miércoles, 13 de marzo de 2013

En Nombre de las Tetas de Kathy Bates I



Que conste que esta historia no va de venganzas, ni mucho menos de juramentos de amistad eterna entre mujeres a pesar de la foto de Kathy Bates envuelta en celofán que lo encabeza (de la película Tomates Verdes Fritos). Y no lo va porque, aunque fui y me temo que soy como Evelyn (el personaje que interpreta Kathy) una mujer malcasada, nunca me cardé el pelo de manera tan inverosímil ni lo tinté de rubio, y, aunque es cierto que pasé tardes enteras comiendo Toblerones y panchitos y alcancé un peso de casi doce arroba, jamás, jamás le abrí la puerta a mi marido vestida de esa guisa. No por nada sino por esa “cosa” tan española del temor al ridículo.

Y no debería haberme importado, si yo pesaba doce arrobas mi marido pesaba treinta y ya por entonces sabía que tocaba y amaba más a su stratocaster que a mí.

Hace poco releyendo Don Quijote, me topé con el dialogo entre Babieca y Rocinante. Le pregunta Babieca al viejo y sabio Rocinante “¿Es necedad amar?” y contesta el pobre rucio: “No es gran prudencia”. Y pensando, pensando, llegué a la conclusión de que tenía razón. En verdad que si nunca hubiera creído que amaba a mi marido no me encontraría ahora enredada en este ovillo.


Y es que ahora, por fin, me encuentro en la disposición de, cómo el personaje de Evelyn, decir a cualquiera que se me ponga por delante “Admitidlo, soy más vieja y mi seguro lo cubre todo”, y al grito de Towanda, Towanda, arramblar con coche, casa, seguro, millones y tarjetas, coger un avión y largarme a criar ovejas a Nueva Zelanda. Sé que es lo que debo hacer, cortar por lo sano y largarme, eso o rendirme de una vez con toda la impedimenta y limpiar cacas de bebé hasta que llegue el atardecer del último domingo. También puedo convertirme en una vieja hikikomori y quedarme por siempre colgada del ordenador sin salir de la habitación. Lo que haría, sin duda, muy dichosa a Vanessa. No tardaría ni una semana en encerrarme en un psiquiátrico y quitármelo todo.

Por de pronto escribo esta historia lo que no deja en muy buen lugar mi iniciativa, lo sé. Pero no sé qué hacer.

Porque lo que ha ocurrido ha sido que yo le he pagado el tratamiento de fertilidad y ella, Vanessa, agradecida me ha abierto el blog para que me entretenga durante la feliz espera. Pretende que escriba de libros, películas y series de televisión, ahí es nada. Como me ve todo el día sentada ora frente al ordenador ora frente al televisor cree que tengo opiniones inteligentes. Es más dice que soy inteligente. Ya me diréis.

Pude negarme, debí negarme, a mis años lo de la descendencia me viene un poco a trasmano, pero no la conocéis, cuando a Vanessa se le mete algo entre ceja y ceja no hay dios que la detenga. Yo nunca lo he intentado. Gracias a su empeño consiguió descubrir al asesino de mi amiga Amada y lo que sin duda me ha dejado en deuda con ella para la eternidad: sacarle a mi exmarido, en el divorcio, lo que no estaba escrito y claro, ahora no puedo negarle nada. Sé positivamente que ella sabe que tengo poco de inteligente, aunque con un poco de luz de gas intente hacerme creer lo contrario y yo no proteste.


A lo que iba, que entre sí saco los billetes o me compro un catamarán o un jet para perderme en las Montañas Nubladas, en las minas de Moria, a la espera, he decidido contar mi historia, más que nada por si alguien, alguna de vosotras podéis ayudarme. Tomáosla como lo que es, un grito de ayuda ¡¡¡HELP!!! Sinceramente, Necesito un empujón que me ponga en movimiento, que me permita escapar del laberinto. 

Ya sé, ya sé que hablar de uno mismo es una falta de educación, que el estilo confesional acabó con Montaigne, os aseguro que si no estuviese en una encrucijada no os molestaría, pero necesito que me ayudéis a decidir.

Todo comenzó cuando:

 LE OFRECÍ CHAMPÁN, PREFIRIÓ UN GIMLET Y SE CONFORMÓ CON UN REBUJITO
         
Eso fue lo de menos. Os lo aseguro. Fue hace ahora un año en una cena de homenaje y agradecimiento para ella. ¡Le debía tanto! Concretamente doce millones de euros. La había planeado hasta el último detalle con esmero. Íbamos a ser nosotras dos solas. Aún así no estaba preparada para lo que ocurrió, fue una tremenda sorpresa. Siempre pensé que una mujer no debía tener dos sombras. Y sin embargo esa noche, sin esforzarme apenas, vislumbré a través del ventanal de la cocina las siluetas de dos mujeres juntas, muy juntas, cubriendo las adormiladas peonías del jardín. Una preñada luna las acariciaba.

Vanessa, de medio lado, apoyada en la encimera paladeaba a sorbitos su coctel.  Sus ojos maliciosos esperaban que yo saboreara el mío reclinada sobre mi hombro. Había sido su antojo y no lo rechacé a pesar de que aquellos mejunjes me recordaban a los jarabes para la tos. Claro que tiene veinticinco años, representa dieciocho y nunca los probó. Malicia y estulticia en un dorado envoltorio. No me importó complacerla. 

         - ¿Tienes un vaso mezclador? –Preguntó cuando le ofrecí una copa.
         - Hay champán –le advertí-. Yo siempre bebo champán.

Por supuesto que era mentira, pero en aquel momento era lo que procedía. Mentir.

         - Déjalo para las ostras, ¿no? Para ponernos a tono mejor un Gimlet –dijo la experimentada celebrity. 


Luego, cuando me moví para buscar el vaso se reclinó sobre mí y al oído me preguntó:
- ¿No vas a leerme uno de tus cuentos? 

Me sonrojé. Si, con casi cincuenta años, una chiquilla que calzaba unos vulgares estiletos de quince centímetros de tacón y medias de rejilla con los ligeros a la vista, me sacaba los colores. Culpa mía.

Para que, dado como nos conocimos, en la oficina del abogado matrimonialista, no me creyera una maruja abandonada (lo que realmente era), la primera vez que charlamos más íntimamente (cuando ya sabíamos lo del premio y los millones), le comenté que escribía cuentos eróticos desde que era niña. Nada menos. No dijo nada y creí que con todo lo ocurrido y el éxito de su estrategia lo había olvidado. Pero no. Debí darme cuenta de que su alma nueva era un armario que andaba deseando reventar de trastos.

 Y entonces de golpe, aquella noche, que debía ser su noche, mientras en el comedor, solo, cantaba Elvis Presley, quería un cuento y lo pedía con ojos húmedos.

Se burla, pensé. Quiere humillarme, típico en las de su edad y clase. Deseé no haberla invitado. Lo cierto era que deseaba asesinarla, hacer cachitos sus pequeñas orejas, filetes sus orgullosas mejillas y comérmelos a la plancha. 

Para evitar el asesinato puse entre las dos el aire que me negaba. La Santísima Trinidad al completo hubiera podido tumbarse entre ambas. Aún así me siguió.
         Y aprovechó el momento en que me alzaba de puntillas para alcanzar el vaso del vasar. Hasta que no sentí su mano sobre mi sexo no me percaté de que esa había sido, desde la primera vez que nos vimos su intención.

Había estado ciega creyéndola desinteresada.

Lo cierto era que yo misma le había facilitado la maniobra abriendo un poco las piernas. Y entonces, maldita sea, entonces, escuché, como si estuviera allí, en aquella cocina recién estrenada, a mi lado, la voz de mi padre.

¿Sus palabras?




Las mismas que me dijo en la estación cuando por primera vez cogí el Correo que me llevaría hasta Madrid. “Ahora te abres de piernas con el primero que te lo pida”. Se equivocaba por dos, si en Madrid me abría de piernas sería con el tercero. Claro que él no estaba en el secreto.

         Para el primero me espatarré, bien espatarrada, yo sola. A él le pilló por sorpresa. Ni tiempo tuvo de quitarse el alzacuellos. Es broma. Le faltaba cantar misa para que no fuese un disfraz.

         Vanessa tampoco necesitó pedírmelo. Y esto último ni lo he escrito ahora ni entonces lo pensé. Entonces simplemente parecía lo correcto. Invitarla a cenar en mi hermosa casa era lo mínimo que podía hacer por ella, después de todo me había conseguido los millones. Podía haberla llevado a un restaurante caro, al más caro de Madrid. Podía haber alquilado un avión y habernos presentado en Maxim de París, como los paletos o en Four Seasons de Nueva York como los pijos. Ni lo uno ni lo otro. Me decidí por lo personal. Después de todo no soy mala cocinera.

Puede que en aquella decisión ya hubiera un entendimiento manifiesto.
         Sólo que no acerté del todo.
         Llevaba una semana preparando el menú. Dos días cocinando.
         Don Perignon y ostras de aperitivo.
         Don Perignon y sopa de coco y plátano de primero.
         Don Perignon y salteado de rape y mango de segundo.
         Don Perignon y granizado de sandía de postre.

        - ¿Demasiado exótico? -Le pregunté cuando le mandé el menú por correo electrónico.

- Demasiado Don –contestó a vuelta de correo-. A mí me gustan las almejas al plátano-. Añadió.

Y en aquel momento no supe lo que quería decir. Ni le presté más atención.

         Mientras sentía su mano moverse por mis bajos lo entendí.

         Me quedé quieta. Si hubiera respondido a mi naturaleza me hubiera vuelto y le hubiera cruzado la cara. No lo hice. Y eso que todavía no había visto las dos sombras sobre las peonias, pero me intrigó su desfachatez. Y se aprovechó. Se me pegó a la espalda. Mientras su mano manipulaba mi entrepierna, bien consciente era mi piel del avance de sus dedos, por mi espalda desnuda sus pezones tiesos, duros como pedernal se restregaban arriba y abajo. Deseé que fuera su lengua. Aún así sentí como un escalofrío me recorría entera cuando encontró el centro.

         Se le escapó un suspiro y me abandonó.
         Si. Un suspiro y nada más.
         Vanessa alzó el brazo y cogió el vaso mezclador. El maldito vaso.
- ¿Tienes angostura? –preguntó mientras se alejaba hacia el frigorífico.        
       - No. Creo que no… ya sabes… la casa nueva, la mudanza… aún faltan muchas cosas –me disculpé.
¡No podía creérmelo! Me había metido mano y me había abandonado. Húmeda. Entonces sí se me escapó un suspiro.
 Como si no lo hubiera oído.
         - Bueno, da igual –se conformó rápida-. Olvidemos el Gimlet, ¿tienes Jerez y Seven up?
         - Te vale un Moriles y Casera –le ofrecí.
         - Me vale, será un Rebujito, pues.



         Y cuando se alejó hacía la ventana me pellizcó el trasero.
         - ¡Duro! ¡Hay que ver qué buena estás! –Dijo sonriente.



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