Cuando dos meses
después regresó James Bradley, un pie más alto, con bozo en el bigote y pelusa
medio rubia en las mejillas, se encontró a Peter esperándolo en el portazgo.
— Sé leer, escribir y nadar —le dijo en
cuanto lo tuvo a la distancia de su voz—, ¿me llevarás contigo al mar cuando
regreses?
Y enfrentado a sus promesas, Jim, acabado el permiso, cumplió la suya y
enroló a Peter Keel como grumete en el Agamenón.
— Tú no me conoces. Cuando te dirijas a mí o a cualquier otra persona a
bordo la llamas señor y no hables sino te preguntan ¿entendido? —Le recomendó
antes de subir al barco.
Jim lo miró, pequeño, delgado, cubierto con una de sus viejas chaquetas
que le quedaba demasiado grande, con los zapatos, atados por los cordones,
colgados al hombro, con sus grandes ojos más asombrados que nunca y sintió
lastima de él.
— Toma me la regaló mi padre cuando me embarqué la primera vez. Corta
muy bien los cabos —dijo entregándole una navaja española no más grande que la
palma de la mano. Luego subió al barco sin decirle adiós.
Hasta aquel día Peter no se había
sentido nunca tan solo como se sintió aquella noche en el Agamenón
apiñado con otros trescientos hombres en una cámara en la que no corría ni una
brizna de aire; embutido en una lona que llamaban coy que colgó de unas vigas
llamadas baos, cuando unos hombres gordos, provistos de látigos de cuero con
bolitas de hierro en la punta, lo ordenaron a golpe de silbato. Y no podía
correr el aire, aunque fuera soplara un vendaval porque apenas catorce pulgadas
lo separaban de su vecino por la derecha, otras catorce del de la izquierda
y menos de un palmo del de la cabeza o del
de los pies. Nada más ajeno a los sueños que había alimentado en las tardes de
verano que aquel corralón infecto. Otros muchachos deambulaban a su alrededor,
parecían decirle “juntémonos tengo miedo”
pero, por mucho miedo que Peter Keel
sintiese, no iba a confesarlo. También algunos hombres con pintas de campesinos
parecían tan atemorizados como los muchachos. En toda su vida había visto tanta
gente dispar, a algunos les faltaban ojos, a otros piernas, brazos, a casi
todos dientes y todos olían a orines, a sudor, incluso el miedo se podía oler
en los más inocentones. Los veteranos se reconocían en seguida por el gesto
hosco, los músculos de los brazos profundamente remarcados y el colmillo
retorcido fuera del labio, o al menos eso le parecía a él desde lejos, porque
se habían reunido en el costado de estribor debajo de una de las escotillas
donde se respiraba el aire del mar.
Apenas acallados los ruidos de los preparativos de la noche comenzaron otros
bien distintos, susurros, gemidos y algún que otro grito contenido. En la
penumbra de la cámara de proa, no podía estar seguro de lo que ocurría a su
alrededor, aunque había vivido en una mansión y visto y oído a los criados
fornicar en las cuadras y los prados, siempre
creyó que esas cosas sucedían entre un hombre y una mujer y allí no había
ninguna. Con precaución sacó la navaja
del bolsillo, la abrió y la mantuvo bien apretada en el puño. Pronto tuvo
oportunidad de utilizarla cuando una mano callosa y maloliente le tapó la boca
y otra lo hizo girar en el coy colocándolo boca abajo. Anduvo rápido y antes de
caer al suelo mordió la mano y se zafó de la que lo retenía. A su agresor se le
escapó en voz baja una maldición lo que no obvió que le lanzara un puñetazo a
la cabeza que de haberlo alcanzado hubiera acabado con su resistencia; sin
embargo, Peter lo esquivó, se dejó caer al suelo y clavó el acero en la pierna
que se interponía entre él y el camino a cubierta. Todo ocurrió en un segundo,
nadie parecía haberse enterado, el hombre de su derecha tenía la cabeza vuelta
hacia el lado contrario y el de la izquierda, que miraba con los ojos
desorbitados, era otro muchacho tan asustado como él. Retrocedió sin darle la
espalda a su atacante con la navaja firme y los brazos bien abiertos. Sintió a su
espalda un olor acre e intuyó el nuevo peligro que se cernía sobre él, así que
pensando que la mejor defensa era un rápido ataque, se volvió hacia su nuevo
enemigo con la navaja por delante y la
clavó con decisión en lo que resultó un vientre fofo y grasiento. No esperó,
mientras el herido gritaba “asesino, asesino”, encontró la escala y salió a la
cubierta superior.
El silencio se había roto y junto con el aire salobre del mar le
llegaron los pitidos del contramaestre y las ordenes perentorias del oficial de
guardia reclamando silencio. No sabía
que hacer, sólo ansiaba encontrar un rincón oscuro donde esconderse para pasar la noche. Y entonces fue cuando
unos brazos fuertes se cerraron sobre su cintura y elevándolo por encima de la
borda lo lanzaron al mar.
El agua negra lo engulló y se cerró
sobre él aprisionándolo. Se dejó llevar, que lo arrastrase, en algún momento lo
rechazaría hacia el cielo y el aire. Cuando vio sobre su cabeza las brillantes
estrellas abrió la boca e intentó atrapar la mayor bocanada de aire posible porque ya otra vez el agua se
cerraba sobre sus caderas atrayéndole hacia las profundidades. Dio unas cuantas
patadas para librarse de la presión, sacó los brazos e intentó bracear
recordando que él había nadado, que podía mantenerse a flote y avanzar sobre el
agua. No vio el barco, en los breves instantes que estuvo en las profundidades había
desaparecido, se giró sobre sí mismo y reconoció la negra mole que se alejaba.
Intentó nadar, él nadaba. Pero el agua era demasiado densa, demasiado fría y el
abismo le arrastraba de nuevo. Pataleó resistiéndose una y otra vez hasta que
emergió tosiendo ya medio ahogado y sin fuerza para evitar una vez más el
abrazo de las aguas. Cuando se hundía, una mano lo cogió por el cuello de la
camisa sacándole al aire y la noche. Intentó ayudar, pataleó y movió los brazos
hasta que una voz conocida le dijo al oído.
—
Quédate quieto o nos hundimos los dos.
Era James Bradley. Quiso explicarle...
pero no pudo, la garganta le ardía y la cabeza parecía a punto de estallarle.
Cuando por fin se encontró en cubierta,
las piernas se negaron a sostenerlo y cayó de rodillas frente al contramaestre
cuyo semblante enrabietado le hizo pensar que la acción de Jim no había servido
de nada, que aquel demonio lo volvería a arrojar por la borda. Alrededor del
contramaestre otros rostros parecían flotar entre las sombras de los faroles
del mayor con sonrisas salvajes en la boca.
— ¿Ha sido este mocoso quién te ha
herido? —Preguntó una de aquellas bocas.
El gordo se adelantó, se agarraba la
barriga con una mano, por entre sus dedos se escapaban unos hilillos de sangre.
Asintió con la cabeza y Peter percibió como el círculo de rostros sonrientes se
estrechaba y las sonrisas salvajes se convertían en sonoras carcajadas.
— ¡Silencio en cubierta! —rugió el
oficial de guardia—. ¿Éste es el furioso asesino? — preguntó al contramaestre.
- Señor, con su permiso, señor. Atacó a
mi ayudante.
- Enciérrenlo en la bodega.
— Señor, con su permiso, señor —mientras
se lo llevaban arrastras Peter pudo oír la voz cada vez más lejana de Jim
intentando defenderle—. Alguien lo tiró por la borda.
— ¿Lo ha visto usted, Bradley?
— No, señor, pero…, no se ha caído él
solo.
— Se ha tirado huyendo de mi ayudante —le
interrumpió el contramaestre.
— No es cierto, señor —protestó Jim.
— ¡Silencio, Bradley o informaré de
usted al capitán!
— Con su permiso, señor —insistió—.
Junto a babor se encontraba el ayudante cuando he llegado. No había dado el
aviso de “hombre al agua”, ni siquiera
había tirado un salvavidas.
— Señor Bradley, cuando doy una orden
quiero que se cumpla y le he ordenado silencio.
Y Peter Keel pasó su primera semana en
el mar encerrado en una celda de la bodega, mareado, asustado y sin embargo un
tanto satisfecho, a menos se había sabido defender como un hombre.
El domingo cuando el oficial de guardia
anunció las doce, dos infantes de marina con casacas rojas y pelucas empolvadas
le subieron a cubierta. La tripulación estaba dispuesta para la revista. Se
alzó de puntillas intentando ver a Jim
entre los oficiales del alcázar y uno de
los soldados le propinó un codazo en el estomago que le hizo doblar las
rodillas. Cuando el capitán ocupó su puesto, un oficial relató una historia que
no reconoció.
— ... El ayudante lo encontró robando
en el baúl del contramaestre y al intentar detenerle se revolvió clavándole un
cuchillo de diez pulgadas.
—
¿Testigos? —pidió el capitán.
— Señor, con su permiso, señor. —Y Peter se sorprendió. Jim iba a hablar.
—
¿Qué tiene que decir, señor Bradley?
—Señor, conozco a este muchacho, es de mi pueblo y no es un ladrón...
Era de él de quién hablaban…, pero él no era un ladrón.
—
¿Señor Bradley, usted presenció lo ocurrido?
—
No, señor, cuando llegué a cubierta...
—
Retírese, señor Bradley.
Y como Jim iba
insistir el capitán le dio la espalda. En el
alcázar con el uniforme de respeto y el sombrero de tres picos calado
hasta las cejas, con el gesto contenido y la mirada fría a Peter le pareció un
gigante cuando se dirigió a él.
— ¿Qué tiene que decir en su defensa, Peter Keel? —le preguntó.
—
Señor, con su permiso, ¿está muerto el ayudante?
—
¡No! — gritó una voz por la guardia de estribor.
—
¡Silencio de proa a popa! —ordenó el primer oficial.
—
¿Tiene o no tiene algo que alegar? —insistió el
capitán.
Y como Peter se
mantuvo en silencio, el capitán se descubrió. Y en la cubierta sonó de proa a
popa la voz firme y dura del primer oficial leyendo los artículos del Código
Naval. Cuando calló, el eco de las dos últimas palabras estremeció a los
hombres duros de la marinería, a los grumetes, a los guardiamarinas y hasta el
mismo primer oficial... “doce latigazos”.
Los infantes lo arrastraron hasta el enrejado. Le ataron las manos por
encima de la cabeza, le desgarraron la camisa y el silencio expectante de la
marinería se transformó en consternación cuando el contramaestre descargó sobre
la desnuda espalda el primer latigazo.
—Uno —contó el oficial de guardia por encima del grito de Peter. Y dos
surcos se le abrieron en la piel brotando sangre—. Dos —Peter volvió a gritar,
las piernas se le doblaron, uno de los surcos se abrió más profundamente y el
silencio de la tripulación se trastocó en inquietud.—Tres—. Los soldados lo
alzaron porque las rodillas se le doblaron—.Cuatro —y no oyó el resto porque las negras aguas lo
atraparon de nuevo.
Aunque no por eso la carne de su espalda dejó de abrirse con cada uno de
los otros ocho latigazos ni su cuerpo de estremecerse por el dolor. El capitán
permaneció firme en su alcázar, el ayudante, colorado y sudoroso, siguió
golpeando cada vez más fuerte y un inquieto murmullo se fue elevando de entre
las filas de la guardia de estribor y de los gavieros. Cuando por fin el
oficial contó “Doce”, algunos de los marineros más viejos se le acercaron
ansiosos, le desataron, e intentaron cortar la hemorragia por la que se le iba
la vida con sus propias camisas. Unas manos los apartaron.
Aunque Peter no lo vio, fue James Bradley quien lo levantó del suelo y
entre sus brazos lo trasladó a la enfermería.
— ¿Se salvará, doctor? —Preguntó ansioso mientras vigilaba que el
ayudante del cirujano no le hiciese daño mientras le lavaba la espalda.
—El amanecer nos lo dirá, señor Bradley. Váyase, ya nos encargamos
nosotros.
Pero no se fue, pasó toda la noche junto al coy cambiando los emplastos.
Aquella noche el silencio en el barco fue absoluto. Muchos hombres desfilaron
por la enfermería con simples excusas. El amanecer llegó y Peter no abrió los
ojos. El capitán pasó y se detuvo un momento a mirarle.
—Señor Bradley queda relevado de la guardia de la mañana -le dijo con el
mismo tono neutro con que había ordenado los golpes.
El día transcurrió como la noche, con Peter delirando por la fiebre y el
dolor. Cuando sonó el toque de retreta se removió, Jim se agachó y vio que
tenía los ojos abiertos e intentaba decirle algo.
—
No hables —susurró.
—Le mentí, señor —balbuceó Peter—. No sabía nadar tan bien como le dije...
—Calla...
Y Peter Keel siempre recordaría que cada vez que aquella noche abría los
ojos, el guardiamarina James Bradley seguía a su lado.
Sorprendente Marien, ahora una marinera. Mis favoritas. ¿Cuantas más historias guardas? Pero no olvides que nos debes un viaje a Nuevo Méjico. Seguiré recordándotelo :-)
ResponderEliminarQuerida Sierra Alta, gracias por comentar y por leer mis historias, es agradable encontrar a alguien que le interesen y espere de mí que cumpla lo que prometo. A nadie le importa, querida, la gente pasa por el blog y se largan dando un portazo. Que nadie deje un comentario aunque sea poniéndote a parir es descorazonador. En realidad a nadie le importa lo que escribo, a nadie le importa si acabo una historia o la dejo a medias, nadie protesta porque Quique el cuatro nombres se haya quedado a medias y mucho menos porque no haya contado el viaje a Nuevo Méjico. Hasta ahora sólo tú insiste en que termine algo. Bueno tú y Vanessa Gimenez, pero es que ella es fan de Bones. Para mí el blog era un experimento y el comportamiento de la gente está confirmando mis expectativas. Procuraré contentarte Blanca Sierra, sobre todo por el bello navío que es tu avatar. Terminaré contando la historia del bailarin de tangos pero antes dejame que siga con mi experimento. Gracias por comentar.
ResponderEliminarMarien, no digas eso, a mí me gustan tus historias, no sólo cuando hablas de Bones, pero me pasa como a ti, soy una fan y necesito leer cosas de mi serie favorita, a veces me enfado con lo que escribes porque eres muy crítica, pero siempre te leo. Si no comento las historias es porque no sé que decir, pero te aseguro que las tengo todas copiadas. Me gustan, Marien, sigue contando lo que tu quieras. Un besazo.
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