Lo que son las cosas. Cuando Vanessa
encontró, primero en los periódicos y después en los archivos de la policía, la
pista de lo que le podía haber ocurrido en Nueva
York a Amada, no la creí. No
podía, aunque tenía su lógica, las dos estaban muertas, por qué si no iban a
desaparecer durante más de cuatro años. Y pensé, pensé que dijeran lo que
dijeran los periódicos las habían matado. Jamás, jamás se me pasó por la
imaginación de que no hubieran sido las víctimas.
¿Y qué decían? En realidad era todo
muy confuso, incluida la información del NYT. Los titulares eso sí, impactantes
“Detective muerto en un tiroteo. La
asesina y su cómplice abatidas por el compañero del muerto en el Upper East
Side”. El tiroteó había ocurrido en la salida
del metro de la esquina de la calle Lexington
con la Ochenta y seis Este.
Era del 3 de febrero de 2008, justo
el día que se jugaba la Super Bowl entre
los Patriots de Nueva Inglaterra con los Gigants
de Nueva York. No quedaba demasiado
espacio para lo que no fuera el análisis del partido, los pronósticos, las
apuestas, “el héroe, Elie Maning”, Tom Brady. Mejor el patriota, la había
ganado el año anterior; el gigante en realidad un David. Y además estaba Giselle
Bündchen, la novia de Brady.
Vales para adquirir Finger food, los
supermercados con mayores descuentos. Tom
Petty y su banda de Corazones Rotos que
amenizarían el descanso.
En el NYP al tiroteo le dieron un tratamiento especial. Uno de los
policías, el héroe, el detective Patrick
H. Hermman que había abatido a una de las mujeres, había sido, a sus
diecisiete años, el mejor running back
del Estado de Nueva York, un All Star. Y hablaban de su mala suerte,
de que cuando a los dieciocho años estaba a punto de ganar su segundo
campeonato estatal, le habían partido una pierna poniendo fin a lo que se
preveía una carrera triunfal. Y decía más, añadía que era uno de los mejores
tiradores de la policía, que había pertenecido a la Unidad de Emergencias, que había sido varias veces condecorado
tanto por Giuliani como por Bloomberg.
De las muertas casi nada, dos
mujeres blancas, entre los cuarenta y los cincuenta años. Bien vestidas, una
con un abrigo de visón, la otra de cuero. “No
decías que tu amiga Amada tenía un abrigo de cuero, de los de ferroviario que
nunca se quitaba”, me dijo Vanessa, “Una
de las muertas llevaba un abrigo de esos”, la primera pista. “Habrá millones de abrigos de cuero”, contesté.
Ni una foto de sus rostros, sólo de los cuerpos cubiertos por plásticos
dorados. Los de las asesinas. El del policía retirado.
Al final añadían que la asesina del
policía había vuelto su arma hacía sí y se había suicidado. Su cuerpo aparecía
atravesado en los escalones de la salida, la otra justo antes de que empezaran.
Ni una razón ni un por qué. Sólo el Post
especulaba que pudiera ser la mala suerte la que hubiera ocasionado la muerte
del detective Solano, casado y con una
hija. Que los informes oficiales iban por esos derroteros, un ajuste de cuentas
entre las dos mujeres. Los policías, destinados en la comisaria de la calle
Sesenta y seis, víctimas inocentes.
Eso fue el día tres. Aquella noche
en Arizona, Manning le ganó la
partida a Brady. Los Gigantes ganaron 17-14, en un partido
que se resolvió en los dos últimos minutos. Y al día siguiente los
periódicos sólo hablaban de Manning,
Mannin, Manning, Manning, de vez en cuando nombraban a Strahan, el capitán de la defensa. Del tiroteo nada.
Raro. Pero cosas parecidas pasan en
los Estados Unidos de Norteamérica
todos los días. La inspectora Taylor ha
confirmado que al lado de Amada, la
mujer que esperaba en el quiosco, se encontró una pistola, una Glock de nueve milímetros y que en la
autopsia encontraron restos de pólvora en sus manos. Su conclusión es lógica, Amada, disparó a Margot. Y Margot, “la otra señora”, murió por un disparo de
revolver, el mismo que mató al detective Solano.
Es decir, Margot se suicidó. Las
noticias de los periódicos, los archivos policiales corroborados.
Todo aclarado, ¿no? Vanessa ya no
puede sacarse ningún conejo de la chistera. Y sin embargo a mí me quedan dudas,
muchas dudas. Por ejemplo, las armas. Bien está que en Estados Unidos sea tan fácil comprar una como aquí una bolsa de
patatas fritas, pero acababan de aterrizar y la compra no figura en ningún
registro, si es así las consiguieron en las calles. De Amada puedo aceptarlo, no me resulta inverosímil imaginarla comprando
en cualquier esquina un pedazo de muerte, pero ¿y Margot?, si veía monstruos en cada ventana cómo se iba a perder por
las malas calles en busca de un arma.
Y no paro de preguntarme ¿cómo? No
sé si me entienden. Puedo aceptar que Amada no estuviese dispuesta a consentir
que Margot la abandonase; puedo, a
regañadientes, entender que quisiera acabar con ella temerosa de que sin su
vigilancia cometiera más locuras… pero y ¿Margot?
¿Por qué querría matar a Amada? Se
moría. Y además que Margot podía ser
una homicida, pero ¿asesina?
- Quería matar a Amada porque era un obstáculo para su
nueva vida –me explicó Vanessa cabreada por mis preguntas.
- Puedo aceptarlo, puedo… pero
¿matarse así misma? ¿Por qué?
- Porque todo le había salido mal,
porque había matado a un policía.
Vanessa y su lógica. Aunque…, tenía
antecedentes de enfermedad mental, podía haberlo alegado…
- No estaba tan loca, ¿tú has visto
una película carcelaria americana? Se la hubieran comido viva.
- O no. Y además ¿dónde estaba su
equipaje? ¿Dónde se había alojado durante los dos días que estuvo sola? ¿Cómo
la localizó Amada? Y la más increíble ¿cómo la policía de un país tan preocupado
por su seguridad no pudo identificarlas? ¿Dónde estaban sus pasaportes? ¿Dónde
las cámaras de Margot? ¿Dónde las fotos?
- Las robaron, la policía falla,
falló el 11S ¿recuerdas?
- En el 11S, no con dos mujeres que
viajan a Nueva York por placer. Algo
chirría, ¿no te das cuenta?
SAMANTHA
o la Recompensa de la virtud
¡Querida
Raquel! Estoy tan débil que apenas si puedo sostener la pluma, los pájaros del aire me arrebataron el alma. Querida
mía, sé que no me queda tiempo para lamentaciones pero no dejo de preguntarme
¿por qué? ¿Qué he hecho para merecer tan cruel castigo? ¿Acaso no he cumplido siempre
la voluntad de mis amos? ¡Oh Raquel!, apenas si queda ya luz en el día, no cabe
por el ventanuco el titilar de las estrellas. Las pesadillas y la zozobra se
ciernen sobre mi corazón, cuando ellos, mis asesinos, me abandonan. Se han ido,
pero volverán… el deseo es su gobernador.
Raquel,
si tuviera fuerzas la rabia que me hierve por dentro cuando se me acercan
prendería sus ropajes sacrílegos y les enviaría a la casa de su amo Satanás,
ese que según dicen entregó a Dios los ladrillos que le sobraron de los hornos
del infierno para construir el cielo. Oh, sí, sin remordimientos ni escusas,
envenenados de envidias y corrupción se envanecen de su odio. Y aún así cuando
arda en el infierno les devolveré las visitas, sí, acudiré a ellos con brasas en
el regazo, con tenazas en ascuas retorceré sus cetros velludos, cerraré sus
agujeros palpitantes y cubriré sus gritos con cenizas frías. Si pudiera,
Raquel, si pudiera…
Sé
que pequé de incauta, que eché en saco roto las advertencias de la señora K., lo
sé bien. Pero qué podía hacer, todos, incluida tú, me habíais enseñado a
obedecer, a confiar en los amos. He confiado y amado, Raquel ¿dónde está el
pecado? ¿Por qué recibo en pago fiebre y miseria?
En mi última noche en la mansión estaba tan
contenta de que el amo viniera a mí, saltaba tan juguetón su cetro entre mis
dedos que no sospeché la felonía, ni me percaté de la diferencia de envergadura
hasta que ya fue tarde. Era mi única misión en la vida, ¿recuerdas? Morir de
amor por el poder de su báculo, él dictó las palabras que te escribí. ¿Qué
podía hacer sino ahorcajarme y abrirle el camino?
Demasiado
fiero se reveló, cuando lograba encajar la puntita entre mis pliegues su
ansiedad me descabalgaba. Aún así insistí, pidiéndole mil perdones por mi
torpeza, que niñería ¿verdad? Recuerdo encontrarme al borde de las lágrimas por
mi ineptitud y entonces me cogió por la cintura, se volteó y me tumbó en la
cama. Por unos instantes su cetro me golpeó la cara. Era inmenso, demasiado
poderoso para una vulvita tan pequeña como la mía a pesar del repetido uso al
que estaba sometida.
Me
asusté, Raquelita, no sabía que le había ocurrido a mi buen amo, qué hechizo le
habían dado en casa de la marquesa, para que su ya de por sí imponente báculo
se hubiera transformado en el de un caballo. Dirás que por qué ante aquella
monstruosidad no huí; no podía, mi miedo a perderle era superior al miedo al
dolor, de todos modos era consciente de su poder porque en vez de montarme por
la grupa lo hizo por el sitio natural. Aunque temerosa abrí las piernas, alcé
las caderas y cerré los ojos.
Intentó
una embestida a las bravas y salió despedido hacia mi ombligo. El aire corrió
por mi piel y me estremecí, se enfadaba, me abandonaba y le llamé… sí, le pedí
que siguiera, que volviera a intentarlo. De pronto sentí sus manos en mis
tobillos, me abrió las piernas todo lo que mis caderas dieron de sí y las ató a los varales de la cama. Comencé a
temblar, era como si ya lo tuviera dentro, mis veneros se derramaban y mi
entrada rezumaba jugos tan abundantes que cualquier otro hubiera entrado a la
gruta deslizándose suavemente. Cuando embridó de nuevo su ariete, ahora sí, lo clavó
entero hasta el fondo.
Como
explicar a una tímida virgen el tumulto que en mis entrañas se formó. La
barahúnda que mis carnes entonaron. Cómo explicarlo. Perdí la respiración,
Raquel, sentí como la fragua entera del herrero me había atravesado con los
hierros enalbados, que ya no era una sola sino dos mitades y el martillo del
amo una y otra vez las separaba, nunca antes lo había sentido así...
Conquistada
la entrada, comenzó a acomodarse, a tomar posesión de las cuatro esquinas con paso lento, como de tanteo ante un
camino desconocido. Gemí, intenté acomodarme a su ritmo, pero aquello que me
atravesaba me derretía. Inició un medio trote que resultó terrible en la
arremetida y gozoso en la retirada. Aunque apenas si podía pensar, aunque todo
mi ser se concentraba en el lugar del fuego, le pedí que no me abandonara que
siguiera, que suya era, que podía hacer de mí lo que quisiera. Él concentrado
en el galope permanecía en silencio.
Llegó el momento en que las pavesas se
esparcieron y el yunque se vació. Respiré por última vez en aquella madrugada,
aunque no lo sabía. Agradecida por la gran cabalgada me incliné sobre él y le
busqué la boca, su aliento agrio no me detuvo. Pero me había equivocado, la
fragua volvía a estar llena de ascuas, el hierro una vez más blanco de fuego.
Me pilló por sorpresa y volviendo a tumbarme con una mano aprovechó la otra
para meterme un trozo de enagua en la boca y atarlo alrededor de mi cara. Ojalá
hubiera llegado mi última hora como creí asustada por la violencia, ojalá y
hubiera muerto antes que sufrir la ignominia y el muladar en que ahora me encuentro,
ojalá, ojalá…
Pero no, no me mató, sino que sin aviso ni
composturas me empaló una vez más y está vez, conocido el camino, no tardó en lanzarse
a un galope frenético. No tengo que decirte, añorada Raquel, los
enardecimientos que padecí, los vahídos en los que se escondió mi pobre corazón
preso de convulsiones, ¿o era mi cuerpo? No lo sé, sólo sé que en un momento de
la noche se me fue la vida y aún así no descabalgó. No sé lo que tardé en
volver en mí, lo cierto es que cuando abrí los ojos descansaba a mi lado, con
su báculo aún inhiesto. Cuando se percató de que había vuelto en mí con voz
ronca dijo.
- Vamos, a ver si de una vez lo terminamos,
paloma.
El vicario cuando vino, después de rezar
las primas, a salvar mi alma me dijo que está científicamente comprobado que
los sentidos son la puerta del alma, pues la mía, Raquel se fugó aquella
madrugada y aún no ha regresado. Apenas si recuerdo algo más de aquella
madrugada, estuvo horas dentro de mí, a veces a medio trote otras a galope
tendido, nunca se cansaba, nunca se corría, galopar y galopar parecía su destino.
¿Y mi cuerpo? te preguntarás. Llegado el momento creo que siguió al alma, sólo
que regresó a la mañana, cuando desperté y descubrí el engaño.
- Señor Y., señor Y. –gritaba la señora K.
junto a mí oído-, dese prisa, que el amo está por llegar, que ya ha pasado el
portazgo.
Sí, inocente Raquel, adormilada y dolorida
y aterida creyéndome aún en una pesadilla abrí los ojos y lo vi. Mi amante que
se desperezaba gratamente con una sonrisa en los labios, no era mi el amo, sino
el criado.
- Muy buenos días, señora K. –la saludó fríamente-,
tranquilícese, aún tardará en llegar. Prepare a la putita para el viaje.
¿Qué podía haber hecho, dime, escaparme? No
podía dar un paso, mis piernas no me sostenían. Fue el señor Y. quien me alzó
sobre el colchón y me mantuvo en pie mientras la bruja me lavaba y me vestía
con mis viejas sayas.
- ¿Ha disfrutado, señor Y? la puta parece
que no ha tenido muy buena noche.
- Es buena, muy buena, señora K., no creerá
lo que traga –le contestó y soltó una risotada.
Me supe perdida y les pedí la muerte. No me
hicieron caso. La señora K. me terminó de atalajar sin miramientos. Pensé que
me llevarían a casa de algún granjero, estaba segura que aquel sería mi
destino. Esposa de un granjero. Sólo esperaba que fuese un poco viejo, con un
báculo alicaído, que sólo izase bandera para el cumpleaños del Rey y por
Pascua. ¿Quién podía pensar en esta ignominia?
No había transcurrido ni media hora cuando
ya me empujaban dentro de una silla de manos con las ventanillas clavadas. No
querían que supiera adonde me llevaban, tal vez temían que encontrara el camino
de vuelta y me presentara ante el amo. No duró mucho el viaje, por el ruido del
casco del caballo sobre el pavimento creo que me han llevado a un lugar en el
campo y por la escasa luz que a este cuarto llega, los escalones de la entrada
y por el intenso olor a cera e incienso creo que estoy prisionera en una
cripta, una cripta bajo la iglesia.
No puede estar lejos de la mansión porque todas
las noches el señor Y., me ha visitado. Y por la mañana, no bien amanece me
visita el vicario, reza unos cuantos latines por la salvación de mi alma, se
levanta la sobrepelliz y se adentra en mi trasero. Todos los días no bien el
vicario cierra la puerta, llega el coadjutor, que con la biblia en una mano y
la fusta en otra intenta arrancar de mí los demonios que le llevan a él a la
perdición y en voz en grito me pregunta “¿Eres una buena mujer, Samantha, eres
buena?” Pero antes de irse me abre de piernas y se vierte en mí. Luego el
chiquillo con el que te envio este billete, abre el ventanuco que hay sobre la
cama, me echa por encima un cubo de agua, me entrega un mendrugo de pan negro y
me da a lamer su buen pedazo de carne.
Así son mis días, así mis noches, adorada
Raquel, ven pronto, ven y sálvame.
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