CAPÍTULO 8
EL PODER DE LOS RUBÍES
No fue gracias a
sus visitas al Almirantazgo, ni a los augurios del portero, ni al
reconocimiento de sus impagables méritos por los camaradas de tertulia del
Brown como James Bradley consiguió su nombramiento de capitán, sino por intercesión
de Violette.
Desde que contraviniendo su primer impulso de
callar le anunció que sus rentas anuales se habían incrementado en treinta mil libras su vida
cambió radicalmente. Tanto, que por un tiempo no pudo imaginar el porqué decidió
ocultárselo. Claro que su decisión duró lo que tardó en regresar de las
visitas vespertinas. Jim entró en el
dormitorio justo en el momento en que Violette buscaba entre sus joyas la que iría mejor con el rojo fuego del vestido y el
tocado de plumas negras que estrenaría en la cena.
— ¡Que desgraciada
soy, no tengo nada que le vaya! —dijo enfurruñada en cuanto reparó en
su presencia.
— Pues claro que
tienes, ponte las esmeraldas... —comenzó Jim no del todo seguro de sí era la
respuesta correcta, que no lo era porque casí antes de acabar de pronunciar la
palabra esmeraldas Violette ya le gritaba.
—¡James
Bradley...! —gritó espantada mirándole a través del espejo del tocador, aunque
enseguida se atemperó y comenzó con los pucheros—. No entiendes nada. No
entiendes nada. Una mujer puede ser muy desgraciada si no tiene unos hermosos
rubíes que ponerse.
—¡Cariño, no seas
tonta!, tú no necesitas adornos, eres la mujer más hermosa de Londres.— Y en
aquellos momentos realmente lo pensaba. La llama de los candelabros le matizaba
la cada día más prominente barbilla y resaltaba el brillo metálico de sus ojos
de acero. Parecía hermosa.
—No entiendes,
querido, no entiendes nada —se lamentó—. Tu opinión no sirve... eres mi marido
—y añadió—, un marido no sirve para nada, al menos en estas
circunstancias.—Estaba profundamente apesadumbrada, tanto que se tapó el rostro
con las manos.
—Vamos, no seas
tonta, tienes el cuello y el escote más hermoso del mundo...—la consoló Jim
mientras se inclinaba para rendirle la debida pleitesía.
— Por favor,
James, me vas a estropear el peinado —le riñó levantándose y alejándose del
tocador.
—Disculpa, sabes
cómo te añoro y hoy no te he visto en todo el día... —dijo con dulzura intentando
una nueva aproximación.
—Yo también,
querido, yo también... pero no por eso te estrujo cuando estás a mi lado, ni te
muerdo el cuello cuando estamos a punto de salir de casa. Me vas a dejar
marcas.
—Ni una, y además
que importa... las he hecho yo, ¿no?
— Haré como que no
te oigo, y quita de en medio... ¿cómo puedes pedirme que lleve las
esmeraldas...? no van con el tono del vestido.
— No lleves nada.
—Qué horror.
Sabrán que no tengo rubíes a juego.
— Eso tiene fácil
solución, mañana o pasado, cuando tú quieras vas a Hansow y te compras los rubíes más grandes que tengan —propuso.
—¡Oh querido, te
burlas!
—No, cariño, y
hasta si quieres te acompaño y compramos un collar, una diadema, una pulsera,
los pendientes y hasta una sortija —ofreció generoso-. Toda la joyería si
milady lo quiere.
—James, no digas
bobadas, te arruinarás —y no debía importarle demasiado porque en su voz ya
sonaba un cierto deja zalamero.
—Tal vez, aunque
no creo... —Disfrutaba viéndola prendida de sus palabras. Nunca hasta entonces,
salvo cuando le hizo la pregunta que los unió, le había escuchado tan
interesada.
— ¿Qué me
ocultas...?
Violette se acercó
de nuevo al alcance de sus manos con los movimientos felinos que le enardecían,
Jim suspiró impaciente, unas pulgadas más y la tendría rendida en sus brazos.
— Nada...
— ¿Se ha muerto,
Lady Mary...? —se le escapó, y de inmediato ante el rostro demudado de Jim supo
que había cometido un error y en compensación se dejó agarrar por la cintura.
— ¡Por Dios,
Violette, que cosas tienes! —Protestó— He ido al abogado a preguntar por la
liquidación de las deudas de mi padre... y... — dudó unos segundos, pero ante
su mirada ansiosa continuó—. Bueno... mi padre disponía anualmente de unas
rentas bastante cuantiosas, nunca supe la cantidad exacta, era cuestión de los
abogados y del obispo Grey que administran el patrimonio Bradley. Pensábamos
que se las gastaba todas... de ahí su malvivir de los últimos tiempos, de sus
deudas, pero no eran tantas como suponíamos... y ahora con su fallecimiento
puedo disfrutar por entero de ellas.
—Podemos... —le
reconvino juiciosa.
—Podemos... —
rectificó.
— ¿Y...? —le
pellizcó impaciente.
— Treinta mil.
— ¡James, querido
es maravilloso!, treinta mil ¿estás seguro?
Tuvo que
estrecharla entre los brazos y sujetarla porque de repente sus labios le
recorrían los ojos, la frente, la boca, en un alarde de pasión amorosa para la
que nunca la creyó dotada. Cuando le correspondió no se apartó ni le rechazó,
al contrario, se dejo arrastrar al suelo y cuando las manos de James buscaron debajo del vestido y le mordió los volantes
del escote permaneció quieta, receptiva. No le importó que él no pudiera
aguantarse, ni que le manchara las medias ni que le arrugase la falda.
Permanecía pacíficamente transpuesta en un mundo de ensueño del que Jim se creyó protagonista y en el que, en realidad, sólo ella aparecía rodeada de rubíes, zafiros, brillantes, perlas y esmeraldas, mientras que Lady Hater, Lady Hambier, Lady Caroline de Mercx la admiraban rabiosas. Cuando Jim concluyó, y se alzó acomodándose los calzones, le sorprendió la libertina visión que Violette ofrecía de sus húmedos y abiertos muslos. Parecía ida, ajena a sí misma y al propio Jim, reconcentrada en sus pensamientos sin percatarse de lo impúdico de su postura. Cuando le ofreció la mano para ayudarla a incorporarse no la vio, Jim se agachó de nuevo, la abrazó y su corazón volvió a henchirse de alegría, por fin era suya como siempre la soñara. Cuando le besó suavemente los ojos notó la sal de las lágrimas...
Permanecía pacíficamente transpuesta en un mundo de ensueño del que Jim se creyó protagonista y en el que, en realidad, sólo ella aparecía rodeada de rubíes, zafiros, brillantes, perlas y esmeraldas, mientras que Lady Hater, Lady Hambier, Lady Caroline de Mercx la admiraban rabiosas. Cuando Jim concluyó, y se alzó acomodándose los calzones, le sorprendió la libertina visión que Violette ofrecía de sus húmedos y abiertos muslos. Parecía ida, ajena a sí misma y al propio Jim, reconcentrada en sus pensamientos sin percatarse de lo impúdico de su postura. Cuando le ofreció la mano para ayudarla a incorporarse no la vio, Jim se agachó de nuevo, la abrazó y su corazón volvió a henchirse de alegría, por fin era suya como siempre la soñara. Cuando le besó suavemente los ojos notó la sal de las lágrimas...
— ¡Cariño... ¿te
ha gustado...?! —preguntó esperanzado y con la voz rota.
— ¡Oh James,
James... que feliz soy...! —suspiró.
— ¡Dios, cuanto he
deseado oírtelo! —Exclamó orgulloso y sin darse cuenta de lo que decía le
preguntó— ¿Quieres que pida que nos suban la cena... tú y yo solos, amándonos
en nuestra cama?
— Claro, cariño,
sí... —contestó aún ensimismada, luego un sexto sentido le avisó y
se incorporó rápida— . ¡Cuánto me gustaría...! pero ¿qué dirían nuestros
amigos?, no podemos faltar a la cena, Caroline está muy sola. Debemos ir... ya. Se nos ha hecho tarde.
Y una noche más montaron
en el coche y salieron de cena y baile. Lady Hater, Lady Hambier y Lady
Caroline de Mercx quedaron totalmente anonadadas ante el aspecto desaliñado de
Violette, el vestido arrugado, las plumas torcidas... los colores corridos y el
escote desnudo aunque brutalmente empolvado.
— ¡La ha pillado!—Exclamó
Lady Hater en cuanto que hicieron su aparición en lo alto de la escalinata—
¡Miradla, viene desmadejada!
—No digas
tonterías, James Bradley es un marino enamorado, es incapaz de ver lo que tiene
delante de sus narices —contestó la dueña de la casa.
—Le ha pegado...
¿no veis que ha llorado? —añadió la mayor de las tres, a la que un marido
anciano y borrachín de vez en cuando le cruzaba la cara.
—¿Quién será el
favorito, a ti no te ha dicho nada? —pregunto Lady Hater a la dueña.
—No sé..., el otro
día bailó con el coronel Thorton... luego les vi salir al jardín pero...
— ¿Creéis que
pedirá el divorcio?
— ¿Bradley? ni
loco... es un marino... arruinaría su carrera.
—Acordaos de
Nelson.
— No hubo
divorcio. Y callaos que nos va a oír.
Las tres mujeres cubrieron
sus rostros con sonrisas cariñosas y miradas tiernas al ver acercarse a una
sonriente Violette.
—Tengo que daros
una maravillosa noticia —dijo mientras se deshacía en besos y abrazos.
—¿Te divorcias? —preguntó la impaciente lengua de la Hater.
—¿Ya...? No, aún
no, mucho mejor... muchísimo mejor... —y dándose cuenta de lo impertinente de
la pregunta sonrió con su sonrisa más postiza.
— Pues parece que vienes directa de una sesión con tu amante...
— ¡Oh, qué
vergüenza! ¿Se nota? —y un rubor no fingido coloreó sus mejillas.
—Un poco, querida,
un poco. Si no te importa pasa a mi boudoir y recomponte la toilette, tu
aspecto es algo... descocado... — dijo la dueña de la casa mientras le abría
camino hacia las habitaciones privadas—. Y... tu marido no se ha percatado...
— ¡Ja, Ja, Ja! ¿Percatado?,
¿qué crees, qué apenas dos meses después de la boda voy a serle infiel? Esperaré hasta que obtenga el nombramiento. Te aseguro que mi marido
sabe muy bien quien es el responsable de mi aspecto. Realmente es malo —dijo
mirando por el espejo a Lady Caroline que se encontraba a su espalda—James es
muy apasionado —le explicó bajando los ojos—. ¡Qué vergüenza!, pero no puedo
negarle nada, querida, no puedo.
— ¿Tanto le amas?
Ya te advertí a un marido se le quiere solo lo suficiente para que no se quede
mucho tiempo en tierra.
—Pues claro que lo
amó, querida. Me casé con él y ahora no puedo negarle nada... Sabes... ha
heredado treinta mil libras.
—¿Treinta mil?
Querida te vendes muy barato —contestó su amiga mientras comparaba las treinta mil con la renta que ella consiguió con su boda.
—No, son treinta mil más al año, ¿comprendes...?
—Y te lo ha dicho
justo antes de salir, hombres —suspiró—. Son unos egoístas y te ha obligado a cumplir...
— añadió fingiendo compadecer a la pobre Violette, mientras en sus pensamientos
le deseaba una virulenta enfermedad.
—Sí, querida, ¿qué
querías que hiciese...? Son veinte mil más de las que tú recibes...
—Oh, no seas
vulgar, sólo los burgueses hablan del dinero.
—Tienes razón,
querida, yo a partir de mañana dejaré de hacerlo, pero ahora se lo voy a contar
a Hambier, a Hater, a la condesa Leroy, al Duque de Kent... ¡No sabes que feliz
soy...! ¡No me divorciaré nunca, nunca, nunca, te lo juro!
Aquella noche
estuvo especialmente arrebatadora. Los hombres admiraron la tersa y blanca piel
de su escote, la luminosidad de sus ojos y sobre todo la profundidad del canal
de su pecho. Las mujeres cuchichearon a sus espaldas sobre las grandes deudas
que el difunto conde había dejado que habían obligado a James Bradley a empeñar
las joyas de la familia. Y Jim la siguió como su perrito fiel toda la noche,
dichoso, orgulloso de la admiración que en los demás causaba su esplendido
aspecto. Nunca la había visto tan hermosa. Bailó con jóvenes y viejos, millonarios y
ricos, lores y burgueses... y cada vez que sus miradas se cruzaban, Jim creía
ver en sus ojos promesas de rendición absoluta que le tenían toda la noche
enardecido.
Las sorpresas para
James Bradley continuaron, era tan maravilloso el matrimonio... que casi olvidó
que esperaba un nombramiento, aunque por muy poco tiempo. Que todas las noches
Violette le echase los brazos al cuello tomando la iniciativa le volvía loco,
que sus besos de buenas noches se respondieran con labios abiertos y juguetona
lengua, era más de lo que se atrevió nunca a soñar, la excitación de los
prolegómenos lograba hacerle olvidar que al final ella permanecía tan fría e
impasible como siempre. Y él veía a una pantera, a su pantera a la que cada vez
le faltaba menos para aceptar por completo la esencia del matrimonio.
Aquella bonanza de los sentidos hacía que su amor se desparramase como una riada por su piel y por sus actos. Aprendió a reprimir la pasión lo suficiente con la esperanza de que en una de sus marejadas se contagiase Violette y por fin cabalgasen juntos sobre las olas... Tanto había deseado aquello... Tanto se hablaba en la cabina de los guardiamarinas de aquellas mujeres que se entregaban y se desmayaban cuando un hombre, un verdadero hombre las penetraba. Ninguno tenía muy claro como se conseguía, pero habían oído hablar de un guardiamarina del Excellent que en Gibraltar tuvo que correr a buscar un médico porque su amante no lograba recuperarse del todo de los estertores del amor. Él estaba a punto de conseguirlo con su propia mujer. James Bradley era el hombre más feliz del mundo durmiendo por fin las noches enteras en la misma cama, sintiéndola rebullirse a su lado por la mañana o recibiendo sus golpes en la cara cuando se volvía de repente adormecida. O simplemente besándola nada más despertar.
Aquella bonanza de los sentidos hacía que su amor se desparramase como una riada por su piel y por sus actos. Aprendió a reprimir la pasión lo suficiente con la esperanza de que en una de sus marejadas se contagiase Violette y por fin cabalgasen juntos sobre las olas... Tanto había deseado aquello... Tanto se hablaba en la cabina de los guardiamarinas de aquellas mujeres que se entregaban y se desmayaban cuando un hombre, un verdadero hombre las penetraba. Ninguno tenía muy claro como se conseguía, pero habían oído hablar de un guardiamarina del Excellent que en Gibraltar tuvo que correr a buscar un médico porque su amante no lograba recuperarse del todo de los estertores del amor. Él estaba a punto de conseguirlo con su propia mujer. James Bradley era el hombre más feliz del mundo durmiendo por fin las noches enteras en la misma cama, sintiéndola rebullirse a su lado por la mañana o recibiendo sus golpes en la cara cuando se volvía de repente adormecida. O simplemente besándola nada más despertar.
— Chisss... —susurró
una mañana despertándola con un beso— tengo un secreto... te va a encantar...
—¿De veras,
querido...? —Estaba hermosa con sus rizos rubios desparramados sobre la
almohada enredados con los suyos... hubiera deseado tanto tomarla...
—Si te lo digo no
te enfadarás ¿verdad?..., prométemelo.
— Oh James, no
juegues conmigo tan temprano... ya sabes que si no tomo mi taza de té y mi baño
no soy nada.
—¿Sabes qué? Creo
que no..., que no te vas a enfadar. Vas a ser la mujer más dichosa del mundo.
—¿Te han ofrecido
un barco, es eso verdad... es eso...?
—¡Oh no!, no es
eso, aún no. Gracias, querida, por preocuparte tanto, no... Y a demás
debo reconocerte esposa mía que desde hace unos días ni pienso en ello. Es un
regalo...
—¿Para mí...? —preguntó
melosa acercándole los labios al oído—. Oh James, no seas malo... dímelo... no
puedo resistir...
—Vale, pero dame
un beso... — y ella frunció los morritos y se los ofreció.
—Ayer subastaron
las joyas de la princesa Alicia... —comenzó y calló. Y con ansía y pasión besó
los fruncidos labios que tuvieron que ceder y dejarle paso franco a la
impetuosa lengua...
—James, basta
ya... es demasiado temprano... —se escapó; pero en su voz no había reproche...
sólo impaciencia— Cuéntame…
—Te acuerdas de su
diadema y su collar...
— El de rubíes —le
interrumpió— ¡James! —gritó— ¡James, lo has comprado!
—Sí.
—¿Dónde, dónde
están...?
Y saltando desnuda
de la cama se dedicó abrir los cajones
de la cómoda, del secreter, corriendo de un lado a otro como si fuera una niña pequeña
en busca de sus juguetes la mañana de Navidad.
— Vuelve a la cama
te vas a enfriar —le advirtió y preocupado corrió tras ella envolviéndola en la
bata. Mientras en brazos la llevaba de nuevo hasta la cama Violette comenzó a
soplarle el aliento detrás de la oreja y eufórico comprobó como el deseo volvía
a resurgir con fuerza —están bajo tu almohada —le anunció mientras la
depositaba sobre el lecho y se tumbaba a su lado intentando ocultarle lo
imperioso de su deseo. Cuando por fin los tuvo ante sus ojos asombrados soltó
tal grito, dio tantas palmas que hubieran despertado a todos los criados de la
casa si no hubieran dormido en las buhardillas.
—Oh James, que
hermosos son, soy tan feliz, pónmelos... pónmelos —decía arrobada
contemplándolos.
Y James emocionado le abrochaba el collar y le mordía los pechos y la estrechaba bajo su cuerpo y ella no protestó... se recostó en la almohada y esperó con la sonrisa en los labios y la diadema en una mano a que James se desfogara. Por primera vez fue consciente de los dedos de ella en su espalda, del roce frío de las piedras y su deseo se inflamaba una y otra vez... y no podía parar... Los dedos y la diadema seguían su paseo por su espina dorsal y Jim creía que no podría soportarlo más...
Cuando por fin se
dejó caer vencido a su lado, sólo fue capaz de articular mientras recuperaba el
resuello su nombre... —Violette... Violette...
— ¿Sí, querido,
has disfrutado? —preguntó y volviéndose hacia él comenzó a contarle—. Sabes,
James, he estado pensando que podríamos comprar la finca de al lado y
construirnos un jardín con riachuelos y un gran estanque. Sería maravilloso,
querido.
Jim ya medio
dormido asintió con la cabeza.
— No te preocupes
de nada... yo hablaré con todos... —y luego pensándolo mejor añadió—, bueno haz
algo, ve al señor Adams y le dices que prepare los contratos, del resto me
ocupo yo, querido. No derrocharé el dinero... sólo lo necesario... después de
todo somos los condes de Dungear.
—Sí, cariño —le
contestó su dormido marido.
Las siguientes
semanas sorprendieron a Jim por la actividad que Violette desplegó. Abogados,
inversores, paisajistas, a él sólo lo llamaba cuando su presencia se volvía
necesaria para firmar contratos, cartas de pago... Así que Jim volvió al Brown
y a sus tertulias y en silencio comparó sus méritos aún escasos con las
carreras de algunos de aquellos veteranos que le rodeaban y sintió que cada vez
se alejaba más de él su sueño de ser capitán de navío de la Armada Real. Luego
una tarde su vida tomó un rumbo distinto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario