LA DESTRUCCIÓN DE ACAPULCO
Cuando el infante hizo
sonar la primera campanada de la guardia de la noche, el silencio se cortaba en
las cubiertas de la Dame. Los hombres miraban ansiosos hacia el este,
Acapulco se encontraba frente a ellos en silenciosa. Se deslizaban tan cerca de
la isla Roqueta como podían permitirse sin temor a los disparos de las baterías
del fuerte. En el mesana ondeaba la bandera portuguesa y en el espejo de popa
brillaba su nuevo nombre La Dona.
Los destrozos de la
tormenta no habían sido graves y los hombres trabajaron rápido para desarbolar
la fragata lo suficiente para aparentar que necesitaban refugiarse en el puerto.
El mastelero del trinquete y el perico yacían sobre la cubierta aparentemente
hechos astillas. Era un disfraz sencillo, ningún vigía sospecharía de un
mercante portugués medio desarbolado. Si fracasaba la misión de Carter y Miller
al menos la Dame saldría indemne del
puerto.
El
cerro de la Brea apareció de repente frente a ellos y debajo una inmensa playa de arena dorada precedió a los
pantalanes del puerto. La ciudad de casas blancas parecía dormida a la sombra
del fuerte nuevo de San Carlos que se erguía como frontera entre la cordillera
y las calles. El capitán Bradley lo inspeccionó con el catalejo. Era un fuerte
imponente de planta estrellada, con murallas de varios pies de grosor. Sus
torreones cubrían los cuatro puntos cardinales ante cualquier ataque. Habían
planeado derribar el torreón sur y parte del lienzo de la muralla más alejado a la ciudad para que
les fuese más fácil a los hombres escabullirse. Al verlo frente a él, tan
impresionante como un castillo medieval, pensó en lo inútil de su intento;
después de todo, los malditos españoles hacían algunas cosas bien. Observó las troneras
donde ninguna actividad se apreciaba, parecía pacífico, tan dormido como la
propia ciudad. Enfocó cuidadosamente la lente, por algunas se asomaban las
bocas de los cañones pero no se veía a los artilleros sirvientes. Eran cañones
pesados, probablemente de cuarenta libras o más. La Dame no resistiría el
impacto de un cañonazo, uno sólo y se irían al fondo de la bahía. La suerte
estaba echada.
En el fondeadero,
desarbolado, escondido entre unos mercantes distinguió un buque de línea de dos
puentes. Otro enemigo a destruir.
—
El factor sorpresa, el factor sorpresa... —canturreó en voz baja.
—
¿Decía algo, señor...? —preguntó de Mercx a su lado.
Miró
el reloj, pasaban cinco minutos de las ocho y seguía la calma. Ninguna cañonera
salía del puerto, los muelles permanecían desiertos, las calles vacías, las
troneras del fuerte silenciosas. Tanta paz le intranquilizó. “Calma... calma, hay tiempo, todavía hay
tiempo”, se pidió. Pero la hora ya había pasado y el fuerte permanecía
intacto. Estaba arrepintiéndose de haber confiado a Carter una misión tan
arriesgada cuando por el ala este de la muralla, la más cercana a la playa, se
levantó una nube de polvo. Se
encontraban tan lejos, que a pesar de aguzar el oído sólo percibió el roce del
mar en los costados de la fragata. Podía ser una explosión, su explosión, pero
también la aparición de un regimiento de artillería. El viento del oeste
arrastraba los sonidos tierra adentro privándole de un aliado. Aparte de la
columna de polvo nada, el fuerte seguía silencioso y el puerto y las calles
vacías. No entendía donde estaban las gentes de aquel lugar, sólo era víspera
de Navidad, aún no era fiesta. Una segunda explosión debió producirse y una
tercera casi simultánea porque de pronto el fuerte tembló y el torreón del
fondo se vino abajo lentamente. Un hurra salió de las gargantas de los
asombrados hombres de la Dame, Jim estuvo a punto de dejarse vencer por
el mismo entusiasmo pero en el último instante se controló. Los hombres de
tierra habían cumplido su misión ahora era cuestión de ellos el rematar la
faena. Con la bocina en la mano para hacerse oír, gritó a Bob Fultton.
—
¡Abran fuego y que el demonio se los lleve!, ¡fuego, señor Fultton!
Y apenas pronunciada la orden el infierno se
desató sobre Acapulco. Uno tras otro los cañones de babor de la Dame arrojaron
sobre el puerto más de cuatrocientas libras de
proyectiles. Cuando el viento arrastró el humo hasta la cima del cerro
de la Brea comprobaron los efectos, habían destruido los edificios del puerto y
un enorme boquete aparecía en la popa del navío de línea. Aún así el torreón de
poniente del fuerte seguía en pie y de Mercx le avisó.
—
Señor, en el torreón mueven los cañones.
— Señor Fultton, eleve el tiro, al torreón—ordenó.
No
lo alcanzaron. Demasiado lejano para los cañones de la Dame. Sería
necesario acercarse más, casi se verían obligados a entrar en el fondeadero si
querían terminar de destruirlo.
—
Vire en redondo, señor Williamson —ordenó. Debían alejarse, virar e intentar
una mejor aproximación desde el sur. Los hombres respondieron con rapidez.
Hasta aquel instante habían tenido suerte y ni un sólo proyectil había sido
disparado contra ellos, pero el tiempo que tardasen en virar significaría
tiempo de recuperación para los defensores.
—
Capitán Perking que sus tiradores de las cofas disparen a todo lo que se mueva
en la ciudad.
Aún
a pesar del polvo, del humo y del olor a pólvora James Bradley se encontraba
sereno. Había pensado que las minas serían definitivas en aquella batalla y
había tenido razón. El desconcierto de los defensores debía ser tal que, a
pesar, de que les estaba disparando desde la bocana del puerto, debían de estar
preguntándose qué diablos le había ocurrido al fuerte. Podría haber una
compañía de soldados en la ciudad e incluso un batallón, pero ante la Dame
estaban indefensos, sólo el fuerte era vital para la defensa de la ciudad y lo
habían inutilizado. Cuando de nuevo se encontraron en posición, los artilleros
de estribor, con evidente afán de superar los tiempos de las brigadas de babor,
lanzaron las andanadas una tras otra. Nunca antes habían disparado tanto en tan
poco tiempo, apenas si el puerto era visible por la nube de humo. Sin embargo
algunas balas silbaron alrededor de su cabeza. Los defensores habían tomado
posiciones y disparaban a la Dame desde los muelles.
—
Capitán Perking, afinen la puntería, de cada disparo quiero un español muerto.
Me oye, oblíguenles a retroceder.
—
¡Señor Fultton, incendie los muelles, quemen los barcos, que no puedan
perseguirnos!
—
Señor Marcus, suelten las escotas, ¡Al pairo, al pairo!
—
¡Williamson, carguen el cañón de popa, ya!
Sus órdenes se sucedían una tras otra y
eran obedecidas con prontitud. Los mercantes comenzaron a arder. A su lado cayó
uno de los grumetes que corría de un lado a otro con su saco de pólvora. Lo
cogió por el hombro y lo levantó a pulso. Una bala le había entrado por la sien
derecha y un chorreón de sangre le manchó la mano y el brazo. En cuanto le vio
los ojos vacíos, lo dejó caer de nuevo sobre cubierta.
— ¡Maldita sea, a
qué espera, señor Perking, acabe con ellos!
Unos cuantos soldados se habían acercado hasta
los botalones de la Isla Roqueta y barrían con sus mosquetes la cubierta.
Duraron poco, de nada les sirvieron las rocas para su protección. Desde las
cofas, los infantes de Perking los dominaban y en apenas unos minutos aquel
peligro desapareció. Aún así Jim no desistió del ataque, del torreón norte
salió una nube de humo, les disparaban con un cañón. Sintieron el silbido del
bolaño que pasó de largo por encima de la arboladura.
— ¡Tienen que
afinar la puntería! —gritó a su lado Lovely, que había subido a cubierta
ansioso por ver la batalla.
— Déjelos que sigan
así, no tiente al diablo, señor Lovely —contestó Williamson totalmente ocupado
con las maniobras de la Dame. El segundo proyectil que les llegó
atravesó limpiamente el perico—. Lo ve, ya han afinado y no nos conviene.
Larguémonos de aquí.
— Un momento,
Williamson, espere, daremos una nueva pasada, destrocemos esos cañones, no
dejemos las cosas a medias —ordenó el capitán.
La Dame viró
y enfiló de nuevo la bocana del puerto con columnas de humo saliendo de todas
las portas de babor. La andanada silenció al mar. Desde tierra no les llegó
respuesta, aunque con la humareda ninguno de los hombres de cubierta vislumbraba
lo que ocurría en el puerto.
— El fuerte, señor,
está cayendo... —gritó el vigía desde el tope del mayor.
Era cierto, una
fuerte sacudida se sintió en la cubierta. Parecían los temblores de un
terremoto, salvo que cuando el humo fue arrastrado tras la cima del monte de la
Brea, en el lugar donde antes se alzaba, majestuoso y terrorífico el fuerte
nuevo de San Carlos, se veía una inmensa polvareda ocre y marrón que saliendo
de las entrañas de la tierra se alzaba como columna de fuego por detrás de las
casas blancas de la población.
—Lo han vuelto
hacer, señor, ¡Hurra por el señor Carter! —gritó un eufórico Williamson.
A James Bradley se le
escapó un suspiro de satisfacción, se sentía feliz, un poco mareado por el olor
a pólvora y la tensión acumulada durante aquellas horas, pero feliz. Observó
una vez más Acapulco por la lente de su catalejo, habían estallado algunos
incendios pero no se veía a nadie que corriese a sofocarlos. Sabía por las
noticias que le llevó O´Connell que la ciudad se encontraba en manos de los
insurgentes. Había sido todo tan fácil, que en su fuero interno no dudó que se
debió a la falta de una guarnición. Los soldados realistas hubieran opuesto
mayor resistencia, que la chusma sublevada, al menos se les presuponía mejor
preparación artillera, más disciplina. Pero... esa fue su suerte, y no había
que desdeñarla. Se volvió hacia los hombres.
- Bien, señores ha
sido un hermoso ataque —dijo y sus labios se entreabrieron en un esbozo de
sonrisa.
Luego se volvió
hacia los oficiales y anunció solemne.
—Hemos acabado con
Acapulco la base de la Armada española en el Pacífico —y como los hombres
empezaron a vitorearle, levantó los brazos y los contuvo— Hemos acabado con
Acapulco —repitió, pero no ha terminado nuestra misión. Señor Williamson,
alejémonos a todo trapo —ordenó—, rumbo noroeste.
— A la orden,
señor.
Y las órdenes se
repitieron hasta el último rincón de la Dame. Los hombres subieron a los palos. rápidos, sin mostrar la más
mínima huella del cansancio que sin duda tenían. La fragata navegaba bien de
bolina, pero en aquellos momentos tendría que hacerlo con mayor precisión que
nunca. Y eso a pesar de que la cubierta mostraba alguna herida, y algunos cabos
colgaban sueltos. Con rapidez y precisión las velas se amuraron a babor y la
nave se alejó del humo y el fuego. Realmente no habían sufrido graves daños, un
grumete muerto y tres hombres heridos por los retrocesos de los cañones y
algunas quemaduras. Se sentían orgullosos de la hazaña. El capitán Bradley se
frotaba las manos, Acapulco tardaría mucho, pero que mucho tiempo en volver a
ser la base de la Armada española en el Pacífico o de cualquier otro estado, si
finalmente los alzados triunfaban.
—¡Destrinquen el
cúter, señor Grahan! —ordenó al segundo del contramaestre— Busquen al Galeón. Se
encontrará probablemente a unas siete u ocho millas de nuestra posición a no
ser que la tormenta de anoche le hiciera daño. Escuche —explicó al marinero— si
no lo encuentran a esa distancia, lancen dos bengalas rojas, si están a menos,
dos amarillas ¿entendido? Y no se le acerquen demasiado.
Keel había asistido
a la desigual batalla con el corazón encogido, no porque tuviera miedo, sino
porque no podía dejar de pensar en Eugenia. Hasta aquel día había apoyado
ciegamente a James Bradley, su lealtad no era para la Armada ni para
Inglaterra. La Armada, Inglaterra, el rey Jorge, eran para él tan abstractos
como la trigonometría, demasiado lejanos para ser tenidos en cuenta. Su lealtad
era para su hermano, para su sangre. Pero Eugenia lo había trastocado todo y la
falta de escrúpulos de James Bradley rompió el lazo. En la Dame había
una mujer inerme, desposeída de sí misma por otros hombres hasta hacerle
preferible la muerte a la que James Bradley acababa de darle el golpe de
gracia. Necesitaba verla, hacerle
comprender que Peter Keel no la abandonaría jamás. Que no importaba lo que
hubiese ocurrido ni en el Magallanes ni en la Dame. Tenía que
verla, hablarle, hacerle saber que debía conservar la esperanza, que en algún
lugar habría una vida para ellos.
La Dame se
deslizaba lentamente por las negras aguas. Despachado el cúter a vigilar el
Galeón de Manila, a la tripulación no le quedaba nada por hacer más que
esperar. No lo dudó, la única posibilidad que tenía para verla era acceder al
camarote desde el coronamiento. Se la jugaba, no sólo arriesgaba su libertad si
la guardia le sorprendía en el intento, sino la vida. Podía caer al mar, la Dame
seguiría su rumbo y nadie daría la voz de alarma. Pero era su única posibilidad
y la aprovecharía. Esperó a que los hombres de la primera guardia se hubieran
aburrido un rato en sus puestos, a que la atención decayera ante la inactividad
y el cansancio, después de todo acababan de librar una batalla y a más de uno
se le cerrarían los ojos. A demás tenía la suerte a su favor, Williamson era el
oficial encargado de la guardia con Clift de ayudante.
Bajó al rancho
cuando se lo ordenaron. Tendió su coy y cuando se oyeron los primeros ronquidos
se levantó con sigilo y se deslizó con
mucho cuidado entre los hombres como una sombra. Markoff gruñó cuando sin
querer le rozó la mano, aunque no dijo nada. Tenía preparada una excusa, iba al
beque de proa. Una vez fuera del rancho no sería tan fácil. No podía dirigirse
directamente a popa, el centinela lo detendría. La única posibilidad de acceder
al camarote era salir por una de las portas que se encontraban entre el rancho
y la escotilla de la enfermería. Quedaba cerca de la camareta de los
guardiamarinas, demasiado cerca para que el ruido no fuese un peligro.
Escalaría por el costado de la Dame hasta llegar al espejo de popa y
entraría en el camarote por el ventanal. Llevaba tantos años navegando que la
oscuridad había dejado de ser un problema, e incluso sus pies descalzos
conocían, casi tan bien como sus ojos, los rincones de la Dame. Se
deslizó pegado a las paredes, sin ruidos, atento a cualquier crujido extraño. Oyó
los ronquidos de Dick de Mercx y los del señor Lovely; de la cabina del
escribiente salía una raya de luz, el señor Sinclair estaría poniendo al día el
diario de a bordo.
Extremó la
precaución y pegado a los mamparos de las cabinas siguió avanzando, sus manos y
sus pies eran sus ojos y aunque iba despacio tanteando el espacio delante de
él, no pudo evitar el golpe en la rodilla con la cureña del cañón; aún estaba
caliente y el olor a pólvora se le metió en la nariz cuando se inclinó para
localizar las juntas del batiporte. Tendría que arriesgarse y dejarlo
entreabierto porque debía regresar por el mismo camino. Cuando tras varios
intentos fallidos logró alzarlo sin que los pernos chirriasen, la brisa de la
madrugada le heló el sudor de la espalda. Ahora venía lo difícil. Se agarró al
exterior de la porta y haciendo un gran esfuerzo tensó los músculos de los
brazos y logró sacar el cuerpo. Estaba
fuera, lo había conseguido a costa de sus menguadas fuerzas y aún le quedaba
por recorrer una tercera parte del costado de la fragata. Tendría que hacerlo
saltando de porta en porta, de imbornal en imbornal hasta llegar a la popa;
luego por las cadenas del timón le sería fácil escalar hasta el ventanal.
Había sobreestimado
su resistencia, a pesar del impulso de sus piernas y que sus manos asieron el
trancanil del imbornal, el brazo izquierdo no le sostuvo y cayó al mar. El
ruido que siguió a su entrada en el agua le asustó, atraería hacia el costado la
atención de todos los hombres de la guardia. En el silencio de la noche, ningún
marinero, nadie con sus sentidos alertas confundiría aquel sonido, sólo con
creer oírlo a los marineros ya se le escapaban las palabras “hombre al agua”.
Hundió la cabeza en el mar, la luna cómplice se escondió tras una nube y Keel
se lo agradeció, al menos contaba con una aliada. Aún así siguió bajo el agua
hasta que sus pulmones dijeron basta, se ahogaba. Emergió silencioso, con la
boca abierta, sin jadeos y despacio, muy despacio llenó sus pulmones de aire.
Volvió a emerger cuando tocó la cadena del timón. Se agarró a ella y se impulsó
hacia el aire, extenuado. No sólo le faltaba la respiración sino que los músculos de sus brazos y las piernas le
bullían como si los recorriesen un batallón de hormigas rojas. Hacía casi tres
meses de la herida y aún no se había recuperado del todo. Esperó agarrado a que
el palpitar de su corazón se serenase, y haciendo de nuevo acopio de las
escasas fuerzas que le quedaban trepó los diez pies que le separaban de la
galería. Se agarró al pasamanos y desentumeció los brazos, le pareció imposible
haberlo conseguido. Tenía tan pocas fuerzas que cuando alzó las piernas para
pasarlas por el hueco, el brazo de apoyo le falló y estuvo a punto de caer de
nuevo al mar. Esperó a serenarse agarrado al borde con una mano, cuando su
respiración se recuperó volvió a alzarse a pulso sobre el hueco y se dejó caer
de cabeza en el camarote.
La habitación
estaba en penumbra. Por el tragaluz, el fanal del mesana iluminaba apenas una
estrecha franja. Conocía la disposición de los muebles, no era la primera vez
que estaba dentro, aunque si la primera desde que instalaran a Eugenia. Se
acercó despacio al mamparo de estribor donde se encontraba la litera. Estaba dormida.
En cuanto la vio en la cama totalmente abandonada, con el rostro gris por la
escasa luz, sintió una profunda vergüenza. No debía de estar allí, no debía
robarle aquella visión. Sin embargo, se acercó no podía dejar de contemplarla
de cerca. La sabana que la cubría apenas si tenía un ligero relieve sobre sus
pechos y en la almohada, en la penumbra una sombra más oscura señalaba sus
rizos que ya caían a ambos lados del rostro.
—¡Váyase capitán! —La
voz surgió como un lamento de entre las sombras. Peter retrocedió—. ¡Déjeme en
paz!— La frialdad se quebró y el “por favor” sonó roto, estrangulado.
— Soy Peter,
Eugenia. No voy hacerte daño —dijo sin acercársele, dándole el espacio
suficiente para no intimidarla—. Sólo quería saber si te encontrabas bien.
Y como la mujer
callara, como no hiciera ningún gesto hostil dio un paso hacia la cama.
— ¿Peter Keel? ¡Oh
Peter, eres tú!— y ante su sorpresa Eugenia le echó los brazos al cuello—
¡Peter, Peter, Peter! —no paraba de pronunciar su nombre, y Peter sintió la
humedad de sus lágrimas en el cuello. Con cuidado la rodeo con sus brazos y la
apretó contra sí, el corazón quería escapársele del pecho. La abrazaba y no escapaba. Se dejaba mecer como un bebé.
— Desahógate..., ya
ha pasado todo.
Cuando Eugenia se
serenó, su cuerpo se quedó rígido, al fin se había dado cuenta de a quién
abrazaba. Keel le acariciaba la nuca cuando ella poniéndole las manos en los
hombros se apartó de él.
— Siento que hayas
tenido que pasar tanto miedo, hubiera querido venir antes, pero no he podido.
¿Estás bien? ¿Te ha herido alguna esquirla, te duelen los oídos..., dime que no
te ocurre nada, que estás bien? —insistía sin apartar las manos de su rostro.
— Sí, no me pasa
nada, gracias. Siento haberte asustado —contestó.
—No, quien te ha
asustado he sido yo, pero no podía venir abiertamente, aún sigue el centinela
en tu puerta. Siento que hayas tenido que pasar por todo esto, el miedo...
- No, no, miedo no.
Dolor, Peter, cada cañonazo me partía el corazón, se me clavaba en el estómago.
No podía dejar de pensar en la gente que moría por cada disparo.
— Ya ha pasado, ya
ha pasado..., no te preocupes —la acunaba—. Descansa, sólo quería saber cómo te
encontrabas. Me quedaré contigo hasta que te duermas... — y la volvió a
estrechar entre sus brazos.
— ¿Hay heridos,
muertos? —preguntó— Nadie me ha dicho
nada, ni siquiera Bell ha venido.
— Lo siento,
Eugenia, Bell..., Bell a muerto. No
llores, duérmete... mañana habrá otra batalla, procura descansar...
— Va a seguir arrasando ciudades, es eso
Peter...
— No, estamos en
alta mar, va a intentar apoderarse del Galeón de Manila.
— El barco que hace
el comercio entre las Filipinas y el Virreinato de Nueva España —apostilló la
muchacha.
—Sí, será más
peligroso que el ataque a Acapulco. ¿Dónde te han llevado, a la enfermería, has
estado con el doctor?
— No, pero no importa.
El centinela me encerró en el pañol del pan. - Y como viera la ira en los ojos
de Peter, le contuvo—. No te enfades Peter, no importa...
— ¿Cómo ha podido? —estaba
indignado, ofendido por tanta crueldad —. Hablaré con el doctor —y sin poder
contener más su ira estalló—. ¡Le mataré!, te juro que lo mataré…
— Por favor, Peter,
no te enfrentes al capitán, tú no —le pidió verdaderamente asustada—. He estado
cómoda, te lo aseguro, el centinela me dejó un farol, no ha sido tan horrible
como parece.
— ¿Por qué lo
defiendes, dime, le quieres? —y había tanta ansiedad en su voz, tanta angustia
que Eugenia cogió una mano entre las suyas y mirándolo a los ojos le contestó
- ¿Quererle, al capitán? No, Peter, no puedes preguntarme eso. Yo no puedo querer
a nadie, no te das cuenta. Yo no puedo querer al capitán Bradley.
— Puedes quererme a
mí —le propuso abrazándola y cuando ella le rechazó con suavidad para
engatusarla añadió—, me harías el hombre más feliz del mundo. Si tú quisieras
le pediría a James Bradley que nos dejase en alguna isla y viviríamos nosotros
solos, al margen del mundo. Tú y yo. Yo pescaría, cazaría... y hasta que te
recuperases cocinaría, lavaría, te cuidaría. ¿De qué te ríes? —Se detuvo en su
discurso deslumbrado por la sonrisa de la muchacha— Me gusta tu sonrisa, quiero verla siempre en tu rostro. No importa
que te rías de mí. Puedo ser un payaso... te cantaré mis canciones —y
poniéndose serio le pidió—. Eugenia di que vendrás conmigo..., dilo...,
necesito oírtelo decir...
— ¡Estás loco!,
¿dónde iríamos?
— Lo he estado
pensando., hay muchas islas. Ya viste las Marquesas, son el paraíso. No
recuerdas como disfrutamos en la cascada. Podríamos ser felices juntos lejos de
la Dame, del capitán Bradley.
—... El capitán
Bradley... Nunca podríamos olvidar al capitán Bradley, Peter, nunca —reconoció
apesadumbrada.
— Pero vendrás,
vendrás conmigo... –insistió.
— Peter, no tengo fuerzas
para ayudarte con tu mundo, no puedo, creo que...
— Calla, no sigas.
Yo tengo fuerzas suficientes por los dos, sólo quiero tenerte a mi lado. Que me
mires como ahora lo estás haciendo, que me sonrías. Tú no te preocupes, déjalo
en mi mano, lo conseguiré... , sólo dime que vendrás. ¡Dímelo!
— No es justo Peter,
no es justo para ti, estoy tan cansada. No tendrás el barco, con que llevas tanto tiempo soñando sólo una
mujer enferma.
— ¡Te equivocas!
Tendré a la mujer que amo ¿qué más puede desear un hombre? Nunca he tenido
tanto...
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