Con retraso sobre el "horario" previsto las Diabluras de Verano llegan a su fin. Ante todo quiero agradeceros el tiempo que les habéis dedicado. No pasaré la gorra, sólo os pido que al final dejéis un comentario. Y si lo hacéis, por favor, recordad que soy un ser humano.
Gracias.
¡Un aviso! El blog no se cierra. A la vieja loba aún le quedan un montón de historias que contar.
Bien, este viaje indiscreto, este “Sálvame” sui generis ha llegado al
final. Amada Muñoz Expósito, una mujer
fracasada, una amante fracasada, una escritora fracasada, de la que hace dos
meses nadie había oído hablar, que ni siquiera con su espectacular muerte
consiguió cinco minutos de fama, ha quedado para siempre expuesta a la
curiosidad de la gente.
Desde el 6 de agosto fecha en que
comencé a contar su historia más de mil seiscientas personas han visitado el
blog. No importa si son muchas o pocas, tampoco si sólo han echado una ojeada o
se han enganchado a la historia; lo cierto es que Amada ha dejado de ser
anónima. Ahora, cuando alguno de esos lectores, rebuscando libros en la Cuesta de Moyano, se tope con una
novelita erótica firmada por Amanda Cook,
Collette Porter o Aimée Rock, se dirá “Anda, si esta es la Amada Muñoz de la que escribía la lobavieja” o “Yo a esta autora la
conozco” y por curiosidad se la llevarán a casa. Si eso sucede estas páginas
habrán cumplido su finalidad.
¡Eh! ¿No irás a terminar así la
historia? ¿Es que no vas a contarnos lo que realmente pasó en Nueva York? Preguntareis. Esa era mi
intención. No por ganas de fastidiar sino simplemente porque no lo sé. Puedo
intentar una aproximación, entre mi imaginación y lo que hemos averiguado puedo
forjar una historia, que no dejará de ser eso, una historia. Ninguno de los
protagonistas o de los testigos, que los hubo, al menos uno, están vivos. Así
que mi versión puede ser tan válida como la de cualquiera.
No sé vosotros, yo la pregunta que
no dejo de hacerme es ¿a qué grado de locura, si locura o llamadlo amor, llegó Amada para estando muriéndose viajar a Nueva York y matar a Margot?
Mi opinión. Que de las muchas clases
de locura que nos pueden asaltar la peor, la más terrorífica es la que se nutre
de la soledad, la que remueven monstruos de cuerpo cubierto de escamas como los
que creara H.P. Lovecraft, monstruos
que al deslizarse por la piel arrastran tras de sí cualquier átomo de razón liberando
a los demonios que llevamos dentro.
Y si a la soledad y a los monstruos
babosos se les añade la muerte y se revuelve con el amor y el resentimiento
puede que nos acerquemos a una explicación plausible de lo que Amada sintió…
Puede...
Prefiero creerla loca a
reconocerla vengativa. La mujer con la que hablé el 29 de enero de 2008 en el El Retiro no padecía la locura del
abandono, al menos no me lo pareció entonces, sólo parecía cansada, vieja, enferma.
Aún ahora después de escuchar las cintas y aceptar los testimonios me cuesta admitir
que en su precipitado viaje a Nueva York hubiera alguna intención oculta. Para
mí, Amada corrió tras Margot porque anhelaba la
reconciliación.
- ¿Reconciliación, gilipolleces? Amada viajó expresamente a matar a Margot –se burló Vanessa cuando le
expuse mis dudas-. Apenas aterrizó se compró la pistola, la llamó, quedó con
ella y en cuanto le echó la vista encima le disparó. La mala suerte fue que se
dieran de bruces con los policías.
- Llegó la tarde anterior –le
advertí-, se vieron en el hotel, ¿recuerdas al vampiro? Le propuso volver con
ella, seguro, y le dejó la noche para pensárselo, ¿no lo ves? La dejó que
acudiera a la fiesta, que tuviera su oportunidad. El encuentro en la esquina de
Lexington fue una cita, a la que Margot podía no haber acudido. Tuvo una
oportunidad…
- No la tuvo, cómo no iba a acudir,
estaba en Nueva York, sola, le acababan de robar… sin un céntimo,
tenía que presentarse ¿no lo ves? –repitió con sorna mis palabras.
El revólver. Recordé. Había un fallo
en el relato que la inspectora Taylor
nos había endilgado -¿Cuándo compró Margot
el revólver? –le pregunté nerviosa- ¿Si la tal Addy le había robado el dinero cómo lo compró?, ¿cuándo? –insistí.
-Lo compraría en cuanto llegó.
-¿Por qué? ¿A cuenta de qué iba a
hacerlo? Quería triunfar como fotógrafa, no robar bancos –no me respondió. No
lo sabía Después de todo Vanessa no era tan lista como se creía y el final de
su reinado andaba cerca.- No volvió al hotel, la hubieran reconocido
¿recuerdas? La Addy le robó hasta la
llave, y no digas que lo llevaba con ella, lo habría dicho.
- ¿Quieres decir qué…? –preguntó de
repente sin palabras.
Quiero decir que hay muchos locos en
el mundo, muchas locuras distintas y que tan peligrosa o más que la de la
soledad es la de los celos.
Quiero decir que aunque la versión
oficial de la santafesina me obligue a imaginarme a una Amada rumiante de su locura en las oscuras calles de la madrugada
neoyorquina, tal vez otro fue el final de la historia, tal vez algo más
inverosímil, tal vez un evento impredecible de los que a veces acontecen en la
rúa y ni siquiera con las narices pegadas a los cristales vislumbramos.
Así que por ahora, por ahora, hasta
que Vanessa y sus hakeos me desmientan, creo que Amada, en la última noche de vida repitió los vagabundeos de Samantha entregándose a la ciudad sin
darse cuenta de la gélida oscuridad por la que transitaba, con el aliento
condensado cayéndole como copos de nieve sobre la barbilla. Porque
está comprobado que no reservó habitación en ningún hotel. “¿Para qué?”,
pensaría. Previó que compartiría la cama de Margot.
Dando por hecho que las treinta y seis horas transcurridas habrían enfriado
el entusiasmo que la huida y la llegada provocaron en “la artista”,
concediéndole la ventaja del miedo. Creyó que Margot se resignaría, que regresarían juntas ¿dónde si no iba a
encontrar otro amor?
O no. Tal
vez callejeó en su última noche en Manhattan
porque como los condenados necesitaba permanecer alerta, recordar, hacer
balance. Contarse a sí misma la historia de dos muchachas ignorantes y
jactanciosas que con apenas veinte años creyeron que se comerían el mundo. Comprender
que a pesar de los años y las vicisitudes no habían cambiado. No ella. Apreciar,
cuando la historia concluía, la rotundidad del fracaso. No sólo Margot no había sido lo suficientemente
inteligente para aceptar la mediocridad de sus vidas sino que ella misma fue
incapaz de prever una salida más acorde con la realidad. Y a cada paso se enfadaría más y más, seguro,
hasta llegar a sentir que una vida vacua y vanidosa como la de Margot la hacía acreedora de un fin
narcisista. Y entonces decidió que lo menos que podía concederle por los años
de felicidad compartida sería convertirla en famosa. Proporcionarle sus cinco minutos de
gloria.
O tal
vez lo hizo porque cuando dejó el Chelsea, cuando dijo adiós a Margot callejear parecía lo más
apropiado para macerar el rencor. Seguro que la “artista” le enseñó intencionadamente
la tarjeta de la señora Addy, su
triunfo. Amada no se habría fiado,
jamás, seguro que le diría que en una tarjeta de visita cualquiera puede poner Management
de Pacewildenstein. Luego, ante el
gesto mezquino, renunciaría, para qué abrirle los ojos si los tenía
llenos de esperanza. Y le concedería una noche más. Si Margot se abría en aquella fiesta un hueco en el mundo del arte Good
for her. Y si no Good for me, diría. Margot volvería al redil como oveja descarriada, maltrecha, pero
volvería.
- Aún
así era una cita con una mujer –precisó Vanessa-. Tendría celos.
Sí, tal vez fuera, a la vista del resultado,
ese el motor de sus pies cuando descendió a los infiernos en busca de la
muerte. Porque en Nueva York, como en
cualquier otro sitio, más allá de la Quinta
Avenida, de la ciudad de los turistas había una realidad distinta; una que
se vivía, se vive entre agujas y jeringas rotas, tapones de frasquitos de
crack, papelinas y basuras, entre muertos y embalsamados que alimentan a los
millones de ratas que pueblan el subsuelo. Y sin embargo a ella nadie la
molestó, ni siquiera aquellos que tantas películas nos han mostrado parados en
las esquinas ciegas, aquellos que iluminan las aceras con el blanco de su
dentadura. Y avanzó, avanzaría por las avenidas en penumbra, franqueadas por
las ruinas de los edificios, de los almacenes y talleres silenciosos, sin
obreros ni sindicatos, nichos de adoquines extraditados y gatos en libertad
condicional.
Hasta
que en algún instante de la noche, mientras las ratas calentitas por las
conducciones de gas dormitaban, se detendría frente alguno de ellos y aunque
temiese el navajazo que le partiera el corazón, el pellizco de la bala que le
mordiera la carne preguntaría “¿cuánto?”
Pero ni
las noches de Nueva York son las que
fueron ni los asesinos esperan por las esquinas a cincuentonas desoladas, de
eso se había encargado Giulliani. Y
se rió, seguro. Y su risa de tuneladora asmática desafiaría a cualquiera que se
atreviera a rozarla. Y esperó, esperaría, mientras el hielo aprisionaba sus
pies entre las grietas de las baldosas rotas, a que su suerte se decidiera. Y cuando
la relación mercantil se concretó no dudo de que, sopesando la mortalidad del
arma, con voz firme le pidió “Enséñeme a
utilizarla”.
Y el
desconocido sacaría el cargador y le mostraría las balas. Luego el seguro. En
silencio. Sin mediar palabra le daría un curso avanzado. Hasta dispararía una
bala y el eco en el vacío de la noche lo repetiría colándose por las paredes
derrumbadas, por los techos caídos. Seguro, seguro que esperó a que volviese el
arma contra ella y le abriese una rosa
en su viejo abrigo de cuero. Pero no sucedió. No así
Y
siguió callejeando porque ya no había nada más que hacer sino esperar al amanecer.
Despojada de toda responsabilidad puesto que había bajado a los infiernos y
seguía viva. Las aceras caminarían tras ella, persiguiéndola juguetonamente, nostálgicas
de las tardes cuando se vaciaban los rascacielos y la vida las reventaba. En el
bolsillo del abrigo la pistola, la Glock y
el billete de regreso que a cada paso aumentarían exponencialmente su peso. Y fue entonces
cuando lo supo. Entonces, jugueteando con las balas, comprendió que sólo necesitaba
dos, que llegado el momento abrazaría a Margot
en la despedida y le dispararía en el corazón, luego volvería el arma
contra sí.
Y fue
entonces, ya amaneciendo, cuando se encaminó hacia Lexington rompiendo el billete en diminutos trozos que sus pasos
enterraron en la nieve. Luego, cuando vio a Margot
salir de la boca del subterráneo disparó. Su tiro levantó esquirlas de la
pared; Margot en cambio disparó
contra ella y le partió el corazón al detective Carlos Solano; el detective Patrick
H. Hermman, reaccionó y le descubrió el tercer ojo a la infeliz Amada y Margot oyendo tras ella el cerrojo de la celda cerrarse se llevó el
revólver a la sien y se suicidó.
Eso fue
lo que oficialmente ocurrió. Demasiado inverosímil pienso como para no admitir conjeturas.
¿Cuáles son las vuestras? ¿Ocurrió así? ¿Quién mató a quién?
Samantha
o
la recompensa de la virtud
¡Querida! ¡Querida, Raquel! Ojalá estuvieras aquí. ¡Cuánto te
añoro! La suavidad de la piel de tus muslos, la timidez remisa de tus pezones,
su altivez cuando mi lengua los soliviantaba, la dulzura de tus labios… ¡Oh,
querida, cuánto te echo tanto de menos! Ojalá y en vez de comprar la vaca
hubieras venido conmigo…
Y no, no es verdad lo que decía la señora J. lo
infernal que resulta para una mujer viajar en barco. Desde la experiencia te
digo que los meses en el mar, a pesar de las tormentas y las calmas han sido
para mí muy placenteros. Aún reconociendo lo agobiante del confinamiento ha sido
un bálsamo para mi estragado conejito y un reconstituyente para mi salud. Aún
no habíamos avistado las costas de África cuando las fiebres desaparecieron y
las carnes volvieron a ocupar los huecos abandonados. Y mi piel, querida,
Raquel, recuperó su esplendor manteniéndose tan tersa, pálida y suave como
cuando tus uñas de gata la incendiaban.
En fin, fuera añoranza o no podré
contarte las aventuras que me han sucedido desde que, medio cubierta por la
sangre negra de los demonios, abandone la rectoría. En mi anterior billete, que
por cierto, escribí apoyada en la cureña de un cañón, no quise decirte nada
porque el rumbo del barco y mi destino aún eran inciertos. ¿Pensaste cuando
viste su procedencia que me habían atrapado, que la justicia de Su Majestad
había decretado mi embarque en el Queen
Charlotte y mi destierro a la colonia de penados de Nueva Gales del Sur?
¡Cuánto has debido sufrir creyéndome en
desgracia! Pero no, no hay lugar a las lágrimas, querida, soy una mujer libre.
Soy el ama.
Ama no como tú de una granja, media
docena de vacas y un rebaño de ovejas. Me he convertido en sacerdotisa suprema
del templo del amor en una feraz isla que se encuentra en medio del mar entre
las Antillas holandesas y la colonia
de Nueva Gales, y que por mor de la
conveniencia de los hombres de la armada no figura en ninguna carta de
navegación. Es mi reino. Su territorio antes habitado por sanguinarios
caníbales ha sido declarado, por el gobernador de la colonia, el más ferviente
admirador de mi dominio, territorio franco. Lo que significa que en nuestra
bahía atracan los barcos de Su Majestad para descanso y solaz de los hombres de
la flota. Y yo, querida, soy su anfitriona, su fuente de placeres.
Como bien sabes, los hombres de la
armada son unos pervertidos. Después de pasar meses viéndoles satisfacer sus
instintos te aseguro, Raquel, que no les hace honor la fama que se les atribuye.
Son mucho peor que los demonios de las vicarías. Y un navío de la armada es mucho
más sórdido que el más sórdido lupanar de la parroquia de Whitechapel; por las callejuelas del East End resuenan gritos menos desgarradores que los que desde la
cámara de proa, donde los hombres de la tripulación tienden sus coys para
dormir, se escapaban durante las primeras noches de la travesía. Y es que los hombres
recién embarcados, campesinos, grumetes o pajes fueron una y otra vez violados
por los veteranos de la tripulación sin que el capitán ni los oficiales,
entretenidos dando por culo a los guardiamarinas lo impidiesen.
Y sin embargo te aseguro que ningún
temor sentí. Y es que a veces, querida, todo depende de encuentros tan
disparatados como el que ha unido mi suerte a la del teniente Wilson. El teniente, para que no te
llames a engaño te lo digo ya, es tan viejo como el vizconde y su badajo,
aunque imponente como las campanas de la Abadía
de Westminster, no resuena con el furor y la alegría de la Pascua Florida,
ni siquiera con la pompa y parsimonia del oficio de difuntos. Aún así resultan encantadores, tanto
el teniente como su badajo, con decirte que ambos usamos unos anticuados
guantes de piel de pollo para sonsacarle unos pequeños repiques.
Encontré al teniente cuando vestida
con las ropas del asesino, tomé, en el portazgo de S., la primera diligencia
que pasó. Estaba tan conmocionada por los terribles sucesos, tan pocas fuerzas
me quedaba que en cuanto puse un pie en el estribo del carruaje resbalé y caí
en el fango inconsciente. Él me recogió, me sentó a su lado y dándome a beber una
ginebra de cebada tan pura como la jenever
holandesa me revivió.
Si mientras permanecí desmayada
indagó bajo mis ropas la consistencia de mis huesos no te lo puedo asegurar, lo
cierto fue que desde el principio me tomó por chico y yo no lo desmentí, aún
ahora prefiere verme desnuda la grupa que beber leche de coco de mi conejito y
eso que para él es gratis. En fin, para abreviar, el teniente me advirtió que
iba camino de Plymouth, a tomar
posesión de su empleo como segundo oficial del Queen Charlotte, navío de Su Majestad dedicado al transporte de
presos. Y añadió que aunque andaba corto de renta necesitaba de un criado que
cuidase sus ropas y sus provisiones, y me ofreció el puesto.
Acepté sin dudarlo, todo lo que yo
quería era poner tierra o agua por medio de la venganza de los demonios, porque
a pesar de comerme los huevos y aún el hígado del viejo vicario (que, por
cierto, resultó demasiado pastoso para mi gusto y con un fuerte sabor a
alcohol) no estaba segura de que no vinieran a por mí. Así que con alivio vestí
los pantalones blancos y la casaca azul que el buen teniente me regaló para el
viaje.
Fingiéndome paje me embarqué y a
pesar de que con él compartí un oscuro y estrecho camarote, jamás abusó de mí
ni consintió que nadie lo hiciera. ¿Extraño, verdad?, no sabes bien cuanto. Una
mañana bochornosa en la que el barco atrapado por las calmas ecuatoriales no se
movía, la campana de la guardia de la mañana me despertó, eso creí, lo cierto
fue que a pesar de la barahúnda que formaban los hombres en la cubierta,
percibí junto a mí una respiración agitada. Me giré, la camisa de dormir arremangada
hasta el pecho, las nalgas al aire y lo encontré de pie junto a mi coy, las
manos cubiertas por los guantes de piel de pollo acariciaban con ansiedad su
mustio vergajo. Lo reconozco, sentí aprensión de que lograra despertarlo y que
se viniera con todo su volumen a buscar cobijo en mi trasero.
Me equivoqué. El pobre insistía e
insistía y aquello siguió impertérrito, echado a la siesta, como los vientos. Me
apiadé, me levanté, me arrodillé ante él e intenté con unos cuantos lametones
que levantara cabeza. El teniente me apartó y dándome la vuelta se restregó arriba
y abajo entre mis nalgas, llamando a la puerta, sin pretender forzar la
entrada. Y al cabo de un rato, con un grito de júbilo merecedor de más grande
hazaña se vertió dejando sobre mi piel apenas unas gotas de su leche.
No te miento Raquel. Durante toda la travesía no se adentró en mí más adminiculo
que mi dedo y eso que cuando el bochorno arreciaba todos los hombres andaban
por la cubierta medio desnudos, incluso los oficiales más jóvenes en pelota
viva. Y algunos, ay, algunos exhibían unos tarugos más gruesos que el palo
mayor y algunas cofas, oh, dios mío, algunas cofas darían cobijo a regimientos
enteros.
En fin, que para cuando rendimos
viaje en Botany Bay andaba bastante
insatisfecha, con las entrañas a reventar de jugos. Y la suerte, Raquel, no me abandonó. No dudo que
ahora mi virtud sí está siendo recompensada. El teniente Wilson resultó ser un antiguo camarada del gobernador, otro viejo al
que el cayado se le había adormecido hacía ya demasiado tiempo. Cuando fue a
cumplimentarle le acompañé ya vestida de mujer y pude comprobar cómo mi
presencia removía sus fuentes de placer.
- No te asustes si te ofrece un
látigo –me susurró el teniente al oído.
Y me lo ofreció. No bien acabada la
cena, cuando sirvieron los licores y los cigarros, el teniente se retiró
alegando motivos del servicio. Al parecer, el gobernador en sus tiempos de
capitán de la armada, era muy dado a castigar a los hombres al enrejado para
recibir cuando menos veinticinco azotes. Luego, en el secreto de su camarote el
teniente Wilson se los endilgaba a él
en las nalgas con látigo de seda. Pero yo aquella noche no lo sabía y creí que
mi viejo amigo me había traicionado.
El gobernador se me acercó, me cogió
la cara por la barbilla y mirándome a los ojos me preguntó
- ¿Eres virtuosa Samantha?
No supe como contestarle porque
realmente yo de mutuo propio no he inculcado ningún precepto, pero tímida bajé
los ojos y los fijé en su portañuela mientras me llevaba una mano al pecho y
acariciaba con dos dedos uno de mis pezones, para cuando él jadeante me alzó de
nuevo la cara mi lengua ansiosa se relamía los labios.
Ya te puedes imaginar lo que a
continuación ocurrió, le abrí la portañuela, cogí entre mis manos su
capidisminuido cetro y por más que lo acaricié no conseguí que levantase la
cofa. Estaba a punto de llorar cuando enfadada le di un cachete, y ¡oh sorpresa!,
al gobernador se le escapó un suspiro de placer. Así que rompiendo mis enaguas
me hice una especie de sacudidor con el que batí duramente sus escuálidas
nalgas. Y el milagro ocurrió. Porque fue un milagro verle agitarse, elevarse y
erguir la cabeza y es que suele sucederle a todos estos hombres que de jóvenes
han sido grandes folladores, luego, llegados a cierta edad la verga ya sólo les
sirve para la micción. Que se corriera dentro de mí nunca fue una posibilidad,
alguna que otra vez intenté empalarme pero fracasé, se le desarbolaba en los
umbrales por mucho que silbara el látigo al cortar el aire.
En esos juegos anduvimos unas
semanas, hasta que apareció la señora gobernadora. Venía asustada por el ataque
que había sufrido a manos de unos nativos caníbales y el fracaso de su obra
misionera precisamente entre las mujeres del que ahora es mi reino, pretendía
con la biblia en la mano cubrir su desnudez y obligarles a vivir en monógamo
matrimonio. Así que por un tiempo el gobernador sólo tuvo tiempo para rezar
vísperas y cantar himnos de ciegos a los que el señor de los cielos devolvía la
vista.
Mientras entonaba uno se le ocurrió
la idea que daría consuelo a su bien amada esposa y gusto a su descarriado
cuerpo. Oficialmente declararía la guerra a los caníbales y para impedir la
llegada de misioneros que perecieran bajo la concupiscencia de las nativas se
le ocurrió declarar la isla territorio franco sólo para los hombres de la
armada, para cuando logrado la pacificación del lugar, los más viejos, dígase
mi amigo el teniente Wilson, haciendo
un supremo sacrificio se dedicaran a la educación de… los nativos.
Lo cierto es que la armada llevó un
barco, pegó cuatro cañonazos, disparó tres mosquetones y acabó en secreto con
todos los hombres de la isla. Y entonces el gobernador puso en marcha la
segunda fase de su plan secreto. Convertir la isla en lugar de reposo y placer
para los marineros, una manera como otra de evitarse problemas de lupanares en
Botany Bay.
Oficialmente la isla está bajo su
mando, pero como él está bajo la férula de mi látigo no dudes, Raquelita, que toda la isla obedece mi
mando. Y no sabes lo maravillosa que es. Aquí la lluvia dorada no es otra cosa
que oro y no jugos de perversos diablos. Si lo oyeras tintinear en mi
faltriquera estarías orgullosa de mí, de lo que tu pequeña Samantha ha conseguido sin necesidad de dar uso excesivo al
conejito; si vieras que pacífico pace, cómo rumia el musgo tiernecito de mis
corderas.
Y a ello me dedico, además de
cumplimentar cuando procede al gobernador, a adiestrar a las nativas, porque a
pesar de que son voluptuosas en exceso carecen de conocimientos en el arte de la
seducción. Tendrías que verlas con que denuedo
y ardor se entregan al fornicio noche y día sin importarles ni los caretos ni
las gomas sifilíticas de sus partenaires. Nunca se cansan de fornicar.
Sin virtud ni faltriquera viven,
querida Raquel, confiadas como hasta
hace unos meses lo hacía tu pequeña Samantha.
Ahora exijo, y no precisamente con látigo de seda, lo que a ellas se les escapa.
Sé, porque te conozco, que a pesar de tus ovejas, tu granja y el coñito tierno
de tu hijastra me envidiarás si te cuento que con leche de coco se refresca mi
conejito y que retozo por las noches con nereidas coronadas de coral.
En verdad sólo me faltas tú para
sentirme completa, porque a pesar de su belleza ninguna de estas suaves y
desvergonzadas damas consigue libar mis jugos con la prodigalidad de tus
labios. Me duele pensar, querida mía, que cuando podríamos ser las reinas de
este fastuoso panal se interponen entre nuestras pieles millas y millas de
agua.
Déjalo todo, Raquel mía, y vente conmigo. Juntas cabalgaríamos sobre el mundo y
los demonios cubiertas de oro. Disfrutaríamos tanto que te prometo que no
echarías de menos la vieja Inglaterra.
Querida, sería la mejor recompensa
para tu acendrada virtud.
FIN
Muchas gracias por tus entretenidas historias, Marien. Me gusta que Samantha termine bien después de tanto sufrimiento. Es lo que tiene la ficción...
ResponderEliminarEn cuanto a la historia de tu amiga Amada, qué final por Dios! Y qué lio con tiroteo incluido y policías por medio... Estoy de acuerdo con que admite conjeturas, a mi lo que más me choca es el arma de Margot: si la compró al llegar, para qué, Amada todavía no había llegado para llevarla de vuelta y después de ser robada, cómo se pudo hacer con el arma...No se, creo que Vanessa debería investigar más... y así nos seguimos dando una vuelta por NY
Gracias por todo. Enhorabuena
Gracias Blanca Sierra, no sabes lo que anima un comentario, no entiendo por qué la gente entra, lee y se marcha. En fin, en cuanto a lo que dices del arma yo lo que pienso es que la inspectora Taylor no ha sido sincera con nosotras, no sé, me da que oculta algo, a cuenta de qué nos remite el expediente de Jennifer Addy, creo que estamos ante una cortina de humo. Pero te aseguro que no voy a investigar más. Amada está muerta y yo tengo la casa del Escorial que me va a costar un montón de dinero hacerla habitable, y es que estas dos, Amada y Margot eran peor que los espartanos. Próximamente comenzará mi nuevo proyecto, ya tiene título, al menos en mi cabeza así que si te quieres seguir pasando por aquí, para la semana que viene habrá una nueva historia. Gracias por comentar.
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