Al contrario que las series
americanas, las británicas que nos llegan últimamente suelen ser cortas, casi
siempre buenas, cuando no excelentes. Mientras que las americanas exigen una
fidelidad próxima a la adicción, que casi siempre defraudan, las británicas
nunca te parten el corazón. Pocos capítulos, seis, ocho a lo sumo, tres.
¡Tres!, sí, tres como Black
Mirror o In the Flesh o Sherlook que
se disfrutan, saborean o se abandonan como lo que son, puro entretenimiento.
Nada que ver con los apabullantes veintidós o veinticuatro episodios de las
grandes cadenas americanas de los que al final se disfrutan como mucho seis o
siete.
Diferentes visiones y perspectivas
del negocio. Cambiarán, unos y otros; las grandes cadenas americanas, tras los
éxitos de The
Hatfield&Mackoys y La Biblia, han ordenado miniseries y las cadenas
británicas comienzan a conceder segundas temporadas a sus, hasta ahora, miniseries.
The Village es una serie de la BBC de seis episodios (renovada para
una segunda temporada). Su creador, Peter
Moffat, recibió de la cadena el encargo de escribir una serie que reflejara las vicisitudes y
transformaciones experimentadas en el país a lo largo del siglo XX (una especie
de “Cuéntame”). La intención de Moffat es hacerlo en 42 episodios (si
la audiencia lo consiente). Se estrenó el 31 de marzo y lo que ha contado en esta primera temporada
centrada en los sucesos ocurridos durante la Primera Guerra Mundial en un pueblo innominado del distrito de los Peak, olvidando las glorias imperiales
y el Rule Britannia, ha sido duro y poco complaciente.
A los británicos les ha noqueado
hasta tal punto de protestar airadamente. “Festival de miseria”, la
llaman algunos. El crítico de The
Independent llega a decir que
se puede “comparar con la visita al dentista o una colonoscopia, una cita
para la que te será fácil encontrar excusas y posponerla”. A los cinco millones que vieron su
capítulo final The
Guardian los llama “masoquistas”.
Lo que ocurre es que Peter Moffat, en la más pura tradición de Thomas Hardy, no ahorra a sus protagonistas ni a los
espectadores miserias y desgracias. Miserias reales que todo el mundo ahora (a pesar de la
crisis) parece haber olvidado. A lo que sin duda ha contribuido la propia
televisión que "ha convencido a todos" de que en la campiña las relaciones de clase estuvieron regidas por la bonhomía del
terrateniente-aristócrata que cuidaba de sus criados y aparceros como un buen
padre de familia.
Y claro, resulta duro aceptar para
los ingleses, cuando ya daban por hecho que el ideal de vida inglés era ser la condesa viuda de Graham o
su cocinera, que The
Village les diga,
nos diga, que detrás de las grandes mansiones, estilo Downton Abbey, lejos de las
escaleras, Arriba y Abajo, detrás de Kipling, La Carga de la Brigada
Ligera, Las Joyas de la Corona había
algo diferente, había miseria y pobreza como en todos lados.
Porque los Middelton, la familia
protagonista, parecen más propios de un país subdesarrollado como España que
del Reino Unido de la Gran Bretaña. Si miramos con detenimiento la foto de la
cabecera se podría pensar, salvo por la arrogancia en primer plano del padre de
familia, que está tomada en las Hurdes de principios del siglo XX.
O si no fuera por la informalidad de
la pose de los Middelton que contrasta con el hieratismo de la
familia de “Paco el Bajo”a
la que Mario Camús retratara en Los Santos Inocentes, hasta podríamos considerar que la
relación que les une es familiar, que el secretario de caza del señor
marqués, al que tan genialmente interpretara Alfredo
Landa, es primo hermano del John Middelton que interpreta Johm Simm. Sus miserias aparentemente les
igualan. Aunque no son lo mismo. Mientras que John Middelton resulta un hombre orgulloso,
autoritario y bebedor, de los que aúllan si les pica un mosquito y empuñan la jarra cuando les vienen mal dadas, Paco el Bajo sólo tiene por orgullo hacer bien su
humillante trabajo.
Pero no son sólo los Middelton los protagonistas,
sino el pueblo entero, incluida la Casa
Grande; porque en The
Village no falta la familia aristócrata, sólo que su presencia no es como
en Downton Abbey pacífica. Tiene tantos o más problemas
que los Middelton y están tan inermes como ellos a las
amenazas del mundo que, incomprensible para ellos, va surgiendo con el siglo. Una
casa que mira de sosquín al resto del pueblo. Impagables las escenas de
sirvientes y vecinos volviéndose de espaldas para no contemplar el rostro del
medio loco lord Allingham.
Impagable igualmente esa niña mimada, Carol, que sufre de furor uterino como una
dama victoriana o lady Clem tan
fría e hierática como un tempano de hielo, para quien los sirvientes son como
niños.
Comienza la serie como un falso
documental entrevistando al segundo hombre más anciano del país, Bert Middelton, quien de una caja de
recuerdos va extrayendo poco a poco unas fotos, unas imágenes que nos retrotraerán
a su infancia. La primera es una imagen de fiesta. Una vieja fotografía en la
que se recoge la llegada por primera vez al pueblo de un autobús interurbano.
Casi, casi idénticas a las que García Berlanga
nos mostró en Bienvenido Mister Marshall
(sólo faltan Pepe Isbert, Manolo Morán y
Lolita Sevilla y la música). Es un día del verano de 1914, la gente se
arremolina en las aceras de la calle principal esperando, el autobús llega, se
detiene, aquí sí, y cuando el humo del tubo de escape se esfuma aparece una
mujer, Martha. El primer
amor de un Bert de doce años. Y será a través de
los ojos de ambos, de Martha y
Bert, como conoceremos al
resto del pueblo.
A través de los de Martha, interpretada por Charlie Murphy, una
mujer moderna, veremos al resto de las mujeres, sus amores, sus
desilusiones, sus problemas y cómo se enfrentan a ellos; pero Martha, además, es profundamente
creyente y luchará la batalla de Dios para salvar a John Middelton y en la pelea se granjeará
la enemistad de Grace (Maxine Peake), mujer fuerte y decidida, cansada de
Dios y miserias, que sólo quiere tener a su hombre y a sus hijos libres y felices. Y Martha, la sufragista, luchadora por los derechos de la
mujer, se enamorará y al final le llegará también el fracaso y el dolor.
Dice Bert Middelton al comienzo de la serie que parecía
que todo el dolor del mundo se hubiera condensado en cada uno de los miembros
de su familia. Las ansias de libertad de Joe,
su hermano, el fracaso del padre, la necesidad de proteger a la familia de la
madre. ¿Y en él? Bert es un niño y por tanto culpable e
inocente al mismo tiempo. Son sus ojos curiosos e impertinentes los que
nos descubren los secretos ocultos por los adultos: los del profesor sádico y
el porqué de su vara de medir y pegar; y ese otro amable, que ni corrige ni castiga,
que le acepta con sus diferencias porque él es diferente. Los que descubren
brillantes el sexo y la desnudez de la mujer y ocultan velados los deseos
insatisfechos. Los que admiran a Joe como fuente de todo saber, protector
y explicador del mundo.
Y a mí Bert (esplendido el novato Bill Jones) me recuerda a otro niño
de ojos grandes y asombrados, a Javi, el protagonista de “Secretos del Corazón de Montxo
Armendariz. Porque Moffat, como
hiciera Arméndariz muestra el dolor que la incomprensión de la inocencia,
la necesidad de ser parte del mundo de los adultos acarrean. Y así el Bert anciano llora por la suerte final de
su hermano de la que se siente tan responsable como el último disparo.
Porque
el idilio y la armonía de las primeras escenas, se rompen cuando al final del
primer episodio llega el telegrama que anuncia el comienzo de la guerra. Y es
entonces cuando las tensiones individuales, los problemas de cada uno se
convierten en colectivos. Cuando se acallan las fanfarrias, terminan los
desfiles y llega el frío, la dulce campiña inglesa, ese campo dorado y ondulante
de hierba y trigo del primer episodio, se va quedando poco a poco desnudo,
convirtiéndose en un barrizal tan atorado como el campo de batalla que nunca
vemos (las cámaras no salen nunca del pueblo y al parecer nunca saldrán). Y con
el barro, las ratas y las pesadillas llegan los objetores, los desertores, la
necesidad de controlar la fuerza del trabajo, la gripe, las sombras y los muertos que terminan atenazando el
corazón y amenazando con romper al pueblo.
Y
aunque The Village no es una serie consentidora en el
final de la temporada Moffat se permite un paseo, pari passu, de dos
mujeres, dos madres bien diferentes, la madre coraje que es Grace Middelton y la gélida e intransigente lady Clem Allingham, un paseo, al final del cual, unirán los muertos y devolverán la paz al pueblo.
Gracias por la recomendación, en cuanto saque un poco de tiempo me pongo a verla. Se agradece salir de series que resultan ya demasiado estereotipadas.
ResponderEliminarGracias, Mares por comentar. Sí, The Village es una serie bien diferente a las que pululan por la red. Al menos habla de cosas que importan y que son iguales en todos los países, la crueldad de la infancia, el fracaso del orgullo desmedido, la familia, la guerra y el dolor. Un saludo.
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