La historia que voy a contaros es una historia triste como lo son todas
las que terminan en derrota. Todos los perdedores, todos, se han pretendido, a despecho del
resultado, ciñendo, en algún momento de la lucha, la corona de laurel. Por eso, en honor a la batalla, la razón del fracaso merece, por sí mismas, considerarse uno más de los factores del Arte de
la Guerra de Sun Tzu y no es una incongruencia.
Es la historia de una amiga mía A.M.E,
profesora de literatura, desaparecida hace más de cuatro años en Nueva York. Amada, porque ese es su nombre, del que por cierto siempre renegó, nunca
leyó, estoy segura, a Sun Tzu. De los
siete factores que le habrían conseguido el desfile y la corona no tuvo en
cuenta ninguno; era una jodida perdedora desde el instante mismo de nacer. Y sí,
os sonará a Dickens, pero Amada fue abandonada recién nacida,
envuelta en un saco de arpillera, en la puerta de un orfanato.
Así que desde el primer día careció
de las ventajas del clima y del terreno, y aunque por un tiempo, según contaba,
se manejó como un gran comandante, hubo un momento en que renunció a sus
ventajas. Pero eso entra dentro de la esfera de su privacidad y no, no soy yo
quién va a contar su historia, se merece a alguien mejor, alguien, por ejemplo, como Alan Ball, el autor de la serie "A dos metros bajo tierra". Da para más de dos temporadas;
tiene sexo, arte, odio, muertes horrendas, insania y olvido.
Lo que pretendo hacer este mes de
agosto de calor, moscas y, gracias a Dios, Moët Chandon, es rendirle un pequeño
homenaje. Fue mi amiga durante más de veinte años y si bien es cierto que
durante muchos de ellos nuestra amistad consistió en llamadas a deshora, fue la
primera amiga que tuve cuando llegué a Madrid.
Amada, cuando empezó la batalla, es decir,
cuando con dieciocho años, una maleta de cartón, una muda, un traje de cheviot, un abrigo de mezclilla, una
beca para estudiar Filosofía y Letras
en la Complutense y un sobre con mil
pesetas, se encontró de nuevo en la puerta del orfanato de la calle O´Donnell (esta vez sin derecho a volver
atrás), cuando tras una evaluación de sus posesiones y aptitudes (nadie en
quien apoyarse y mucha imaginación) echó a andar, estaba en la senda de la
victoria.
A saber, como único gobernante y
súbdito no estaba constreñida ni mediatizada por las posibles deserciones de su
pueblo. El clima y el terreno, aunque casi desconocido no presentaban grandes
dificultades, sin cordilleras ni desfiladeros. Madrid, a mediados de los
ochenta era una ciudad abierta, con la beautiful
people preparándose para darle el trinque a los fondos europeos que
empezaban a llegar a mansalva y ya no en maletines pequeños. Su supervivencia
estaba pues asegurada, aunque al principio, según me contó, se ganó la vida
cuidando niños.
Pero como era inteligente, tenía
coraje, determinación y disciplina, cualidades de un buen comandante, pronto
consiguió alzarse sobre sus hándicaps y se encontró
ganando más de cuarenta mil pesetas al mes, un capital para una rata de
biblioteca de veintipocos años, virgen y poco atractiva. ¿Cómo? Escribiendo
novelas eróticas. Ciento veinte páginas, veinte mil pesetas, dos novelas al mes.
El arte de la guerra se basa en el
engaño, dice Sun Tzu, y Amada escribía sus novelas bajo seudónimo, si buscáis en las pocas librerías de viejo que aún
quedan, mirad por autores como Colette
Porter, Aimée Rock, Amanda Coock. Tal vez encontrais su
versión de Pepita Jiménez, de Valera.
Perdida en tus brazos la tituló, la
firmó como Jane Saint Michael y fue
la primera que publicó en la editorial ya desaparecida “Colombina”. Fue un éxito, su target, mujeres de entre treinta a
sesenta años sin educación y dedicadas a sus labores, andaba necesitado de
experiencias nuevas; hartas de los consejos moralistas de Doña Elena Francis, la compraron como rosquillas.
¿Lo más gracioso? Que no fue suya la
idea sino de su profesor de Crítica literaria.
En fin, os dejo con un fragmento del
único libro del que fue oficialmente autora.
En recuerdo de Amada M.E., la mujer
que sólo existió entre sombras.
SAMANTHA
O LA RECOMPENSA DE LA VIRTUD
“Sabes bien, mi querida Raquel, que el
amo desde que regresó a la mansión de T. cuando la condesa, su pobre madre,
expiraba, puso sus ojos de halcón en esta pobre paloma, con mayor insistencia,
si cabe, que lo había hecho unos meses antes cuando vino al campo a cazar. Lo
cierto fue que entonces no me vio demasiado porque la condesa, tal vez temiendo
que quisiera apoderarse de mi virtud tan recién descubierta por entonces, no me
dejaba salir de sus habitaciones.
¿Recuerdas lo felices que fuimos
aquellas noches calurosas tú y yo soplándonos la una a la otra para refrescarnos
la piel?¿Recuerdas la alegría que le daba a la señora vernos retozar, con que
deleite nos lamía el sudor mientras Tommy, el pajecillo, le aireaba los bajos
con su plumilla?
Ninguna fuimos conscientes de la
tormenta que se avecinaba. Tú estabas demasiado ocupada cuidando de nuestra
amada condesa, que sólo de tus pechos aceptaba recibir el alimento que la sustentaba,
y no te enteraste de los intentos del amo por meterse en mi cama. La señora J.,
andaba vigilante y aquella semana en cuanto la condesa descansaba me llevaba
con ella a su cama. En mi ingenuidad me enfadaba porque si bien el musgo de la
condesa sabía a miel, el de la señora J. lo hacía a pescado y, Raquelita, me
daba ración doble, antes de dormir y otra vez
por la mañana, para homenajear al sol, decía.
Sin embargo, para mi desgracia y
ventura la noche en que la condesa agonizaba, la señora J. y tú no
abandonasteis su habitación y, el halcón avizor, olvidándose de la dama de
negro que visitaba a su madre, subió a la buhardilla y por fin tuvo éxito.
Nunca pude contártelo, porque bien se encargó de sacarme a la mañana siguiente
de la mansión de T. Robarme, podía decir. Que ni despedirme pude de la bendita
condesa.
El muy malvado se escondió en el
armario de nuestro dormitorio y cuando Tommy, después de darme gusto un ratito
con sus juegos de infante, no tan inocente como se fingía, porque si bien su cayado
era aún pequeñito bien que levantaba cabeza mientras metía su lengua en mi oído y me pellizcaba el trasero. Como
te decía, cuando me dejó sola llevándose la vela, el chirrido de una puerta al
entreabrirse me puso los pelos de punta.
Pensé que se trataba de la visita de uno de
los fantasmas de los que siempre nos hablaba la señora J. ya sabes, los que te
ofrecen bananas en las noches de verano. Me quedé muy quieta, con los ojos
fuertemente apretados, sin respirar siquiera, intentando hacerme invisible a su
presencia. No había olvidado la primera vez que vi uno granado. Fue mientras
nuestra noble ama se encontraba en casa de su íntima amiga la baronesa de Y.
cuando compartí por primera vez la cama con la señora J. y dos de esos
fantasmas se nos aparecieron. Uno se dirigió a mí blandiéndolo tieso frente a
mi boca, pidiéndome que se lo lamiese con voz cavernosa.
Me asusté. Yo nunca había visto una
cosa tan grande y dura. Grité tanto cuando me abrió los labios que la pobre
señora J., que lamía satisfecha uno bien prieto, se asustó y le clavó los
dientes. Cuando el fantasma gritó de dolor por un momento creí reconocer en él
la voz del señor C. nuestro siempre admirado coadjutor, y así se lo dije a la
señora J. en cuanto se desvanecieron entre el lió de sábanas que se formó.
Luego, cuando todo se calmó, muy
enfadada me explicó que a veces los fantasmas cuando se manifiestan no se
parecen a los antiguos cuerpos que ocuparon, sino que adoptan la apariencia de
algún ser vivo conocido para no infundir tanto pavor a los pobres mortales, y
añadió, que éramos muy afortunadas de que vinieran a hacernos presentes; porque
un presente era, y me lo recalcó cada vez más irritada, que un ser del otro
mundo te pidiera que le alegrases la noche; al parecer, me dijo, significa que
se está más cerca del cielo, donde viven como ángeles. Por eso nunca, nunca
debía volver a gritar en su presencia. Podían enojarse y entonces me pasaría lo
que le había ocurrido al abad del condado de F. cuando una noche se le apareció
uno con la apariencia del rey Jacobo. El abad quiso interrogarle sobre algunos
pasajes de la Biblia que le suscitaban dudas mientras su majestad le presentaba
impaciente su cetro inhiesto y tanto se enfadó por las preguntas y la tardanza
en rendirle pleitesía que lo arrastró con él hasta el infierno.
Ahí me entraron las dudas, si eran
ángeles del cielo cómo podían arrastrarte al infierno, pero por si acaso me
callé, porque la señora J. molesta por no haber terminado su ración, me había
cogido la cabeza y me empujaba a lamerle los bajos.
Volviendo a la terrible
prueba…, no sabes el miedo que sentí cuando oí los chirridos de la puerta,
tardé unos segundos en reconocerlos. Provenían del armario dónde guardábamos
los ropones del invierno, así que pensé que de allí sólo podía salir un
fantasma. No sabes cómo temblaba mi corazón. Aún hoy, me parece mentira,
Raquel, que resistiese aquellos inciertos instantes sin que me diera ningún
sincope... (continuará…)
Vaya... Y nos dejas sin conocer qué pasó con el "fantasma" esa última noche...
ResponderEliminarEs por el suspense, Clara, en la próxima entrada se sabrá, de verdad.
Eliminar¡Me suscribo!
ResponderEliminarGracias, Javier, espero no defraudar
EliminarVaya, vaya, no sabía que los fantasmas tuvieran esos vicios tan terrenales. ¿Habrá que esperar mucho para saber si a la inocente protagonista le da un síncope?.
ResponderEliminarque intriga jajajajajaja, mañana ya sabes posiblemente en mi blog nos vayamos a Shondaland
ResponderEliminarGracias María, mañana se resolverá parte de la intriga y aunque no sigo nada de Shonda te leeré
EliminarVaya por delante una duda "cuasi"-metódica y previa... Eres tú, ¿verdad?
ResponderEliminarPistas hay, lo sé...
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