Y resultó que el ex ministro y Vanessa se
equivocaron. Resultó que Luis Alfredo Ledesma Cuenca estaba al
mismo tiempo muerto y desaparecido.
En hablando de políticos no es extraño,
no hay más que ver dónde nos han llevado su falta de escrúpulos y su ineptitud,
en cuanto a Vanessa estuvo bien que recibiera un correctivo, se creía mejor que
la señorita Marple. Eso sí, el error
no la amilanó. Lo asumió y encontró al muerto. Nunca hay que menospreciar el
poder de convicción de unas poderosas domingas. Y las suyas lo son y mucho.
Copa C talla 115.
A pesar de Twitter, Facebook, Twenty, a pesar de Google y de la desvergüenza de Telefónica,
la gente corriente no es fácil de localizar. No si no quiere. Y el primo de Luis Alfredo, el compañero de viaje del ex
ministro, no deseaba ser encontrado. Al
parecer, al poco de abandonar Anita el piso preñó a una novieta de diecisiete
años y al suegro no le hizo falta sacar la carabina como a los de Siete novias para siete hermanos. Lo casaron,
el partido le aprobó unas oposiciones de secretario de Ayuntamiento y a
provincias lo desterraron.
En el escalafón aparecía en
excedencia, pero Vanessa lo encontró de secretario en una mancomunidad de la
serranía de Cuenca. Ojo, que se levanta sus buenos ochenta mil euros al año. Claro
que en los que estuvo en excedencia, en los que trabajo de asesor de diferentes
consejeros del partido en distintas comunidades autónomas, contrajo tal
cantidad de deudas que ni siquiera la venta del piso de la calle Goya, consiguió saldarlas.
De ahí su desaparición nominal.
Luego resultó que por una copa de bourbon de Kentucky, un cuenco de panchitos y una visión panorámica del Gran cañón del Colorado, a través del
escote a pico de la camisa de Vanessa, largó cuanto sabía e incluso nos entregó la
documentación que sobre la desaparición de su primo había reunido, basándose en
ella, encontró Vanessa al muerto.
Para empezar nos aclaró que Luis Alfredo no debía su nombre
a ningún protagonista de culebrón venezolano sino a sus abuelos, y no era ni
pobre ni rico, aunque disponía de un buen pasar, al parecer la indemnización
por la muerte de sus padres en accidente de coche ascendió a más de cien
millones de pesetas. Es decir, que no necesitaba ni trabajar ni estudiar, aún
así estudiaba medicina.
- Anita era una gran mentirosa –dijo antes siquiera de que le preguntáramos
si la conocía-. Loca y mentirosa, mi primo estaba loco, sí, pero jamás mentía.
¿Sabe lo que le dijo cuando lo conoció? Que era huérfana, sí, huérfana. Luego,
cuando aparecieron sus padres, Luis
Alfredo se lo afeó y ella se rió, le contestó que había mentido por
solidaridad, para que no se sintiera sólo en su orfandad-. De atar, ¿no creen?
No le contesté, la referencia a los
padres de Anita me había dejado sin habla. Porque lo que acababa de decir era
que sus padres llegaron a Madrid por los días en que Amada
y Anita-Margot se conocieron, obligándola a reformarse. No me la imagino continuando
con su vida disoluta y promiscua con Manuel
y Margarita de testigos, ni acostándose con sus amantes en su cama ni
siquiera faltando a la hora de la cena. Tal vez esa circunstancia influyó en su
apego a Amada.
- Mi primo padecía insomnio –decía
el funcionario-, en llegando la noche se dedicaba a recorrer las calles de
Madrid, Anita le acompañaba cámara en mano; por entonces no la dejaba ni para
ir al baño. ¿Conocen las fotografías del Mono
bajando del árbol?
Las conocíamos, claro que las
conocíamos. “Así que cuando se enfadaron
con ella por las fotos y la echaron del piso se fue a vivir con su primo”, dije.
“Para entonces Luís Alfredo ya no se
quitaba su nombre de la boca. Estaba enamorado”, me contestó. “¿Se acostaban?” preguntó Vanessa.
- No lo sé, me imagino –contestó
aburrido. Y me alegré, sí. La idea que me estaba haciendo de Luis Alfredo era la de un trasunto del Marqués de Bradomín en joven, feo
católico y sentimental-. Luis era muy discreto, yo sólo puedo hablar de lo que
vi, por ejemplo, estuve presente la primera vez que quiso fotografiarlo y él se
negó, le dijo que traía mala suerte retratar a los muertos. “No hueles”, le contestó ella. “Porque
me embalsamaron”, replicó él. ¿Absurdo, no? Pues sus conversaciones eran de
ese estilo, preguntas sin sentido y monosílabos. ¿Se acostaban? No sé. Inseparables
eran hasta que apareció el padre, le dijo que habían comprado un piso en la calle Delicias y Anita se fue a vivir con ellos.
- Ana está muerta –le anuncié- Ella y su
pareja Amada Muñoz murieron en Nueva York en el 2008.
- ¿En Nueva York, con la Porky, todavía andaban juntas? –No fue el insulto el que me dejó
sin habla.
- La
conocí. Miren, a mi primo esas dos le hicieron polvo. Se corrían en su propia cama. Sí, no me miren así, sé lo que
digo, su amiga Ana o Margot o como
quiera que se llamara era un mal bicho, muy bonita, sí, muy poquita cosa pero a
Luis Alfredo lo destrozó. Se presentó
un día con esa mujer, Amada, le echó de la habitación y se la
folló en su cama y Luis escuchando,
porque escandalosa era la niña cuando se corría. Y no me lo han contado, lo sé
por experiencia. Aún no me explico cómo no se volvió loco del todo. Aunque al
poco lo dejó todo y se fue con los de Médicos
sin fronteras a África, a Zimbabue.
-
¿Desapareció allí?
- En España. Un día hace quince años se
presentó en casa de mis padres, venía negro como el tizón, más delgado que un
junco pero feliz. Le explicó a mi madre que venía a pagar una deuda y que luego
se volvería a Zimbabue. En broma le
pregunté cómo él que era tan metódico se había largado al África dejando algo que deber y me
contestó que era una deuda de las que no se pagaban con dinero, que tenía que
ver a una mujer, pedirle disculpas y agradecerle su sacrificio de tantos años.
- ¿A Anita? –se le escapó a Vanessa.
- Eso
pensé.
No, no
era Anita, se equivocaban.
- Y se
olvidó de él –le dije resentida.
- Si, que quiere que le diga, mi madre se murió
al poco tiempo y mi padre padecía Alzheimer, lo olvidé, sí, no tenía porque dudar que no hubiera vuelto a África, si durante cinco años no
habíamos tenido noticias suyas que tampoco las tuviera por cinco años más no me
extrañó. Sólo me preocupé cuando me enteré que subastaban el piso. Entonces hice
averiguaciones, en la organización nada sabían de su paradero desde que regresó a España, recordé lo de la deuda, busqué
a Anita y no, no la encontré.
- Ya no
se llamaba Ana, sino Margot, Margot Serna.
- Ya,
pero entonces no lo sabía, así que me presenté en el juzgado y tramité la declaración
de fallecimiento, era la única manera de salvar el piso. Y no se crean que me
quede tranquilo, contraté a un detective que encontró a Amada y Anita en San Lorenzo del Escorial. ¿A qué eso no lo sabían?
Lo hice, y fui a verlas y les pregunté por él y Anita me dijo que sí, que lo había visto la noche anterior, que
había visto como se lo llevaba el río y lo recogía el mar. Y Amada me habló de su enfermedad,
de que a Luis Alfredo no lo habían
vuelto a ver desde hacía más de veinte años y la creí. Dos años después el
juzgado cerró el expediente y Luis
Alfredo oficialmente murió. Eso es todo lo que sé.
No era mucho pero sí suficiente
para encontrar en los archivos del juzgado de San Lorenzo el expediente de un hombre desconocido, entre los
treinta y los cuarenta, cuyo cadáver, irreconocible, apareció en el pantano de Valmayor en el 97. Suicidio dictaminó el
juez. En sus bolsillos cargaba piedras suficientes para hundir el Titanic, que en la autopsia el forense no
descartase el posible homicidio no se tuvo en cuenta, los golpes que presentaba
en la cabeza podía habérselos dado al tirarse al río Aulencia, cuyas aguas embalsa el pantano.
Detuve la investigación cuando
Vanessa me contó que el muerto era alto, muy alto y delgado. Si no recuerdo mal, unas semanas antes de que apareciera el cadáver, Amada se presentó en mi casa y algo inaudito en ella quiso ir a emborracharse,
necesitaba olvidar, porque según confesó, sin preguntas ni presión, Margot, había compartido cuerpo y cama
con su antiguo novio Luis Alfredo. ¿Se
emborrachó o me largó una sarta de mentiras en previsión de una coartada? No lo
sé ni me importa. Los protagonistas están todos muertos, la herencia repartida
y los herederos avenidos. Sí no fuera por este maldito blog todo sería ya polvo
de olvido.
Samantha
O
la Recompensa de la virtud
Queridísima
Raquel, que dulces se vuelven los
recuerdos de tus besos en tiempos amargos. Nuestra buena condesa nos previno
contra los lobos que nos acechaban ¿recuerdas? De lo que se le olvidó hablarnos
fue de que van en manadas, que nunca actúan solos. Tampoco nos previno contra
las ovejas traidoras que, confundidas por las plumas del disfraz, les abren la
puerta del redil. Ni de que lanzan los ataques cuando, dormida en la complacencia,
una se encuentra inerme.
Me
ha ocurrido, Raquel. Después de que el amo espantase al último diablo me sentí
tan a salvo, tan segura de mi posición, que me olvidé de que el mal nunca duerme
y sus acólitos tienen prohibido el descanso. Fue tan placentero verle huir con
el rabo entre las piernas. Rabo que si no llega a ser por la inesperada llegada
del amo termina entre mis labios, pues esa, que no la de sacarme los demonios
del cuerpo era su maligna intención.
Si
ya el día anterior la visita del vicario me asustó, el anuncio de que el
coadjutor me esperaba en el saloncito de té para continuar con mi
adoctrinamiento me turbó. Me afanaba en engullir por los bajos un plátano
siamés; en cuanto lo pelé en el comedor me maravillé por su tamaño y prestancia
y lo oculté en el corpiño sin que la señora K. se diera cuenta. Ya te hablé de
las nuevas habilidades en las que me ejercito, pues en cuanto subí al
dormitorio me apresté a probar la consistencia de mis recién descubiertos
músculos. La tarde afanada en esos quehaceres estaba resultando muy placentera.
Disimulé
como pude, ante la bruja, menos mal que me encontraba en enaguas, aunque con
las sayas subidas y las tetitas aireándose, porque enseguida fingí que me
acababa de despertar y el descoco y la excitación se derivaba del ajetreo del sueño. Ni que
decirte que el plátano siguió dentro.
Y
la verdad, más de una vez temí, mientras bajaba la escalera delante de la
señora K., que se me resbalara, pero lo logré, lo logré Raquelita, mis músculos
lo retuvieron y no sabes que gustito. ¡Haz la prueba, es dulce y suave. Ya te
puedes imaginar lo feliz y satisfecha que acudí al encuentro del clérigo,
ningún temor me embargaba.
Se
presentó muy educadamente y me entregó como regalo un librito con los sermones
de Fordayce sobre el orgullo y la sobriedad en las damas jóvenes, añadiendo que
lamentaba no poder dedicar mucho tiempo
a mi educación, porque andaba sumamente
atareado preparando un concurso de arado en el que el primer premio era nada
más y nada menos que un cuarto de una ternera de dos años, y todos los
campesinos de la aldea andaban un tanto revolucionados.
Luego
me preguntó si había sido bautizada en la idolatría y la corrupción de la vieja
religión o si profesaba las reglas de la Iglesia de Inglaterra y si conocía y
leía el Libro de Oración Común. Comprenderás que no sabía de qué me hablaba,
pero yo por si acaso hice lo que mi amo sabiamente me había advertido, bajar
los ojos, asentir a todo y mantenerme alejada de sus manos. Parece ser que según
las normas de sir Thomas Bertram la edad idónea para que un clérigo contraiga
matrimonio son los veinticuatro años y el coadjutor andaba ya rozando los
treinta y seguía soltero.
El
amo mientras su cetro disfrutaba de las caricias de mi lengua, me había dicho
que lo que el coadjutor pretendía con sus visitas era encontrar una esposa. Y
no le hice caso, cómo iba a hacérselo precisamente en esos instantes, pero
luego, cuando estuve en el saloncito sirviéndole el té pensé, sí, entonces pensé que tal vez sería cosa agradable,
él y yo en nuestra rectoría, tomando el té. Fíjate hasta donde llegó mi
ensoñación que llegué hasta hacerme el propósito de que sí me pedía en
matrimonio aceptaría y cumpliría las
reglas que mi santo esposo tuviera a bien imponerme.
En
esas andaba cuando recordé las palabras del Vizconde “Nunca, Samantha, nunca se
termina de complacer a un hombre enamorado ni a un hombre de juicio”. Como no
me complacía hablar de iglesias ni de oraciones me atreví, al
mismo tiempo que le entregaba la taza del té, a rozarle los dedos y a
preguntarle dulcemente si ya había aprendido a montar a caballo. Era una
pregunta inocente, te lo aseguro, que en aquellos instantes se me rompiera la
tira del corpiño y mi seno izquierdo se asomara, ni fue mi culpa ni fue mi idea.
Te
lo juro, eran palabras del amo, que siguiendo con la burla dijo que el
coadjutor rezaba en las completas, la prima y aún las vísperas para que la dama
de negro visitase al vicario antes de que a él se le secase la simiente, porque
apenas si tenía medios propios para mantenerse y mucho menos para mantener una
esposa de más categoría que una campesina, que lo que debía hacer era aprender
a montar a caballo y cazar, que así mantendría sobradamente a una familia.
Como en el momento del desaguisado me inclinaba ofreciéndole el té, mis pezones fueron lo que sus manos agarraron. No
sabes cómo se enfadó, la taza, el plato cayeron sobre su portañuela, el té
derramado. No es que sea muy alto, es grueso y de cuello corto, ni siquiera su
rostro me parece agradable y aunque no lleva barba y oculta el desaseo de su
persona vistiendo con atuendos negros, podría parecer agradable bajo ciertas
luces, pero aquel atardecer, se alzó contra mí con tal fuerza y
determinación que me pareció estar en presencia del mismo demonio.
-
Jezabel, ramera, fornicadora, pécora –me gritó, eso si, sin soltar mi pezón-. Arrodíllate y pídeme perdón, súcubo de
Belcebú, suplícame que no te envíe ahora mismo a arder en las calderas de tu padre…
Y me obligó a arrodillarme frente a él, a
poner mi boca justo dónde su verga se soliviantaba. No sé cuantas maldades más
me dijo, Raquel, en verdad que estaba muy asustada, no sé que hubiera sido de mí si en esos
instantes no llega a aparecer el amo quien comprendiendo la situación al punto
lo apartó de mí a fuerza de bastonazos. Créeme si te digo que de inmediato olvidé las tonterías de convertirme
en una mujer juiciosa y honrada como tú. Pero…
Al
día siguiente el señor Y. despertó al amo de madrugada con muy malas noticias.
El barco de esclavos en el que había invertido los restos de su fortuna se
había hundido.
-
Ya ves, Samantha –me dijo con cara triste cuando abandonaba la cama-, soy más
pobre que una rata, ni para pagarte ahora tus cinco chelines tendría si fueras
pupila de un burdel.
Y
se marchó. A intentar salvar lo que pudiera de su fortuna, pensé, pero cuando
la señora K., esa maldita hija de Satanás, vino eufórica a traerme el desayuno
me explicó que el amo había partido a la mansión de la marquesa de M. quien
posee una fortuna de más de un millón de libras invertida en oro del Banco de
Inglaterra, que a un interés del cinco por ciento anual suponía renta
suficiente para ocultar los huecos de sus dientes. Y añadió que en nada debía
preocuparme, que el señor me entregaría a algún arrendatario de la marquesa
para que cuando fuese a cazar por las cercanías tener lecho y conejo siempre
dispuestos.
-
El señor no me hará jamás eso –dije segura de mis palabras.
-
Pobre incauta, como si fueras la primera –me contestó.
Y
Raquel, desde entonces vivo en un sinvivir.
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