Que conste que esta historia no va de venganzas, ni mucho menos de juramentos de amistad eterna entre
mujeres a pesar de la foto de Kathy Bates envuelta en celofán que lo encabeza
(de la película Tomates Verdes Fritos). Y no lo va porque, aunque fui y
me temo que soy como Evelyn (el personaje que interpreta Kathy) una mujer
malcasada, nunca me cardé el pelo de manera tan inverosímil ni lo
tinté de rubio, y, aunque es cierto que pasé tardes enteras comiendo Toblerones
y panchitos y alcancé un peso de casi doce arroba, jamás, jamás le abrí la
puerta a mi marido vestida de esa guisa. No por nada sino por esa “cosa” tan
española del temor al ridículo.
Y no debería haberme importado, si yo
pesaba doce arrobas mi marido pesaba treinta y ya por entonces sabía que tocaba
y amaba más a su stratocaster que a mí.
Hace poco releyendo Don Quijote, me topé con el dialogo entre Babieca
y Rocinante. Le pregunta Babieca al viejo y sabio Rocinante “¿Es
necedad amar?” y contesta el pobre rucio: “No es gran prudencia”. Y
pensando, pensando, llegué a la conclusión de que tenía razón. En verdad que si
nunca hubiera creído que amaba a mi marido no me encontraría ahora enredada en este
ovillo.
Y es que ahora, por fin, me encuentro en la disposición de, cómo el personaje de Evelyn, decir a
cualquiera que se me ponga por delante “Admitidlo, soy más vieja y mi seguro
lo cubre todo”, y al grito de Towanda, Towanda, arramblar con coche,
casa, seguro, millones y tarjetas, coger un avión y largarme a criar ovejas a
Nueva Zelanda. Sé que es lo que debo hacer, cortar por lo sano y largarme, eso
o rendirme de una vez con toda la impedimenta y limpiar cacas de bebé hasta que
llegue el atardecer del último domingo. También puedo convertirme en una vieja
hikikomori y quedarme por siempre colgada del ordenador sin salir de la
habitación. Lo que haría, sin duda, muy dichosa a Vanessa. No tardaría ni una
semana en encerrarme en un psiquiátrico y quitármelo todo.
Por de pronto escribo esta historia lo que
no deja en muy buen lugar mi iniciativa, lo sé. Pero no sé qué hacer.
Porque lo que ha ocurrido ha sido que yo le he pagado el tratamiento
de fertilidad y ella, Vanessa, agradecida me ha abierto el blog para que me entretenga durante la feliz espera. Pretende que escriba de libros, películas y
series de televisión, ahí es nada. Como me ve todo el día sentada ora frente al
ordenador ora frente al televisor cree que tengo opiniones inteligentes. Es más
dice que soy inteligente. Ya me diréis.
Pude negarme, debí negarme, a mis años lo de la
descendencia me viene un poco a trasmano, pero no la conocéis, cuando a Vanessa
se le mete algo entre ceja y ceja no hay dios que la detenga. Yo nunca lo he
intentado. Gracias a su empeño consiguió descubrir al asesino de mi amiga Amada y lo que sin duda me ha dejado en deuda con ella para la eternidad: sacarle a mi exmarido, en el divorcio,
lo que no estaba escrito y claro, ahora no puedo negarle nada. Sé positivamente
que ella sabe que tengo poco de inteligente, aunque con un poco de luz de gas intente
hacerme creer lo contrario y yo no proteste.
A lo que iba, que entre sí saco los billetes o me compro un catamarán
o un jet para perderme en las Montañas Nubladas, en las minas de Moria, a la espera, he decidido contar mi historia, más que nada por si alguien, alguna de vosotras podéis ayudarme. Tomáosla como lo que es, un grito de ayuda ¡¡¡HELP!!! Sinceramente, Necesito un empujón que me ponga en movimiento, que me permita
escapar del laberinto.
Ya sé, ya sé que hablar de uno mismo es una falta de educación, que el estilo confesional acabó con Montaigne, os aseguro que si no estuviese en una encrucijada no os molestaría, pero necesito que me ayudéis a decidir.
Todo comenzó cuando:
LE OFRECÍ CHAMPÁN, PREFIRIÓ UN GIMLET Y SE
CONFORMÓ CON UN REBUJITO
Eso fue lo de menos. Os lo aseguro. Fue hace ahora un año en una cena de homenaje y
agradecimiento para ella. ¡Le debía tanto! Concretamente doce millones de euros.
La había planeado hasta el último detalle con esmero. Íbamos a ser nosotras dos
solas. Aún así no estaba preparada para lo que ocurrió, fue una
tremenda sorpresa. Siempre pensé que una mujer no debía tener dos sombras. Y sin embargo esa noche, sin esforzarme apenas, vislumbré a
través del ventanal de la cocina las siluetas de dos mujeres juntas, muy
juntas, cubriendo las adormiladas peonías del jardín. Una preñada luna las
acariciaba.
Vanessa, de medio lado, apoyada en la
encimera paladeaba a sorbitos su coctel.
Sus ojos maliciosos esperaban que yo saboreara el mío reclinada sobre mi
hombro. Había sido su antojo y no lo rechacé a pesar de que aquellos mejunjes
me recordaban a los jarabes para la tos. Claro que tiene veinticinco años, representa dieciocho y nunca los
probó. Malicia y estulticia en un dorado envoltorio. No me importó complacerla.
- ¿Tienes un vaso mezclador? –Preguntó
cuando le ofrecí una copa.
- Hay champán –le advertí-. Yo siempre
bebo champán.
Por
supuesto que era mentira, pero en aquel momento era lo que procedía. Mentir.
- Déjalo para las ostras, ¿no? Para
ponernos a tono mejor un Gimlet
–dijo la experimentada celebrity.
Luego, cuando me moví para buscar el vaso se reclinó sobre mí y al
oído me preguntó:
- ¿No vas a leerme uno de tus cuentos?
Me sonrojé. Si, con casi cincuenta años, una
chiquilla que calzaba unos vulgares estiletos de quince centímetros de
tacón y medias de rejilla con los ligeros a la vista, me sacaba los colores.
Culpa mía.
Para que, dado como nos conocimos, en la oficina del abogado
matrimonialista, no me creyera una maruja abandonada (lo que realmente era), la
primera vez que charlamos más íntimamente (cuando ya sabíamos lo del premio y
los millones), le comenté que escribía cuentos eróticos desde que era niña.
Nada menos. No dijo nada y creí que con todo lo ocurrido y el éxito de su
estrategia lo había olvidado. Pero no. Debí darme cuenta de que su alma nueva
era un armario que andaba deseando reventar de trastos.
Y entonces de golpe, aquella
noche, que debía ser su noche, mientras en el comedor, solo, cantaba Elvis
Presley, quería un cuento y lo pedía con ojos húmedos.
Se burla, pensé. Quiere humillarme, típico en las de su edad y clase.
Deseé no haberla invitado. Lo cierto era que deseaba asesinarla, hacer cachitos
sus pequeñas orejas, filetes sus orgullosas mejillas y comérmelos a la plancha.
Para evitar el asesinato puse entre las dos el aire que me negaba. La Santísima
Trinidad al completo hubiera podido tumbarse entre ambas. Aún así me siguió.
Y aprovechó el momento en que me alzaba
de puntillas para alcanzar el vaso del vasar. Hasta que no sentí su mano sobre
mi sexo no me percaté de que esa había sido, desde la primera vez que nos vimos
su intención.
Había estado ciega creyéndola desinteresada.
Lo cierto era que yo misma le había facilitado la maniobra abriendo un
poco las piernas. Y entonces, maldita sea, entonces, escuché, como si estuviera
allí, en aquella cocina recién estrenada, a mi lado, la voz de mi padre.
¿Sus palabras?
Las mismas que me dijo en la estación cuando por primera vez cogí el Correo
que me llevaría hasta Madrid. “Ahora te abres de piernas con el primero que
te lo pida”. Se equivocaba por dos, si en Madrid me abría de piernas sería
con el tercero. Claro que él no estaba en el secreto.
Para el primero me espatarré, bien
espatarrada, yo sola. A él le pilló por sorpresa. Ni tiempo tuvo de quitarse el
alzacuellos. Es broma. Le faltaba cantar misa para que no fuese un disfraz.
Vanessa tampoco necesitó pedírmelo. Y
esto último ni lo he escrito ahora ni entonces lo pensé. Entonces simplemente
parecía lo correcto. Invitarla a cenar en mi hermosa casa era lo mínimo que
podía hacer por ella, después de todo me había conseguido los millones. Podía
haberla llevado a un restaurante caro, al más caro de Madrid. Podía haber
alquilado un avión y habernos presentado en Maxim de París, como los
paletos o en Four Seasons de Nueva York como los pijos. Ni lo uno ni lo
otro. Me decidí por lo personal. Después de todo no soy mala cocinera.
Puede que en aquella decisión ya hubiera un entendimiento manifiesto.
Sólo que no acerté del todo.
Llevaba una semana preparando el menú.
Dos días cocinando.
Don Perignon y ostras de
aperitivo.
Don Perignon y sopa de coco y
plátano de primero.
Don Perignon y salteado de rape
y mango de segundo.
Don Perignon y granizado de
sandía de postre.
- Demasiado Don –contestó a vuelta de correo-. A mí me gustan
las almejas al plátano-. Añadió.
Y en aquel momento no supe lo que quería decir. Ni le presté más
atención.
Mientras sentía su mano moverse por mis
bajos lo entendí.
Me quedé quieta. Si hubiera respondido
a mi naturaleza me hubiera vuelto y le hubiera cruzado la cara. No lo hice. Y
eso que todavía no había visto las dos sombras sobre las peonias, pero me
intrigó su desfachatez. Y se aprovechó. Se me pegó a la espalda. Mientras su
mano manipulaba mi entrepierna, bien consciente era mi piel del avance de sus
dedos, por mi espalda desnuda sus pezones tiesos, duros como pedernal se
restregaban arriba y abajo. Deseé que fuera su lengua. Aún así sentí como un
escalofrío me recorría entera cuando encontró el centro.
Se le escapó un suspiro y me abandonó.
Si. Un suspiro y nada más.
Vanessa alzó el brazo y cogió el vaso
mezclador. El maldito vaso.
- ¿Tienes angostura? –preguntó mientras se alejaba hacia el
frigorífico.
- No. Creo que no… ya sabes… la casa
nueva, la mudanza… aún faltan muchas cosas –me disculpé.
¡No podía creérmelo! Me había metido mano y me había abandonado.
Húmeda. Entonces sí se me escapó un suspiro.
Como si no lo hubiera oído.
- Bueno, da igual –se conformó rápida-.
Olvidemos el Gimlet, ¿tienes Jerez y
Seven up?
- Te vale un Moriles y Casera
–le ofrecí.
Y cuando se alejó hacía la ventana me
pellizcó el trasero.
- ¡Duro! ¡Hay que ver qué buena estás!
–Dijo sonriente.
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