En nuestro fin de semana margotnitiense, por tierras de barbecho en flor,
llegó el momento temido, la visita a doña Juana
Contreras, tía de Margot, o de Ana Margarita Serrano Requena, como la
había llamado el paisano.
Desde que enfilamos la autovía presentí
que aquel encuentro sería decisivo, que me daría la clave, el
porqué del cruel final de mi amiga; pero luego, una vez en el pueblo, vistos los
chismes que los amables vecinos nos refirieron parecía innecesario. Ni que
decir tiene que estaba, perdóneseme la expresión, acojonada; Me pareció más
caritativo olvidar la cita que intentar sonsacar de la mente desvariada de una
anciana sus secretos. Es decir, asustada, asustada. Tal vez ya no hubiera más
secretos escondidos, por lo que ya no tenía sentido entrometerme en su vida como la maldita periodista que fui. Sonsacarle
lo que seguramente no quería recordar y luego para hacer mayor la afrenta, publicarlo.
Como era de recibo las risas y los higos míos, el dolor y los remordimientos
suyos.
Me costó, vaya si me costó traspasar
el umbral del asilo, que no residencia. Claro que llegados a ese punto, estaba
por demás volver atrás, Vanessa jamás lo consentiría, se burlaría. Y no era
verdad que no quedasen secretos, había demasiadas
cosas por confirmar, demasiadas dudas… ¿Había prendido fuego Margarita Requena a la habitación del
hotel de Alicante donde se alojaban?
¿Era responsable de su muerte, la de su marido y siete clientes más como
dejaban entrever las palabras de los corifeos? ¿Por qué se había cambiado el
nombre Margot? ¿Por qué se la llevó Amada del pueblo, por qué se encargó
ella de internarla, por qué aceptó voluntariamente Margot el encierro? ¿Qué
pasó después del entierro de los padres? Demasiados porqués, demasiados
secretos.
La mujer que me recibió en la
desolada habitación que olía a lejía barata ni siquiera era un remedo de la que
seguramente un día fue. Toda huesos y pellejos, costaba entrever su poderoso
trasero, al que según el paisano le debía el apodo. Cuando después de
interesarme educadamente por su salud le anuncié que Margot había muerto en Nueva
York, no se inmutó, siguió mirándome fijamente, esperando en silencio. No
lo resistí y para romperlo le conté lo que hasta entonces habíamos averiguado.
Cuando terminé siguió callada, con los ojos cerrados, por un momento creí que
se había dormido. Decidí marcharme, estaba claro que no le iba a sonsacar nada.
Luego, justo cuando ya recogía el bolso comenzó a hablar.
- Nunca debería haber nacido –dijo con una frialdad de madrugada de
enero-. Mi cuñado, que en paz descanse, nunca debió casarse. Era un viejo, un viejo tonto y lo que es imperdonable
para alguien de su calidad, enamorado.
- Su cuñado se llamaba Manuel –quería que comprendiera que
estaba al tanto de algunas cosas, para que fuéramos directas a lo que realmente
me importaba.
- Siempre estuvo loca, desde el día en
que nació. Pero qué de extraño tiene que una
loca pariese un monstruo.
- ¿Monstruo? Aquello concordaba con
lo que nos había dicho el paisano. La madre de Margot (no me acostumbraba a llamarla Ana) “Estaba como una chota”, fueron sus palabras.
- Y él se lo consentía todo, a las
dos –decía-, chocheaba, a Margarita
debió encerrarla en el convento del que la exclaustró y con ella al monstruo
que parió, al menos Eduvigis y ese policía del que ha hablado seguirían vivos.
- ¿Quién era Eduvigis? De aquella mujer nadie nos había hablado. ¿Eduvigis qué
más? –pregunté, tal vez con el apellido Vanessa lograse averiguar algo.
- Tenía casi dieciocho años y aún le
pedía a Manuel, echándole los brazos al cuello, camelándole, eso de “Cuéntame
papá, cuéntame cómo nací…” una y otra vez, una y otra vez. Se pasaban a
veces todo el día así, ella pintando o matando hormigas y él a su lado
contando…
- Cuéntame
papá, cuéntame cómo nací, anda… cuéntamelo otra vez… -repitió
con un falsete que me puso los pelos de punta, parecía mismamente que la propia
Margot estuviera allí.
- Criatura…,
pero si te lo sabes de memoria, si te lo he contado millones de veces –se
respondió a sí misma agravando el tono de voz. Manuel. Me dio repelús.
- Pero me
gusta. Anda, papá
cuéntamelo otra vez…
- Pues como
ya sabes,
tanto a ti como a mí nos trajo una cigüeña.
- En su pico
de oro.
- Exacto. En
su pico de oro…
- Y venía de
París…
- Venía de Paris, por
supuesto.
- Y París
está muy lejos…
- Muy lejos,
lejísimos…
- ¿Cuánto?
¿Cómo de aquí al mar…?
- Más, más
lejos, mucho más…
- Y venía muy cansada…
- Muy cansada, tanto que no se sentía capaz de llegar.
- Porque tuvo
que escapar de un águila malvada cuando cruzaba los Pirineos por Roncesvalles ¿no?
Dios santo, quise que parara, lo
intente, le dije, “señora Contreras,
le importa…, por favor, escuche…” Pero la señora
Contreras más conocida por “la Paparrastra”
porque era chiquita y culona, continuó con su representación, sin hacer caso
del respetable, es decir de mí.
- Sí, exacto, tú lo has dicho. En Roncesvalles que es un castillo muy
grande y tiene una torre altísima tenía previsto hacer una parada para
repostar.
- Y lo que pasó fue que un águila le
había robado su cama en la fonda
–decía Ana.
- Exacto, había hecho las reservas con
mucha antelación, pero lo que son las cosas para cuando llegó a Roncesvalles había una gran convención
de pastores que iban discutir los derechos de los montes comunales…
- Y habían acudido con todos sus
rebaños.
- Con todos, lo recuerdas bien… -Manuel.
- Señora Contreras…, ¿puede parar?, me estaba poniendo nerviosa con
el jueguecito…
- Si, papá, lo recuerdo, recuerdo a los corderos balando
en la madrugada, llamando a su mama cuando el águila
malvada los arrebataba.
Entonces me di cuenta. Si, aquella
vieja, aquella maldita vieja se estaba riendo de mí.
- Ya se ha divertido bastante a mi
costa, señora Contreras, esa película está muy vista–dije
levantándome dispuesta a marcharme -.Si no quería hablar conmigo con no
recibirme…
- ¿No recibirla? ¿y entonces cómo, coño,
consigo que pasen las horas sin morirme
de asco? –me contestó mirándome de hito en hito. Aquella mujer podía tener
más de ochenta años pero sus ojos brillaban con la maldad de una jovencita
Jezabel.
- ¿Quién fue Eduvigis, señora Contreras?
- Y quién maldita es usted que tanto
quiere saber, ¿otra cómplice como la tortillera? Ale, ale…, zuzuzuzuzu…, a la
calle .
Y me echó. ¡Me echó! Pero Vanessa no
desistió. Y sí, también sé ahora quien fue Eduvigis,
la mujer, la niñera que cuido de Margot
desde que nació, cuando su madre aquejada de depresión postparto la rechazó. Y
aunque no puedo asegurar, al contrario que la “Paparrastra”, que Margot tuviera
algo que ver con su muerte, lo que es cierto es su fecha de defunción,
exactamente siete días después del entierro de sus padres, en plenas Gregorianas por los difuntos.
Según el informe del forense el
cadáver de la mujer presentaba un fuerte golpe en la sien derecha, que le había
hundido el cráneo, al parecer se lo dio al caerse desde lo alto de una
escalera. Testigos presenciales de la caída: Ana Margarita Serrano Requena y Amada Muñoz Expósito. La licencia de
enterramiento firmada por el juez de paz Don
Antonio Serrano Serna, hermano de Manuel,
marido de la “Paparrastra”.
¿Accidente u homicidio?
No hubo autopsia, los papeles
amarillos archivado y una advertencia. Los oficiales de los juzgados no son
venales, sólo que no ganan demasiado.
Samantha
O la recompensa de la
virtud
Dulcísima
Raquel, hay que ver que pronto te has olvidado de tu Samantha, con cuánto
orgullo y placer hablas de tu querida hijastra en tu último billete, y aunque
no lo dices sé bien que ya no te acuerdas de mí. Cuando hace unos días te hablé
de mi felicidad no te oculté cuánto te echaba de menos. ¿Quién podría olvidar
la suavidad de tus labios saboreando mis pechos, ni tu lengua golosa lamiendo
mi espalda? En cambio, tú, nada me dices, parece que pronto me has echado al
olvido. Claro que como tu hijita tiene aún la barrera intacta y sólo consiente
que sea tu dedo el que la acaricie y yo un portazgo franco ya no tengo derecho
a tus caricias.
Ay,
Raquelita, aunque me hayas traicionado por musgo nuevo yo sigo siendo tu fiel
amiga. ¿Recuerdas que te prometí darte un remedio para que te mantuvieses
fresca y lozana, pues lo haré, no quiero, a pesar de tu olvido, que cuando
algún día nos volvamos a ver tu piel parezca un sendero transitado por
caballerías? Y eso sucederá no lo dudo, si sigues sorbiendo los zumitos de tu
nueva amiga.
Era
muy sencillo, hasta ahora el amo se despertaba juguetón, pero últimamente,
desde que el vizconde y su administrador nos visitan, ya no tiene tiempo para
casi nada, una cabalgada rápida y se marcha a la caza, luego ya no lo veo hasta
que vuelve a meterse en la cama. Y no, no y no. No se ha cansado de mí, en todo
caso está más cariñoso, sí, cariñoso, no
apasionado, que también, conmigo. Pero es que la situación ha cambiado desde la
última vez que te escribí.
Ya
no estoy encerrada en la alcoba, al contrario, ahora desayuno, como y paso el
día con el vizconde, y seguimos jugando con los baúles franceses, le encanta
jugar y no sabes la de cosas nuevas que estoy aprendiendo a su lado, incluso
latín. Ahora soy… ¿a qué no lo adivinas? Sí querida, he dejado de ser la
doncella de cama y he pasado a ser “la pequeña
pupila”. Pupila del amo, por supuesto. Te lo cuento, ahora te lo cuento.
Porque
de lo que quería hablarte esta mañana era de los remedios para mantener la piel
blanca y fresca, sonrosadita. Del único remedio que conocía, sí porque hasta
esta mañana no sabía cuales eran los que utilizaban las grandes damas como la
condesa. Jamás nos lo explicó y cuando el amo me lo refirió yo le creí, de qué
si no iba a tener nuestra querida señora J. su piel tan pálida sino hubiera
sido por los plátanos de los fantasmas. Pero como te decía eso fue antes del
desayuno, y sí, yo también pensaba que
si las cosas continuaban igual de tristes, si no se resolvían pronto los
problemas de la herencia, me encontraría de aquí a unos días tan mustia y
arrugada como el estafermo de la señora K. El remedio del que pensaba hablarte.
Un buen desayuno tempranero.
Ya
te he contado lo que ocurrió mi primera mañana en la mansión, lo que no te he
contado ha sido como fue el despertar de la segunda. Es cierto que la señora K.
apareció con la taza de té, una sola taza, para el amo. Yo me quedé quieta
esperando, cuando él se dio cuenta de que estaba despierta me cogió las manitas
y llevándoselas a su cadera comenzó lo que llamó mi educación.
-
Mi querida Samanta –dijo con esa media sonrisa que deslumbra-, qué inocente
eres y cuan dichoso me hace ser tu profesor. Querida…,
-
Sí, mi amo –le contesté sumisa.
-
Querida no habrá para mí mejor despertar que el que tus labios llamen –y
cogiéndome la cabeza con su mano la dirigió hacia su cetro que yacía exhausto
entre sus piernas-. Ya sabes, como me gusta, entero y suave –dijo indicándome
con la cabeza su deseo-. La leche de la
mañana es la más sabrosa, querida, hará que tu piel florezca.
Eso
hice, con tanta parsimonia como sus bruscos arrebatos me permitieron y a pesar
de que la noche había sido de mucho ordeño, aún obtuve unos buenos tragos. Y
durante estas semanas he comenzado así el día y no sabes lo hermosa y lustrosa
que se me ve.
Pero
ahora, querida que desayuno con el vizconde té y tostadas, me preocupaba perder
la frescura y no sé muy bien como me encontré avergonzada refiriéndole al bueno
del vizconde cual había sido hasta entonces mi desayuno preferido y el porqué
de la lozanía que tanto alababa. El vizconde me explicó que no era ese el único
método posible, que las grandes señoras siguen otro un poco más aburrido pero
menos cansado y que su sobrino era un hombre muy, pero que muy depravado. Sé
que debí defender al amo, pero no hallé las palabras que contradijesen al viejo.
Eran idénticas a las que yo pensaba.
Conseguí
sonsacarle los ingredientes del ungüento que utilizaba Madame Montespan, a base
de zumo de limón mezclado con bórax y azufre, al parecer se llama fuego de San
Telmo, pero ¿sabes?, creo que el viejo, aunque muy amable, chochea, no puede
ser sano algo que te quema la piel. Creo que no lo utilizaré, que no es para
mí, que a pesar del tamaño es preferible ordeñar al amo, pero a lo mejor tú,
que te niegas a probar rabo, puedas comprobar su idoneidad. Claro que no se lo
confesé al vizconde, preferí alejarle de esos pensamientos no fuera a ponerse a
fabricar el mejunje y quisiera probarlo en mi rostro.
-
¿Una amiga suya, la tal madame, vizconde? –le pregunté.
-Noooo…,
no soy tan viejo, aunque te parezca que tenga los años de Matusalen –protestó
con un mohín encantador-. No, querida, Madame fue una gran amiga de mi
bisabuelo al que tuvo en alta estima –me explicó-. Madame, querida, fue una
gran mujer que impuso su personalidad en la corte, el buen gusto francés, ese
que dicen que es consustancial al aire de París proviene de ella, fue quién
educó a las damas francesas. Nada que ver con las que luego ocuparon su puesto
en la cama de los reyes de Francia, incluidas las reinas. Te pareces a ella…
-¿Me
parezco? –le pregunté halagada.
-Si
querida, tus ojos tan grandes y risueños, la boquita infantil, los labios
gordezuelos que en ti son naturales mientras los de Madame tal vez fueran fruto
del maquillaje, el mentón redondeado que denota vuestra disposición a la bondad
y ese delicioso hoyuelo que tantas ganas dan de hundir la lengua en él.
-¡Qué
cosas me dice, señor! –protesté ruborizándome, temerosa no obstante de que el
señor se encelase de sus atenciones.
-Nada,
querida, no te digo nada. Ojalá que ”lucemdun
cum aetas florida ver ageret” –y ante mi cara de asombro sonrió y añadió-.
Que significa: ojalá que cuando la flor
de mi juventud vivía una feliz primavera te hubiera tenido tan a mano,
entonces te aseguro pequeña Samantha que no me hubiera conformado con jugar a las
muñecas.
Y
dicho lo cual dejó escapar un gran suspiro y con delicadeza me fue apartando la
deshabillé con la cual me presento ante él todas las mañanas. Y empezamos
nuestra sesión con los baúles franceses. Hasta que estalló la tormenta y
aparecieron los demonios.
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