Regresaste cuando harto de rumiar la
afrenta se te encabritó la venganza. En la gruta el eco de la guerra no
resonaba, de hecho la guerra, la partida y los hombres que una vez lucharon a tu lado se
esfumaron entre la humareda de la hojarasca y lo mismo se te daba que
anduvieran muertos entre las cárcavas o vendidos al Pepino, sí, esos mismo de
los que tantas veces sentiste correr por tu cuerpo su sangre servil y la
consideraste tuya. Comprendiste la impostura. Ninguna ocasión de hermanaros
hubierais tenido de no ser por la guerra, nada podía unir a un oficial de
la Armada con un cabrero, un zapatero remendón, nada,
salvo la idea de morir y matar por la patria.
Si hubieras continuado un minuto, un
segundo más en el lecho de la cabrera, meciéndote de ensueño en ensueño
hubieras terminado olvidando hasta tu nombre, pero un rescoldo permanecía
encendido en tu pecho a pesar del jugo de la adormidera. Muerte, muerte. Nunca,
nunca te consentiste la rendición, ni aún en el delirio de la agonía. ¿Cómo
olvidar el filo del cuchillo abriéndose paso en tu vientre? ¿Cómo el sabor acre
de la sangre en tu boca? Lo añorabas, sólo sentiste la paz cuando lo
reconociste, cuando reconociste y ansiaste en tu boca la del traidor. Eras, por fin
un hombre libre, sin familia, sin amor, sin Dios y sin Patria.
¿La patria? ¿Quién era esa ingrata
madrasta que sólo se alimentaba de la sangre de sus hijos y nunca se hartaba?
¿Liberarla? ¿De quién del pueblo ladrón, de los afrancesados felones o de los
fernandinos traidores. Mientras luchaste con el ejército tu aportación a su liberación
consistió en una larga espera y concluyó,en un amanecer de niebla,en una
cabalgada de pesadilla. Como pesadilla la reviviste noche tras noche mientras
tiritabas a la orilla de la hoguera, envuelto en las frazadas de la anciana que
desprendían un tufo tan rancio como su cuerpo. Te veías empuñando el sable,
mientras el sol pugnaba por abrirse paso entre los nubarrones negros, y apretando
fuertemente los muslos en los ijares del caballo lanzándote a la carga; tu
grito, un sólo grito resonando en todas las gargantas, y luego volvías la
cabeza y nadie, nadie te acompañaba, a tu espalda humo y escarcha.
Luego, consciente, intentaste cien, mil
veces mientras perdías la mirada en el ramonear de las cabras, recordar tus
acciones en aquella carga, remover el recuerdo del honor y la gloria, la vergüenza
de la derrota, y sólo aparecían nítidos tres momentos, cuando gritaste
“Adelante” y te lanzaste lleno de orgullo y soberbia a recorrer la media legua
que te separaba del enemigo,sin mirar quien te seguía; cuando a medio camino te
agachaste hasta el suelo para recoger la bandera que el subteniente Meléndez,
herido de muerte, dejaba caer y cuando medio ciego por el humo y las lágrimas
volviste grupas al grito de retirada. “Una gloriosa retirada” dijeron los
gacetilleros bien pagados. Pero no hubo gloria, fue una auténtica pesadilla que
te quemó la garganta sin necesidad de fiebre.
Te la quemó en realidad el aire que más
rápido que las balas atravesabas huyendo de los polacos, algunas silbaban
cerca de tu cabeza, otras se divertían atravesando las carnes de los hombres
que te seguían y viste y sentiste a los
viejos conmilitones de tu compañía caer envueltos en sus animales y no
levantarse de nuevo. Y recuerdas, vaya si recuerdas, el sable chorreante
golpeándote las pantorrillas, el cuerpo en esconce intentando ofrecer el menor blanco posible a aquellas asesinas silenciosas y
rogando para que tras el siguiente otero los polacos cejasen en la persecución
o que en el pueblo se encontrasen con la retaguardia y poder una vez más volver
grupas y lanzar una nueva carga esta vez victoriosa. Lo que nunca ocurrió.
¿Y la partida?, el otro hito de tu ilusorio
patriotismo. Para recordarla no necesitabas de pesadillas ni fiebres, la sangre
de aquellos días siempre presente. De tu primera misión ya se te habían disipado las pesadillas, ningún
dolor sentías por aquel campesino pequeño y arrugado que colgaste por el enojoso
crimen de vender trigo y cebada a los franceses. Sin juicio ni defensa, una
denuncia y en menos de un cuarto de hora el hombre colgaba agitando las piernas del balcón del
Ayuntamiento, con la lengua fuera y los ojos desorbitados, tus manos las que le
ciñeron el lazo. Demasiados frutos colgaban ya de los olivos y las encinas para
sentir remordimientos por uno sólo.
Algeciras siempre presente, en cambio,
Algeciras y Eugenia, y su inútil abandono porque en Algeciras, al decir de la
anciana, aún vivían inmunes a la matanza, aún podían discutir, fantasear,
vituperar a unos y a otros, podían incluso
pronunciar el nombre de Mazarredo o de Cabarrús como hombres a recuperar de
cara a una posible paz, ¿pero qué sabían ellos de lo que de verdad ocurría por
los campos y los caminos? Pronto caerían. Soult y “El botella” avanzaban,
derrotado una vez más el maldito general Areizaga. Ningún ejército se
interponía entre los franceses y Cádiz, Sevilla cayó y no te
importó. Entonces lo comprendiste, tú ya no tenías patria. Para cuando iniciaste
el camino a Cádiz en tu mente sólo había sitio para la venganza.
Y no sentiste ningún remordimiento. En los rescoldos de la hoguera se te aparecía
escrita y hasta en el humo olías la sangre que te cobrarías, como habías olido
al traidor en la herrumbre de su faca y lo olías cada noche en el humo de la
paja. No tenías miedo. Ya estabas muerto y nadie te bendeciría, ni incienso ni
viatico esperarían a los pies de tu cama, sin oleos y sin confesión ¿qué
confesión? Morir por la patria te abría las puertas del cielo, y aunque no lo
hubiese, en la Iglesia del Carmen los frailes ya habían decretado el perdón de
los pecados de todos los defendiendo a España muriesen con la faca en la mano.
Benditos padres que tan poderosas llaves tintineaban. ¿Y por matar a un traidor? Matando al traidor al menos conseguirías desterrar las pesadillas, aunque sólo fuera una noche.
No temías por tu vida, aunque, por si
acaso la invasión de Andalucía te entorpecía el regreso, la anciana te fabricó
un salvoconducto expedido por el propio mariscal Soult; salvoconducto que sólo engañaría al inicuo alcalde puesto
por los gabachos en algún pueblo que aún no hubieran considerado oportuno
arrasar; pero si con algún francés te topabas unas letras mal escritas no
engañarían a ningún oficial y si topabas con soldados no se pararían a mirar,
primero dispararían y luego preguntarían o tal vez estaba escrito que como el
fantasma que realmente eras, pasases por entre sus líneas invisible a los ojos
de sus guardias.Porque el caso fue que lo conseguiste, que muerto o resucitado
ni un francés te tuvo en su retina ni detuvo tus pasos. Y entraste en Cádiz y a pesar de todo el olor del mar te devolvió la vida.
Nada más poner un pie en La Caleta, en viendo los nuevos
mostradores que se asomaban a la playa te sentiste forano como si vieras por
primera vez la ciudad blanca, como si no hubieras correteado años antes por
aquella arena finísima ni perseguido a los zangones que pululaban alrededor de
las puertas de las tabernas y colmados a la espera de que algún tronera o
militronche cargado de vino les requiriese para cumplir sus recados, malos
mandaderos que sin embargo mientras permanecían a la vista de los bolsillos de
los mandatarios corrían que se las pelaban para dar prestancia al encargo, en
cuanto torcían la esquina y desaparecían de la vista se tumbaban en el suelo a
continuar descabezando la siesta.
Había una gran rivalidad entre los alevines de la gente
del bronce y los muchachos de la Academia, nada os unía pero como si un imán os
atrajera, tarde tras tarde cuando se suponía que gastabais vuestras horas de
asueto en la Alameda o en la Muralla os citabais con reloj secreto en La Caleta,
nadie citaba, nadie convenía pero en cruzando la plaza de San Juan de Dios se
recogían las levitas del uniforme, se descocaban los falsos tricornios y se
arremangaban las camisas, los pasos se apresuraban, la sangre hervía y los
puños se encabritaban. Nadie recordaba la ofensa, ni el motivo sólo que era
necesario tarde tras tarde romperle la crisma a alguno de aquellos zangalotines
que mentían a Dios y a su madre si es que alguno la conoció.
No podías permitirte ser huésped de los mílites, ni
dejarte ver con la tropa, por eso te dejaste caer al agua desde la popa de la
barcaza, si entrabas en Cádiz con el regimiento se acababa tu misión, las
vistas siempre largas que en tiempos de guerra rodeaban los cuarteles
zascandilearían por sus entradas y salidas harían correr la noticia de tu
regreso y todo se iría al traste, o acabarían contigo o huirían. No podías permitirte comodidades ni apegos
alguno, no verías ni te dejarías ver por ninguno de tus antiguos camaradas ni
de escuela ni tripulación, tampoco podías darte a conocer a Juan José Soto
aunque estuvieras ansioso por tener noticias de Eugenia, aquella angustia debía
seguir siendo secreta, más secreta que nunca. Encontrar en esas circunstancias
un alojamiento se te antojó harto difícil una vez que de los dos o tres hoteles
que te eran conocidos en la ciudad te encontraste con una sarcástica carcajada
de sus dueños ante la pretensión de obtener cama y cobijo aunque fuese por una
sola noche.
La primera dormiste sentado con la cabeza apoyada en la
pared en una de las tabernas del barrio de la Viña donde a pesar de las órdenes
del gobernador militar no cesó su fructífera actividad en toda la noche, pues
aunque cerró sus portadas, siempre que se tocaba convenientemente la aldaba el
portillo se abría en atención del
solicitante y en el mostrador y la cocina seguían con los mismos trajines.
Cuando al amanecer se abrieron de par en par de nuevo las puertas saliste a la
luz de la amanecida que como siempre en Cádiz te hirió por su alegría, tan
ajena a la negrura de tu alma.
Pasaste el día una vez más recorriendo chiscones de lo
más bajo, donde el vino ya no era vino, ni siquiera vinagre y los vasos sólo se
enjuagaban en un lebrillo en un agua aceitada con restos de las sobras de los
platos. Pero no lo encontraste, y aunque no te atreviste a preguntar
directamente a nadie tampoco te desanimaste, había demasiados refugiados,
demasiadas fondas y tabernas que recorrer. Y aunque dedicaste aquel día más de
doce horas no visitaste ni una cuarta parte, en un momento dado al pasar frente
a la Calle Ancha tuviste la intención de pasear sus aceras, ahora tan
concurridas, con tantas mujeres como lograste atisbar desde la esquina, pero
creíste que aquel no era un sitio adecuado, el traidor no pisaría sus cafés y a
ti lo más probable era que alguien te reconociese.
La segunda noche molido, con el cuerpo dolorido por la
impostura del acomodo y la caminata del día, cansado del inútil acecho, tomaste la decisión que nunca debiste demorar ni por La Caleta ni por el mar. Conocías su lugar de parada que también fue tuyo en otro tiempo y por fin olvidándote del medro dirigiste tus pasos a casa de la Gijonesa. Ya en tus tiempos de guardiamarina era una de las mancebías más
famosas de la ciudad. Si entonces encontraste siempre, en honor a la pasada actividad de tu
padre en aquel lupanar, un colchón de foñico en una de las buhederas que bajo
el tejado servían de trastero, nadie te la negaría ahora que volvías como héroe resucitado. Sólo tendrías que esperarlo.
La mujer que te recibió no tenía ningún parecido de la
que conociste el día que tu padre decidió que era el tiempo de hacerte un
hombre. Aunque ya entonces, hacía más de diez años, la mujer había perdido sus
hechuras de mocita y había entrado en la sapiencia de la edad madura, mantenía
prietas las carnes; sin embargo la que te recibiera aquella tarde de septiembre
te costó reconocerla. No era aquella mujer de amplia frente, mofletes altos,
nariz respingona, boca grande y con un magnifico mostrador como
intencionadamente te mostrase tu padre apretándolo y sobándolo como si fuera de
su posesión y que te hiciera sonrojar. La mujer que te recibió con una amplia
sonrisa mostraba abiertamente una boca sin dientes, y su cuerpo rebolondo había
perdido definitivamente la original forma y los donosos movimientos, ahora
manqueaba temblorosa la cafetera y las tazas que otrora manejase con gracia.
No te reconoció de primeras y te negó el alojo, según confesión todas las habitaciones de la casa las tenía ocupadas por las pupilas. Su negocio había prosperado de tal manera que ni aún por cuaresma se atrevían los canónigos a predicar contra él, pues si bien la gente que acudía era de menor calidad podía interpretarse que prestaba un servicio a la ciudad al dar cobijo en sus cuchitriles a la mayoría de la soldadesca que pululaba por las calles sin más oficio que apostarse en las murallas a esperar la imposible llegada del gabacho y, que de alguna manera pacífica debía vaciar sus humores y bajas pasiones, eso si todo de lo más discreto, por el portillo del huerto y con las ventanas y balcones velados por pesados cortinones.
Luego, recobrados los viejos conocimientos supiste que el capital de la Gijonesa
se había consolidado remejiendo los aloques que le llegaban de los pueblos de
los alrededores con el agua del pozo del huerto y un poco de caña de azúcar en
proporción suficiente para obtener un beneficio del mil por uno a lo que añadía
las tres cuartas parte de las ganancias de las pindongas que el rufián de su
marido conseguía engañar y recogía en su casa y en cuanto lo mencionó sentiste hervirte la sangre.
En vano lo buscaste con la
mirada, era un granadino cetrino y paticorto cuyo mayor encanto recordabas, al
menos a la vista, era una dentadura de oro. En otro tiempo te asustó, estuviste
a punto de mearte encima cuando nada más salir de la habitación donde te habías
comportado como un hombre, con las piernas aún temblonas y el espíritu
extraviado, te diste frente con frente con sus dientes de oro. Te miró de
arriba a bajo, y sacudiendo la cabeza hacia tu padre dijo algo que tu no
recordabas pero que a tus oídos y a tu memoria sonaba como una amenaza. Y bien que la cumplió en el Puerto de Ojén. El porqué de la inquina lo ignorabas a no ser que fuese heredada. En los ojos tiernos de la Gijonesa podías encontrar respuesta, pero no estabas para indagatorias del pasado. Te limitaste a preguntarle por el compadre como quien recuerda de pronto a un apreciado conocido. Y ella mirándote tranquila a los ojos te contestó con ese acento que de tantos años de
convivencia había conseguido pegarle.
— Ese lenón hace un meses que come alpañata —dijo, y para
tu vergüenza respiraste tranquilo.
Otro se había encargado de cumplir tu
venganza.
Pero
no se lo vas a contar al inglés, ¿verdad?, te tendrá por lo que realmente
fuiste, por lo que eres, porque ni aún sabiendo que Eugenia le debe la muerte
te atreverás a matarle y te contentarás con beber su vino en esta noche sin fin, como te contentaste aquella otra en fornicar con la que sabías era la hija del lenón ahogando el ansia por su sangre con el aloque que su madre te sirvió.
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