miércoles, 31 de julio de 2013

ORANGE IS THE NEW BLACK. LOS HECHOS Y LAS CONSECUENCIAS.


Una mujer joven, una wasp  (blanca, anglosajona y protestante), graduada por la universidad femenina de Smith, se enreda con una mujer que trabaja para una red de narcotraficantes, la ayuda en el blanqueo de dinero y por un tiempo, a costa de la droga, disfruta la vida loca, grandes viajes, lujosos hoteles, ropa cara y dinero, mucho dinero, por un tiempo; luego se asusta, abandona a la amante y regresa a la vida acomodada y sin sobresaltos que le esperaba como mujer rubia, e “Hija de la Revolución”, comida orgánica, productos artesanales, casa en Brooklyn, novio formal. Hasta que de repente el pasado olvidado vuelve y exige reparación. La mujer joven, blanca, anglosajona y protestante ha sido denunciada y tiene que cumplir una condena de un año de prisión.


Eso le ocurrió realmente a Piper Kerman. Piper cumplió su condena en Dambury, una cárcel de mínima seguridad del estado de Nueva York, y  cuando salió escribió un libro de memorias titulado Orange Is the New Black: My Year in a Women's Prison contando sus experiencias en la cárcel, se casó con su prometido (quien como novio formal de una presidiaria había conseguido vender al New York Times dos artículos hablando de su relación, aquí el enlace al títulado “Amor Moderno”). Ahora Piper da conferencias sobre la necesidad de reformar la legislación penitenciaria en Estados Unidos.


Con esos antecedentes no parecía que fuese a resultar muy interesante la serie que Netflix, la plataforma de internet, puso a disposición de sus suscriptores el 11 de julio (13 episodios) y renovó para una segunda temporada antes incluso de su estreno. Tenían razón en hacerlo porque Orange is the New Black está siendo la serie de moda este verano con permiso de Unther the Dome. La responsable del éxito no es otra que la productora y guionista Jenji Kohan, que ha adaptado para la televisión el libro de memorias de Piper Kerman.





La serie comienza el día que Piper, Piper Chapman en la serie (interpretada por Taylor Schilling),  ingresa voluntariamente en la prisión de  Litchfield. La acompaña resignado su modélico novio Larry (Jason Biggs, de American Pie). Como buena americana está dispuesta a cumplir su condena, sólo serán quince meses “¿Qué son quince meses?”, y además piensa aprovecharlos bien, estudiará, “Leerá todo lo que hay en su lista de deseos de Amazon” y hasta… bueno ¿por qué no?, hasta podría entrar embarazada en prisión para no perder el tiempo. Al final se conforma y sólo desea que Larry mantenga actualizada su página web y que no vea solo Mad Men, que la espere. Luego, antes de que haya transcurrido la primera semana encerrada, los deseos cambiarán porque cuando se despierta por las mañanas hay un instante en que se siente bien, hasta que descubre dónde está y entonces se da cuenta de que no puede respirar y entonces sólo quiere llorar y suicidarse.


Y eso que sobre las puertas de  la cárcel de Litchfield, Piper no leyó lo que según Dante Alighieri estaba escrito sobre las puertas del infierno “Vosotros los que entráis perded toda esperanza”. No las pierde, se siente protegida, por el sistema, por sus conocimientos, sus relaciones, su clase y su apariencia de niña buena y como tal actúa al principio, tratando a las otras reclusas con condescendencia y superioridad, como si la prisión fuera una especie de internado y ella la niña de oro. Pero no lo es, “Ten cuidado pequeña, esto no es América”, le advierte alguien. Porque en Litchfield, como en cualquier entorno cerrado,  hay una lucha soterrada por el poder entre los funcionarios y la dirección, entre las reclusas y los funcionarios, y, como no, entre las propias reclusas. “Ten cuidado con los funcionarios, van a ser agradables y te van a utilizar, cuando te hayan usado te van a tirar y no vas a ser nada”, le aconseja otra. Pero Piper, ensimismada, no percibe el peligro. “No tiene sentido hacerte la tímida, estás en casa”, le advierte “Pornstache”, un funcionario al que interpreta Pablo Schreiber mirándola lascivamente mientras se viste.


Y poco a poco Piper, al mismo tiempo que va perdiendo la esperanza de que los quince meses sean sólo un paréntesis en su privilegiada vida, descubrirá que los hechos y los actos no son sólo cosas que ocurren, errores que se cometen y se olvidan, que lo que haces o dices o dejas de hacer o de decir tiene consecuencias, porque frente a ti hay otro ser humano intentando sobrevivir y a quien tus actos, tus palabras o tus omisiones pueden cambiarle la vida, iniciará sola un viaje imprevisto hacia el interior de sí misma porque su novio y su amiga, atentos a sus esperanzas y  ambiciones no dudarán en utilizarla en su beneficio. “Piper, le dice su gran amiga, todos tenemos nuestra mierda”.





También las otras, reclusas que no mujeres, con las que comparte la vida, cada una con su horror y su pasado a cuestas. Esas, asesinas, rateras, drogadictas, prostitutas, que sólo esperan cumplir la condena de la manera más rápida y amable posible. Esas que son conscientes de que están presas no sólo por tomar malas decisiones sino por tener la mala suerte de que las pillaran, por que como dice Poussey,  "Nadie está allí por haber hecho un giro equivocado al ir a la Iglesia". Esas, esas si saben  que están indefensas, en manos de los que tienen el poder ya sean funcionarios, prisioneros o familiares y también que los actos, las palabras y las omisiones tienen consecuencias y además acarrean amargos rencores y odios insuperables.


Pero a Piper le cuesta aprender, no está acostumbrada, a los de su clase las consecuencias no les alcanzan, y aunque parece que entre equivocaciones, despistes y errores va sorteando el infierno, al final aprenderá de la manera más terrible que en la cárcel todos los actos, aún  los realizados con las mejores intenciones, rebotan contra las rejas y las paredes y se vuelven contra uno mismo como un mal sin remedio. Y también descubrirá en su viaje interior que no es la mujer progresista, culta, inteligente y comprensiva que se pensaba, sino un ser irracional dispuesto a matar ya no sólo por defender su vida, ni por instinto, sino por ira y rencor.


Y aunque el viaje interior de Piper no deje de ser un cuento aleccionador y emocionante, no es menos cierto que si Orange is the New Black es una gran serie, lo es por sus diálogos, a veces cortantes como el acero otras chispeantes, porque además de sentimientos hay humor, mucho humor, negro y blanco, políticamente correcto e incorrecto, pero sobre todo por la colección de personajes magníficamente construidos que acompañan a la protagonista, por los flashback que nos permiten abandonar Litchfield y perseguir la gallina de la emoción más allá de las rejas y saber de su pasado y las causas que los han llevado hasta allí. Los principales están en esta foto:





De izquierda a derecha, Red (Kate Mulgrew), la dueña de la cocina, dura como el pedernal y al mismo tiempo una "madre" que igual protege como castiga y de quien en la vida real, se burlaban las mujeres de plástico de los mafiosos rusos con los que se relacionaba su marido. La siguiente, dándole la espalda, Morello (Yael Stone), la mujer que sólo espera salir de prisión para casarse con su novio a pesar de que la ha visitado una sola vez y pasa los días organizando la boda y la luna de miel, pero que mientras tanto se lía con Nicky (Natasha Lyonne), la rubia a la tiene medio abrazada, ex drogadicta, una niña rica dura por fuera y blanda y dulce por dentro, siempre dispuesta para el amor. 



Junto a PiperAlex (Laura Prepon), su antigua novia, encuentro que provocará en Piper sentimientos encontrados, odio porque piensa que la denunció y amor, deseo de estar juntas de nuevo, y en Larry celos y mezquindad. Por encima de Nicky, peinando a Alex, Sophia (Laverne Cox), su historia es la de un bombero, casado, con un hijo que siempre se sintió mujer y luchó, para conseguirlo ayudada por su esposa a quien le daba igual que su marido tuviera tetas siempre que la quisiera;a la izquierda de Piper, “CrazyEyes”, Suzanne (Uzo Aduba), la primera que la ayuda y que a cambio quiere que sea su mujer, el poema que le dedica, el dolor que siente cuando descubre, gracias al repelente Larry, lo  que Piper opina sobre ella es conmovedor, y uno de los grandes momentos de la serie. 



Apoyada en ella se encuentra Poussey (Samira Wiley) , una mujer divertida y con los pies en la tierra, gran amiga de mi favorita, Taystee (Daniel Brooks). La historia de Taystee, la afroamericana de cabeza grande, es con mucho la más triste de la prisión, sus raps y sus poemas son una diversión para todas, pero es una mujer  que no tiene familia ni un lugar en el mundo donde ir; de las casas de acogida pasó a los correccionales y finalmente a la cárcel, a la que vuelve voluntariamente porque al menos en la prisión conoce las reglas para sobrevivir, tiene un lugar limpio dónde dormir y disfruta con su trabajo de bibliotecaria, para ella, el mundo de fuera es el infierno,




Hay tres latinas, Gloria (Selenis Leyva), que se quedará con la cocina de Red y le volverá las tornas y las dos de la esquina, las Díaz, madre e hija (Elizabeth Rodriguez y Dasha Polanco) que se llevan a matar y a las que un embarazo no previsto unirá; Y para el final, arriba, en la esquina derecha, Pennsatucky (Taryn Manning), la Némesis de Piper, pequeña, fundamentalista, cateta y sin dientes,  que en su locura la arrastrará hasta el infierno en el que nunca creyó.


¿Se librará del infierno Piper? La respuesta el próximo verano cuando se estrene la segunda temporada de Orange is the New Black.

sábado, 27 de julio de 2013

ENCUENTRO EN EL PUENTE




— Aunque ahora le parezca que lo que digo sólo son verdades de borracho, piénselo detenidamente. Piense en la primera vez que su sable atravesó el cuerpo de un enemigo, en el sobreesfuerzo que tuvo que hacer para que rompiera la carne, cómo parecía que fuera protegido por una cota, cuanto tardó la sangre en brotar. No es lo mismo una clase de esgrima que un abordaje, ¿verdad, teniente? Un florete que un sable. No voy a preguntarle cuantos hombres lleva en su cuenta, la mía es tan larga que ya no recuerdo la mitad de los sumandos.




— Milord...
— Vamos, teniente, estamos solos, nadie nos escucha y en verdad creo que haber amado a la misma mujer nos da un grado de... parentesco..., una cierta intimidad compartida. Mire, teniente, usted es un hombre de honor como todos los oficiales de la Armada Española, pero convendrá conmigo que el honor lo único que ha hecho por ustedes ha sido llevarles de derrota en derrota. Sí, sí…, no se preocupe, reconozco a todos sus héroes, les rindo homenaje; pero aquí y ahora sólo estamos usted y yo y no hablamos de guerras ni de patrias, hablamos de hombres a los que ya no les queda nada que perder, teniente, ni siquiera el honor. ¿O usted no lo ha perdido aún?



— No creo que eso le importe.
— No me importa, teniente, tiene razón, sólo estoy intentando hacerle pasar la velada de la forma más amena posible, con la nevisca que está cayendo no podrá abandonar Dungar House, está usted confinado conmigo entre estas ruinas, así que acomódese, olvídese de quién es y qué vino a buscar y charlemos como amigos.

— No soy su amigo, milord.
— Pero lo será, lo será antes de que amanezca… no lo dude.
— No pasaré aquí la noche, puedo ir caminando hasta la posada.
— ¿Caminando? Bien se nota que nunca ha visto nevar en las Tierras Altas. Suerte tendrá si puede marcharse mañana antes de que vuelva mi mayordomo. Estamos solos, teniente, como usted pretendía.
— Yo no…


— No mienta, teniente. Sé porqué está aquí, a qué ha venido, pero permítame que esta noche, si va a ser mi última noche me comporte como un perfecto anfitrión, permítame que le cuente una historia. Aún quedan muchas horas hasta el amanecer, quién sabe si para entonces ha cambiado de opinión. Como le decía, matar a un hombre, aún en batalla, es un problema. No se mata tan fácilmente en la guerra como la gente piensa, digo de frente, otra cosa son los cañones, esos matan indiscriminadamente, son eficaces y eficientes; en cambio los hombres, los hombres no lo son, unos tienen escrúpulos, otros conciencia, otros honor, y con tanto pensar lo que más les acomoda terminan muertos. Le aseguro que sólo un soldado al que se le haya extirpado la capacidad de pensar es un buen soldado, los marineros no lo son, ninguno, por eso yo siempre procuré que mis tripulaciones gobernaran los cañones con los ojos cerrados y la verdad es que lo conseguí, mis libras me costó, no sabe la de pólvora que disparamos.

— En los barcos de la Armada no había pólvora suficiente para hacer prácticas, la mayoría de las veces los cañones sólo se disparaban en batalla…
— Que ustedes perdían indubitablemente.
— España está en la banca rota, milord…
— Bah, olvídese de los países, lo que quiero decirle, porque de eso va  nuestra grata amistad, es que matar es difícil, muy difícil a no ser en defensa propia y de los que amas, y en cambio asesinar, matar a traición es lo más sencillo, y a pesar de que no me lo vaya a creer no se necesita de mucha preparación, decisión y algo de suerte.
— Para no terminar en la horca.


— Le aseguro, teniente, que por asesinar a un hombre ni usted ni yo seríamos nunca condenados. Somos caballeros, nosotros matamos, no asesinamos. Y ahí, ahí es dónde surge nuestra oportunidad. Permítame, permítame que le cuente. Una noche de las muchas que vagaba por Londres a la espera de conocer mi sentencia por “la apropiación indebida” del Galeón de Manila, como ni en los más abyectos salones se me tenía por bienvenido, me encaminé hacia el puente de Westminster, era una hermosa noche de comienzos de otoño y las llamas de los pebeteros que lo iluminaban de trecho en trecho bailaban empujadas por una ligera brisa. El río en penumbra parecía pequeño, encajonado en la oscuridad absoluta de sus dos orillas, debía ser tarde, porque apenas había gente por la calle, de los Comunes ya hacía tiempo que habían salido los diputados más  trabajadores y de la vieja Abadía se habían oscurecido sus vidrieras, señal de que los últimos oficios habían concluido. No recuerdo qué pensaba, me imagino que sólo era capaz de admirar el rutilar de las aguas pacíficas rumiando mi desgracia.



Los escasos viandantes que se encaminaban al puente lo hacían con la cabeza hundida en el cuello de la capa, medio embozados los ojos por los sombreros, como si temiesen que la bruma que comenzaba a elevarse del agua les atacara con sus miasmas. No sé cómo, en un momento dado, me dio por pensar que tal vez alguna de aquellas personas fuese un bandido que viniese hacia mí dispuesto a arrebatarme mi escuálida bolsa; menuda sorpresa se hubiera llevado, en aquellos momentos no portaba ni un penique. Sin embargo, nadie prestaba atención a nadie, las almas con las que me cruzaba caminaban a mi alrededor presurosas, casi corriendo hacia los refugios seguros. Tal vez me temían a mí, después de todo era un hombre solo, embozado como los demás, que portaba una espada en el costado derecho, sí, estoy seguro que más de uno creyó que yo podía ser su ángel de la muerte. Y pensé, lo hice, se lo aseguro, pensé que si perdía el botín del San Fernando, me dedicaría a saltar a los altos personajes de la corte. Con lo que obtuviera de sus bolsas botaría un barco para regresar a isla Navidad en busca de Eugenia.


Hice cábalas de cuál sería el lugar más idóneo para apostarme a esperarles y lo tuve claro, el parque de Saint James, que sólo algunos arribistas de la corte se atrevían a atravesar las noches en que borrachos abandonaban las fiestas del príncipe regente y mi "muy querida esposa". Eché cuentas, en una sola noche podría "expropiarles" unas mil o dos mil libras, sólo tenía que apostarme cerca de la salida del palacio y escuchar las discusiones de los criados, averiguar quién ganaba y quien perdía a las cartas.

En esas andaba, previendo ya mi futuro como saltador de carruajes y viandantes cuando vi que desde Whitehall se acercaba un hombre, un hombre bajo, delgado, un pequeño comerciante que había osado acercarse a las puertas del poder para conseguir alguna prebenda, tal vez, o un honrado menestral que acababa de limpiar la sala de vestir del presidente de los Comunes, me daba igual, llevaba un largo abrigo que se agitaba a su alrededor al caminar y sombrero de copa alta, demasiado a la moda para ser un honrado trabajador. Decidí que era mi ocasión, que nunca se me presentaría otra oportunidad de probarme a mí mismo si tenían  razón mis detractores cuando vociferaban a mi paso que no tenía honor ni dignidad.


Me alejé del pretil y me acerque despacio hacia el centro del puente donde en unos escasos segundos tendría que pasar mi víctima. Los pebeteros me iluminarían desde atrás por lo que a sus ojos yo tendría la apariencia de un gigante ante la cual sin duda alguna su arrojo, si es que lo tenía, se amilanaría. Me detuve en el centro justo dejando que el hombre se me acercase, continuaba caminando tranquilamente balanceando su bastón delante, atrás, delante atrás al impulso de sus amplias zancadas. Estaba ya sobre mí, no le quedaba más remedio que alzar la cabeza y esquivarme o golpearme.

Cuando le vi la cara sorprendida hice ademán de llevarme la mano al pecho, no sé qué pensó que iba a sacar pero su rostro se contrajo por un espasmo de miedo y dio un paso atrás aunque sin perderme la cara; luego debió pensar que necesitaba ayuda porque giró la cabeza a derecha e izquierda buscando gente, pero no había nadie a nuestro alrededor. El hombre, un lechuguino de los de leontina y pantalones negros, me miró con ojos extraviados y dio dos pasos atrás. Me avine al juego y me moví hacia él, nunca creí que mi rostro o mi apariencia fuesen capaces por si solos de infundir miedo. A los hombres de una tripulación se les gobierna por el temor al látigo, y aquel hombre desconocido para mí me rehuía simplemente porque era de noche, nos rodeaba la bruma y estábamos solos.


¿Comprende, teniente, de qué pocas circunstancias depende una vida? Aún no le había dicho ni una palabra, ni le había hecho gesto alguno amenazante y ya temblaba. Giró dos o tres veces la cabeza hacia atrás, ahora sí buscaba ayuda desesperadamente, no se atrevía a darme la espalda y echar a correr en dirección a la calle y las luces. Compulsivamente miraba hacia mí y luego a la oscuridad. Entramos en una bolsa de luz y la bruma, por momentos más densa nos encerró en su capullo; podía verle perfectamente los ojos desencajados, la boca abierta y balbuciente, agitando los brazos como alas de polluelo inexperto, no, no echaría a volar y él lo sabía; estaba, al menos eso creía él, totalmente a mi merced.

Le seguí, si él daba dos pasos hacia atrás  yo los daba hacia delante, si se detenía me detenía siempre con la mano en el pecho por debajo de la capa. De pronto el hombre tropezó y cayó de espaldas al suelo, empezó a gemir… “No, no…, no llevo dinero…, no llevo nada… No me haga daño, por favor…” Me asqueé de su miseria, en lugar de defenderse, de luchar por su vida que sólo él creía en riesgo se rendía y suplicaba. Saqué la mano del pecho y me llevé un puro a la boca. No debió percatarse porque continuó con sus suplicas; me incliné hacia él con el brazo extendido ofreciéndole  mi mano para ayudarle a levantarse, y sin embargo siguió arrastrándose de espaldas, huyendo de mí.

¿Me da fuego, por favor? —le pedí sonriéndole.
         
Aquellas escuetas palabras que en otras circunstancias no hubieran supuesto nada más que un "Sí" o un “No, buenas noches” debieron resonar en los oídos del lechuguino como una sentencia de muerte; de pronto encontró las fuerzas que momentos antes le faltaron, se levantó del suelo con agilidad y echó a correr sin mirar hacia atrás. Estaba a punto de abandonar el circulo de vacilante luz cuando los pies se le enredaron en el abrigo y cayó de bruces sobre el adoquinado.



— Y usted como buen samaritano se acercó a socorrerle.
— Así es, teniente, me acerqué con paso rápido, el golpe había resonado en el silencioso puente y temí que se hubiera abierto la crisma. Por un momento hasta temí haber llevado demasiado lejos mi pantomima, yo no le deseaba ningún mal a aquel pobre hombre.
— No pretendo ofenderle, milord, pero no creo que deba sentirse muy orgulloso de sí mismo y no entiendo la moraleja de la historia.
— Aún no ha terminado, teniente, pero no le sigo, ¿qué había hecho hasta entonces indigno de un caballero? Nada… en ningún momento blandí el sable…
- Señor, usted mide más de seis pies, y en la noche, envuelto en la bruma, como usted mismo reconoce, no necesitaba de armas para resultar amenazador, su sola presencia era suficiente para aterrorizar a quien confiadamente creía caminar solo.

—Muy bondadoso resulta usted, teniente, un hombre como debe ser no se hubiera dejado amilanar en ningún momento, midiese yo cinco o siete pies, un hombre debe encontrar en sí mismo la fuerza suficiente para defender su vida. Pero no he concluido, teniente, aún no he acabado mi historia, que cambió ya para siempre mi destino. El hombrecillo debió encontrar dentro de sí alguna llamita de esa fuerza que se nos infunde al nacer, la que unos momentos antes no había conseguido encontrar, lo cierto es que cuando me acerqué de nuevo a él y me incliné con las manos extendidas para ayudarle, esta vez no reculó, al contrario me lanzó un puñetazo con su puño derecho, como comprenderá me fue sencillo eludirlo, le sonreí, sí recuerdo que le sonreí, era mi reconocimiento a su orgullo y coraje.


—Tranquilo, amigo –le dije- sólo pretendo ayudarle, no tema. Pero él no debió entender nada, perdido el empuje que le llevó a atacarme, le inundó el terror del que se sabe muerto, gateó alejándose; le confieso que me cansé, me dio lastima y al mismo tiempo que me retiraba dije:

—Está bien, amigo…, como usted quiera, y me alejé de el riéndome a carcajadas.
Es usted un canalla, capitán Bradley.
— Sí, sí…, claro que sí teniente…, se lo admito y hasta le reconozco que me enorgullezco de mi ruindad.
— Abuso de su posición ante un inferior, aterrorizó a un pobre hombre que no le había hecho nada.
¿Cómo lo sabe usted?
— ¿Cómo sé qué?

— Sí, dígame cómo sabe usted que no me había hecho nada. Usted piensa que se asustó por mi sola presencia y mi actitud amenazante, yo mismo le he hecho creerlo, pero ¿y si no era cierto?, ¿y si me había reconocido? Mi caricatura estaba todos los días en la prensa, The Morning había hecho suya la causa de hundirme… tal vez él era el gacetillero que redactaba las soflamas que pedían mi cabeza y pensaba que buscaba venganza. Lo hubiera podido matar con total impunidad; durante el enfrentamiento nadie se nos acercó, ningún ruido me alertó de posibles testigos. Miré el reloj, pasaban las nueve de la noche, a esas horas, en Londres aunque no sea invierno ya no hay nadie en las calles del centro, tal vez en las del East End deambularan algunos tarambanas y ciertas busconas de poco fuste, pero nadie transitaba las calles del centro, y menos a pie, aún a esas horas los clubes estarían rebosantes de gentes y en los cafés se jugaría al billar y a las cartas. Y aprecié en sus justos términos la oportunidad que aquella soledad me propiciaba. Me había divertido, pero el juego había terminado.


¿Lo mató?

— ¿Lo maté? No, por supuesto que no. Lo asesiné. 

sábado, 20 de julio de 2013

BONES, COMIC-CON 2013. SE CASARÁN ESTA TEMPORADA


El viernes 16 en el Comic-Con de San Diego se celebró el panel de Bones, asistieron David Boreanaz, Emily Deschanel, Hart Hanson y el productor ejecutivo y director de muchísimos episodios Ian Toyton, En Give Me My Remote se puede leer como se desarrolló la presentación en tiempo real, un montón de bromas, alguna noticia y muchos spoilers (ver aqui) . 

La presentación fue, visto las declaraciones de Hart Hanson sobre la boda de la pareja esta temporada, un intento de superar el enfado de las fans por el final de la octava.

Esto es un resumen de lo que han publicado tanto en TV Line y en TV Guide.



INFORMACIONES:

Hart Hanson dijo: "No le estamos engañando, se casarán esta temporada". 
- David Boreanaz dirigirá dos episodios de la 9 temporada.

- El primer episodio lo va a dirigir Ian Toyton.
- El martes 23 comienza el rodaje de la 9 temporada.
- Habrá un salto en el tiempo entre el final de la 8 de tres meses.
- En el segundo episodio Booth y Brennan van un retiro de parejas con problemas.
- En la temporada aparecerá un nuevo interno, alguien en silla de ruedas y con muy mal genio.
- Sweet y Daisy continúan en la serie.
- No hay planes para que el doctor Zack Addy vuelva a la serie.



SPOILERS:

Cada cual que los interprete a su manera, pero recordad que son informaciones interesadas y verdades a medias:

- Al comienzo de la temporada la pareja está distanciada.
- La relación entre Booth y Brennan será diferente, dijo bromeando el productor ejecutivo Ian Toyton.
- Booth hablará con un sacerdote sobre la proposición.
- Según David Boreanaz Pelant se tiene que ir rápido. 
- Hart Hanson, en cambio, no sabe como Pelant morirá, seguirá mientras sea interesante.


VIDEOS  

- David Boreanaz haciéndole una propuesta a Emily Deschanel en nombre de Booth



- Entrevista David Boreanaz


- Avance de la novena temporada mezclado con imágenes de la octava.

jueves, 18 de julio de 2013

¿ARDE EL LATEX?



Siempre creí que un hogar era un refugio, un escudo de misiles tan potente o más que los que soñara el presidente Ronald Reagan para su Iniciativa de Defensa Estratégica (mundialmente conocida como Guerra de las Galaxias); un búnker en el que en cuanto cerrabas la puerta y echabas la llave el ruido, la guerra, el mundo y la carne dejaban de existir.

Después del abandono de mi marido seguir creyendo esa patraña había estado a punto de costarme la vida, menos mal que con la ayuda de mis amigas y los sabios manejos del doctor Rabbit logré romper el cerco del hielo negro. Luego, el descubrimiento de la estafa de los millones y sobre todo la aparición de Vanessa cambiaron el paradigma, la chiquilla "sabia" había barajado de nuevo las cartas y puesto sobre la mesa seis rutilantes ases.

   Y no, no, a pesar de que ahora se diga que el "Orange is the new black" (gran serie) no estoy preparada aún para contaros lo que sucedió entre nosotros después de la primera cena; sólo diré que fue una noche placentera y ajetreada. Aún así, o tal vez por ello, al amanecer lo esperé con los ojos abiertos. Vanessa, exhausta, dormía a mi lado con la cabeza bajo la almohada. Apenas si le rocé (no quería despertarla) con un dedo el brazo que pacífico descansaba sobre mi pecho y de nuevo un calambre me soliviantó. Parecía imposible que la carne recién alimentada se despertara hambrienta. Pero no, no oí a Rocío Jurando cantando eso de "Si amanece y ves que estoy despierta...". No, era algo bien distinto al deseo lo que me tenía alerta.

Conocía la causa, la conocía aunque hasta entonces me negara a pensar en ella. Todo muerto necesita un funeral, un entierro, mientras no lo haya no se podrá dar por acabado el duelo. Nunca me libraría completamente de la angustía, más amaneceres en vela me esperarían si no procedía de una maldita vez, sin más renuencia a enterrar los últimos veintiséis años de mi vida. Si no me daba prisa su podredumbre impregnaría las nuevas sábanas de seda corrompiéndolas antes siquiera de haber conseguido arrugarlas. Que los millones me hubieran terminado de curar de la insania no significaba que fuera todavía libre, quedaban aún los téstigos de la impostura, los recordatorios de mi fragilidad.


Lo cierto era que mi refugio nuclear ya no me pertenecía, en la división de la sociedad de gananciales se lo habían adjudicado a mi ex y sin embargo mis libros, mi ropa, mi música, mis fotos aún estaban allí. A Jose Antonio le dolió tanto entregarme el cheque de los seis millones que había ordenado a su abogado requerirme judicialmente el desalojo. Un mes me había concedido su señoría para entregar las llaves y retirar mis bártulos.

Ni caso. Había alquilado la casa nueva en Torrelodones, comprado el "Mercedes cabrío", llenado los armarios y vestidores con ropa de Versace de seis tallas menos que la que me aguardaba en el búnker y me había olvidado del hielo negro que lo ocupaba, el que me había aprisionado por más de medio año. ¿Miedo a la recaída? Tal vez.

Pero ya que los resoplidos de ballena feliz de la mujer que dormía a mí lado anunciaban que había vuelto a caer en las garras del mundo y la carne, llegada era la hora de los valientes, la hora de arramblar con los escombros de los últimos veintiséis años.
.
Me levanté sin hacer ruido. Me duché, me embutí en unos vaqueros  de Donatella, de los que se ciñen bien al trasero y me puse una camisa vintage color nude y un chaleco de ante. Con el pelo corto, del espejo me devolvió la sonrisa un chiquillo travieso. Era yo. Cincuenta tacos decía el carnet de identidad y parecía la mismísima Olivia. 



Programé el despertador para las nueve, le puse como alarma la canción de Dolly PartonBut you Know I love you”, esperando que el inglés de Vanessa fuese algo peor que el mío y comprendiera malamente la letra. Lo que ocultaba era más interesante que lo que decía. Decía I love you. El but, ya era para nota.

 Le escribí una y se la dejé sobre la mesita junto al despertador. “No te vayas, cuando vuelva te haré sopa de almejas". Cogí el cabrio y con la brisa de la mañana dándome de cara y el sol desperezándose aún por mi izquierda enfilé la autovía con destino a…

No había llegado a Aranjuez cuando una serie de preguntas comenzó a rondarme por la cabeza. ¿Arde el latex?, ¿levanta llama o se consume lentamente?, ¿son tóxicos los gases que desprende?, para cuando llegué a La Guardia la pregunta me daba machaca.

— ¿Arde el latex, arde el latex, arde el latex?


En Puerto Lápice ya no aguanté más. Paré en la Venta. Vacía. Desangelada. El café de posos amargaba. No disponían de conexión a internet. Se lo pregunté al camarero, tenía pinta de pervertido y mirada siniestra. Seguro que ocultaba una muñeca hinchable bajo la cama. No hubo suerte.

— No, señora —me contestó—. A mí esposa la incineró una funeraria de Madridejos. No le puedo decir, lo siento.

Le acompañé en el sentimiento.

Cuando pronunció la palabra esposa supe a cuenta de qué mi cerebro me machacaba con la maldita pregunta. Y supe lo que tenía que hacer. Nada de venganzas. Rendiría un homenaje a los dioses por mi salvación. Le pedí una guía de teléfonos y llamé a un almacén de materiales de construcción que conocía. Les encargué que llevaran dos metros cúbicos de arena de río a mi antigua dirección. A ser posible en dos horas.

No había problema. Con la crisis andaban escasos de pedidos.

Luego entré en un Mercadona y compré dos kilos de tocino ibérico, un kilo de morcillas y otro de chorizos.


Las hecatombes a lo grande. Como los sacrificios a Júpiter. Un toro blanco hubiera sido lo ideal, con flores en la cornamenta. Pero aparte de que me costaría encontrar quien me vendiera uno no sabría manejarlo. Además, que los dioses de los lares abandonados no podían ser muy exigentes, se arriesgaban a quedarse en ayunas por toda la eternidad. Se conformarían.

Cuando iba a pagar me volví y compré veinte cajas de laurel y cinco tarros de orégano. No estaría por demás aromatizar un poco el sahumerio; por si acaso no les engañaba la falta de cuernos. Di por supuesto que los que adornaban mi frente bastarían, por si acaso mejor engalanarlos con unas margaritas, darían el pego. Cogí dos docenas.

Y una vez más en la caja, me acordé de que olvidaba la salsa barbacoa para la rubrica. Antes de subir al búnker entré en la ferretería de al lado, se alegraron tanto de verme tan bien que me hicieron una sustancial rebaja; aunque me soltaron la gracieta.

        - ¿A quién va a matar con tanta ferrería?

No fue fácil abrir la puerta. Literal y metafóricamente. El vacío y el silencio salieron a recibirme agitando banderitas, cubiertos con gorritos de papel maché y soplando matasuegras mudos. Eran las diez de un sábado de invierno y hacía frío. Maldije a mi ex por haberse marchado a comprar el periódico sin encender antes la caldera. La costumbre. Pero las bolsas pesaban en mi mano, el plástico había amoratado mis dedos.

Entré en el salón y encendí la luz, el viejo sofá con los asientos hundidos seguía ocupando el centro de la habitación. Alcé la persiana. Las grietas también seguían allí. Escondidas bajo la pintura. La loba, en cambio, no aulló. Reinaba el silencio. De pronto, sentí la humedad. El agua me llegaba a los tobillos, subía rápidamente por mis pantorrillas, me acariciaba las corvas. Era mi decisión o me dejaba atrapar de nuevo o dejaba entrar el sol que la evaporase. En el fondo el mármol brillaba como si estuviera recién sacado de la cantera por Pedro Picapiedra.

Y yo era Wilma. Una buena chica. Desde que me casé lo fui. Él no tenía derecho a hacer lo que hizo. No, señor, ninguno. Había cumplido mis juramentos  y obligada era su reciproca.

Si él quería judías blancas. Judías blancas le daba. Si quería arroz con chorizo. Arroz con chorizo le daba. Si huevos estrellados. Huevos estrellados tenía en el plato. Si lentejas estofadas. Las mejor del mundo. Si se fumaba un puro. Yo me fumaba el suyo. Servicio completo. Porque eso me ordenó Dios padre con su dedo acusador apuntándome, lo amé y lo respeté. Y esperé mi premio. No tenía derecho a cambiar. 

     Durante veintiséis años fue un conspirador subversivo, experto en la acción encubierta. Hasta que la maldita suerte, la venganza de la incertidumbre, le dotó de la jactancia suficiente para pasar a la acción directa, lo más subversivo que había hecho en su vida fue declararse, después de las últimas reformas educativas, firme defensor del libre albedrío en matemáticas. Mantenía que dos y dos eran cinco si a esa solución llegaba la clase en asamblea. Si pesaba cincuenta arrobas. Y aún así me había engañado.


¿Qué es un matrimonio si no la puesta en manos de otro la tranquilidad de tu alma? El acto más incierto de tu vida lo decides dopado de serotonina, creyendo al otro carne de tu carne, concediéndole el poder de herirte, de inmolarte en su único beneficio, y a esa derrota la llamamos tontamente AMOR. Y aunque, en principio, no fue mi caso; aunque en principio creí que me ponía en sus manos con la certeza que da la decisión racionalmente adoptada (si no había amor nadie tenía las llaves de la incertidumbre), resultó que me equivoqué. 

   Y resultó que perdida la certeza que me había sustentado durante veintiséis años de autoengaño, todo a mí alrededor obtuvo otra vida. La cómoda, los espejos, las librerías, los mismos libros, el sillón en el que me sentaba, perdían sus contornos cuando los enfocaba. Dejaban de ser aquello que les daba nombre. Adquirían una indefinición que se ampliaba como las ondas de una piedra cuando golpea en el agua, hasta el infinito.

Y comencé una visita al Tártaro y mis huesos bulleron como si los hubiera macerado en ácido, desapareciendo en cada burbuja. Y al cerrar los párpados ya no eran sólo mis menguantes contornos los que desaparecían, era la casa entera, la calle, la ciudad. Por aceras encharcadas resbalé y el hielo negro me cubrió. Las coordenadas cartesianas se desvanecieron como la felicidad en Dinamarca, en cuanto menguan las tinieblas, y todo lo estratégicamente planeado, los diagramas dibujados, las acciones diseñadas, los presupuestos revisados para no volver a sufrir, para que nadie pudiese jamás doblegarme otra vez, desaparecieron bajo mis pies descuajeringando a la marioneta.

Abrí la ventana. Ya era hora que el sol frío de la mañana helase los recuerdos. Yo había escrito el final y lo quería apoteósico.



Llamaron a la puerta. Mis dos metros cúbicos de arena llegaban. Mejor prevenir que acabar con la raza de los licántropos del piso de arriba. Después de todo aquella era su juventud. Tenían derecho a sufrirla. Ya les llegarían los remordimientos.

Fueron tan amables los hombres que la trajeron que me extendieron un saco por el salón y el otro lo llevaron al dormitorio. El tamaño de la cama los emocionó.

— No crean. A veces se quedaba pequeña.

Los escandalicé. Y no era esa mi intención. De verás. Además hubiera sido mentira. En aquella cama nunca se celebró una orgía. Lo decía porque en algún momento de nuestra vida en común, llegamos a pesar entre los dos más de doscientos arrobas.

Había llegado la hora del sacrificio.

Comencé por el sofá. El hacha era de doble filo. En menos de media hora yacían despanzurrados  sobre la arena, el sofá y la mesa. Descansé. Y mientras lo hacía me trencé la corona de flores. Me presentaría en el altar de los dioses con el respeto que les era debido. Ahora que volvía a ser Jezabel entenderían.

Cuando entré en el dormitorio el viejo olor me saltó a la cara. Parecía contento, dichoso de que lo visitara.

— Es la hora de largarse, amigo -dije mientras abría el balcón.


Refunfuño un poco, pero comprendió que por fin le había llegado la hora y lo aceptó. Se lo agradecí.

Deje las bolsas de la carnicería sobre el edredón. Extendí una capa fina de arena por debajo de la cama, volví al salón y cogí una botella de vodka y una copa. Saqué el tocino ibérico, veinte tiras bien orondas. Diez para el salón, diez para la alcoba. Las morcillas podían ser un fracaso, eran de arroz. Ya sé que José Antonio las prefiere de cebolla, pero… aquellas eran de arroz. Las dejaría para el salón. Los chorizos, en cambio, tiernos, rebosantes de grasa serían néctar para los dioses.

Sobre el edredón puse un montón de arena. Sobre la arena unas astillas de la mesa del comedor. Sobre las astillas del comedor las tiras de tocino ibérico. Las cubrí de orégano. Calenté la copa de vodka y le prendí fuego. Lo vertí ardiendo sobre el tocino. Se apagó. No me desanimé. Calenté otra. Puse más astillas sobre el tocino y el laurel. Esta vez prendió. Un ligero aroma se fue apoderando del vacío. A campo húmedo, a sangre, a sacrificio, a grasa. Coloqué una ristra de chorizos por encima. Que se expandiera su olor. Que reventase de ansias las papilas de gustativas de los lobos. En el salón repetí el juego, en vez de chorizos puse morcillas. La casa entera olía a barbacoa. Se asaba. Se requemaba mi vieja vida. Sin una lágrima, sin una llama. Sólo humo y olor a grasa.

 Antes de irme lo cubrí todo con arena.


Y sobre la arena derramé la salsa. Dibujé un “Adiós, marido”. Para que no quedase dudas de la autora dejé en la puerta mi corona de margaritas.

Me dirigí al despacho de su abogado. Me metí en su oficina sin esperar ser recibida. Le sorprendí con la boca en el coño de su nueva secretaria. 

- Ahí tiene las llaves del piso –le dije tirándoselas sobre la mesa, con tan buena suerte que rebotaron sobre el muslamen de la lumi y le partieron la ceja.- Yo de usted dejaría lo que tiene entre los labios, ¿no ha oído lo que le ha pasado a Michael Douglas por hacerlo sin protección? 

Dicho lo cual me marché. Y ya en mi nueva casa le preparé a Vanessa la mejor sopa de almejas que había probado en su vida.