¿Sabéis lo que me ha decidido a no
cerrar el blog? Un libro que me ha recomendado mi hermano. “Léetelo, dijo,
verás cómo se te acaban las dudas”. Y añadió, poniéndolo entre mis manos: “tu blog es como el Libro de la señorita
Buncle, quien lo lea dudará en considerarte o muy inteligente o realmente
estúpida”.
No es un consuelo, pero tiene razón,
leyendo el “Libro de la señorita Buncle” de
D.E. Stevenson, publicado por la
editorial Alba, he comprendido, lo
que por mis años ya debería saber, que nunca controlaré lo que los lectores
piensen de mí y de mi historia; así que sabed que hasta que llegue el otoño
proseguirán las Diabluras.
Y lamento el desbarre de la anterior
entrada, Aristóteles y La Poética no
venían a cuento, sólo intentaba disfrazarme.
Es Amada la protagonista, Amada
Muñoz Expósito y ha muerto. She´s
gone, escribía
nuestra corresponsal desde Santa Fe,
Nuevo México. Y lo que son las cosas, cuando la encontraron en la puerta de
la inclusa de la calle O´Donnell no
llevaba ningún nombre encima, tampoco cuando la encontraron con un tercer ojo
en mitad de la frente en la entrada del metro de la esquina de la calle Sesenta y seis este con Lexington, en el Midtown
de Manhattan un amanecer de nieve, el 3 de febrero de 2008.
Cuatro años, ocho muertos más y un
hombre en coma de por vida ha costado, al parecer, que al cadáver enterrado en Queens, expediente
SM2008/02/03/DPNM12012 pueda descansar en una lápida bajo su nombre. Ya he remitido
a mi corresponsal las instrucciones para ello. Y cumplirá, lo sé. Es una mujer
que por el interés personal que se ha tomado con la historia también, me temo,
se ha quedado sin norte.
En fin, según me contó
aquella noche borracha, en que por primera y última vez abrió para mí el baúl
de los recuerdos, se llamaba Amada porque
el director del orfelinato el veintidós de marzo
del sesenta y dos, fecha en la que la encontraron, Don Francisco Beltrán Muñoz, era nuevo en la tarea y predispuesto
como todo buen novato a dejar su impronta en el cargo y a demostrar que, con
los desgraciados que la vida y las circunstancias pusieran bajo su férula, se podía
ser justo y benéfico, que no tenían por qué pagar los pecados de sus madres.
-
Y lo fue, lo fue –repetía Amada con
lengua trapajosa-, mírame, soy la prueba de su justicia –añadió levantándose de
la banqueta y estirándose cuan larga era, y lo era..., para enseguida, mareada,
dejarse de nuevo caer desmadejada.
En
una España de curas y cirios, el tal don
Francisco se envanecía de creer que la transformación del tocado por la
mancha del pecado en un ser humano digno de salvación no sólo incumbía a la
religión sino que resultaba propiamente materia de educación y era, ese, el
mayor reto que se le ofrecía como director de la inclusa. Una educación “humanista”,
decía, sin olvidar, claro está, que en el orden del día figuraban como
obligatorios, la misa y el rosario.
A
Amada la liturgia no le molestaba, al
contrario, en la capilla olía bien y se estaba calentito y fingiendo devoción se
dedicaba a leer a escondidas los libros de aventuras que birlaba de la
biblioteca.
-
Y sabes, como era tan humanista, tan humanista –contaba, la cabeza torcida
sobre la mesa, los pelos lacios tapándole la cara, las manos volanderas
desperdigadas- no dudó un instante, cuando la hermana tornera le comunicó el
hallazgo de una niña abandonada junto a la puerta, es decir, yo, en demostrar
su compromiso con el ideario.
-
Se comprometió, Marien, se comprometió –insistió y su voz chirrió como uña
sobre cristal provocando escalofríos en los últimos parroquianos de la Fídula, el café concierto de la calle Huertas (ahora tan concurrida,
arbolada y embaldosada de citas), que
habíamos comenzado a frecuentar por su cercanía a mi nuevo alojamiento en la calle Santa María.
Y
así la llamó María Amada Muñoz. María por imposición eclesial. Amada para que, a pesar de su origen, la
vida fuera con ella benévola y por si no lo fuera, al menos le quedara en los
labios, cuando pronunciase su nombre, el regusto de lo posible. Y Muñoz para que el capellán, los
monaguillos, sus acólitos, las cuidadoras, los maestros y las cocineras se cercioraran,
por si no bastaban sus palabras, de la firmeza de su compromiso.
-No
era su hija –prosiguió rascando la lija
de la garganta, desafinando como el piano que desde el rincón nos vigilaba
angustiado-, ni me quería por tal, por eso me puso el apellido de su madre. El
de su madre, ¿te das cuenta?, el de su madre… y añadió el socorrido Expósito para que nunca pudiese llamarme
a engaño. ¡Maldita sea, Marien, me llamó Expósito!
-
Anda, vámonos, que van a cerrar –le pedí cogiéndola suavemente del brazo. La
verdad, no me importaba tanto su ridículo como que la encargada nos pusiera en
la calle, en la Fídula siempre se
ligaba y estaba al lado de casa.
-
¿Y sabes… cómo me llamaban en la inclusa? –prosiguió con la llorera, los ojos
rojos como semáforos.- No…, no lo sabes… cómo lo vas a saber…
-
Venga… Amadita…
En
qué momento se me ocurrió aplicarle el diminutivo… desperté a la hiena que
alimentó la inclusa. Graznó. Como si fuera un cuervo o un grajo o una urraca o
un asqueroso buitre, graznó. Y luego para compensar soltó la carcajada de sus
abuelas recién levantadas.
-
Tú no –dijo cuando dejó de escuchar la llamada de la sábana del Serengueti ya
sentada en el bordillo de la acera.
La
entendí y no tuvo que repetírmelo jamás. Los diminutivos eran privativos de la
“artista”. Y sabéis, aunque no era justo, no pude evitar sentir lástima por
ella. Claro que más aún debía sentir la propia Amada, ensimismada en sus recuerdos, porque se puso a recitar lo
que en principio creí una letanía…
-
Sacres, efractores, golfínes, ratas, choros, guzpatareros, volates, chuceros,
cangalleros, faltreros, golleros, calabaceros, cachucheros, sisones, randas,
murcios, monfines, polinches...
…
Y resultó, creo yo, una lista de insultos que, dueña del diccionario, debía lanzar
a los incluseros cuando se metían con ella.
No,
nunca supe como la llamaban, aunque no es difícil de imaginar teniendo presente
su apariencia, ojos pequeños, pestañas casi blancas, piel sonrosada, frente
huidiza, nacimiento del pelo cerca de la coronilla, desgarbada…
En
fin, os dejo con otro fragmento de su insigne y última novela:
Samantha
o la recompensa de la virtud
¡Oh Raquelita!, no sabes qué tristeza me encogió
el corazón cuando la señora K. me trajo tu carta. Por la forma aviesa con la
que me sonreía me dio por pensar que eran malas noticias, que por eso se
alegraba; aunque no podía saber lo que decía. El amo la llama unas veces “cenutria
aldeana” y otras dice de ella que es tan tonta que se tiene por Hipatia, y
aunque eso no sé lo que significa parece un insulto muy grave, porque la señora
K., retuerce el hocico cuando se lo oye llamar.
¿Por qué te enojas conmigo Querida, no he podido
evitar tu casamiento y si lo que dices en tu carta es cierto me parece que entonces
no tienes por qué compunjirte. Eres dueña de la granja. ¿No te das cuenta?
Dueña. No la mujer del inquilino, ni su sirvienta. Ya ves cuán generoso es el
señor. Si a ninguno de los sirvientes de la mansión entregó el salario del año,
ni la ropa para el entierro que la condesa estipuló en su testamento y a ti, en cambio, te entregó los documentos de
propiedad de Farmer Five Mills, sólo fue
por la alta estima en que a mí me tiene. Lo sabes ¿verdad?
Creo que tus palabras de enfado traen cuenta de
tu miedo a conocer el garrote del granjero. Hazme caso, Raquelita, las jóvenes
pobres como tú y yo no somos libres de medrar a nuestro antojo, pero ser la
esclava de un rabo amable no tiene porque ser triste ni doloroso; sigue las
recomendaciones que te di en el anterior billete y veras como el granjero deja sus
horribles costumbres y adopta otras más sanas como regarte el jardín, saborear tu sabroso conejo o salir y entrar
por la puerta trasera sin dejar huella.
Es cierto que llevo poco tiempo rindiendo
pleitesía al cayado del amo, pero he aprendido y te recomiendo que no eches en
saco roto mis palabras, que en cuanto se aperciben que deseas preservar algo de
sus cuidados, ellos, inocentes, más te los prodigan. Por ejemplo: al amo le
encantan mis nalgas, pues yo sumisa a todas horas se las ofrezco, de tal modo
que poco a poco se va olvidando de ellas.
Ítem más, cuando por primera vez besó mis labios
con su boca, intenté impedírselo, como si me avergonzara, y ahora… los amasa,
los sorbe y los lame con fervor, después de vencer mi resistencia. Y ¿sabes? mientras
él hunde la cabeza en mi entrepierna yo sólo tengo que acariciar con una mano
sus delicadas gónadas (te das cuenta que palabras he aprendido), y así quedo
libre de imaginar que son los tuyos los que me miman, tus dedos los que me pellizcan.
Hazme caso,
querida, no te resistas y serás dichosa…, lo sé. Aunque duela olvidar el
pasado…
Claro que tú gozabas sin fingimientos en brazos
de la condesa y tal vez por eso te cueste más olvidar los buenos ratos en la
mansión. Yo, en cambio recuerdo que las mañanas que no compartía su lecho, el
despertador sonaba en la helada buhardilla a las cinco de la mañana, a las
cinco. Aquí, en cambio, duermo hasta bien entrada la mañana. ¿Que el amo se
muestra juguetón al amanecer y me despierta al galope? Pues galopamos, pero en
cuanto se cansa se marcha corriendo a satisfacer su otra pasión: la caza. Y yo
me acurruco calentita bajo las mantas; que vuelve y aún sigo acostada, me
arranca de la cama, me da unos azotes cariñosos en el culete y montándome me
obliga a galopar como si los perros hubieran ya localizado al zorro. Con la
equitación, ahora montas tú, ahora yo, pasamos el resto de la mañana.
En la mansión de C., tenía que saltar
inmediatamente de la cama, poner los pies desnudos en el frío suelo, aquí el
dormitorio del amo todo está cubierto de alfombras tan mullidas como un buen
lecho de plumas. ¿Recuerdas nuestras camas? No eran de plumas ¿verdad? Ni
siquiera la de la señora J. lo era. Pero, Raquel, si haces que tu granjero
trabaje duro y firme, tu colchón también podrá selo. ¡Las ocas serán tuyas!
Desplúmalas cuando quieras.
Y recuerdas como debíamos asearnos?, a veces
hasta teníamos que romper la costra de hielo que formaba por la noche en el
aguamanil para poder lavarnos solamente
los ojos. Yo aquí dispongo de bañera para mi aseo, y la señora K. es la
encargada de subir las cántaras con agua hirviendo. En la mansión de C. éramos tú
o yo las que las vaciábamos en la bañera de la condesa. ¿Recuerdas cómo nos
escaldábamos las manos con el agua hirviendo?
Y el desayuno ¿recuerdas?, cuando al ama le
apetecían tostadas subíamos los dos pisos corriendo para que le llegaran
chorreantes de mantequilla caliente. Y a veces, si la cocinera estaba de mal
humor o las pinches andaban atareadas con los preparativos de la comida teníamos
que poner nosotras el hervidor al fuego mientras nuestras gachas de avena se enfriaban.
Querida, aquí me sirven el té en la cama, con crema y tres terrones de azúcar, puede
ocurrir que a veces la crema no llegue a la taza, que se derrame por mi cuerpo
y manche las sábanas, pero ni uno ni otras tendré obligación de limpiarlos.
¿Comprendes?
Querida, para ti no tiene porque ser distinto.
Entretén a tu marido con largas jornadas de trabajo, recuerda, las escrituras son
tuyas. Se amable y deferente con los atributos que le cuelguen, menciónale que
antes era viudo y de que te des cuenta lo encontrarás deseo de servirte, de ti
dependerá que lo haga a tu entera satisfacción. Y no, no pienses jamás que he
olvidado tu dulce plumón, créeme, siempre seré tu afectísima
Samantha.
P.D. Déjale, al principio que siga echando humo
por la boca, el amo toma rapé y cuando estornuda me pone perdida de tabaco y pica…
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