—No morí en el puerto de Ojén, en
contra toda lógica. Me creyeron muerto y huyeron con mis pertenencias; como si en
lugar de una avanzadilla del ejército de Victor, fuesen desertores en busca de
oro. Magro fue su botín: dos mantas, las alforjas, la
yegua. Y lo que más me dolió el reloj y el sable... el sable que nunca rendí,
usted me entiende.
—Si era teniente de navío, ¿Cómo andaba
tan lejos del mar?
El inglés sabía hacer preguntas, iba al
meollo de la cuestión. Como toda su raza, directos, expeditivos, de pocas
palabras. Pensamiento, acción y hecho. Los dilemas y las consecuencias para la
posterioridad. Por eso eran los dueños del mundo, por eso habían derrotado al
corso. ¿Qué hacía él, que amaba el mar, por los caminos de sierpes de la
sierra, qué hacía él con un deshilachado uniforme de teniente del segundo
regimiento de húsares? Demasiadas respuestas posibles, tantas como noches había
dedicado a desentrañar el porqué de sus decisiones. No las entendería, no era
posible que aquel hombre acostumbrado al mando, a la guerra en el mar, a los
abordajes, aquel hombre que había atrapado al San Fernando, el último Galeón de Manila, que había dado la vuelta a la tierra en una travesía plena de
victorias, entendiese lo que era ser un teniente sin barco, un hombre sin
brújula ni derrota, mientras los eternos enemigos de la patria, asolaban el
país.
—Milord,
no había barcos —contestó bajando la voz, como si aquella afirmación fuese una
traición, en lugar de una verdad incontrovertible—. Después de Trafalgar, los
pocos navíos que lograron refugiarse en Cádiz fueron abandonados a la
intemperie en los pantalanes del puerto. Refugio de putas y maleantes, para
cuando la invasión fue un hecho, ya eran pasto de las termitas y la podredumbre.
En la guerra de liberación la Armada, la gloriosa Armada española, la que
venció en Lepanto y no se rindió en La Habana, no tenía nada que hacer, salvo
servir de carcelera a los pocos barcos del Almirante Rosilly y de refugio a
todos los pisaverdes y barbilindos cuyo máximo honor consistía en presumir de
charreteras en los bailes de la comandancia.
¿Qué podía hacer un hombre con sangre en las venas?
—Capitán Bradley. Olvídese del
tratamiento.
—Capitán... mi país había sido vendido
por quien debería haber muerto antes que entregar un solo grano de su tierra.
Sí, el Borbón cometió la felonía, y los hombres de España estábamos obligados a
lavarla, la traición sólo se limpia con sangre, capitán, y aunque mucha ha
corrido por las tierras de España, mucha más correrá hasta que nos libremos de
tanto miserable.
—No estoy al corriente de los usos de
su país, pero creo recordar que en Trafalgar sólo perdieron diez navíos,
teniente... ¿por qué los dejaron pudrirse? Tienen un imperio que defender al
otro lado del océano...
—Yo sólo era un alférez, la política y
las grandes decisiones me quedaban muy lejanas.
Le había buscado, dejándose en ello sus
últimos doblones porque necesitaba respuesta. Porque quería oír de su boca lo
que los documentos le habían descubierto en la húmeda y fría sala de del
Almirantazgo. Los papeles estaban muertos, necesitaba oír las palabras. Y sin
embargo permanecían uno frente al otro en silencio, arropados por el calor que
las llamas de la chimenea esparcían, si echaba la espalda hacia atrás el frío
del respaldo le corría la espalda... y traía recuerdos... siempre recuerdos.
—Era mi sable, una hoja de acero de
Vizcaya. Ni en Trafalgar ni en Ocaña,
las dos derrotas en las que participé lo rendí. Era hermoso, afilado como un
cuchillo, dúctil y suave en la mano, duro y frío cuando cortaba la carne. Lo cuidé
con esmero, en Trafalgar no tuvo oportunidad de hacer sangre, aunque en mi mano
estuvo las diez horas de combate, esperando que alguno de ustedes se viniera
hacia mí. Pero nadie abordó al San
Agustín y cuando encontré a un inglés estábamos hombro con hombro achicando
agua. Otra cosa fue en Ocaña, pero esa es otra historia capitán, de difícil
explicación.
—Perdone, teniente... ¿en qué barco
sirvió en Trafalgar?
—Segundo teniente del San Agustín. ¿Y usted?
—Primer teniente del Orión.
—Entonces no tenemos nada que perder,
capitán, ya hemos intentado matarnos.
—Mi sable era mi amigo, mi confidente,
mi consejero. Con mi incorporación a las partidas, se convirtió además en mi
único aliado, el único que me obligaba a recordar que, todavía, no era uno de
ellos, de aquellos seres más bestias que algunas de las que desalojábamos de
sus cuevas. Por la noche, mientras con el esmeril afilaba su filo, las llamas
de las hogueras le iluminaban y en aquel espejo dorado, aun podía reconocer mi
rostro, aún se asemejaba al que yo conocía, misterios de la luz y de las
sombras, porque el que veía reflejado en el agua clara me asustaba. En fin
capitán, ya sabe usted lo que significa tener un talismán, mi sable lo
era.
No deja de ser irónico. Me dieron por
muerto y me abandonaron desnudo en aquellas cárcavas heladas y sin embargo yo
estoy aquí y ellos ahora se pudren. No sé aún como logré sobrevivir, capitán,
por aquella senda desde que los franceses habían llegado a Sevilla no se
aventuraba nadie.
Debí morir y sobreviví, la única
explicación que puedo darme es que no
había llegado mi hora. De nada me sirve decir que el cuello duro del dormán me
protegió de la daga que pretendía cortarme la garganta porque de hecho me rajó
el cuello, ni que la leontina desvió la hoja de la faca que intentaba
arrancarme las tripas. No, esa no es explicación posible, recibí dos puñaladas
en el vientre y una en el cuello, sangré como un cerdo al que le había llegado
su San Martín y sin embargo volví abrir los ojos a la noche.
—¿Usted no cree en milagros, verdad,
capitán Bradley? Yo tampoco... dejémoslo en impericia, incompetencia, en
prisas, en ganas de disfrutar el magro botín o de apoderarse de la Venta del
Puerto o tal vez alguna alimaña los asustó, o los mismos ruidos del día
despertando les hizo creer que se acercaba alguien y no se entretuvieron en
averiguar si estaba realmente vivo o muerto. Milagro o suerte ¿qué más da? No
morí cuando debí hacerlo y ojalá lo hubiera hecho me habría ahorrado todos
estos años de tortura y desaliento..
—¿Lo recuperó, tiene de nuevo el
talismán en su poder?
—Sí y no. Lo recuperé capitán, claro
que lo recuperé, los que me atacaron se pudren bien muertos. Pero el sable lo
quebré. Ya no podía ser mío, había bebido mi sangre, no podía fiarme de él.
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