miércoles, 29 de agosto de 2012

Diabluras de Verano VIII


En nuestro fin de semana margotnitiense, por tierras de barbecho en flor, llegó el momento temido, la visita a doña Juana Contreras, tía de Margot, o de Ana Margarita Serrano Requena, como la había llamado el paisano.

Desde que enfilamos la autovía presentí que aquel encuentro sería decisivo, que me daría la clave, el porqué del cruel final de mi amiga; pero luego, una vez en el pueblo, vistos los chismes que los amables vecinos nos refirieron parecía innecesario. Ni que decir tiene que estaba, perdóneseme la expresión, acojonada; Me pareció más caritativo olvidar la cita que intentar sonsacar de la mente desvariada de una anciana sus secretos. Es decir, asustada, asustada. Tal vez ya no hubiera más secretos escondidos, por lo que ya no tenía sentido entrometerme en su vida como la maldita periodista que fui. Sonsacarle lo que seguramente no quería recordar y luego para hacer mayor la afrenta, publicarlo. Como era de recibo las risas y los higos míos, el dolor y los remordimientos suyos.

Me costó, vaya si me costó traspasar el umbral del asilo, que no residencia. Claro que llegados a ese punto, estaba por demás volver atrás, Vanessa jamás lo consentiría, se burlaría. Y no era verdad que no quedasen secretos, había demasiadas cosas por confirmar, demasiadas dudas… ¿Había prendido fuego Margarita Requena a la habitación del hotel de Alicante donde se alojaban? ¿Era responsable de su muerte, la de su marido y siete clientes más como dejaban entrever las palabras de los corifeos? ¿Por qué se había cambiado el nombre Margot? ¿Por qué se la llevó Amada del pueblo, por qué se encargó ella de internarla, por qué aceptó voluntariamente Margot el encierro? ¿Qué pasó después del entierro de los padres? Demasiados porqués, demasiados secretos.


La mujer que me recibió en la desolada habitación que olía a lejía barata ni siquiera era un remedo de la que seguramente un día fue. Toda huesos y pellejos, costaba entrever su poderoso trasero, al que según el paisano le debía el apodo. Cuando después de interesarme educadamente por su salud le anuncié que Margot había muerto en Nueva York, no se inmutó, siguió mirándome fijamente, esperando en silencio. No lo resistí y para romperlo le conté lo que hasta entonces habíamos averiguado. Cuando terminé siguió callada, con los ojos cerrados, por un momento creí que se había dormido. Decidí marcharme, estaba claro que no le iba a sonsacar nada. Luego, justo cuando ya recogía el bolso comenzó a hablar.

- Nunca debería haber nacido –dijo con una frialdad de madrugada de enero-. Mi cuñado, que en paz descanse, nunca debió casarse. Era un viejo, un viejo tonto y lo que es imperdonable para alguien de su calidad, enamorado.

- Su cuñado se llamaba Manuel –quería que comprendiera que estaba al tanto de algunas cosas, para que fuéramos directas a lo que realmente me importaba.


- Siempre estuvo loca, desde el día en que nació. Pero qué de extraño tiene que una loca pariese un monstruo.

- ¿Monstruo? Aquello concordaba con lo que nos había dicho el paisano. La madre de Margot (no me acostumbraba a llamarla Ana) “Estaba como una chota”, fueron sus palabras.

- Y él se lo consentía todo, a las dos –decía-, chocheaba, a Margarita debió encerrarla en el convento del que la exclaustró y con ella al monstruo que parió, al menos Eduvigis y ese policía del que ha hablado seguirían vivos.

- ¿Quién era Eduvigis? De aquella mujer nadie nos había hablado. ¿Eduvigis qué más? –pregunté, tal vez con el apellido Vanessa lograse averiguar algo.

- Tenía casi dieciocho años y aún le pedía a Manuel, echándole los brazos al cuello, camelándole, eso de “Cuéntame papá, cuéntame cómo nací…” una y otra vez, una y otra vez. Se pasaban a veces todo el día así, ella pintando o matando hormigas y él a su lado contando…

- Cuéntame papá, cuéntame cómo nací, anda… cuéntamelo otra vez… -repitió con un falsete que me puso los pelos de punta, parecía mismamente que la propia Margot estuviera allí.

- Criatura…, pero si te lo sabes de memoria, si te lo he contado millones de veces –se respondió a sí misma agravando el tono de voz. Manuel. Me dio repelús.

- Pero me gusta. Anda, papá cuéntamelo otra vez…

- Pues como ya sabes, tanto a ti como a mí nos trajo una cigüeña.

- En su pico de oro.

- Exacto. En su pico de oro…

- Y venía de París…

- Venía de Paris, por supuesto.

- Y París está muy lejos…

- Muy lejos, lejísimos…

- ¿Cuánto? ¿Cómo de aquí al mar…?

- Más, más lejos, mucho más…

- Y venía muy cansada…

- Muy cansada, tanto que no se sentía capaz de llegar.

- Porque tuvo que escapar de un águila malvada cuando cruzaba los Pirineos por Roncesvalles ¿no?

Dios santo, quise que parara, lo intente, le dije, “señora Contreras, le importa…, por favor, escuche…” Pero la señora Contreras más conocida por “la Paparrastra” porque era chiquita y culona, continuó con su representación, sin hacer caso del respetable, es decir de mí.

- Sí, exacto, tú lo has dicho. En Roncesvalles que es un castillo muy grande y tiene una torre altísima tenía previsto hacer una parada para repostar.

- Y lo que pasó fue que un águila le había robado su cama en la fonda –decía Ana.


- Exacto, había hecho las reservas con mucha antelación, pero lo que son las cosas para cuando llegó a Roncesvalles había una gran convención de pastores que iban discutir los derechos de los montes comunales…

- Y habían acudido con todos sus rebaños.

- Con todos, lo recuerdas bien… -Manuel.

- Señora Contreras…, ¿puede parar?, me estaba poniendo nerviosa con el jueguecito…

- Si, papá, lo recuerdo, recuerdo a los corderos balando en la madrugada, llamando a su mama cuando el águila malvada los arrebataba.

Entonces me di cuenta. Si, aquella vieja, aquella maldita vieja se estaba riendo de mí.

- Ya se ha divertido bastante a mi costa, señora Contreras, esa película está muy vista–dije levantándome dispuesta a marcharme -.Si no quería hablar conmigo con no recibirme…

- ¿No recibirla? ¿y entonces cómo, coño, consigo que pasen las horas sin morirme de asco? –me contestó mirándome de hito en hito. Aquella mujer podía tener más de ochenta años pero sus ojos brillaban con la maldad de una jovencita Jezabel.

- ¿Quién fue Eduvigis, señora Contreras?

- Y quién maldita es usted que tanto quiere saber, ¿otra cómplice como la tortillera? Ale, ale…, zuzuzuzuzu…, a la calle .

Y me echó. ¡Me echó! Pero Vanessa no desistió. Y sí, también sé ahora quien fue Eduvigis, la mujer, la niñera que cuido de Margot desde que nació, cuando su madre aquejada de depresión postparto la rechazó. Y aunque no puedo asegurar, al contrario que la “Paparrastra”, que Margot tuviera algo que ver con su muerte, lo que es cierto es su fecha de defunción, exactamente siete días después del entierro de sus padres, en plenas Gregorianas por los difuntos.

Según el informe del forense el cadáver de la mujer presentaba un fuerte golpe en la sien derecha, que le había hundido el cráneo, al parecer se lo dio al caerse desde lo alto de una escalera. Testigos presenciales de la caída: Ana Margarita Serrano Requena y Amada Muñoz Expósito. La licencia de enterramiento firmada por el juez de paz Don Antonio Serrano Serna, hermano de Manuel, marido de la “Paparrastra”. ¿Accidente u homicidio?

No hubo autopsia, los papeles amarillos archivado y una advertencia. Los oficiales de los juzgados no son venales, sólo que no ganan demasiado.

Samantha

O la recompensa de la virtud


Dulcísima Raquel, hay que ver que pronto te has olvidado de tu Samantha, con cuánto orgullo y placer hablas de tu querida hijastra en tu último billete, y aunque no lo dices sé bien que ya no te acuerdas de mí. Cuando hace unos días te hablé de mi felicidad no te oculté cuánto te echaba de menos. ¿Quién podría olvidar la suavidad de tus labios saboreando mis pechos, ni tu lengua golosa lamiendo mi espalda? En cambio, tú, nada me dices, parece que pronto me has echado al olvido. Claro que como tu hijita tiene aún la barrera intacta y sólo consiente que sea tu dedo el que la acaricie y yo un portazgo franco ya no tengo derecho a tus caricias.

Ay, Raquelita, aunque me hayas traicionado por musgo nuevo yo sigo siendo tu fiel amiga. ¿Recuerdas que te prometí darte un remedio para que te mantuvieses fresca y lozana, pues lo haré, no quiero, a pesar de tu olvido, que cuando algún día nos volvamos a ver tu piel parezca un sendero transitado por caballerías? Y eso sucederá no lo dudo, si sigues sorbiendo los zumitos de tu nueva amiga. 






Era muy sencillo, hasta ahora el amo se despertaba juguetón, pero últimamente, desde que el vizconde y su administrador nos visitan, ya no tiene tiempo para casi nada, una cabalgada rápida y se marcha a la caza, luego ya no lo veo hasta que vuelve a meterse en la cama. Y no, no y no. No se ha cansado de mí, en todo caso  está más cariñoso, sí, cariñoso, no apasionado, que también, conmigo. Pero es que la situación ha cambiado desde la última vez que te escribí.

Ya no estoy encerrada en la alcoba, al contrario, ahora desayuno, como y paso el día con el vizconde, y seguimos jugando con los baúles franceses, le encanta jugar y no sabes la de cosas nuevas que estoy aprendiendo a su lado, incluso latín. Ahora soy… ¿a qué no lo adivinas? Sí querida, he dejado de ser la doncella de cama y he pasado a ser “la pequeña pupila”. Pupila del amo, por supuesto. Te lo cuento, ahora te lo cuento. 


Porque de lo que quería hablarte esta mañana era de los remedios para mantener la piel blanca y fresca, sonrosadita. Del único remedio que conocía, sí porque hasta esta mañana no sabía cuales eran los que utilizaban las grandes damas como la condesa. Jamás nos lo explicó y cuando el amo me lo refirió yo le creí, de qué si no iba a tener nuestra querida señora J. su piel tan pálida sino hubiera sido por los plátanos de los fantasmas. Pero como te decía eso fue antes del desayuno, y sí, yo  también pensaba que si las cosas continuaban igual de tristes, si no se resolvían pronto los problemas de la herencia, me encontraría de aquí a unos días tan mustia y arrugada como el estafermo de la señora K. El remedio del que pensaba hablarte. Un buen desayuno tempranero. 

Ya te he contado lo que ocurrió mi primera mañana en la mansión, lo que no te he contado ha sido como fue el despertar de la segunda. Es cierto que la señora K. apareció con la taza de té, una sola taza, para el amo. Yo me quedé quieta esperando, cuando él se dio cuenta de que estaba despierta me cogió las manitas y llevándoselas a su cadera comenzó lo que llamó mi educación.

- Mi querida Samanta –dijo con esa media sonrisa que deslumbra-, qué inocente eres y cuan dichoso me hace ser tu profesor. Querida…,


- Sí, mi amo –le contesté sumisa.

- Querida no habrá para mí mejor despertar que el que tus labios llamen –y cogiéndome la cabeza con su mano la dirigió hacia su cetro que yacía exhausto entre sus piernas-. Ya sabes, como me gusta, entero y suave –dijo indicándome con la cabeza su deseo-. La  leche de la mañana es la más sabrosa, querida, hará que tu piel florezca.

Eso hice, con tanta parsimonia como sus bruscos arrebatos me permitieron y a pesar de que la noche había sido de mucho ordeño, aún obtuve unos buenos tragos. Y durante estas semanas he comenzado así el día y no sabes lo hermosa y lustrosa que se me ve. 

Pero ahora, querida que desayuno con el vizconde té y tostadas, me preocupaba perder la frescura y no sé muy bien como me encontré avergonzada refiriéndole al bueno del vizconde cual había sido hasta entonces mi desayuno preferido y el porqué de la lozanía que tanto alababa. El vizconde me explicó que no era ese el único método posible, que las grandes señoras siguen otro un poco más aburrido pero menos cansado y que su sobrino era un hombre muy, pero que muy depravado. Sé que debí defender al amo, pero no hallé las palabras que contradijesen al viejo. Eran idénticas a las que yo pensaba.


Conseguí sonsacarle los ingredientes del ungüento que utilizaba Madame Montespan, a base de zumo de limón mezclado con bórax y azufre, al parecer se llama fuego de San Telmo, pero ¿sabes?, creo que el viejo, aunque muy amable, chochea, no puede ser sano algo que te quema la piel. Creo que no lo utilizaré, que no es para mí, que a pesar del tamaño es preferible ordeñar al amo, pero a lo mejor tú, que te niegas a probar rabo, puedas comprobar su idoneidad. Claro que no se lo confesé al vizconde, preferí alejarle de esos pensamientos no fuera a ponerse a fabricar el mejunje y quisiera probarlo en mi rostro.

- ¿Una amiga suya, la tal madame, vizconde? –le pregunté.

-Noooo…, no soy tan viejo, aunque te parezca que tenga los años de Matusalen –protestó con un mohín encantador-. No, querida, Madame fue una gran amiga de mi bisabuelo al que tuvo en alta estima –me explicó-. Madame, querida, fue una gran mujer que impuso su personalidad en la corte, el buen gusto francés, ese que dicen que es consustancial al aire de París proviene de ella, fue quién educó a las damas francesas. Nada que ver con las que luego ocuparon su puesto en la cama de los reyes de Francia, incluidas las reinas. Te pareces a ella…


-¿Me parezco? –le pregunté halagada.

-Si querida, tus ojos tan grandes y risueños, la boquita infantil, los labios gordezuelos que en ti son naturales mientras los de Madame tal vez fueran fruto del maquillaje, el mentón redondeado que denota vuestra disposición a la bondad y ese delicioso hoyuelo que tantas ganas dan de hundir la lengua en él.

-¡Qué cosas me dice, señor! –protesté ruborizándome, temerosa no obstante de que el señor se encelase de sus atenciones.

-Nada, querida, no te digo nada. Ojalá que ”lucemdun cum aetas florida ver ageret” –y ante mi cara de asombro sonrió y añadió-. Que significa: ojalá que cuando la flor de mi juventud vivía una feliz primavera te hubiera tenido tan a mano, entonces te aseguro pequeña Samantha que no me hubiera conformado con jugar a las muñecas.

Y dicho lo cual dejó escapar un gran suspiro y con delicadeza me fue apartando la deshabillé con la cual me presento ante él todas las mañanas. Y empezamos nuestra sesión con los baúles franceses. Hasta que estalló la tormenta y aparecieron los demonios.


















domingo, 26 de agosto de 2012

Diabluras de Verano VII



¿Quién dijo que se necesita una Ley de Transparencia? Siente un haker a su mesa y pida asilo en la embajada de Kurkukitan. No hay tratado de extradición.

El comentario no está por demás. Doy cobijo a una y no sé como librarme de ella. Aunque tengo que reconocer que jamás hubiera conocido el final de  Amada si no hubiera sido por el ingenio de Vanessa, sola no lo hubiera conseguido. Con la excusa de respetar su privacidad hubiera dejado que siguiera pudriéndose en una tumba sin nombre.

Según Vanessa en el mundo enredado en el que nos movemos, el derecho a la intimidad es una antigualla que coarta el progreso como en su día lo fue el derecho al honor. La solución a la crisis y a los problemas está en compartir el conocimiento, se acabaron los secretos.

En fin dejemos lo ficticio y vayamos a lo real, que Vanessa con su portátil y su olfato de sabueso no sólo encontró, en el caso de mi divorcio los millones de mi ex marido; y en el de Amada que eran las dos desconocidas que, según la noticia aparecida en el New York Post del 3 de febrero de 2008, habían resultado muertas en un tiroteo con la policía neoyorquina en la esquina de Lexington con la Sesenta y seis. Y por añadidura, pirateando los archivos de la Dirección General de Registros y del Notariado y la Oficina de últimas voluntades, ha incrementado mi patrimonio con una hermosa casa de fachada Villanueva y amplias escalinatas en San Lorenzo del Escorial.


Casa que Amada, con dinero de Margot, compró para darle un hogar cuando salió por primera vez del manicomio donde la habían internado tras la muerte de sus padres. O al menos, eso se deduce de la confrontación de fechas entre el Registro Civil, el psiquiátrico, el Registro de la Propiedad y lo sonsacado a los paisanos de Margot.

Y lo que son las cosas, ahora a pesar de Vanessa y sus transparencias, soy consciente de que he obrado mal, muy mal chismorreando los secretos de mi amiga, pero cómo iba a saber que me había declarado única heredera. Y la casa me gusta. ¡No quiero que la vieja Paparrastra me la quite alegando indignidad!, ¡desde la terraza se ve la silla de Felipe II! 

¡Quietos, no os vayáis! no voy hablar de mí, ya quedamos que es una mala técnica. Hablemos de Margot.

Viajamos al pueblo en el que según los registros había nacido. Un pueblo blanco, vasto, esparcido en medio de la llanura manchega. Un oasis hacendoso en medio del desierto de los hombres resecos. Al principio nadie nos supo dar razón. Margot Serna, el nombre que utilizó legalmente durante más de veinte años, resultó no ser el mismo con el que nació. Ahí hasta Vanessa se sorprendió.

Huy… ¿quién es esa, Margot? ¿Margot Serna, dices? No, no la conozco…” Contestó la chica que atendía la barra del café dónde, moneando con una tostada, intentaba hacerme a la idea de que sí, de que ya no había vuelta atrás e iba a involucrarme malamente en una historia que después de todo ni me iba ni me venía. Vanessa pretendía que fuéramos directamente a ver a doña Juana Contreras la única testigo, al parecer una tía, que figuraba en la orden del juez de ingreso en el manicomio, a la que había localizado en una residencia de ancianos del pueblo.  “Cómo no sea un familiar lejano de los dueños de “Muebles Serna”, aventuró otra chiquilla con el rostro tachonado de clavos uniéndose a la conversación. 


Nadie la conocía. Hasta que apareció por el local un viejo sacado de los chistes de paletos de los años cincuenta, uno que muy bien hubiera podido actuar de extra con frase en la serie Plinio. Vestía un amplio blusón negro y calzaba su cabeza una boina tan amplia como el ruedo de la plaza de Las Ventas. “¿Cómo dicen ustedes que se llama la señora que buscan?” preguntó educadamente. Cuando se lo repetimos lo pensó un momento, giró la cabeza de un lado a otro negando la mayor. “Con ese nombre no hay nadie en el pueblo”.

Le expliqué que había vivido fuera unos veinticinco o treinta años, que había sido dueña de una casa en la calle Don Víctor que vendió al Ayuntamiento a principios de los noventa. Y entonces sí, entonces tras rascarse la boina y chasquear la lengua aventuró, “Cómo no fuera la hija de “el Bracete”. Vanessa iba a soltar un exabrupto y recibió un codazo, no conocía a la gente de pueblo, yo sí, yo era una de ellos. ¿Quién era “el Bracete”, señor? Le pregunté no sin antes invitarle a un café que rechazó por un carajillo. Y después de darle un buen trago debió sentirse a sus anchas porque nos habló de Manuel Serrano Serna, su madre doña Ana, su hermano y su cuñada, la Paparrastra, la hija del viejo notario que había sido tan mala tan mala que ni el infierno quería saber nada de ella y seguía pudriéndose en la asilo de las monjas, olvidada de Dios y de los hombres. La mujer que esperaba mi visita.

Porque según nuestro corresponsal estábamos equivocadas, Margot Serna no existía ni existió jamás en aquel pueblo. Que en todo caso “la señora”, es decir yo, “se debía referir a Ana Serrano Requena, que fue la última dueña de la casa de la que hablaba. Vanessa insistió. “No, no… Margot”. Le di un codazo ahora en el estómago para que se callara, harta de que creyera saberlo todo. “Una lástima de gente, una desgracia y es que a ciertas edades uno no debía hacer según que cosas”, decía el abuelo.

“La hija se llamaba Ana Margarita”, puntualizó una señora entrada en carnes que en la otra punta de la barra se zampaba un bocadillo, por el intenso aroma, de chorizo, “tal vez de ahí venga lo de Margot” y acercándose a nuestro grupo añadió “La mujer de “el Bracete” estaba como una chota ¿no se acuerda usted?, le preguntó al viejo “era muy hermosa. Yo la recuerdo en misa”. “Si, sí…”, a nuestro amigo se le habían abierto las meninges. “Decían que D. Tomás, el cura, la saco de un convento para casarla con Manuel que se estaba arruinando en Madrid con las cupletistas”. Recordó nostálgico. “Y así les fue. Los dos ardieron en el infierno. “Mujer, no digas eso”. “Pero si es verdad. Si le prendió fuego…”.

¡Qué!, ¡qué, qué…!

Y allí nos lo contaron todo, todo, todo lo que nunca podría ser hakeado.

Samantha

 o la recompensa de la virtud


¡Oh Raquel, que feliz soy! Te preguntarás qué ha pasado con la zozobra que abrumaba ayer mi corazón. No, no ha sido el vendaval de anoche el que ha arrastrado mis miedos, aunque te parezca imposible, ha sido la misma persona cuya visita los convocó; un viejito los ha espantado. El vizconde de D.

¿Recuerdas como me encizañó la señora K. diciendo que el amo se había cansado de mí, que había ordenado bajar de las buhardillas los baúles franceses? No te puedes hacer idea de lo que he penado preguntándome qué había hecho mal para aburrir tan pronto al señor, si en todo le obedecí. Al parecer ya  ha ocurrido antes, cuando el amo se cansa de una doncella de cama, eso soy ahora, la comparte con sus amigos. Y temí que ese fuera a ser mi destino. Encamarme con el vizconde y olvidarme.

Y casi lo consigue el estafermo. Tan compungida me encontraba por sus vaticinios que apenas si respondía a las demandas de amor del amo. Cuando él galopaba yo iba al paso y si me azuzaba, “arre, arre”, iniciaba un ligero trotecillo para perder enseguida el ritmo. Y aunque no me fustigó como otras veces, ni me echó fuera de la cama como me temí, abandonó, molesto por mi falta de interés, la carrera. Creí que aquello era el fin, que aquella noche dormiría al raso bajo las estrellas, y sin embargo me equivoqué. El amo me abrazó bien prietita y besándome suavecito en la nuca y en la orejita me preguntó

- ¿Estás cansada, pequeña? –y aunque su mano acariciaba mi piel no había exigencia en ella- Está bien, lo dejaremos por esta noche. Han sido unas semanas de mucha batahola para ti, te falta costumbre. Mañana conocerás al vizconde de D. y no debes decepcionarle. 


¿Decepcionarle? No sabes cuánto me asustaron esas palabras. ¿Acaso iba a entregarme al vizconde después de sólo unas semanas? ¿Unas semanas nada más lejos de tus dulces y mullidos pechos? Para mí había transcurrido la eternidad entera. No sabes lo vieja que me sentí. Lo mucho que odié los fantasmas que toda la madrugada anduvieron bregando, pellizcándome, mordiéndome, corriéndome por encima.

Pero querida, se calmó el viento, amaneció, llegó la señora K. con la taza del té para el amo, yo me tomé mi primer desayuno con delectación (ya te contaré en qué consiste, a lo mejor te conviene tomarlo también), y cuando me estaba volviendo a quedar azorradita se abrió la puerta del dormitorio con mucho estruendo y apareció el señor Y. cargado con un baúl, un solo baúl.

El amo lo recibió con la alegría de un niño y echándole rápido del dormitorio se levantó y con mucho juego de manos, alharacas y pantomimas abrió el baúl y esparció por el suelo las sedas, encajes, tafetanes, sayas, faldas, camisas y armiños que contenía y volviéndose hacia mí dijo:

-Pimpollito, elige lo que quieras, hoy vas a hacer tu presentación ante la corte.

Eso dijo, la corte. Pero no, no fue al rey a quién me presentó sino a un hombrecillo viejo y feo. Cuando me incliné para hacerle la reverencia toda azorada, porque el vestido que había elegido el amo para mí tenía tal escote que los pezones asomaban por encima del entredós, se me acercó, y cogiéndome por la barbilla para levantarme dijo:






- Querida, eres el más delicioso capullo que mi lascivo sobrino ha podido heredar –y luego en voz baja, junto a mi orejita y acariciándome el seno y el canalillo con los ojos, añadió-. Cuando esas tetitas tuyas dejen de mostrarse tan altivas no te conviertas en una mujer sardónica, querida, no las soporto.

 Eso dijo, el viejo… Y por poco me desmayo, pensé que la señora K. iba a tener razón, que el amo me iba a entregar a aquel viejo y se me saltaron las lágrimas. No pude evitarlo. Y entonces, ¿sabes lo que ocurrió entonces…? ¿cómo ibas a saberlo si no te lo cuento?, oh querida, fue tan loco, loco, tan diferente a lo esperado, tan divertido, que aún me ruborizo sólo de pensarlo...

Te cuento, te cuento… El amo, jugando, me había prendido sobre el seno un camafeo que representaba a la desgraciada reina María Antonieta y el viejo con reverencia lo cogió entre los dedos, pensé que pretendía sobarme un poquito, porque su mano no sólo acogía la joya sino mi seno.


- Conocí a la dueña –dijo volviéndose hacia el amo-, lo que no recuerdo es cuando te enseñé a ser avaricioso, querido sobrino.

El amo se rió sin ofenderse, nunca te lo he dicho pero tiene una sonrisa muy bonita, le pone carita de niño y da mucho menos miedo que cuando tiene la impronta del caballero-. ¿Avaricioso? ¿Eso crees, tío? –le preguntó- No es eso lo que dice mi administrador.

- ¿De dónde sacaste esto? Y en vez de la joya apretaba mi seno.

- Querido vizconde… ¿qué he hecho para que pienses tan mal de mí?

Y el viejo, fíjate, Raquel el viejo me miró con dulzura y luego, empuñando el acero en la mirada, al amo. No le dio tiempo a lanzar la estocada, el amo soltando una carcajada lo desarmó.

- Está mejor conmigo que con un granjero –dijo-. Y en cuanto al camafeo y las joyas, las rescaté de las garras de los sansculotte, las guardo en depósito.

- ¿Depósito?

- Depósito –repitió el amo-. Puede que un día alguna cabeza rodante aparezca por la puerta y las busque.


- Quieres decir que no las venderás, que a pesar de tu ruina las retendrás para devolvérselas a sus antiguos dueños.

- Tío, tío, míralas bien –lo azuzó, y el viejo obedecía, mi pezón ya rozaba sus labios y mi pecho azogado se alzaba y alzaba-, míralas…, son simples cristales de colores. Los aristócratas franceses, querido tío, tus amigos, se alhajaban con cuentas de cristal, no tenían más que vidrios y orgullo para decapitar, ¿por qué crees que se quedaron sin cabeza? Los conservo en honor a su memoria y no me digas que a mi doncellita no le sientan de maravilla.

 Y entonces el vizconde se decidió, no, no me mordió, no. Con mucho cuidadito de no pincharme lo desenganchó del corpiño y cogiendo una peluca del baúl lo clavó en ella; luego me pidió que me pusiera de rodillas delante de él. Y cuando ya temía que se fuera abrir la portañuela y sacar su triste instrumento, con las dos manos, como si fuera un obispo en una coronación me la encasquetó. Se alejó unos pasos, comprobó el efecto y como no debió de gustarle, me pidió que me levantara, le obedecí; el amo a todas estas mirándonos. El vizconde comenzó a desatarme la falda con dedos diestros, yo temblaba, no podía dejar de pensar que ya estaba todo perdido, que allí delante del amo me iba a montar, que a la noche me mandarían a un burdel de esos que la condesa decía que abundan al lado de los portazgos. Temblaba cuando me quedé con la camisa interior, tan fina, tan transparente. El amo mirando con su sonrisa cínica en la boca…

Entonces, entonces…, oh, sé que estoy haciéndote sufrir, lo sé, pero es que fue tan inesperado, había sufrido tanto toda la noche pensando en cuál sería mi fin que aún tiemblo recordándolo, de risa. Entonces querida Raquel, el vizconde de D. padrino y tío del amo, cogiendo de uno de los baúles las tres faldas que se usaban en la corte, secrete, modesta y una fripone con lazos y cola, me vistió con la apariencia de la reina María Antonieta en sus días de gloria, eso hizo. Y en ello anduvimos toda la mañana, él vistiéndome, desnudándome y contemplándome, buscando como decía el sublime efecto.




Y el amo te preguntarás, el amo se encerró por horas con su administrador y el del vizconde en el despacho. Al parecer, es posible que sea más pobre que las ratas. Al parecer, y esto no lo sabe aún nadie más que el vizconde y yo, la condesa no le ha dejado nada en herencia, al parecer, todo se lo ha dejado a  un señor llamado Hipotecas. Cuando le pregunté al vizconde como era eso posible, contesto:

- Querida, ”Qui capite ipse suo instituit vestigia retro”; y como vio que no había entendido nada añadió, tapándose la boca con el pañuelo, él también un poco azorado por la confidencia y no porque en esos precisos instantes me estuviera ajustando unas medias de seda que en las nalgas presentaban dos aberturas bordadas con hilos de oro.

-Lo que significa, pequeña, que  mi cuñada utilizaba la cabeza para andar y pensaba con las zapatillas de seda.


Me  despido, Raquel, mi implacable amo acaba de entrar por la puerta y por lo rápido que se está desvistiendo y el frunce de su ceño no parece muy feliz. Tengo que compensarle por lo de anoche y por el día tan feliz, descansado y placentero que he pasado con el vizconde. Trae el cetro muy mustio y voy a aplicarme en resucitarlo. Me temo que si lo consigo, mañana los agujeritos de las medias habrán perdido sus hilos de oro y andarán un poquito deslucidos. 















miércoles, 22 de agosto de 2012

Diabluras de Verano VI



Para hablar del comienzo de la relación de Amada con la “artista” pocos archivos tengo que hakear. La noche de la borrachera de la Fídula se explayó, en realidad fue la única vez que dejó entrever algo de los sentimientos que las unían y también de las dudas (creí entonces) que sobre los de la "artista" tenía. Ahora pienso que me equivoqué, que Amada aquella noche no sentía celos, sino miedo. Claro que antes desconocía el pasado de Margot.

Lo que me cuesta creer es lo que ha insinuado su única pariente viva que Vanessa ha localizado. Nunca, nunca admitiré que Amada fuera cómplice de ningún asesinato, nunca.

Pero vayamos por orden, volvamos a la calle Huertas, a la puerta de la Fídula. Amada borracha y desconsolada hablaba más para sí que para mí de su primer encuentro con la “artista”

Se conocieron en el Museo de la Real Academia de las Bellas Artes de San Fernando en la calle Alcalá y sus alcahuetes fueron tanto un suspicaz vigilante (ella utilizó la palabra “presupuestívaro” para referirse al probo funcionario), como el Arcimboldo de Primavera.


Acababan de rechazarle, por primera vez, en la editorial de la calle Carmen una novela “La Dulce Esclava” y estaba dolida. No es que se sintiera particularmente satisfecha de lo escrito, pero si que había cuidado más que otras veces la redacción y el lenguaje. En ciento treinta páginas contaba la historia de una inocente huérfana a la que su familia vende por unas libras a una condesa. Cuando la condesa muere, el hijo se la lleva a su mansión para doncella de cama. ¿Os va sonando?

-Había leído Pamela de Richardson –me confesó-, y aún así me sentía orgullosa, por primera vez no me había limitado a copiar. La protagonista reflejaba mis miedos y mis esperanzas. Lo malo fue que no me di cuenta hasta que estuvo terminada y me dio tanta vergüenza que  alguien se diera cuenta que la maté de sífilis. Por estúpida, por dejarse engañar por un sádico y encima amarlo. Y si no la tiré fue porque no tenía otra en reserva, porque necesitaba el dinero para el alquiler, porque confié en que el editor apreciaría la novedad. Me equivoqué.

Al parecer, el dueño de la editorial era un viejo cascarrabias de chaleco, traje gris “príncipe de gales”, calva brillante y ojitos diminutos que escondían al buitre que llevaba dentro. Cuando Amada le entregó la novela se arrellanó en su sillón, encendió un puro y comenzó a leerla. Ella esperó nerviosa en la antesala acompañando a la vieja secretaria. No tardó mucho.

- A ver Adelaida qué le parece usted el final de “La Dulce Esclava”, la obra insigne que aquí nuestra amiga Amada ha tenido el honor de traernos –le preguntó a la secretaria-. Escuche..., escuche querida, escuche... –y comenzó a leer en voz alta.

Todas las noches, menos la de ayer, el señor Y. me ha visitado. Ya no vendrá más, la fiebre y el hedor le han obligado a decir adiós; sin embargo no me dejarán en paz porque no bien abandona el lecho acude el coadjutor, reza unos cuantos latines, se levanta la sobrepelliz y se adentra en mi trasero. Todos los días no bien se marcha, el chiquillo encargado de mi custodia abre la puerta y el ventanuco que hay sobre la cama, me levanta, me sienta en una silla de enea y me echa por encima un cubo de agua...”

- Maravillosa prosa ¿verdad? ¿Quevedo, Fernando de Rojas, Blanco White, tal vez? ¿No cree usted, querida Adelaida, que esto es verdadera literatura? –y aún añadió-. Querida, firmaremos un nuevo contrato, cien mil pesetas de adelanto y el diez por ciento de los beneficios. ¿Le parece bien?

Amada casi le creyó, porque la miraba con ojos amables... iba a contestarle que le parecía bien, cuando recibió un golpe en la frente, al parecer se había interpuesto en la trayectoria del ejemplar que el “editor” le acababa de lanzar.

- Cásela con el amo, conviértala en una buena cristiana, olvide las referencias sáficas y entonces vuelva –le ordenó sin despeinarse el flequillo-. Ciento veinte páginas, veinticuatro mil pesetas, como siempre.


Así que cuando salió de la editorial iba bufando. En una papelera de la Puerta del Sol tiró “La Dulce Esclava”. Tenía razón el viejo, era una mierda. Lo malo era que necesitaba el dinero.

-Me dije que era idiota por creerme escritora, que debía dejar de fingir que lo era y seguir con mis bodrios, después de todo me mantenían.  En estas empezó a llover. Las puertas del Museo de Bellas Artes estaban abiertas… y entré. En qué mala hora entré –concluyó más para sí que para mí.

Entró. En un atrio oscuro y frío. Las paredes de piedra gris rezumaban la humedad de los caserones abandonados, aquel era de la misma camada que el de la calle O´Donnell  aunque allí no olía a niño, a leche agria, a pis y a vomito sino a polvo viejo.

Como acababa de ver “La Matanza de Texas” se imaginó a sus habitantes escurridizos, ocultos hasta confiar al incauto, siguiéndole de sala en sala con un hacha en la mano, el rostro cubierto tras las máscaras que Goya pintara para “El Entierro de la Sardina”, sintiendo en sus almas podridas la alegría de los que van al entierro y saben que regresarán para encender la parrilla. 


En la escalera dos personas discutían. Una chica joven y un viejo, corcovado, contrahecho, un Cuasimodo. Pero lo que realmente vio fue al monstruo con el hacha levantada, y, entonces se enfureció. “Revestida con la justicia de San Jorge, subí  los escalones de dos en dos y sin pensar en lo que hacía le agarré el brazo, se lo retorcí por la espalda, le di una patada en salva sea la parte y le tiré por las escaleras”.

Y luego se quedó quieta, preguntándose quién lo había tirado, sorprendida de su fuerza. Hasta que una voz la despertó.

- Venga, vámonos, hay que salir de aquí... corre

La obedeció. Y corrió. Huyeron. Y cuando agotadas se detuvieron, cuando alzó el rostro y dejando que el agua cayera mansa sobre su piel miró a la desconocida, su corazón se paró, la tierra se paró. Durante unos segundos dejó de girar; luego cuando la desconocida le sonrió, su boca grande se abrió en un relincho gozoso. Asustada por el sonido estentóreo de su risa la cortó en seco. Pero la otra, la muchacha de porcelana que reía con risa de azucena mirándose en el agua se echó a sus brazos (literal, cómo lo contó).

- Jesús, que puntazo –le dijo-. Tenías que haberte visto cargar contra aquel energúmeno.

- Te teiba a mamatar –balbuceó atorada-. Había visto el hacha –me insistió.

- Posiblemente –le respondió la desconocida transformando la risa cantarina en una luminosa sonrisa que por unos instantes la dejó ciega-. Hay que tener un permiso especial para copiar y no lo tengo. Me ha pillado dibujando el Arcimboldo de Primavera –le explicó cogiéndola de la mano, arrastrándola tras de sí-. Vamos..., te invito a una tostada, tengo hambre-, y mirándola con ojos de gata que le dejaron las piernas montadas en palillos, añadió-. Por cierto, me llamo Margot.

- Yoyo a… AAmada...-tartamudeó.

Fragmento de



Samantha
o la recompensa de la virtud


¡Oh querida! Cómo me alegró recibir tu billete, te añoro tanto; sí, ya sé que te he dicho lo feliz que ahora soy, y lo soy… pero tengo miedo a que toda esta felicidad sólo sea un sueño, a que de pronto me despierte en la mitad de la noche y aún siga en la buhardilla escuchando las conversaciones de los ratones que corretean por entre las vigas. Aquí no les oigo, tampoco la mansión es muy habladora, aunque claro entre los gritos del amo instigando el galope, el crepitar de la lumbre en la chimenea y el chas, chas de nuestras carnes golpeándose poco queda por escuchar.

No, no tienes porque preocuparte, no estoy enferma, es sólo la zozobra que desde esta mañana se ha hospedado en mi corazón. Culpa de la maligna señora K. ¡engendro del demonio!

Ya te expliqué que ella es la encargada de mi aseo, el señor no consiente que me sirvan otras manos que las suyas, claro que el resto de los sirvientes de la casa son hombres o chiquillos, al parecer, digo al parecer porque desde que estoy aquí apenas si he hablado con nadie más que con ella, los vecinos de la aldea no consienten que sus hijas sirvan al amo; demasiado ignorantes para comprender el bienestar que les reportaría.


Mira que bien nos ha ido a ti y a mí, aunque no tengo por tanto el beneficio de las familias. A mi padre la condesa le entregó dos libras y tres chelines por mis servicios y según el quincallero que me trajo noticias de casa, las perdió o se las robaron en el camino de regreso.

Me alegra que seas feliz en tu nuevo hogar, que la hija de tu marido sea tan cariñosa y bonita. Lo que no entiendo es cómo no me has contado nada del tamaño del cayado de tu esposo y tanto de la beldad y delicadeza de tu hijastra ¿sigues enfadada conmigo o es que aún no lo has probado? No será como el marido de la señora K. ¿verdad? Por lo que dice jamás la ha tocado, es más, duerme en el establo con los vaqueros. No me explico como con esa costumbre pudo hacerle una niña tan linda. Porque la señora K. tiene una hijita.



El otro día cuando me trajo la taza de té debió seguirla y se metió en la cama conmigo. Sabes, ya no es tan niña, debe tener casi los mismos años que yo cuando por primera vez compartí el lecho de la condesa. Es un ángel de carita  candorosa y juguetona. Le encanta que le hagan cosquillas, jugamos un ratito mientras el estafermo me preparaba el baño. Su piel es casi tan suave como la mía y ya le empiezan a despuntar las tetitas y un plumón tan dorado como la mies en agosto. Quiere ser mi amiguita del alma y yo le he prometido corresponderle. El primer día ya nos metimos juntas en la bañera, cómo nos reímos salpicándonos la una a la otra, lamiéndonos la espuma de la boca, comiéndonos a besitos, haciendo pompas de jabón.

Por cierto, ¿tienes bañera en tu granja? Querida ¿no sospecha nada tu marido de que le mandes a vender la leche al mercado del condado de S.? ¿No está demasiado lejos? Por si acaso tiene malos pensamientos no hagas testamento, claro que, como dice el amo, los asaltantes de caminos se han convertido en una plaga, atacan a cualquier hora del día y a cualquiera, sin importarle la categoría del caminante, según el amo son tan malvados como los propios dueños de los portazgos con los que seguro están compinchados. ¿No te da miedo quedarte viuda? Sería terrible vestirte toda de negro.

¡Oh Raquel! te echo tanto de menos. Contigo  a mi lado no sentiría ningún miedo, tu cariño me daría fuerzas para enfrentarme al estafermo. Sí, siento por dentro que la señora K. busca mi perdición, no sé cómo se me ha metido la idea tan hondo, pero no puedo evitarlo.

Tenías que haber visto la mirada de odio que me echó cuando me la presentó el amo. Si hubiera sido un cuchillo me habría rajado la cara, lo sé, aunque sus palabras sonaron lisonjeras. Fue la primera mañana que me desperté en la mansión toda dolorida después de las terribles pruebas que me hizo pasar el amo cuando perdí la virtud. La señora K. entró en la alcoba a eso de las nueve de la mañana, es la costumbre que a esa hora se presente con una taza de té, descorra las cortinas y avive el fuego. Yo estaba encogidita en un rincón de la cama rogando para que el amo siguiera dormido, para que no me volviera a montar de nuevo. En cuanto entró el amo se despertó, su cayado se desperezó e inhiesto comenzó a golpearme el trasero. 


De pronto sentí como me arrebataban las sabanas que me cubrían, como el amo cogiéndome por la cintura me giró exponiendo a sus ojos mi desnudez.

- Mira, Lisistrata –dijo- que pimpollo me ha dejado mi madre en herencia.

- Su madre siempre las eligió menudas –le contestó acercándose a la cama y echándome un vistazo-. A esta ratita no parece que la haya usado demasiado…, aún la tiene aterrorizada.

-Eso dijo, esta no la ha usado demasiado…, y ¿sabes lo que le contestó el amo?

Pues que así era como él las quería, nuevecitas y sin estrenar, e inclinándose sobre mí me mordió un pezón; aunque no fue mi intención se me escapó un grito. Y los dos se rieron.

Desde entonces la odié, aunque ahora que ya pienso un poco mejor debería haberme dado cuenta que esas confianzas no eran las debidas entre un ama de llaves y su señor; pero sabes, creo que ella también me odia no porque el amo disfrute conmigo,  sino por lo que eso supone de pérdida para ella (ya ves que he aprendido a pensar).Porque el amo, añadió-. No como tú mi querida señora K. que no hay más que mirarte para comprender que todo lo tuyo, tan poderoso antes, está  en ruinas por sobreexplotación…

Y la bruja le contestó:

- Claro, señor, cómo  que yo a su edad ya me tragaba los dos palmos y medio de su señor padre y esta palomita no creo que pueda con el palmo y medio del señor.

- Eso dijo. Palmo y medio, Raquel, y no es verdad, para mí que es de medio brazo. ¿Recuerdas como nos asustamos cuando vimos el miembro del semental del señor P. montar a la yegua de la condesa, pues el del amo es del mismo tamaño y grosor y diga lo que diga la bruja me lo he tragado entero y a su entera satisfacción.



- ¿Sabes que me ha dicho esta mañana? Que el amo ya se ha cansado de mí, que ha ordenado que bajen los baúles franceses de las buhardillas. ¿Qué crees tú qué será? Como no venga pronto el amo y me haga galopar un ratito voy a morirme de angustia. ¿Qué serán los baúles franceses?.

Tuya afectísima
Samantha.