdas haberte sentido por primera vez desde que comenzó la batalla un héroe; sin embargo, a Eugenia que sólo sabía de muertes y pérdidas debió parecerle un sinsentido, una burla a su amor. Y aún así no dejó de quererte, a pesar de los años y la vicisitudes la conservó como un tesoro, y sí, sonríes porque ese pensamiento abonará tu melancolía para unas cuantas fechas. Se la mandaste en el año seis desde tu prisión en Gibraltar después de la derrota de Trafalgar.


Pasas los ojos por las letras borrosas, en algunos sitios la tinta se ha corrido en gruesos goterones, tal vez lágrimas, quieres creer que son lágrimas de Eugenia, una Eugenia avergonzada y arrepentida de haber huido de tu lado. O tal vez no, tal vez sólo se trata de agua del mar. En una esquina una mancha pardusca ensombrece el remite, sangre...


Comienzas a leer y te arrepientes una vez más de tan duras palabras. La querías y ni una vez lo mencionabas. Ahora recuerdas el vacío de su ausencia durante los lúgubres días que pasaste prisionero en el pantalán inglés, rodeado de moribundos que entregaban su alma a la escasa luz de unas bujías y con el ruido de sus estertores repiqueteado por el del agua cayendo por los imbornales; el corazón a punto de reventar de odio y miedo. Miedo a dejarte vencer por el miedo, a parecer lo que en realidad te sabías, un cobarde. 


Ahora lo sabes, nunca debiste enviarla. No era una carta de un enamorado nostálgico sino de un hombre amargado que se castiga así mismo. Salvo que te equivocas, lo sabes. Sabes que la castigada fue la angustiada muchacha que en Algeciras rogaba por ti. Debió hacerle mucho daño, la abriría emocionada, esperando palabras de amor y sólo encontró vanas heroicidades: pero claro, necesitabas justificarte por la derrota. Entonces aún no te habías dado cuenta de lo que ella significaba para tu vida, tuvieron que llegar los años del terror, el hambre, la traición para apreciar el vacío que su ausencia dejó en tu alma.

Maldice, si, maldice a aquel hombre de apenas veinte años que escribiera aquellas palabras, un ser cruel, odioso... en cuya mente no había lugar más que para la irreductible gloria:


“Los ingleses no deberían ser nuestros enemigos —comenzaba diciendo, sin un querida, sin una palabra amable ni de consuelo, sin informarla de que te encontrabas bien, sin ninguna fórmula de cortesía—. No nos han derrotado, han sido los franceses y su cobarde e inepto almirante Villeneuve. Nita, no sabes cómo huele un barco durante la batalla, cubierto por sangre y humo, no sabes cómo huele el miedo de los hombres heridos ni como resuenan los gritos de los que se hunden en los barcos que los capitanes han echado a pique, y no sabes y lo siento por ti, compañera, no sabes lo que es sentir la boca seca, sin una gota de saliva mientras esperas con el sable en la mano a que el enemigo aborde tu nave, y la alegría inmensa que da el ser capaz de rechazarlos, no, Nita, nada tiene que ver una batalla con nuestros juegos de niños.

Dirás que nada de hermoso hay en la muerte ni en los cuerpos mutilados; he visto vientres abiertos, hombres caminando con sus intestinos en las manos, brazos pendientes de un girón de piel; pero lo que importa no es el resultado, se puede vencer o morir, lo que en verdad importa, es lo vivo que uno se siente mientras el resultado es incierto...como golpea la sangre en tus venas, con que fuerza el corazón pugna por salirse del cuerpo, como de invulnerable a la muerte te sientes...


Enojosas palabras, cuando debiste decirle, “Te hecho tanto de menos, mi amor, te veo a todas horas con tu vestido de encaje colgada de mi brazo paseando por capitanía, y siento el calor de tu piel rozándome, y luego el dulzor de tus labios; mi amor, cuánto ansío beber de nuevo en ellos. Mi paloma, mi amiga, cuento las horas y los segundos que aún me faltan por tenerte entre mis brazos.” Eso debiste escribirle. Eso sí le habría hecho sentir el vacío de tus manos sobre su talle, la hubiera unido para siempre a ti; pero no, tuviste que hacerte el héroe. Con los ojos rasados de lágrimas vuelves a leer.




Mi barco el San Agustín fue el primero en disparar y el último en rendirse. Pero lo hizo porque ya estábamos solos en medio del mar rodeados de ingleses. El mayor y el de mesana sobre la cubierta, la bodega inundada de agua y las portas de los cañones evacuando sangre en lugar de lanzar balas. Todos andábamos medio heridos, a quien no le alcanzó una bala inglesa le atacó un cañón español, la mitad de ellos reventados y corriendo libremente por la cubierta.


El capitán dispuso que a defender la bandera y allí nos fuimos los pocos que aún quedábamos en pie y la defendimos, menuda escabechina. Finalmente tras tres intentos de abordaje cesó el fuego, los cinco navíos ingleses que nos rodeaban dejaron de dispararnos. No nos rendimos es que ya no podíamos más, arriamos la bandera del barco pero no la del rey, que vete tú a saber por dónde anda y a quien nos vende; a mi tanto me da Fernando que Carlos, ninguno le hará un bien a España, aunque un oficial de la Armada no puede ofender al rey sin ofender a su patria, al menos eso es lo que nos enseñan y por lo que al final se muere.

Mentira, bien lo sabes ahora y lo sabías entonces. Mentira. Fuiste a la bandera temblándote las piernas, con los brazos hormigueando y con la cabeza entre los hombros, temeroso, hundido. ¡Pero cómo ibas a decir la verdad si luchabas por encerrarla en lo más hondo de ti. Te habías tenido por valiente y resultaste tan cobarde como cualquiera. Pero no, eso no lo podía saber la mujer de la que esperabas veneración.


Te enorgullecerá saber que entre tanta muerte y destrucción mantuvimos el honor. Los ingleses no se apoderaron del barco; intentamos, cuando por fin nos quedamos solos, bombear el agua, pero fuimos incapaces de impedir que el mar se cobrase un nuevo pecio. Al final nos socorrieron unos cuantos navíos ingleses a los que trasladamos los heridos, yo fui de los últimos en abandonarlo porque cumpliendo órdenes del capitán D. Felipe Cajigal con su ayudante Joaquín Bocalán y otros dos me quedé a prenderle fuego. Cuando nos alejábamos en las barcazas se podía oír los gritos de los heridos abandonados, aquellos a los que ni tu padre ni tu tío hubieran librado de la muerte.

Aún los oyes ¿verdad?, los desahuciados. La derrota siempre es amarga pero si además se abandona a los hombres en medio del mar y se les pega fuego…, qué infierno podías esperar sino aquel en el que te hallas inmerso. Claro que eso no se lo ibas a decir a Nita. Nita tenía que admirarte, su héroe, como cuando de niños jugabais en la playa de Noya y  eras su capitán pirata.

Créeme si te digo, que cuanto más me alejaba, cuando ya no podían oírse los gritos, recordé nuestros funerales vikingos, como aquel con el que enterramos a Luna, la perra vieja de tu madre. Amanecía y el cielo medio en penumbra se quemaba en el horizonte y el espejo del mar reproducía las llamas. Fue un espectáculo digno de contemplar a lo lejos.


Me llevaron a un buque inglés, y me metieron en la enfermería con decenas de hombres, españoles, franceses e ingleses... tenía un golpe en la cabeza y una herida en el hombro que se me infestó, según me ha contado el cirujano inglés nada más tenderme en el coy perdí el conocimiento y he estado más de dos semanas vagando por el otro mundo, pero es muy aburrido, créeme.

Recordé, como si fuera un milagro, que aún conservaba el sable, que no me había rendido y me desperté porque no quería que me lo robasen, que algún marino borracho lo considerase un trofeo de guerra. Te diré que no tuve suerte, me lo habían quitado junto con la vizcaína, la vieja daga de mi padre que llevo siempre escondida. El sable lo recuperaré cuando me den la libertad, me ha prometido el oficial que nos hace de carcelero. La daga algún maldito ladrón inglés la disfrutará”.

Nada de amoroso tenía aquel correo como no fuese el final “Te quiere, Juan”, y aunque era cierto, sonaba falso. Cómo no iba a sonar, si después de Trafalgar los días gloriosos del verano del año cinco en los que se concretó tú amor por ella parecían un sueño. Nada quedaba ni en España  ni en ti de aquellos fastos del baile del General Castaños donde te prendiste como hombre de la mujer, que como niña habías hasta entonces amado.


Tú única excusa que fue duro sobrevivir a aquel siniestro veintiuno de octubre para ver la patria vendida, la Armada hundida, la historia y el honor corrompidos. Si en lugar de haber estado prisionero en Gibraltar hubieras llegado vivo a Cádiz hoy serías un asesino confeso. Si te hubieras arrastrado como un naufrago más hasta las costas gaditanas habrías ido a la busca de Grabina, el responsable de aquel desastre, el marino político que no se atrevió a plantar cara al maldito francés ni al ni al rufián de la reina, y hubieras acabado con tus remordimientos.

Pero no, no tienes perdón, no puedes perdonarte, te olvidaste de ella. Tú tenías veinte años y ya eras un hombre acabado; en cambio Eugenia, en cambio Eugenia era una chiquilla, una chiquilla de dieciocho años enamorada. ¿Comprendes? ¿Comprendes por fin lo que la obligó a huir de ti hasta el fin del mundo? 

jueves, 20 de junio de 2013

THE VILLAGE. EL SECRETO DEL CORAZÓN INGLÉS




Al contrario que las series americanas, las británicas que nos llegan últimamente suelen ser cortas, casi siempre buenas, cuando no excelentes. Mientras que las americanas exigen una fidelidad próxima a la adicción, que casi siempre defraudan, las británicas nunca te parten el corazón. Pocos capítulos, seis, ocho a lo sumo, tres. ¡Tres!, sí, tres como Black Mirror o In the Flesh o Sherlook que se disfrutan, saborean o se abandonan como lo que son, puro entretenimiento. Nada que ver con los apabullantes veintidós o veinticuatro episodios de las grandes cadenas americanas de los que al final se disfrutan como mucho seis o siete.

Diferentes visiones y perspectivas del negocio. Cambiarán, unos y otros; las grandes cadenas americanas, tras los éxitos de The Hatfield&Mackoys y La Biblia, han ordenado miniseries y las cadenas británicas comienzan a conceder segundas temporadas a sus, hasta ahora, miniseries.




The Village es una serie de la BBC de seis episodios (renovada para una segunda temporada). Su creador, Peter Moffat, recibió de la cadena el encargo de escribir  una serie que reflejara  las vicisitudes y transformaciones experimentadas en el país a lo largo del siglo XX (una especie de “Cuéntame”). La intención de Moffat es hacerlo en 42 episodios (si la audiencia lo consiente). Se estrenó el 31 de marzo  y lo que ha contado en esta primera temporada centrada en los sucesos ocurridos durante la Primera Guerra Mundial en un pueblo innominado del distrito de los Peak, olvidando las glorias imperiales y el Rule Britannia, ha sido duro y poco complaciente.

A los británicos les ha noqueado hasta tal punto de protestar airadamente. “Festival de miseria”, la llaman algunos. El crítico de The Independent llega a decir que se puede “comparar con la visita al dentista o una colonoscopia, una cita para la que te será fácil encontrar excusas y posponerla. A los cinco millones que vieron su capítulo final The Guardian los llama “masoquistas”.



Lo que ocurre es que Peter Moffat, en la más pura tradición de Thomas Hardy,  no ahorra a sus protagonistas ni a los espectadores miserias y desgracias. Miserias reales que todo el mundo ahora (a pesar de la crisis) parece haber olvidado. A lo que sin duda ha contribuido la propia televisión que "ha convencido a todos" de que en la campiña las relaciones de clase estuvieron regidas por la bonhomía del terrateniente-aristócrata que cuidaba de sus criados y aparceros como un buen padre de familia.

Y claro, resulta duro aceptar para los ingleses, cuando ya daban por hecho que el ideal de vida inglés era ser la condesa viuda de Graham o su cocinera, que The Village les diga, nos diga, que detrás de las grandes mansiones, estilo Downton Abbey, lejos de las escaleras, Arriba y Abajo, detrás de Kipling, La Carga de la Brigada Ligera, Las Joyas de la Corona había algo diferente, había miseria y pobreza como en todos lados.




Porque los Middelton, la familia protagonista, parecen más propios de un país subdesarrollado como España que del Reino Unido de la Gran Bretaña. Si miramos con detenimiento la foto de la cabecera se podría pensar, salvo por la arrogancia en primer plano del padre de familia, que está tomada en las Hurdes de principios del siglo XX.




O si no fuera por la informalidad de la pose de los Middelton que contrasta con el hieratismo de la familia de “Paco el Bajo”a la que Mario Camús retratara en Los Santos Inocentes, hasta podríamos considerar que la relación que les une es  familiar, que el secretario de caza del señor marqués, al que tan genialmente interpretara Alfredo Landa, es primo hermano del John Middelton que interpreta Johm Simm. Sus miserias aparentemente les igualan. Aunque no son lo mismo. Mientras que John Middelton resulta un hombre orgulloso, autoritario y bebedor, de los que aúllan si les pica un mosquito y empuñan la jarra cuando les vienen mal dadas,  Paco el Bajo sólo tiene por orgullo hacer bien su humillante trabajo.


Pero no son sólo los Middelton los protagonistas, sino el pueblo entero, incluida la Casa Grande; porque en The Village no falta la familia aristócrata, sólo que su presencia no es como en Downton Abbey pacífica. Tiene tantos o más problemas que los Middelton y están tan inermes como ellos a las amenazas del mundo que, incomprensible para ellos, va surgiendo con el siglo. Una casa que mira de sosquín al resto del pueblo. Impagables las escenas de sirvientes y vecinos volviéndose de espaldas para no contemplar el rostro del medio loco lord Allingham. Impagable igualmente esa niña mimada, Carol, que sufre de furor uterino como una dama victoriana o lady Clem tan fría e hierática como un tempano de hielo, para quien los sirvientes son como niños.



Comienza la serie como un falso documental entrevistando al segundo hombre más anciano del país, Bert Middelton, quien de una caja de recuerdos va extrayendo poco a poco unas fotos, unas imágenes que nos retrotraerán a su infancia. La primera es una imagen de fiesta. Una vieja fotografía en la que se recoge la llegada por primera vez al pueblo de un autobús interurbano. Casi, casi idénticas a las que García Berlanga nos mostró en Bienvenido Mister Marshall (sólo faltan Pepe Isbert, Manolo Morán y Lolita Sevilla y la música). Es un día del verano de 1914, la gente se arremolina en las aceras de la calle principal esperando, el autobús llega, se detiene, aquí sí, y cuando el humo del tubo de escape se esfuma aparece una mujer, Martha. El primer amor de un Bert de doce años. Y será a través de los ojos de ambos, de Martha y Bert, como conoceremos al resto del pueblo. 


A través de los de Martha, interpretada por Charlie Murphy, una mujer moderna, veremos al resto de las mujeres, sus amores, sus desilusiones, sus problemas y cómo se enfrentan a ellos; pero Martha, además, es profundamente creyente y luchará la batalla de Dios para salvar a John Middelton y en la pelea se granjeará la enemistad de Grace (Maxine Peake), mujer fuerte y decidida, cansada de Dios y miserias, que sólo quiere tener a su hombre y a sus hijos libres y felices. Y Martha, la sufragista, luchadora por los derechos de la mujer, se enamorará y al final le llegará también el fracaso y el dolor.




Dice Bert Middelton al comienzo de la serie que parecía que todo el dolor del mundo se hubiera condensado en cada uno de los miembros de su familia. Las ansias de libertad de Joe, su hermano, el fracaso del padre, la necesidad de proteger a la familia de la madre. ¿Y en él? Bert es un niño y por tanto culpable e inocente al mismo tiempo. Son sus ojos curiosos e impertinentes los que nos descubren los secretos ocultos por los adultos: los del profesor sádico y el porqué de su vara de medir y pegar; y ese otro amable, que ni corrige ni castiga, que le acepta con sus diferencias porque él es diferente. Los que descubren brillantes el sexo y la desnudez de la mujer y ocultan velados los deseos insatisfechos. Los que admiran a Joe como fuente de todo saber, protector y explicador del mundo. 



Y a mí Bert (esplendido el novato Bill Jones)  me recuerda a otro niño de ojos grandes y asombrados, a Javi, el protagonista de “Secretos del Corazón de Montxo Armendariz. Porque Moffat, como hiciera Arméndariz muestra el dolor que la incomprensión de la inocencia, la necesidad de ser parte del mundo de los adultos acarrean. Y así el Bert anciano llora por la suerte final de su hermano de la que se siente tan responsable como el último disparo. 




Porque el idilio y la armonía de las primeras escenas, se rompen cuando al final del primer episodio llega el telegrama que anuncia el comienzo de la guerra. Y es entonces cuando las tensiones individuales, los problemas de cada uno se convierten en colectivos. Cuando se acallan las fanfarrias, terminan los desfiles y llega el frío, la dulce campiña inglesa, ese campo dorado y ondulante de hierba y trigo del primer episodio, se va quedando poco a poco desnudo, convirtiéndose en un barrizal tan atorado como el campo de batalla que nunca vemos (las cámaras no salen nunca del pueblo y al parecer nunca saldrán). Y con el barro, las ratas y las pesadillas llegan los objetores, los desertores, la necesidad de controlar la fuerza del trabajo, la gripe,  las sombras  y los muertos que terminan atenazando el corazón y amenazando con romper al pueblo.

 














Y aunque The Village no es una serie consentidora en el final de la temporada Moffat se permite un paseo, pari passu, de dos mujeres, dos madres bien diferentes, la madre coraje que es Grace Middelton y la gélida e intransigente lady Clem Allingham, un paseo, al final del cual, unirán los muertos y devolverán la paz al pueblo.



lunes, 17 de junio de 2013

LA VENGANZA DEL DESTINO



Regresaste cuando harto de rumiar la afrenta se te encabritó la venganza. En la gruta el eco de la guerra no resonaba, de hecho la guerra, la partida y los  hombres que una vez lucharon a tu lado se esfumaron entre la humareda de la hojarasca y lo mismo se te daba que anduvieran muertos entre las cárcavas o vendidos al Pepino, sí, esos mismo de los que tantas veces sentiste correr por tu cuerpo su sangre servil y la consideraste tuya. Comprendiste la impostura. Ninguna ocasión de hermanaros hubierais tenido de no ser por la guerra, nada podía unir a un oficial de la Armada con un cabrero, un zapatero remendón, nada, salvo la idea de morir y matar por la patria.

Si hubieras continuado un minuto, un segundo más en el lecho de la cabrera, meciéndote de ensueño en ensueño hubieras terminado olvidando hasta tu nombre, pero un rescoldo permanecía encendido en tu pecho a pesar del jugo de la adormidera. Muerte, muerte. Nunca, nunca te consentiste la rendición, ni aún en el delirio de la agonía. ¿Cómo olvidar el filo del cuchillo abriéndose paso en tu vientre? ¿Cómo el sabor acre de la sangre en tu boca? Lo añorabas, sólo sentiste la paz cuando lo reconociste, cuando reconociste y ansiaste en tu boca la del traidor. Eras, por fin un hombre libre, sin familia, sin amor, sin Dios y sin Patria.


¿La patria? ¿Quién era esa ingrata madrasta que sólo se alimentaba de la sangre de sus hijos y nunca se hartaba? ¿Liberarla? ¿De quién del pueblo ladrón, de los afrancesados felones o de los fernandinos traidores. Mientras luchaste con el ejército tu aportación a su liberación consistió en una larga espera y concluyó,en un amanecer de niebla,en una cabalgada de pesadilla. Como pesadilla la reviviste noche tras noche mientras tiritabas a la orilla de la hoguera, envuelto en las frazadas de la anciana que desprendían un tufo tan rancio como su cuerpo. Te veías empuñando el sable, mientras el sol pugnaba por abrirse paso entre los nubarrones negros, y apretando fuertemente los muslos en los ijares del caballo lanzándote a la carga; tu grito, un sólo grito resonando en todas las gargantas, y luego volvías la cabeza y nadie, nadie te acompañaba, a tu espalda humo y escarcha.


Luego, consciente, intentaste cien, mil veces mientras perdías la mirada en el ramonear de las cabras, recordar tus acciones en aquella carga, remover el recuerdo del honor y la gloria, la vergüenza de la derrota, y sólo aparecían nítidos tres momentos, cuando gritaste “Adelante” y te lanzaste lleno de orgullo y soberbia a recorrer la media legua que te separaba del enemigo,sin mirar quien te seguía; cuando a medio camino te agachaste hasta el suelo para recoger la bandera que el subteniente Meléndez, herido de muerte, dejaba caer y cuando medio ciego por el humo y las lágrimas volviste grupas al grito de retirada. “Una gloriosa retirada” dijeron los gacetilleros bien pagados. Pero no hubo gloria, fue una auténtica pesadilla que te quemó la garganta sin necesidad de fiebre.

Te la quemó en realidad el aire que más rápido que las balas atravesabas huyendo de los polacos, algunas silbaban cerca de tu cabeza, otras se divertían atravesando las carnes de los hombres que te seguían y  viste y sentiste a los viejos conmilitones de tu compañía caer envueltos en sus animales y no levantarse de nuevo. Y recuerdas, vaya si recuerdas, el sable chorreante golpeándote las pantorrillas, el cuerpo en esconce intentando ofrecer el menor blanco posible a aquellas asesinas silenciosas y rogando para que tras el siguiente otero los polacos cejasen en la persecución o que en el pueblo se encontrasen con la retaguardia y poder una vez más volver grupas y lanzar una nueva carga esta vez victoriosa. Lo que nunca ocurrió.


¿Y la partida?, el otro hito de tu ilusorio patriotismo. Para recordarla no necesitabas de pesadillas ni fiebres, la sangre de aquellos días siempre presente. De tu primera misión ya se te habían disipado las pesadillas, ningún dolor sentías por aquel campesino pequeño y arrugado que colgaste por el enojoso crimen de vender trigo y cebada a los franceses. Sin juicio ni defensa, una denuncia y en menos de un cuarto de hora el hombre colgaba agitando las piernas del balcón del Ayuntamiento, con la lengua fuera y los ojos desorbitados, tus manos las que le ciñeron el lazo. Demasiados frutos colgaban ya de los olivos y las encinas para sentir remordimientos por uno sólo.

Algeciras siempre presente, en cambio, Algeciras y Eugenia, y su inútil abandono porque en Algeciras, al decir de la anciana, aún vivían inmunes a la matanza, aún podían discutir, fantasear, vituperar a unos y a otros, podían incluso pronunciar el nombre de Mazarredo o de Cabarrús como hombres a recuperar de cara a una posible paz, ¿pero qué sabían ellos de lo que de verdad ocurría por los campos y los caminos? Pronto caerían. Soult y “El botella” avanzaban, derrotado una vez más el maldito general Areizaga. Ningún ejército se interponía entre los franceses y Cádiz, Sevilla cayó y no te importó. Entonces lo comprendiste, tú ya no tenías patria. Para cuando iniciaste el camino a Cádiz en tu mente sólo había sitio para la venganza.



Y no sentiste ningún remordimiento.  En los rescoldos de la hoguera se te aparecía escrita y hasta en el humo olías la sangre que te cobrarías, como habías olido al traidor en la herrumbre de su faca y lo olías cada noche en el humo de la paja. No tenías miedo. Ya estabas muerto y nadie te bendeciría, ni incienso ni viatico esperarían a los pies de tu cama, sin oleos y sin confesión ¿qué confesión? Morir por la patria te abría las puertas del cielo, y aunque no lo hubiese, en la Iglesia del Carmen los frailes ya habían decretado el perdón de los pecados de todos los defendiendo a España muriesen con la faca en la mano. Benditos padres que tan poderosas llaves tintineaban. ¿Y por matar a un traidor? Matando al traidor al menos conseguirías desterrar las pesadillas, aunque sólo fuera una noche.


No temías por tu vida, aunque, por si acaso la invasión de Andalucía te entorpecía el regreso, la anciana te fabricó un salvoconducto expedido por el propio mariscal Soult; salvoconducto  que sólo engañaría al inicuo alcalde puesto por los gabachos en algún pueblo que aún no hubieran considerado oportuno arrasar; pero si con algún francés te topabas unas letras mal escritas no engañarían a ningún oficial y si topabas con soldados no se pararían a mirar, primero dispararían y luego preguntarían o tal vez estaba escrito que como el fantasma que realmente eras, pasases por entre sus líneas invisible a los ojos de sus guardias.Porque el caso fue que lo conseguiste, que muerto o resucitado ni un francés te tuvo en su retina ni detuvo tus pasos. Y entraste en Cádiz y a pesar de todo el olor del mar te devolvió la vida.


Nada más poner un pie en La Caleta, en viendo los nuevos mostradores que se asomaban a la playa te sentiste forano como si vieras por primera vez la ciudad blanca, como si no hubieras correteado años antes por aquella arena finísima ni perseguido a los zangones que pululaban alrededor de las puertas de las tabernas y colmados a la espera de que algún tronera o militronche cargado de vino les requiriese para cumplir sus recados, malos mandaderos que sin embargo mientras permanecían a la vista de los bolsillos de los mandatarios corrían que se las pelaban para dar prestancia al encargo, en cuanto torcían la esquina y desaparecían de la vista se tumbaban en el suelo a continuar descabezando la siesta.

Había una gran rivalidad entre los alevines de la gente del bronce y los muchachos de la Academia, nada os unía pero como si un imán os atrajera, tarde tras tarde cuando se suponía que gastabais vuestras horas de asueto en la Alameda o en la Muralla os citabais con reloj secreto en La Caleta, nadie citaba, nadie convenía pero en cruzando la plaza de San Juan de Dios se recogían las levitas del uniforme, se descocaban los falsos tricornios y se arremangaban las camisas, los pasos se apresuraban, la sangre hervía y los puños se encabritaban. Nadie recordaba la ofensa, ni el motivo sólo que era necesario tarde tras tarde romperle la crisma a alguno de aquellos zangalotines que mentían a Dios y a su madre si es que alguno la conoció.


No podías permitirte ser huésped de los mílites, ni dejarte ver con la tropa, por eso te dejaste caer al agua desde la popa de la barcaza, si entrabas en Cádiz con el regimiento se acababa tu misión, las vistas siempre largas que en tiempos de guerra rodeaban los cuarteles zascandilearían por sus entradas y salidas harían correr la noticia de tu regreso y todo se iría al traste, o acabarían contigo o huirían. No podías permitirte comodidades ni apegos alguno, no verías ni te dejarías ver por ninguno de tus antiguos camaradas ni de escuela ni tripulación, tampoco podías darte a conocer a Juan José Soto aunque estuvieras ansioso por tener noticias de Eugenia, aquella angustia debía seguir siendo secreta, más secreta que nunca. Encontrar en esas circunstancias un alojamiento se te antojó harto difícil una vez que de los dos o tres hoteles que te eran conocidos en la ciudad te encontraste con una sarcástica carcajada de sus dueños ante la pretensión de obtener cama y cobijo aunque fuese por una sola noche.


La primera dormiste sentado con la cabeza apoyada en la pared en una de las tabernas del barrio de la Viña donde a pesar de las órdenes del gobernador militar no cesó su fructífera actividad en toda la noche, pues aunque cerró sus portadas, siempre que se tocaba convenientemente la aldaba el portillo se abría  en atención del solicitante y en el mostrador y la cocina seguían con los mismos trajines. Cuando al amanecer se abrieron de par en par de nuevo las puertas saliste a la luz de la amanecida que como siempre en Cádiz te hirió por su alegría, tan ajena a la negrura de tu alma.

Pasaste el día una vez más recorriendo chiscones de lo más bajo, donde el vino ya no era vino, ni siquiera vinagre y los vasos sólo se enjuagaban en un lebrillo en un agua aceitada con restos de las sobras de los platos. Pero no lo encontraste, y aunque no te atreviste a preguntar directamente a nadie tampoco te desanimaste, había demasiados refugiados, demasiadas fondas y tabernas que recorrer. Y aunque dedicaste aquel día más de doce horas no visitaste ni una cuarta parte, en un momento dado al pasar frente a la Calle Ancha tuviste la intención de pasear sus aceras, ahora tan concurridas, con tantas mujeres como lograste atisbar desde la esquina, pero creíste que aquel no era un sitio adecuado, el traidor no pisaría sus cafés y a ti lo más probable era que alguien te reconociese. 


La segunda noche molido, con el cuerpo dolorido por la impostura del acomodo y la caminata del día, cansado del inútil acecho, tomaste la decisión que nunca debiste demorar ni por La Caleta ni por el mar. Conocías su lugar de parada que también fue tuyo en otro tiempo y por fin olvidándote del medro dirigiste tus pasos a casa de la Gijonesa. Ya en tus tiempos de guardiamarina era una de las mancebías más famosas de la ciudad. Si entonces encontraste siempre, en honor a la pasada actividad de tu padre en aquel lupanar, un colchón de foñico en una de las buhederas que bajo el tejado servían de trastero, nadie te la negaría ahora que volvías como héroe resucitado. Sólo tendrías que esperarlo.



La mujer que te recibió no tenía ningún parecido de la que conociste el día que tu padre decidió que era el tiempo de hacerte un hombre. Aunque ya entonces, hacía más de diez años, la mujer había perdido sus hechuras de mocita y había entrado en la sapiencia de la edad madura, mantenía prietas las carnes; sin embargo la que te recibiera aquella tarde de septiembre te costó reconocerla. No era aquella mujer de amplia frente, mofletes altos, nariz respingona, boca grande y con un magnifico mostrador como intencionadamente te mostrase tu padre apretándolo y sobándolo como si fuera de su posesión y que te hiciera sonrojar. La mujer que te recibió con una amplia sonrisa mostraba abiertamente una boca sin dientes, y su cuerpo rebolondo había perdido definitivamente la original forma y los donosos movimientos, ahora manqueaba temblorosa la cafetera y las tazas que otrora manejase con gracia.

No te reconoció de primeras y te negó el alojo, según confesión todas las habitaciones de la casa las tenía ocupadas por las pupilas. Su negocio había prosperado de tal manera que ni aún por cuaresma se atrevían los canónigos a predicar contra él, pues si bien la gente que acudía era de menor calidad podía interpretarse que prestaba un servicio a la ciudad al dar cobijo en sus cuchitriles a la mayoría de la soldadesca que pululaba por las calles sin más oficio que apostarse en las murallas a esperar la imposible llegada del gabacho y, que de alguna manera pacífica debía vaciar sus humores y bajas pasiones, eso si todo de lo más discreto, por el portillo del huerto y con las ventanas y balcones velados por pesados cortinones.


 Luego, recobrados los viejos conocimientos supiste que el capital de la Gijonesa se había consolidado remejiendo los aloques que le llegaban de los pueblos de los alrededores con el agua del pozo del huerto y un poco de caña de azúcar en proporción suficiente para obtener un beneficio del mil por uno a lo que añadía las tres cuartas parte de las ganancias de las pindongas que el rufián de su marido conseguía engañar y recogía en su casa y en cuanto lo mencionó sentiste hervirte la sangre.  En vano  lo buscaste con la mirada, era un granadino cetrino y paticorto cuyo mayor encanto recordabas, al menos a la vista, era una dentadura de oro. En otro tiempo te asustó, estuviste a punto de mearte encima cuando nada más salir de la habitación donde te habías comportado como un hombre, con las piernas aún temblonas y el espíritu extraviado, te diste frente con frente con sus dientes de oro. Te miró de arriba a bajo, y sacudiendo la cabeza hacia tu padre dijo algo que tu no recordabas pero que a tus oídos y a tu memoria sonaba como una amenaza. Y bien que la cumplió en el Puerto de Ojén. El porqué de la inquina lo ignorabas a no ser que fuese heredada.   En los ojos tiernos de la Gijonesa podías encontrar respuesta, pero no estabas para indagatorias del pasado. Te limitaste a preguntarle por el compadre como quien recuerda de pronto a un apreciado conocido. Y ella mirándote tranquila a los ojos te  contestó con ese acento que de tantos años de convivencia había conseguido pegarle.

— Ese lenón hace un meses que come alpañata —dijo, y para tu vergüenza respiraste tranquilo.

Otro se había encargado de cumplir tu venganza.



Pero no se lo vas a contar al inglés, ¿verdad?, te tendrá por lo que realmente fuiste, por lo que eres, porque ni aún sabiendo que Eugenia le debe la muerte te atreverás a matarle y te contentarás con beber su vino en esta noche sin fin, como te contentaste aquella otra en fornicar con la que sabías era la hija del lenón ahogando el ansia por su sangre con el aloque que su madre te sirvió.