Buenos días: me
llamo Marien y soy adicta.
Me
presento ante ustedes dispuesta a confesar mi adicción porque
me he convencido de que los secretos, cuando una se desenvuelve en
universos paralelos como es mi caso, son perjudiciales y
enredan el desarrollo intertextual de tal modo, que no es imposible que se
terminen confundiendo los términos y los avatares. Y así, al final, por un
error de concentración, por grabar en (G:) lo que debería ir en (H:) tu hija se
entera de que te lo hiciste con su novio, es un decir, y tu hijo que su novio
te lo quiere hacer a ti (otro decir más).
En
fin, que no merece la pena andar con secretos en la globosfera, esa
corrala vocinglera, porque se arriesga una a pagar un peaje mucho más caro que
si te expones a su escrutinio con la cara lavada y la cerradura del cinturón de
castidad bien oxidada.
Pero
es que además no quiero confundir al personal, a pesar del avatar de la
dama romana y el sobrenombre de lobavieja, soy tan friki como lo
pueda ser cualquiera.
Y
puestos en esto de la sinceridad debo confesar que tal vez este afán redentor
se me haya desatado este fin de semana al contemplar
los sufrimientos de Montgomery Clift en “Yo Confieso" de Alfred Hichcock . Me ha recordado algo evidente, que los secretos
siempre terminan por descubrirse y que si una sola
persona conoce tu debilidad terminará aprovechándose de ella.
Pero
basta ya de prolegómenos, sin más dilación, sin propósito de enmienda y sin
dolor de corazón…
Yo
confieso que he visto tropecientas veces los ciento ciento cuarenta y cuatro
capítulos emitidos hasta hora y que algunos como “The man in the fallout
shelter”, “Two Bodies in the lab”, “The Baby in the Bough”, “Double Death
of the Dearly Departed” o “The Critic in the Cabernet”, los he visto
tropecientas elevada a la enésima potencia, a saber: en las tardes lluviosas
cuando me siento melancólica; en la noche de mi cumpleaños, cada año, año tras
año, durante los últimos siete, mientras el resto de los habitantes de mi casa
duerme y yo a solas quiero ser feliz un rato; cuando viene de visita mi exsuegra,
para recompensarme por mi paciencia; siempre que televisan un partido del
siglo, Real Madrid-Barcelona o viceversa o una boda del siglo o viceversa.
Y
que conste que no lo hago porque sienta una afinidad especial con
el F.B.I, a pesar que reconozco su ingrata y dura labor (no peloteo,
pero no olvido al Gran Hermano, por si acaso mejor tenerlos contentos).
Ni, válgame
el cielo, para aprender a escribir bestseller, copiando la técnica,
al parecer única e intransferible, de la doctora; porque después de siete años
escudriñándola y tres novelas en mi haber no he conseguido aún llegar a la
lista de los más vendidos del New York Times. Un momento, cómo voy a
llegar si ni siquiera he conseguido que un editor me lea.
Ni,
Dios me libre, porque me haya convertido en una adicta al gore (¿o sí?) y
contemple sin desagrado bisecciones de cerebros, gusaneras pastando en las
cuencas de los ojos, estómagos reventando por los gases de la putrefacción y
arrojando, cuan tormenta veraniega, granizadas de heces, pitones vomitando
dedos a medio engullir y todo ello mientras degusto la cena.
Ni
porque envidie los modelazos de cóctel con los que la jefa al
mando se viste para abrir muertos. La mía, que dirige un concesionario de
coches deportivos, se compra la ropa en un chino. Aunque en algo nos parecemos,
la forense, no mi jefa, tanto a ella como a mí nos zurren las tripas por la
mañana temprano.
Ni
mucho menos porque vaya a comprarme un Toyota. A veces ocurre que a pesar
de la adicción, el adicto conserva un ápice de cordura, y no obstante de la
burda promoción seguiré conduciendo el mío, un Mercedes-Benz SLK 200.
Ni
porque el “rey del laboratorio”, el científico loco, doctor en
bichos, lodos y plantas, de lustrosos rizos rubios y ojos de océano al
atardecer, suelte sus Defligisterizing, Tachymosis y
Franklangellacum como quien recita la tabla de los reyes godos. Ni porque
crea como él en las teorías de la conspiración, que por cierto
ninguna se ha demostrado falsa.
Ni
porque me solidarice con la nueva Edison, en realidad una
reencarnación del olvidado Nikola Tesla, teniendo, como aún tiene,
después de siete años, sus inventos pendientes de reconocimiento por la
oficina de patentes, que más parece el Negociado de Circunloquios del
que habla Dickens en la Pequeña Dorrit, que la de la mayor potencia
industrial y comercial del mundo.
Ni
lo hago porque durante todos estos años me hayan convencido de que la
ciencia es maravillosa, como nos enseñó el profesor Bunsen Jud,
también conocido como el Colega de la Ciencia. O porque considere como un
bushido particular el código de los científicos, observar, analizar,
deducir, o porque durante todos estos años haya aprendido cosas tan útiles para
el devenir diario como:
- Que el vino comenzó a fabricarse en Persia 6.000 años A.C. y en China 7.000,
era de arroz, vale, pero era vino, o…
- Que la teoría evolutiva dice que los recién nacidos se parecen más al padre
durante su primer año de vida porque así tienen menos posibilidad de ser
abandonados, o…
- Que una sandia tiene la misma densidad que una cabeza humana. O qué cráneo se
pronuncia Skaaleeen noruego, o…
Ni
tampoco, a pesar de lo que pueda aparentar, porque sea amante de la razón
pura, ni por que crea antes en los hechos que en los sentimientos, como la
doctora, que mantenía (hasta esta última temporada) encerrados los suyos en una
caja de regalos de Navidad (la que no abrió cuando sus padres la abandonaron);
ni porque sea un ser super super inteligente, porque si algo ha quedado
demostrado durante estos siete años es que la inteligencia no garantiza
nada y que los impulsos y los deseos del animal que nos habita la obligan (a la
inteligencia) a claudicar.
Y
no, no lo hago, que no, que no, por extasiarme contemplando el perfil de
emperador romano del coprotagonista, el macho alfa de la
manada, o por pasarme tardes enteras intentando descifrar el sistema numérico
de base 60 por el que se rige, para mí que es sólo sentido común y por eso la
doctora no puede descifrarlo; ni porque se me caiga la baba cada vez que mira a
cámara y en sus ojitos diminutos baile el agua; no por su sonrisa de pillo, de
niño perdido que necesita protección, aunque con los años haya perdido su
espíritu festivo y se haya vuelto más cazurro y oscuro. No, que no, que no lo
hago porque su apófisis acromial sea perfecta ni mucho menos porque
sus espermatozoides tengan la movilidad suficiente (2,8 millones en 3
mililitros) para fundar su propio país.
Ni
porque fuera en su momento tan moderna que aparentemente cambiara los
roles de género. La racional ella, él intuitivo. La liberal ella, él
pudibundo y estrecho. La atea ella, él católico, apostólico, romano y
practicante. Reputada profesional ella, él un anónimo y subordinado
funcionario. Ella la necesitada de paraísos fiscales para ocultar sus ingresos,
él que apenas le llega el sueldo para comida y alquiler. No.
Y
además, tan laudable propósito no ha durado, que todo era un espejismo, que al
final han vuelto a lo de siempre, la primacía de la biología y el
género. Un ejemplo incontrovertible, los últimos capítulos. A la doctora,
como a mí, le dijeron “Si no tienes hijos quién podrá estar orgulloso de
ti” y yo, como ella, mujeres al fin y al cabo, caí en la trampa y claro,
ahora, nuestras prioridades han cambiado y nuestro raciocinio
anda parejo con el de una loba.
Ni
porque no haya duda en cuanto al final de la serie. No puede ser otro que el
que se anticipó en “Double Death of the Dearly Departed”, aunque me pica
la curiosidad de si la doctora ha cumplido su promesa y aparecerá el
cadáver congelado. Lo cierto es que sea el que sea, las adictas lo aceptaremos
con la resignación cristiana que el autor ha querido para toda la serie.
Entonces
por qué. ¿Por qué me he convertido en adicta? ¿La verdad? Porque a pesar
de mi educación y mi razón soy una romántica. Porque hace siete
años cuando estaba en horas bajas, muy bajas, me encontré con el
cadáver de una chica, no, no tenía nada que ver con los huesos que encontramos
en mi casa cuando era niña, ésta tenía el cráneo machacado por un martillo y la
había asesinado su novio porque estaba embarazada y hacía peligrar la carrera
de su jefe, un senador de los Estados Unidos que se la estaba tirando. ¡Cómo
lloraba yo aquella noche! Hasta que mirando la televisión una imagen me atrapó,
ésta.
Sí, un
hombre atractivo corriendo detrás de una mujer. Mismiticamente como me
ocurrió a mí antes de decir sí, salvo que mi hombre, olvidando sus promesas, ya
sólo perseguía niñitas de veinte.
Y
aún aceptando que no sólo el romanticismo me ha traído hasta aquí y que tanta
pasión no tenga su punto de locura, no puedo aceptar, sin elevar una protesta,
que esté en camino de convertirme en una fanática, estilo Robert de Niro,
ni siquiera que se me considere obsesionada con la serie. No, de
verdad que no. Pienso que lo es sólo cuestión de buen gusto. No obstante,
ante el temor al chantaje de quienes no sepan apreciarlo, hoy, ante todos
vosotros lo confieso:
Soy
adicta a Bones.
Gracias por prestarme atención.
P.D.
Aunque no lo vaya a leer, va por usted, mister Hanson, para que nos dé
unas cuantas temporadas más, y le reconozco como un devoto seguidor de las
máximas del capitán Swosser (el personaje
de Dickens) porque muy sabiamente hace uso de la que dice:
“Cuando se calienta la brea nunca se la puede calentar demasiado”
Y
aquí seguimos las adictas esperando nuestra dosis semanal, siempre
disfrutando, siempre insatisfechas. ¡Ah!, perdone por lo
del Buscador, lo hemos hecho por su salud, no lo queríamos tan atareado.
Vaya, Marien, que responsabilidad me echas encima. Sales del armario como bonehead por mi culpa:) No en serio, ya conocía este artículo y me encanta a ver si ahora más gente lo conoce.
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