Aunque no quieras reconocérselo, porque
ante el perro inglés no se retrocede ni para tomar impulso, sabes que tiene razón el conde, aquella vieja carta no era pertinente para nadie, ni siquiera
para tus propios deseos, ni tú eras ya el mismo hombre que la escribió ni la
chiquilla a quién se la remitiste en su día existía. Un trozo de papel quebradizo y
amarillento con la tinta desteñida, nada más. Tan inane como tu alma. La
miras buscando la letra antes tan amada, pero sólo
reconoces la que fue tuya a los veinte años. Sabes lo que dice, no
te es necesario leerla para reencontrarte con un hombre mucho más joven y tan
equivocado, seguramente, como el que, ahora, frente a la chimenea, intenta descifrar
los sentimientos que una Eugenia enamorada experimentaría leyéndola. Fue la
única carta que en tu otra vida, en aquella en la que Eugenia te amaba todavía,
le escribiste.
Se te escapa una sonrisa,
mientras la escribiste recuerdas haberte sentido por primera vez desde que comenzó la batalla un héroe; sin embargo, a Eugenia que sólo sabía de muertes y pérdidas debió
parecerle un sinsentido, una burla a su amor. Y aún así no dejó de quererte, a
pesar de los años y la vicisitudes la conservó como un tesoro, y sí, sonríes porque ese pensamiento
abonará tu melancolía para unas cuantas fechas. Se la mandaste en el año seis desde tu
prisión en Gibraltar después de la derrota de Trafalgar.
Pasas los ojos por las letras borrosas, en
algunos sitios la tinta se ha corrido en gruesos goterones, tal vez
lágrimas, quieres creer que son lágrimas de Eugenia, una Eugenia avergonzada y
arrepentida de haber huido de tu lado. O tal vez no, tal vez sólo se trata de agua del mar. En una esquina una mancha pardusca ensombrece el remite,
sangre...
Comienzas a leer y te arrepientes una
vez más de tan duras palabras. La querías y ni una vez lo mencionabas. Ahora recuerdas el vacío de su ausencia durante los
lúgubres días que pasaste prisionero en el pantalán inglés, rodeado de moribundos que entregaban su alma a la escasa luz de unas bujías y con el ruido de sus estertores repiqueteado por el del agua cayendo por los imbornales; el corazón a punto de reventar de odio y miedo. Miedo a dejarte vencer por el miedo, a parecer lo que en realidad te sabías, un cobarde.
Ahora lo sabes, nunca debiste
enviarla. No era una carta de un enamorado nostálgico sino de un hombre amargado que se castiga así mismo. Salvo que te equivocas, lo sabes. Sabes que la
castigada fue la angustiada muchacha que en Algeciras rogaba por ti. Debió hacerle mucho daño, la abriría emocionada, esperando palabras de amor y sólo encontró vanas heroicidades:
pero claro, necesitabas justificarte por la derrota. Entonces aún no te
habías dado cuenta de lo que ella significaba para tu vida, tuvieron que llegar
los años del terror, el hambre, la traición para apreciar el vacío que su ausencia dejó en tu alma.
Maldice, si, maldice a aquel hombre de
apenas veinte años que escribiera aquellas palabras, un ser cruel, odioso... en
cuya mente no había lugar más que para la irreductible gloria:
“Los ingleses no deberían ser nuestros
enemigos —comenzaba diciendo, sin un querida, sin una palabra amable ni de
consuelo, sin informarla de que te encontrabas bien, sin ninguna fórmula de
cortesía—. No nos han derrotado, han sido los franceses y su cobarde e
inepto almirante Villeneuve. Nita, no sabes cómo huele un barco durante la
batalla, cubierto por sangre y humo, no sabes cómo huele el miedo de los
hombres heridos ni como resuenan los gritos de los que se hunden en los barcos
que los capitanes han echado a pique, y no sabes y lo siento por ti, compañera,
no sabes lo que es sentir la boca seca, sin una gota de saliva mientras esperas
con el sable en la mano a que el enemigo aborde tu nave, y la alegría inmensa que
da el ser capaz de rechazarlos, no, Nita, nada tiene que ver una batalla con nuestros juegos de niños.
Dirás que nada de hermoso hay en la muerte
ni en los cuerpos mutilados; he visto vientres abiertos, hombres caminando con
sus intestinos en las manos, brazos pendientes de un girón de piel; pero lo que
importa no es el resultado, se puede vencer o morir, lo que en verdad importa,
es lo vivo que uno se siente mientras el resultado es incierto...como golpea la
sangre en tus venas, con que fuerza el corazón pugna por salirse del cuerpo,
como de invulnerable a la muerte te sientes...
Enojosas
palabras, cuando debiste decirle, “Te hecho tanto de menos, mi amor, te veo
a todas horas con tu vestido de encaje colgada de mi brazo paseando por capitanía,
y siento el calor de tu piel rozándome, y luego el dulzor de tus labios; mi
amor, cuánto ansío beber de nuevo en ellos. Mi paloma, mi amiga, cuento las horas y los segundos que aún me faltan por tenerte entre mis brazos.”
Eso debiste escribirle. Eso sí le habría
hecho sentir el vacío de tus manos sobre su talle, la hubiera unido para siempre a ti; pero no, tuviste que hacerte el héroe. Con los ojos rasados de lágrimas vuelves a leer.
Mi barco el San Agustín fue el primero en disparar y el último en rendirse. Pero lo hizo porque ya estábamos solos en medio del mar rodeados de ingleses. El mayor y el de mesana sobre la cubierta, la bodega inundada de agua y las portas de los cañones evacuando sangre en lugar de lanzar balas. Todos andábamos medio heridos, a quien no le alcanzó una bala inglesa le atacó un cañón español, la mitad de ellos reventados y corriendo libremente por la cubierta.
El capitán dispuso que a defender la
bandera y allí nos fuimos los pocos que aún quedábamos en pie y la defendimos, menuda escabechina. Finalmente tras tres intentos de abordaje cesó el
fuego, los cinco navíos ingleses que nos rodeaban dejaron de
dispararnos. No nos rendimos es que ya no podíamos más, arriamos la bandera del
barco pero no la del rey, que vete tú a saber por dónde anda y a quien nos
vende; a mi tanto me da Fernando que Carlos, ninguno le hará un bien a España, aunque
un oficial de la Armada no puede ofender al rey sin ofender a su patria, al
menos eso es lo que nos enseñan y por lo que al final se muere.
Mentira, bien
lo sabes ahora y lo sabías entonces. Mentira. Fuiste a la bandera temblándote las piernas, con los brazos
hormigueando y con la cabeza entre los hombros, temeroso, hundido. ¡Pero cómo
ibas a decir la verdad si luchabas por encerrarla en lo más hondo de ti. Te
habías tenido por valiente y resultaste tan cobarde como cualquiera. Pero no,
eso no lo podía saber la mujer de la que esperabas veneración.
Te enorgullecerá saber que entre tanta
muerte y destrucción mantuvimos el honor. Los ingleses no se
apoderaron del barco; intentamos, cuando por fin nos quedamos solos, bombear el
agua, pero fuimos incapaces de impedir que
el mar se cobrase un nuevo pecio. Al final nos socorrieron
unos cuantos navíos ingleses a los que trasladamos los heridos, yo fui de los últimos en
abandonarlo porque cumpliendo órdenes del capitán D. Felipe Cajigal con su ayudante Joaquín
Bocalán y otros dos me quedé a prenderle fuego. Cuando nos alejábamos en
las barcazas se podía oír los gritos de los heridos abandonados, aquellos
a los que ni tu padre ni tu tío hubieran librado de la muerte.
Aún los oyes
¿verdad?, los desahuciados. La derrota siempre es amarga pero si además se
abandona a los hombres en medio del mar y se les pega fuego…, qué infierno
podías esperar sino aquel en el que te hallas inmerso. Claro que eso no se lo
ibas a decir a Nita. Nita tenía que admirarte, su héroe, como cuando de niños
jugabais en la playa de Noya y eras su
capitán pirata.
Créeme si te digo, que cuanto más me
alejaba, cuando ya no podían oírse los gritos, recordé nuestros funerales
vikingos, como aquel con el que enterramos a Luna, la perra vieja de tu madre. Amanecía y el cielo medio en penumbra se quemaba en el horizonte y el espejo del mar reproducía las llamas. Fue un espectáculo digno de contemplar a lo lejos.
Me llevaron a un buque inglés, y me
metieron en la enfermería con decenas de hombres, españoles, franceses e
ingleses... tenía un golpe en la cabeza y una herida en el hombro que se me
infestó, según me ha contado el
cirujano inglés nada más tenderme en el coy perdí el conocimiento y he estado
más de dos semanas vagando por el otro mundo, pero es muy aburrido, créeme.
Recordé, como si fuera un milagro, que aún conservaba el sable, que no me
había rendido y me desperté porque no quería que me lo robasen, que algún marino borracho lo considerase un trofeo de
guerra. Te diré que no tuve suerte, me lo habían quitado junto con la vizcaína,
la vieja daga de mi padre que llevo siempre escondida. El sable lo recuperaré cuando me den la libertad, me ha prometido el oficial que nos hace de carcelero. La daga
algún maldito ladrón inglés la disfrutará”.
Nada de amoroso tenía aquel correo como no
fuese el final “Te quiere, Juan”, y aunque era cierto, sonaba falso. Cómo
no iba a sonar, si después de Trafalgar los días gloriosos del verano del año
cinco en los que se concretó tú amor por ella parecían un sueño. Nada quedaba ni en España ni en ti de aquellos fastos del baile
del General Castaños donde te prendiste como hombre de la mujer, que como niña habías hasta entonces amado.
Tú única excusa que fue duro sobrevivir a
aquel siniestro veintiuno de octubre para ver la patria vendida, la
Armada hundida, la historia y el honor corrompidos. Si en lugar de haber estado
prisionero en Gibraltar hubieras llegado vivo a Cádiz hoy serías un asesino
confeso. Si te hubieras arrastrado como un naufrago más hasta las costas
gaditanas habrías ido a la busca de Grabina, el responsable de aquel desastre, el marino político que no se atrevió a plantar cara al maldito francés ni al ni al rufián de la reina,
y hubieras acabado con tus remordimientos.
Pero no, no tienes perdón, no puedes perdonarte, te olvidaste de ella. Tú tenías veinte años y ya eras un hombre acabado; en
cambio Eugenia, en cambio Eugenia era una chiquilla, una chiquilla de dieciocho
años enamorada. ¿Comprendes? ¿Comprendes por fin lo que la obligó a huir de ti
hasta el fin del mundo?
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