EL DESPERTAR DE UN MAL SUEÑO
Aunque la tormenta
se había diluido en el mar, la mañana resultaba desapacible. Soplaba un viento
solano que silbaba por entre las ramas del nogal como si fuese un vendaval
marceño. La había pasado con Miss Eileen
traduciendo a Julio Cesar y su “Guerra de las Galias”. Una mañana
larga..., demasiado larga, deseando continuamente escapar, bajar a la playa a
encontrarse con Juan. El mar habría arrojado un montón de tesoros que perderían
si no andaban listos. La cuadrilla del negro
Miguel se los robaría; pero la irlandesa no cejaba en “la Galia está dividida en cuatro partes” y en cuanto se percataba
de su desafección insistía, “Miss
Eugenia, atienda”, “Miss Eugenia en el cielo no va a encontrar el significado
de “servum”“, “Miss Eugenia, no pierda
el tiempo”. ¡Qué sabía ella! Perder el tiempo, perder el tiempo. Estudiar
latín sí que era una pérdida de tiempo. Cuando volviese su padre se lo diría.
Nadie la obligaría nunca más a declinar esas aburridas Rosa, Rosae, Rosas, Rosarum...con lo a gusto que estaría correteando con Juan arrastrando tras de sí la cabilla de un timón o quién sabe
qué maravilla que el mar les hubiera regalado. Y sin embargo seguía amarrada al
pupitre.
— No he podido venir antes —se
disculpó en cuanto le echó la vista encima al muchacho—, la maldita irlandesa
no me ha dejado en paz con el latín —dijo exagerando el insulto.
— Ya... —contestó incrédulo.
— Es verdad… —protestó en un hilo de
voz, a punto de llorar. No soportaba que Juan se enfadara con ella—. Llegó
carta de mi padre —se le escapó—, regresa en un mes.
Y en sus ojos de almendra temprana el muchacho
contempló las motas doradas que irradiaban más luz que la que del cielo
aborregado de aquella mañana dejaba escapar. La alegría de aquellos ojos
desmentía la tribulación de la voz.
— Estarás contenta —dijo dándole la
espalda, molesto sin saber porqué.
Claro que lo estaba, pero viéndole el ceño
fruncido lamentó que se le hubiese escapado. El padre de Juan nunca volvía,
llevaba más de siete años ausente de Ñora.
— Sí, no. No sé
–contestó indecisa.
Realmente estaba contenta, muy contenta de que
su padre regresase por fin a casa después de casi dos años de ausencia, pero la
ansiedad se debía sobre todo a que en el baúl, bien envuelta y escondida,
vendría la espada que le prometiera en la despedida. Era su sorpresa, Juan no
debía saberlo, era para él, su capitán.
— Si fuese mi padre yo me alegraría —reconoció el muchacho mirando al mar, un poco
más taciturno todavía.
— ¿Qué has encontrado? —Preguntó
señalando la cabilla que llevaba en la mano- ¿No había ninguna botella? —su
último descubrimiento, que en verdad las que arrojaba el mar portaba escondido
un secreto escondido.
— No seas tonta, no vamos a encontrar
mensajes todos los días —dijo por fin sonriéndole,
era una niña abandonada como él.
— Lo sé, pero me hizo tanta ilusión
entenderlo —la semana anterior, cuando se habían llevado a su madre al hospital
Eugenia había encontrado medio hundida en la arena una botella vieja. Dentro un
papel descolorido con unas palabras en latín, una oración, pero se sintió tan
orgullosa de entenderla que desde entonces miraba cuidadosamente cada mañana
por si la resaca traía alguna más, y
alguna más trajo, una hasta con la mitad de un plano. El escondite de un tesoro
presupuso alborozada pensando que algún día los dos se harían más ricos que el
romano Creso.
Mientras Juan corría de un lado a otro
con los brazos al viento y la camisa desplegada como si fuera un velacho,
Eugenia se entretuvo rebuscando botellas y recogiendo conchas, una diversión
estúpida, propia de la inglesa. Las sacaba de la arena, las lavaba en la orilla
y las guardaba en la cesta. Un deber más. Recubrir el marco de un espejo con
conchas pequeñas. La institutriz daba las órdenes y ella obedecía. Como decía
su padre de los españoles y los curas todos “servum
pecus”, borregos obedientes. En la playa nadie impartía órdenes, en la
playa podía soñar que su madre se recuperaba, y su padre, por fin, se las
llevaba a navegar con él.
Cansada, se había
sentado en la arena seca y miraba fijamente el cielo. Las nubes, impulsadas por
un viento tranquilo se movían hacia el este abriendo en el cielo claros de un
límpido azul. Un rayo dorado como la lanza de Lancelot se escapaba entre dos
cirros y se posaba con suavidad en el agua apenas a unos metros de la orilla.
La espuma blanca se perlaba y parecía encaje escapando de una caja, esa era la
vida que ella deseaba, estar allí en la playa sintiendo el calor en su espalda,
la brisa del mar colarse por entre sus piernas y un rayo del sol sobre sus
labios. Intentó atraparlo pero lo único que asió fue una muñeca huesuda y
velluda que en el acto soltó.
— Tranquila, tranquila... —era apenas
un susurro apagado por el rugir del mar, por las aguas estrellándose contra las
rocas..., más rota, más vieja que la voz de Juan.
No era Juan, no estaba en la playa...,
el sonido del mar la había equivocado. Las olas que chocaban contra los
costados del barco rugían, no era el suave deslizar de la resaca en la playa de
Ñora. Entonces recordó y un sollozo se le escapó de la garganta.
— Tranquila, nadie va a hacerte
daño... —Y aunque entendió las palabras no abrió los ojos. No quería ver, no
quería sentir, ni oír.
—
Aprieta mi mano si me entiendes..., vamos —decía la voz vieja.
La muñeca huesuda dejó paso a una mano
delgada y suave, no era mano de marinero... era como la de su padre, mano de
caballero. Le había cogido la derecha y la había dejado suavemente sobre la suya,
por su silencio supo que estaba esperando que apretase. ¿Para qué? ¿Qué podría
decirle? No hizo ningún movimiento, la dejó inerte. Mejor que no supiese.
— Está bien, está
bien..., no contestes. Hablaré yo por los dos. Soy médico, doctor
O´Reylly, cirujano de este barco, la
Dame de la Armada Real —decía—. Si abrieses los ojos verías a un anciano de
pelo blanco, pelo, me oyes, no peluca, que podría ser tu abuelo. Te estoy
lavando, soy médico y he visto desnudas en toda mi vida a más mujeres de las
que hubiese deseado. Disculpa, digo tonterías. Estamos en un barco inglés y me
temo que nadie más que yo se va a encargar de ti, no hay ninguna mujer a bordo.
Pero no tienes nada que temer, nadie te tocará —y sin embargo él la tocaba y
ella se estremecía—. Te curarás, no padeces nada que no haya curado mil veces,
desnutrición, un golpe en la sien y… —se percató de la pausa y no le importó—,
ya veremos..., tú tranquila...
Había dejado los ventanales abiertos y
una ráfaga de viento frío le hizo tiritar. Ni siquiera entonces abrió los ojos
ni hizo movimiento alguno para atraer hacia sus hombros las sabanas que le
cubrían las piernas.
— ¿Tienes frío? —Preguntó solícito— Es
bueno para tu piel que le dé el aire y el sol, así las pústulas se curarán
antes. Son por el agua salada, querida, no tienes ninguna enfermedad que yo no
sepa curar —hablaba y hablaba—. Lo que más me preocupó al principio fue el
golpe en la sien, ¿sabes que deberías estar muerta?, con un golpe así pocas
personas lo cuentan —seguía quieta—. Aunque te niegues a hablar sé que me
escuchas. En algún momento tendrás que hablar, lo sabes ¿verdad?
Aunque siguió en silencio, Eugenia abrió
los ojos y lo miró. No la había engañado. Era un hombre viejo, el rostro
surcado de arrugas, quien le pasaba una esponja por los pechos. Intentó taparse
tirando con fuerza del lienzo.
— No, querida —le retuvo la mano—,
déjame, tengo que lavarte. De veras que es necesario. Es agua dulce y le he
puesto unas hierbas antisépticas que te cicatrizarán las pústulas.
Le miró a los ojos
y le reconoció la mirada. La había visto antes en los ojos de su padre cuando
atendía enfermos. Cómo hacerle entender que no le importaba si las pústulas se
curaban o no, cómo decirle “déjeme morir,
por favor”. Ningún médico la escucharía. Intentó girarse, darle la espalda,
un espasmo le nació en las entrañas y un gemido se le escapó. En seguida la
mano suave que antes apenas rozase la piel del pecho se posó firme en su nalga
obligándola a volver a la posición anterior.
— ¿Dónde te duele? —preguntó—. Estos
días pasados no te has quejado. Déjame que te examine —le pidió mientras metía
la mano por debajo de la sábana y con firmeza le apretaba el estómago. No se movió,
luego cuando descendió por la tripa y los dedos fuertes presionaron la piel
detectó la contracción.— ¿Te duele aquí, verdad?— Volvió a palpar y la carne se contrajo con un
nuevo espasmo—. Está bien, está bien, deja... Por favor, pequeña —insistió
mirándola seriamente, era la primera vez que los ojos de ambos se cruzaban, los
de él todo bondad, los de ella tan vacíos que el doctor O`Reylly, cirujano de
la Armada, experto en amputaciones y enfermedades venéreas sintió un escalofrío,
no le gustaría lo que le faltaba por hacer—. Querida, te tendré que examinar más
afondo, ¿entiendes?, miraré tus partes intimas, no será nada, ya verás —la tranquilizó— , posiblemente sea un espasmo previo al menstruo, pero habrá
que descartar otras complicaciones—. Con decisión fue a retirar la sábana pero
Eugenia la asió por el embozo reteniéndola contra su piel.
— Tranquila,
tranquila —insistió. Y como seguía sujetando la sábana sobre la barbilla con
las dos manos intentó convencerla—. Será sólo un momento, no te enterarás
—dijo a sabiendas que le mentía. Soltó
la tela dejándole cubiertos los pechos y
la cintura y la alzó por encima de las rodillas—. Necesito que levantes las piernas… y las abras. Ya sé que no es una postura
decente, pero quiero asegurarme de que no hay ninguna enfermedad que aún no
haya diagnosticado. Una vez estuve en España..., hace muchos, muchos años —la cabeza
del anciano se perdió bajo el lienzo y
el calor de la llama del farol con que se alumbraba se fijó en la cara interna
de sus muslos. Los estremecimientos resurgieron de repente con tanta fuerza que
el médico se asustó—. Por favor —le pidió asomando la cabeza desde detrás
de la sábana—. No voy a violentarte. El
dolor puede ser un síntoma de una enfermedad venérea —explicó—. Sé que esos
demonios te violaron, pero estás es un barco de Su Majestad Británica y aquí
nadie te agraviará. La tripulación está preocupada por tu salud —dijo
intentando sonar convincente— . Han sido testigos de lo que ocurrió en el Magallanes,
y están orgullosos de haberte rescatado.
Se interesan por ti, me preguntan “¿Cómo
ha dormido la señora, doctor O`Reylly? ¿Doctor O´Reylly, es verdad que ya no
tiene fiebre?, doctor O´Reylly llévele a la señora una buena tajada de este
atún y verá como pronto se mejora.”
Y era como si sus palabras la
hipnotizasen porque el doctor volvió a tocar, a palpar a introducir dedos y a
recoger flujos, y su carne y sus músculos permanecieron inertes, ajenos a las
manos que los examinaban. Cuando terminó y se acercó a la cabecera de la litera
vio las lágrimas que silenciosas caían por el rostro de la muchacha.
— ¡Cuánto lo siento, cuánto lo siento!,
hija.
Le oía, le oía perfectamente. A su
cerebro hipnotizado llegaba el sonido gutural de las vocales, el repiqueteo
nasal de las consonantes, parecía que
miss Eileen seguía con ella, corrigiéndola, con los labios fruncidos y la
lengua sobre el paladar para enseñarle su posición correcta cuando pronunciaba
la th inglesa. Los sonidos iban y venían del exterior a su mente pero como las
mismas manos del hombre sobre su cuerpo apenas lograban abrirse paso entre la
niebla de otras vidas, de otras sensaciones más dolorosas que se presentaban
ante ella sin aviso, sin llamada alguna.
Sintió que una
puerta se cerraba, fue apenas un susurro, como un roce no previsto y del que
uno se arrepiente porque teme despertar al dormido. Y la vida parecía que tenía
más fuerza, que en la niebla se había abierto una ventana por la que entraba
una brisa fresca. Se obligó a abrir los ojos. No pudo alzar del todo los
párpados, una llama brillante le obligó a cerrarlos, luego, con cuidado, despacio,
lo intentó de nuevo. Después de unos segundos, en los que sólo percibió una
masa informe de grises y blancos, sus ojos se acoplaron y los objetos
desenfocados adquirieron contornos sólidos. Distinguió una puerta, una cortina
amarilla, con los frunces recogidos a un lado, un hueco a través del que
brillaba un objeto blanco, muy blanco, como de porcelana. Y lo reconoció. A su
mente acudió otro objeto igual o casi igual que aquel, era el lavabo de
porcelana del baño de su casa. Pero aquella no era su casa, su firme casa de
Ñora, excavada en la roca, cubierta de verde hiedra, tan frondosa que parecía
sustentar las propias paredes. Su casa de árbol y roca, su escondrijo seguro
durante los vendavales y los asaltos. Hasta ella nunca llegaron los disparos de
los ingleses, nunca nadie horadó una sola de sus aspilleras. Su casa de roca y
árbol, ¿cuándo volvería a ella? Lentamente volvió los ojos a la fuente de luz
blanca que inundaba la habitación. Provenía de un gran ventanal abierto.
No era
Ñora, era la galería nueva de la casa de la Plaza Alta. Por fin lograron
terminarla a pesar de la escasez de vidrio que el tío Andrés alegaba día tras
día como excusa para no acabarla. Una habitación hermosa, muy hermosa, amplia
con las paredes recubiertas de paneles de madera de pino... “qué extraño”, allí
quería la tía Fermina que pintasen unos frescos de jardines y plantas. La
habitación se movió y fue consciente de
que se encontraba a miles y miles de millas de su casa de Algeciras, que a la
casa de la colina de Ñora jamás volvería. Un sordo rumor acompañaba cada suave
balanceo, un barco, en el mar, y recordó las manos suaves de un hombre viejo y
bondadoso, y recordó las últimas palabras que le oyó “¡Cuánto lo siento, cuánto lo siento!, hija! Pero no era
verdad, nadie había que lo sintiera, sólo ella.
La garganta le escocía, no podía
tragar saliva sin gemir. Todo el pasado desapareció ante aquel nuevo dolor que
se volvió presente. Cerró los ojos y buscó el olvido, esa mezcolanza de
recuerdos y sueños en que se habían convertido sus días.
Se fijó en el
ventanal, la brillante luz provenía de un inmenso cielo que todo lo ocupaba. Ni
una sola nube rompía el suave azul de una pureza prístina. Podía levantarse,
acercarse y hundirse por siempre en él. Intentó moverse y las piernas no le
obedecieron. Perseverando se incorporó apoyándose en los brazos, se dejó caer
de la cama al suelo. Era un camarote, un camarote mucho más grande que del que
dispuso en el Magallanes. “Oh
Dios, dame el olvido, aparta de mí tanto dolor”, rogó. Se arrastró por la suave madera, tan
suave que ni un arañazo retrasó su avance hasta el banco corrido de la ventana
forrado con una hermosa tela de rayas blancas y azules. Se apoyó en el borde
con los brazos, tras varios fracasos logró sentarse. Miró a su alrededor, era
una hermosa habitación, había libros en una estantería a la derecha de la
ventana y en una mesa de despacho relojes y aparatos de náutica. Desplegado
sobre la mesa un mapa y sujetándolo un pequeño cuadro con marco de plata. El
rostro de una mujer muy bella de ojos azules y rizos dorados la miraba con
ternura. Había mucho amor en aquella mirada, ella nunca podría volver a mirar
así, se dijo, ya no habría nadie a quien amar. Se llevó una mano a la
cabeza..., no tenía pelo, alzó las dos asustada, solo sintió los contornos de
los huesos de su cráneo y unos ligeros pinchazos. Se apretó fuertemente las
sienes y gritó, gritó, gritó... De su
garganta no salió ningún sonido. Nada que perturbase la calma del inmenso cielo
azul, tan sólo, tan puro, tan lejano... Cerró la boca, “para qué...”, se dijo.
En la pared de la izquierda al lado de la cortina unos sables se cruzaban sobre
un inmenso mapa mundi, donde manos expertas habían dibujado las tierras
conocidas; incluso el continente Australis, que según miss Eileen tanto había
costado encontrar a los ingleses, porque los españoles que, ya lo conocían,
habían guardado el secreto durante años.
Sus ojos se
detuvieron en el biombo situado justo frente a ella. Colgado de una percha
había un vestido blanco, con bordados de oro viejo en el talle y encaje de
Valenciennes en los bajos, parecía reírse de ella, único vestigio de una vida
acabada. Lágrimas silenciosas brotaron de sus ojos, se deslizaron por las
mejillas imperiosas. Se volvió hacia el mar, no podía mirar de frente su
anterior vida sin sentir que la muerte era el único consuelo que le quedaba;
aún así no pudo evitar ver aparecer, frente al panel de pino desbastado, el
rostro fuerte y duro de su abuela ni dejar de oír su voz firme regañando con la
tía Fermina:
—No, Eugenia, no irá al baile por
mucho que os empeñéis. Eso está bien para majas y aristócratas, que ya sabemos
que son todas de la misma calaña. Ella no irá...
Y la tía Fermina, sin amilanarse ante
su cuñada, insistía —. Mujer, no puedes negarte, es un honor que el General
Castaños hace a la familia. Nita irá con sus tíos. Sería un desprecio muy
grande y los negocios se resentirían. No te das cuenta, mujer...
La abuela resistía firme en su
decisión. Era la roca en que toda la familia sustentaba su fuerza, el motor que
los empujaba a erguirse de entre sus iguales—. No habrá ningún desprecio, ya
vais vosotros cuatro, ¿te parece poca representación de la familia? Eugenia se
quedará conmigo.
—Inés, Inés, a veces me das pena. Nita
ya es una mujer aunque no quieras hacerte a la idea. ¿A caso pretendes que sea
una solterona?
— No es esa mi intención, pero mi
nieta no andará de mano en mano de los barbilindos de la ciudad. Es una
muchacha honesta y un baile en la comandancia sólo puede dar pie a que su
nombre ande de boca en boca. La honra de una mujer es muy frágil, tú lo sabes,
Fermina. Basta el soplo de un rumor para derrumbarla. Quien evita la tentación
evita el pecado. No irá —terminó tajante.
Y la tía se marchó
arrastrando sus casi seis arrobas con una ligereza impensable en otra persona
de su estatura. Una mariquita gorda y oronda que se movía como una mariposa y
regresó casi antes de que la hubieran echado en falta. Entre sus brazos
sostenía el vestido más hermoso que Eugenia y su abuela hubieran visto en su
vida. De un blanco marfileño, suave y tenue en las manos, como alas de
mariposa, que dejó en sus dedos la huella de los insectos que fueron necesarios
para tejer su urdimbre.
—¿Hermoso, verdad? —decía orgullosa—,
mi regalo para ti, Nita, serás la muchacha más hermosa del baile. Y tú, cuñada,
a callar, que también tendremos algo que decir los demás en su educación.
¿Crees que si su padre estuviera aquí no le permitiría acudir al baile de la
Comandancia?
—Su padre no está, soy yo la
responsable —oponía la abuela aunque con menos fuerza.
El vestido, el vestido logró la
victoria... lo sabía, iría al baile..., y allí estaría Juan, su Juan... El tío
se lo avisó y no sería capaz de mentirle. Vendría de Cádiz y hacía tantos años que nada sabía de él que le
pareció increíble, una mentira del tío Pablo. Hasta que le entregó el mapa y ya
no había duda. Juan, su capitán pirata se encontraba a menos de sesenta leguas
y el mensaje decía que el primer baile y el segundo y el tercero serían para él
y que ya vería si mientras tomaba un ponche le consentía aceptar alguna
contradanza.
Las aplicaciones
del encaje de Valenciennes estaban rasgadas, y la cola que caía por detrás
tenía un color parduzco con huellas de sangre vieja. Los andrajos que colgaban
frente a ella eran un burdo reflejo del hermoso traje. La vida se había
encargado de convertir los sueños en pesadillas. Soñó que se casaría con Juan y
sería libre, porque con nadie más que con él lo había sido alguna vez y llegó
Trafalgar y Juan por poco muere en el San
Agustín. “¡Oh Dios, Juan!, ¿dónde
estás?”, se preguntó. Habrían vivido por siempre en Algeciras donde le
esperaría que regresase de sus viajes, tendría sus hijos y vivirían felices y
la abuela Inés se opuso al noviazgo. Tendría que haber vivido rodeada de
seguridad, los tíos, su padre y su marido como si la tierra no girase, como si
los días no marcasen huellas en la tierra ni en los hombres y llegaron los
franceses, Napoleón y sus ambiciones y España ya no fue nada más que un inmenso
campo de batalla. Y hasta en la pacífica Algeciras llegaron los ecos de la
guerra. Los muertos y los heridos de Bailen, soldados de la guarnición. Y Juan
que se marcha de nuevo a luchar, esta vez lejos de la Armada, a una “partida”,
con los guerrilleros. Y su padre que decide regresar a América porque está
perplejo, porque que no quiere seguir en
una Cádiz sitiada a punto de rendirse a los franceses.
Sueños, sueños rotos… como el vestido…
como un jirón de niebla en lucha contra el viento.
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