Cuando Peter Keel
terminó la guardia estiró los brazos hasta que le crujieron las articulaciones,
los tenía adormecidos. La mar encrespada le había obligado a emplear toda su
fuerza para mantener el rumbo nordeste de la fragata. En noches como aquella,
cuando se aunaban en su contra el viento y las olas, la Dame se
deslizaba por las negras aguas del Pacífico en el rumbo adecuado si el hombre
del timón controlaba con mano firme sus querencias.
— Mantenga el
rumbo, Keel —le había ordenado el capitán cuando se retiró.
— A la orden,
señor —respondió.
Sólo ocho
palabras, más sobraban. Gobernando el timón Peter Keel se sentía el amo del
mundo. Un convencimiento íntimo, que nada debía a la vanidad y el orgullo
propios de los oficiales. Era sólo un
marinero y sabía lo único que necesitaba saber, que si mantenía
firme el rumbo, la Dame cumpliría
con éxito su misión. No dudaba que el marcado fuese el correcto. James Bradley
era el mejor capitán de la Armada y ese convencimiento le llevaba a creer
firmemente, puesto que él lo había elegido, que también Peter Keel era el mejor
timonel de la Armada Real o al menos de los que navegaban en la Dame.
Sonrió al
contemplar la recta estela que la fragata dibujaba en el mar. Los ronquidos del
capitán se oían claramente en la popa. De su interior surgió una oleada de
cariño hacia Jim. La muerte de su hijo le había marcado con una tristeza
indeleble, desterrando todo rastro del juvenil Jim, un hombre con suerte,
esforzado, valiente y alegre, siempre alegre. Keel, que vio la expresión de sus
ojos cuando le entregó el cadáver a la niñera, creyó que aquello sería su
muerte. Nunca antes había sido testigo de cómo el dolor podía borrar un rostro
conocido y dejar una carcasa vacía.
Lo observó de
lejos mientras en el cementerio de la finca cavaba, al lado de la tumba de la “Bien Amada Margaret Bradley, Condesa de
Dungear”, el agujero dónde
descansaría su hijo y le recordó al viejo. James Bradley más que cavar golpeaba
la tierra, como si fuese el rostro de su mujer... o de la propia muerte.
Peter conocía bien
el cementerio; desde que lo leyó le intrigó el epitafio de la tumba de la madre
de Jim: “Tu desconsolado esposo y tu hijo
nunca te dirán adiós”. Mirándole cavar comprendió que si el viejo se lo
hubiera dicho, él no estaría en el mundo. La desesperación y al final la
destrucción le llegó a Duncan Bradley porque no emprendió una nueva vida sin su
amada Margaret. Y Peter sintió
miedo... Jim podía convertirse en otro Duncan... podía dejarse arrastrar por la
angustia y olvidarse de olvidar. Nunca le había visto tan vencido, ni siquiera
cuando desguazaron su primer barco antes
de tomar posesión, ni siquiera cuando en Trafalgar le hirieron y casi
perdió la pierna. En cambio la pérdida del niño lo rompió.
Cuando le
entregaron la Dame, Peter se alegró; si Jim Bradley podía superar el
dolor y salir de su apatía sería en el mar. Ni siquiera se dejaba tentar por lo
que antes de su matrimonio era, después del mar, su mayor afición, el
comportamiento de Violette lo había vacunado contra las mujeres y sus desdenes.
—Peter prepara tus
cosas, regresamos a Plymouth —le anunció una mañana.
— ¿Embarcamos?
— Mañana con la
marea alta.
Siempre era así
cuando del mar se trataba, rápido, resolutivo.
— ¡Ya era hora! —Suspiró
agradecido al viejo Neptuno. Por fin se acaba el luto. Sin embargo se equivocó,
la Dame no había devuelto la
esperanza al corazón de James Bradley.
La misión estaba
resultando extraña: política y rapiña y Jim se entregó a ella como si no
vislumbrase ningún futuro en su horizonte. Disparó más cañonazos que ningún
capitán de brigada, inutilizó más
baterías de las necesarias aún a riesgo de dejarse la vida en el empeño y mató
más españoles que ningún otro miembro de la tripulación, persiguió a las presas
con tenacidad inquietante como si la captura del botín le fuera indispensable
para su medro y durante la caza el sonido áspero de la jarcia solo se quebraba
cuando desde el alcázar ordenaba.
— Icen los
juanetes.
O cuando a pesar
de los palos medio doblados por la fuerza del viento en las velas, decía:
— Sr. Fultton, los
sobrejuanetes ¿a qué espera?
Y si el primer
oficial dudaba ante el temor de perderlos insistía tajante.
Y la fragata
aguantaba, nadie la conocía mejor que él. Parecía que sentía en sus venas las
tensiones de la madera y el viento. Era una forma como otra de escapar de los
recuerdos.
En el último
abordaje sus órdenes expresas fueron que Fultton asumiese el mando en el
alcázar, que mantuviese a la Dame a salvo mientras él encabezaba el
abordaje. Peter le siguió presto a librarle de los enemigos que no pudiese
escabechar y tuvo más trabajo que otras veces. Jim se arrojó sobre la cubierta enemiga, no como quien busca la victoria, sino como quién ansía la
muerte. Cierto que nunca le preocupó si le seguían sus hombres, pero en aquel
abordaje se lanzó directo hacia donde el grueso de los enemigos defendían más
enconadamente la posición, y avanzó sin mirar siquiera que los que mataba
estuviesen muertos, ni si el lugar era batido por las balas que los infantes de
marina disparaban desde las cofas de la Dame. Y sin embargo ni una bala,
ni un machete le rozó.
Cuando todo
terminó, Peter le vio mirarse las manos chorreantes de sangre extrañado de que
aún se movieran, luego le preguntó:
— ¿Todo bien,
Keel?
— Sí, señor —fue
lo único que pudo contestarle de lo cansado que estaba.
— Bien...
regresemos a la Dame.
Y ese hombre de
casi seis pies de altura y ciento setenta libras de peso, ese hombre cuya sola
voz hacía temblar a los marineros más despiadados de la Armada, ese hombre cuya
posibilidad de muerte asustaba a los más veteranos de la tripulación, era su
hermano mayor y él lo quería. No eran amigos, ¡cómo iban a serlo! les separaban
la clase, la educación e incluso la sangre, que el viejo Duncan, tras la muerte
de Margaret, después de toda una vida de amor conyugal y fidelidad, se dedicó a
derramar a diestro y siniestro, lo mismo que su simiente.
Nunca Jim Bradley
lo había reconocido. De su boca no saldrían las palabras que cambiarían para
siempre la relación. A Peter no hacían falta, el lazo que les unía no
necesitaba ser expresado. Cierto que el segundo al mando, Robert Fultton, era
amigo de Jim, podría sustituirlo en el alcázar,
gobernar a los marineros, fijar el rumbo, disponer las velas, podría
acudir con él a un burdel e incluso
compartir mujer, pero... cuando abordaban una presa, cuando había que disparar
los cañones largos de proa y popa, cuando había fuerte marejada, era Peter Keel
quien caminaba tras él, quien empuñaba la segunda mecha y el único que cuando
estaba de guardia al timón lograba que, en noches de tormenta y grandes
marejadas, Jim Bradley abandonase la cubierta y se retirase a dormir.
Navegaban juntos
cerca de quince años sin olvidar las diferencias que los separaban ni la sangre
que los unía. Y no fue fácil para James Bradley aceptar que el mocoso
pelirrojo, que los criados deslenguados señalaban como el vivo retrato de su
padre, le hubiese seguido hasta la mar. Ya le costaba aceptar, cada vez que
volvía de permiso a Dungear House, la
ausencia de Duncan y el hecho de que algunas mujeres de las aldeas vecinas
llegasen preguntando por él con el vientre abultado, eso lo sabía Peter.
También que su madre, una buena costurera, fue la única de las que se
presentaron por la puerta de servicio a la que Lady Mary, la vieja condesa,
toleró en la mansión; la que le permitió, desde que fue capaz de moverse por
sus propios medios, seguir a Jim como un perrillo. Y aunque a veces le trataba
peor que a los animales, cuando llevaba algún tiempo sin verle rondándole le
echaba de menos y le buscaba. Se sentían a gusto juntos, el mayor porque vencía
la soledad y se libraba de sus malos humores haciéndole objeto de sus
travesuras y Peter, Peter porque se sentía dichoso sólo con que Jim le mirase,
y le daba igual que lo atase a un árbol, le untase de miel y le dejase a merced
del oso de unos gitanos o le colgase cabeza abajo de la rama más alta de la
higuera del parque.
Cuando acabado su
primer permiso como guardiamarina Jim se reincorporaba a la mar salió a caballo
de Dungear House. Iba al paso,
contento de alejarse de las restricciones de la vieja condesa, su abuela y de
su marido, el obispo. En Hill Cover se detuvo y se giró para
mirar por última vez las torres de Dungear,
el momento del último adiós y cuando lleno de la visión de la mansión se fijó
de nuevo en el camino se encontró de frente con Peter.
— ¿Me estás
siguiendo?
— No, voy a la
aldea a hacer un recado —le mintió
.
.
— Pues adelante...
vamos ¿a qué esperas? —se impacientó viendo que el otro no se movía.
— ¿Te vas a
Plymouth? —preguntó Peter mirándose los pies y sin moverse.
— Mi barco zarpa
mañana.
— No me lo
dijiste.
— No tenía porqué,
apártate.
Y cogiendo
firmemente las riendas volvió el caballo hacia la aldea. El chiquillo no se
movió, parecía pegado a la tierra.
— ¿Puedo ir
contigo? —se atrevió por fin—. Quiero ser marino —por fin lo había dicho, pero
no por eso levantó la vista del camino donde se había entretenido en formar un
montón de chinas con los pies.
— ¿Tú? Eres muy
pequeño.
— Mido tres pies y
medio, no soy tan pequeño. Y no te rías —le pidió enfurruñado.
— Ya..., aparta.
Regresa a casa, tu madre te estará buscando.
Y haciendo girar al
caballo Jim prosiguió su camino silbando una cancioncilla. Peter caminó tras
él, el otro puso el caballo al trote y el chiquillo avivó el paso, Tras saltar
el portazgo del límite de la finca, lanzó el caballo al galope. Estaba
despidiéndose del caballo en la cuadra de la posada cuando entró el niño
jadeante.
—Te he dicho que
regreses a casa —dijo parándose delante de él con la silla entre los brazos. Y
como Peter no recuperase el resuello lo cogió por el cuello de la camisa y lo
empujó hacia un montón de paja-. Deja que te explique. Eres muy pequeño, sólo
tienes ocho años. Tu sitio está con tu madre, con el tiempo mi abuela te dará
un buen empleo en la finca.
— ¿Marinero? ¿Qué
sabrás tú? Si te embarcas serás un simple grumete, tendrás que hacer los
trabajos más sucios, pasarás hambre, te pegaran... No lo resistirás.
— Tú lo resistes —aquello
era incuestionable, si Jim podía él también.
— Yo soy un
guardiamarina, no un grumete.
— Pues seré guardiamarina.
— Peter Keel, tú
no puedes ser un cadete —le dijo recalcando cada palabra.
— ¿Porque no tengo
dinero? Tú tienes, préstamelo —le pidió.
— ¿Yo? No digas tonterías,
en mi vida he visto más de dos libras juntas. Anda, vuelve con tu madre, estará
preocupada —insistió.
— No se dará
cuenta de que me he ido. Está muy ocupada con el señor Taylor.
— ¿Quién es ese? —A
pesar de sus prisas a Jim le picó la curiosidad.
— El barbero de Clayton House. Su marido.
— Así que tu madre
por fin se ha casado. Pues enhorabuena Peter Keel, ya tienes un padre que te
enseñe su oficio.
— Yo ya tengo un
padre—contestó mirándolo muy fijamente—. El señor Taylor no me toca nada —gritó
ofendido—. Quiero ser es guardiamarina como tú.
— No puedes, no te
dejarán —el estallido del pequeño le pilló por sorpresa.
— ¿Por qué? —Insistió
con impaciencia—. ¿Por qué tú sí y yo no?
— Son cosas que no
sé explicar muy bien, pregúntale a tu madre —le reconoció con pesar.
— Está bien —se
resignó el chiquillo—. Seré grumete.
— ¿Sí? ¿A ver, qué
sabes tú del mar? ¿Sabes halar de un cabo, llevar un timón, cazar las escotas?,
¿qué quiere decir partir el puño...? Apuesto que ni siquiera sabes nadar.
— Puedo aprender.
Soy listo. Tú lo dijiste.
— Eres listo pero
no sabes leer, ni escribir, no nadar…
— Tú me enseñarás —le
dijo categórico.
— ¿Yo, en el
barco? Eso es imposible —Jim le dio la espalda harto de la conversación, el
mocoso era un cabezota, así que para zanjar el asunto le hizo una proposición-.
Vamos a hacer una cosa, Peter Keel, escúchame bien. Regresa a casa, ve a la
escuela, aprende todo lo que puedas y cuando vuelva de este viaje si sabes
leer, escribir y nadar hablamos.
— Júramelo —le
exigió.
— Te lo juro, por
éstas —dijo al mismo tiempo que se besaba el índice y el pulgar cruzados. En
aquellos momentos no tuvo conciencia de lo que aquel juramento le cambiaría la
vida.
Y Jim cumplió
porque no le quedó más remedio. Aquella conversación, la más larga que habían
mantenido hasta entonces, le dio a Peter Keel fuerza y esperanza. Cuando
regresó con su madre, le lloró, le insistió, y se enfadó hasta que consiguió
que le dejase acudir a la escuela. Cierto que el maestro dejaba mucho que
desear, que no enseñaba ni latín ni griego, que sus matemáticas no pasaban de
las cuatro reglas y su retórica del Padrenuestro,
pero al menos aprendió a leer y escribir. No hizo amigos en aquel cuartucho sin
ventilación donde en invierno les chorreaban las narices, los sabañones
sangraban y los ojos lagrimeaban por el humo de la estufa y no le importó.
Regresaba corriendo a su casa saltando cercas para hacer su trabajo con el
señor Taylor.
Afilaba navajas,
limpiaba palancanas, mezclaba grasas, y lo hacía rápido y bien porque, sobre
todo, ansiaba hacer sus deberes y leer. Leer, una y otra vez, el libro que uno
de los criados había salvado del trapero y que perteneciera a Jim “Teoría y ciencia de los vientos y la
navegación”. No entendía ni una palabra, pero no por eso cejó de leerlo
mientras caminaba por entre las tumbas del cementerio de la finca. Cuando en la
primavera los días se alargaron y la temperatura se templó, dejaron de verlo
caminar... hasta que un día uno de los jardineros avisó al obispo Grey de que
Peter Keel se estaba ahogando en el arroyo de Man Green. El obispo, abandonando sus mariposas, se lanzó al agua a
rescatarle y Peter recibió una única y
valiosa lección del arte de nadar “nunca
te tires al agua donde no puedas hacer pie”. No la olvidó y siguió intentándolo, hasta que
una tarde se percató de que con el impulso de sus brazos y sus piernas había
avanzado unas yardas o eso le pareció, porque no hubo testigo alguno que lo corroborase.
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