No ha sido fácil para mí tomar
posesión de la casa de San Lorenzo de El
Escorial, y no me contradigo, no quisiera perderla, pero tampoco vivir de
continuo entre sus humedades.
Ya la primera vez que entré allí, en
vida de Amada y Margot, me impresionó
por su apariencia de presidio de frontera, de refugio contra los barbaros.
Después de visitar la luminosa casa en que se crió Margot, los patios y los corrales empedrados de cantos redondos con
las paredes encaladas y los rodapiés de azul añil, (que el ayuntamiento, por
cierto, mantiene impolutos, repletos de aperos de labranza, museo etnológico lo
titulan, una de esas chuminadas por donde se nos ha escapado el futuro), no me
cabe duda de que cuando “la artista” traspasó sus umbrales, se sintió en
libertad vigilada.
No, no fue muy generosa Amada encerrándola allí recién salida
del psiquiátrico, pero tal vez no fuese ella la culpable, tal vez cumplía
órdenes. Lo que me lleva a pensar que la muerte de Eduvigis no fue tan accidental como decía el atestado judicial. Y que el psiquiátrico y la fortaleza
fueron la sentencia impuesta por el juez, su implacable tío Don Antonio Serrano Serna, el marido de la
bruja de la Paparrastra; eso sí, sin
juicio ni tribunal, en silencio y por lo privado. De ahí el cambio de nombre,
de ahí el olvido. De ahí la fingida locura de la anciana.
Una familia tan principal como
clamaba la casa-museo y controlando, en aquel tiempo, los resortes del poder
municipal no podía consentir otro escándalo. Primero la madre, loca, prende
fuego a la habitación del hotel y mueren nueve personas, incluida ella y su
marido; luego, la hija, justo durante las Gregorianas
(lo sé, lo sé y sin mirar la Wikipedia,
las nueve misas que se rezaban después del entierro, el precio del rescate del
alma de los difuntos para librarles del purgatorio, cosa de curas y beatas),
golpea, tal vez accidentalmente o adrede, a la mujer que la crió y la mata. Qué
familia aguanta tanto desorden, ninguna, ni siquiera las de la realeza.
Lo acallaron. Porque de la culpabilidad de
Margarita Requena en el incendio del hotel no hay ninguna duda. En el
expediente figuran los informes de los investigadores de la policía judicial,
de los bomberos, los testimonios del dueño del local sobre el comportamiento
errático de la señora Requena la noche anterior al incendio, del escándalo que
montó en el comedor. “Una escandalera
como no se había visto nunca en mi hotel”, confesaba el dueño. “Gritaba como una loca que la estábamos
envenenando, que su marido la quería matar, que su plato estaba lleno de
hormigas, y se lo lanzó al viejo”, declaró el maître. “Y no había hormigas. No había más que un riquísimo carpaccio de bacalao,
señoría”, se defendió el cocinero. El incidente se saldó con Manuel pidiendo disculpas a todo el
mundo y la cuenta en recepción, al día siguiente se marcharían.
Y allí se quedaron. Enlazados el uno
en el otro, retorcidos sus huesos por el fuego, él abrazándola a ella contra su
pecho, las bocas juntas en un último y eterno beso. Las fotos espeluznantes. Y
lo que también consta en el expediente, el nombre del familiar que reconoció
los cuerpos. Su hija, su hija Ana
Margarita Serrano Requena. La última vez que aparece su nombre en un
documento oficial.
Luego para siempre, el silencio.
Hasta que apareció Vanessa. Pero ya nada pueden contra ella. El juez muerto, Margot muerta, el hijo del juez, el
heredero, muerto (un accidente de coche) y la
Paparrastra, sola, abandonada, purgando en vida por los pecados de todos.
Y con esos antecedentes de insania,
con las imágenes de los cuerpos carbonizados de sus padres en la mente, qué de
raro tiene que Margot sufriera un colapso. Hay que ser muy fría o estúpida para
asumir una muerte tan cruel y no temer un destino semejante. No tuve la
seguridad hasta que Vanessa, vestida como la zorra que es, sustrajo de los
archivos del manicomio (mejor ocultar su nombre, por si acaso) su ficha
completa, incluidas algunas cintas de la sesiones de Margot y su psiquiatra.
En ninguna acepta el crimen. Solo
los demonios, los monstruos y las llamas y lo que son las cosas continuamente
pregunta por Duvi, Eduvigis “¿Dónde está Duvi? Que venga Duvi, que barra debajo de la cama, que saque los monstruos, que se
lleve las hormigas”. Hay una grabación en la que aparentemente se recoge una
conversación entre madre e hija sobre… hormigas. Aunque sólo se oye la voz de
Margot. La transcribo.
- ¿Qué hace la hormiga huyendo del
sol, Anita? –dice Margot al psiquiatra fingiéndose su
madre.
- Le hace daño –le había contestado
escueta.
- La hormiga no sabe que el sol es
el sol –respuesta al parecer de la madre.
- La está quemando.
- Ese resplandor dorado no es el
sol, hija, es tu lupa.
Eso dijo, es tu lupa.
- ¿Y era tu lupa? –le pregunta el
psiquiatra. Y el silencio ominoso se escucha por momentos.- ¿Margot, era tu
lupa la que quemaba a la hormiga?
-insiste el doctor.
- Era el sol –respuesta de Margot.
Jamás aceptaría su crueldad. Jamás.
Conclusión, la madre y la hija como
dos chotas. Amada, mi amiga Amada aprisionada en su mundo de locura
y crueldad. Vigilante y a la vez prisionera. Y lo entiendo. Lo entiendo.
Entiendo que consiguiera una pistola en las malas calles de Nueva York e intentara acabar con ella.
Dos muertes en su haber tenía “la artista”, tal vez tres porque de Luis Alfredo su antiguo novio, aquel del que creía que estaba celosa mi amiga lleva casi quince años
desaparecido. Los que han transcurrido desde la borrachera en la noche de la Fídula. Tal vez la bruja mala tuviera
razón cuando me gritó aquello de “tan cómplice como la tortillera”. Por el
como. Y sé que no hay que morir en pecado para ir de cabeza al infierno, que
basta con amar a un demonio encarnado, que el mal no nos hace tan libres como
se publicita.
En fin, dejemos la moralina y
atengámonos a los hechos. El conocer el verdadero nombre de Margot ha facilitado las investigaciones
de Vanessa, toda orgullosa por los dos nuevos personajes que han caído en su
red, un político y un reputado intelectual orgánico. Y es que el desván de la
casa de San Lorenzo de El Escorial escondía
un tesoro. Una vieja colección de fotografías hoy en día impublicables. Qué
Amada no las destruyese antes del viaje a Nueva York me lleva a pensar que la
tormenta desatada el día que invocamos su espíritu no se debía a su enfado por
mis indiscreciones, que era un fenómeno totalmente natural.
Ya os contaré… Os dejo con otro
fragmento de Samantha, precisamente en el que conoce a los demonios…
Samantha
O la recompensa de la
virtud
Querida
Raquel, qué alegría recibir tu carta, tu preocupación por mi bienestar es tan
reconfortante. Me preguntas insistentemente por los demonios, si son una
especie de fantasmas como los de la señora J. que visitan las alcobas de las
damas de madrugada. Oh, querida, me temo que no lo son, no lo son. Son peores,
estos vienen de día y con la sobrepelliz puesta. Y no traen alas negras, aunque
me temo que al igual que los de la señora J. si me faltara el cuidado del amo y
el vizconde querrían que me comiera su plátano, al menos el más joven. Hay que
ver con que ardor me consumían sus ojos.
Son
dos. Uno contrahecho y averrugado, ojos hundidos, vueltos los párpados, las
pestañas carcomidas, la peluca torcida, la calva apenada y la boca consumida. Con
las piernas cubiertas por unas calzas manchadas de barro y la levita cubierta
de grasa se presentaron. Y es que llegaron en la espuma de la tormenta. De repente, por esta bucólica campiña, ni tiempo he tenido de describirte
la dulzura del paisaje que rodea la mansión, estalló una impetuosa galerna. El
viento y el agua se aunaron para con estruendo dar por terminado un desayuno un
poco desasosegante, tal vez porque con la encalmadura mi sangre barruntaba la
tormenta, el caso es que me sentía intranquila, muy intranquila.
¡Oh
querida!, antes de seguir con los demonios tengo que contarte lo que me ha
confesado el amo. El vizconde es un eunuco. Sí, sí…, bueno yo tampoco lo
entendí al principio, debí poner cara de estúpida, porque el amo se rió a
carcajadas y me contó, entre galope y galope, que eso significa que el
pobrecito no puede ganar ninguna carrera, que le cortaron las gónadas cuando
era chiquito.
¿Te lo puedes creer, las gónadas? No, yo
tampoco sabía lo que eran, pero es que no sabes todo lo que hay que aprender
para ser una buena doncella de cama. Son sus pelotitas, las que les cuelgan a
los hombres a los dos lados del rabo (¿has disfrutado ya del de tu esposo?) Por
si acaso no las has sopesado aún te advierto que las del amo pesan casi tanto
como la cabeza del mazo del croquet, créeme. Pues resulta que al vizconde lo crió
un maligno tío. Sí, un barón que decidió pasar la vida subido en los árboles
que rodeaban su mansión, pero que con todo y con eso, no solo controlaba a sus
pupilos sino el devenir de toda la región. Al parecer…, por favor, no se te
ocurra contárselo a tu esposo ni a tu hijastra, si se llega a saber por mi
culpa me moriría de vergüenza, el viejecito es tan cariñoso conmigo…
Te
decía que cuando aún era un pequeño caballerito que aprendía a meterla en
corrala ajena, su tío Cosimo de la Redondera ordenó al barbero de la casa que
se las cortara a ras. Y sin gónadas no hay gozada, sabes, el rabo se queda sólo
para el pis. Dirás que era un hombre cruel y así lo creo yo también. El amo
dice que eran cosas de tiempos salvajes, pero que no debo llorar por el
vizconde porque si antes era él quién disfrutaba metiéndosela a los pajes (con
uno lo pillaron en las caballerizas) el resto de su vida la ha pasado
recibiendo los homenajes de esos mismos paje y sobajeando a damitas jóvenes
como yo.
Retomo
lo que te contaba del día de la tormenta. El amo insiste en mi educación, no
para de enseñarme como debo comportarme para darle placer y recibirlo. ¿Sabes? No
sólo es cuestión de ritmo y de tragaderas, el amo dice que son imprescindibles
las palabras incitantes y las miradas retadoras. Me explicó que si ansío una
cabalgata no puedo limitarme a llamar al mozo de cuadra, decirle, “estoy
húmeda” y esperar a que ensille el caballo. Así no se comportan las damas.
Una
dama debe bajar los ojos, fijar una mirada ansiosa en la portañuela del
caballero, dejar escapar un suspiro, sacar el pañuelo y suavemente pasárselo
por el canalillo, de esa manera tan peculiar él caballero comprende que lo que
de verdad le ocurre es que se muere porque le den un buen repaso. Cosas de la
sociedad.
Viene
esto a cuento porque en mi inocencia, el día de la tormenta se lo solté. No fue
divertido, al menos para mí. Y todo por culpa de nuestra ama, que nunca quiso
educarnos para verdaderas cortesanas. Te cuento, como el amo está tan ocupado
últimamente por las mañanas temprano no practicamos la equitación, ni casi lo
veo.
Esa mañana estaba triste por tu falta de interés
y la de él. Me sentía muy desgraciada, el vizconde, el pobre, hacía lo que podía
para contentarme, me daba sorbitos de su taza de chocolate, un bocadito de
bizcocho, me pellizcaba el pecho y sonreía fingiendo un interés que estaba
lejos de sentir. Pero no conseguía distraerme, pensaba en lo que sería de mí si
él y tú me olvidabais, de repente. hizo su aparición el amo y toda la casa y la
habitación pareció despertarse como si un remolino hubiera abierto de golpe
todas las ventanas. Me cogió en sus brazos, me alzó de la silla y girando
conmigo, agarrándome prietamente las nalgas decía.
-
Mi dulce Samantha, cuánto he añorado tu pequeño conejito, lo guardarás
calentito para mí, ¿verdad?
Y
claro yo asentí sin más. Deseando que subiésemos a la alcoba, para qué esperar
a la noche. Pero todo se alió contra mí querencia. El señor Y. se presentó de
inmediato con su desayuno, un plato lleno de huevos y salchichas y él
impaciente me soltó rápidamente encima de la mesa en frente suyo. Pensaba que
me iba a acariciar o a tomarme allí mismo como otras veces hacía cuando
estábamos solos, claro que la presencia del vizconde lo impedía y también la
del señor Y., pero te aseguro que me derretía por dentro al pensar que cogía el
jarro de la crema, me la vertía por el cuerpo y luego con delectación me lamía; pensaba, pensaba que eso iba a suceder y no dejaba de removerme, sentía un comezón
en la entrepierna…
Él
parecía no darse cuenta de mi incomodidad, y tragaba con delectación y hambre
los trozos de salchicha y yo pensando que bien podía darle entre bocado y
bocado una chupadita a los pezoncitos de su cordera, y me removía, y la
deshabillé se descruzaba y mostraba una puntita... Y él, él soltó un eructo, un
placentero eructo y encendió un puro. Cuando exhaló los primeros humos me
rebullí impaciente y entonces si se dio cuenta de mi excitación y con voz calma
pellizcándome ligeramente el muslo me preguntó
-
¿Cómo está mi palomita?
Y
yo, inconsciente porque deseaba lo que deseaba, le contesté.- Húmeda mi señor, y
entonces, entonces estalló la tormenta. Pero no la que yo esperaba, no me
levantó la bata, ni me buscó la grupa ni me abrió las piernas, sino que el
cielo se oscureció de repente, todos los tambores redoblaron en el cielo y el
viento, el agua y el granizo comenzaron a anegar los campos, y entonces el
vizconde, el vizconde me cogió de la mano y cuando más agua caía me sacó al
jardín. Al parecer, según un sabio romano llamado Plinio el viejo, cuando hay
tormenta las mujeres jóvenes deben bailar desnudas para ahuyentarlas.
Y
en estas llegaron los demonios, que al parecer nada sabían de las enseñanzas
del sabio romano y gritaron ¡Anatema, Jezabel, súcubo de los infiernos y el más
viejo quería romperme el bastón sobre los hombros. Qué miedo pasé, qué miedo
Raquelita, hasta que el amo salió y me rescató cubriendo mi desnudez con su
casaca. Yo estaba temblando, dolorida por la granizada y asustada por los
insultos del viejo, que resultó ser nada menos que el vicario del pueblo.
Querida, en nada se parecía al vicario saltarín que visitaba a la condesa, ¿recuerdas
como patinaba con nosotras en el lago?
Entonces
el amo para arreglar las cosas les explicó que yo era una pupila suya, una pupila
francesa, que en la Francia revolucionaria habían enseñado a las jóvenes a
bailar desnudas al dios del trueno, que era cosa de los malditos jacobinos que
habían matado al Dios de los cielos y encumbrado al de la razón, y que él y
el vizconde me habían traído a la mansión para librarme del pecado y la
perdición que, dada mi condición de huérfana, seguramente habría sido mi
destino. Y sabes, sabes lo que es peor… que han acordado que a partir de mañana
el vicario me visitará a la hora del té para impartirme el consuelo de la
religión.
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