No me gustan los seres vivos, no me gustan. Nunca he entendido como los científicos los sitúan en la cúspide de la pirámide de la evolución. Una piedra, un diamante son perfectos en sí mismos, inmutables; un ser vivo, en cambio, lleva dentro de sí el germen de la corrupción, aunque no sea político.
Ha
comenzado el verano y cosa rara está nublado y sopla viento del norte. Parece otoño, así que para caldear un poco el ambiente voy a contaros una historia con dos seres vivos que se consideraban muy especiales. Y lo fueron para mí, tanto, que como un simún llegado del Sahara en los pocos meses que nuestra trayectoria se cruzó me abrasaron. Por entonces tenía veinte
años y aún no había elaborado ninguna teoría sobre los seres vivos, pensaba que me
gustaban. Nada sabía de los bulldog y mucho menos de sus amos; también desconocía el afán de lucro de los norteamericanos. Robert y
Churchill se llamaban, juntos aparecieron en mi vida y juntos salieron. Una unidad
indisoluble.
Aparentemente
Churchill era un perro de aspecto temible, gruñón y perezoso. Luego, además, resultó rencoroso y
vengativo. Feo. Te miraba a la cara, sí, y lo sentías pacífico, pero en unos
instantes su mirada se esquinaba, las babas comenzaban a caerle a chorros y entonces, entonces, lo que sentías era que salivaba de gusto porque se veía hincándote el diente. Robert
por el contrario, era todo un amor. Atractivo hasta “querer morir”, tierno, cariñoso, meloso. Cuando te miraba no te desnudaba como otros, al contrario, en sus ojos sólo percibías compresión, ternura, amor. Una delicia, luego, por unos instantes su mirada serena rebullía de chispitas
brillantes y descubrías al niño travieso que escondía. Y entonces rogabas a los
dioses celestiales que te dejaran jugar con él.
A
tanta gloria contribuía sin duda el color de su piel, café con leche, tostado
como la arena despertando bajo el sol, como caramelo de la Viuda de Solano
en la boca de un niño. Cosas de la genética, porque Robert era fruto del cruce entre razas, prohibido, por entonces, en el Estado de Carolina del Sur.
Su
padre, un negro tan oscuro como si hubiera arribado la misma mañana en que lo
engendró del Serengueti; su madre, por contra, de una lechada tan blanca que sólo podía pertenecer a una de las dulces "Rosas de Charleston". Él,
sargento de cocina con un cuerpo que cumplía a rajatabla todas las formulas de
la proporción Áurea; ella enfermera, miope y olvidadiza. Se cruzaron en
Torrejón de Ardoz. Sí, en la base.
Lo
adiviné por las fotos que decoraban el techo de su apartamento. Porque en contradicción con la rutilante exposición, en lo referente a sí mismo, Robert era sordo, ciego y mudo. O bien se sentía muy orgulloso de la mezcla, y consideraba que siendo tan
evidente era una obviedad hablar de ello, o bien se avergonzaba y la
exposición sólo era eso, una exposición, porque jamás mencionó que él o su
familia fueran los protagonistas. Al contrario que de Churchill. Del chucho me
recitó su pedigrí como unas cien veces, llegando hasta la cuadragésima
generación en la que emparentaba con el propio Churchill, éste sí, el primer
ministro inglés (su perro para ser exacta).
Pero
además aquel bulldog era un pervertido sibarita que en vez de un hueso
o una galleta se comía balanceando sus portentosas mandíbulas un kilo de
salchichas con gabardina recién sacadas del horno, que no de la freidora. Si le llamabas
caprichoso lo ofendías. Te miraba de soslayo, escondía la cabeza
entre los pliegues de sus belfos y se retiraba a un rincón. Es decir, te
retiraba el honor de su presencia. Rencoroso y vengativo si se te ocurría ir
tras él para hacerle una caricia, fingía una reconciliación, te permitía que le
rascases las orejas y entonces sacudía la cabeza y te embarduñaba de babas. Imposible
reñirle. Su amo, único psicoanalista que lo comprendía, lo impedía.
—
No le regañes. Es su manera de demostrarte su afecto. Y no es un
sibarita.
Ya. Si lo hubiera sido se habría conformado con un bocata de caviar.
Sólo
que él prefería salchichas con gabardina, bien calientes, chorreantes de queso,
aromatizadas con cebollas estofadas y salsa de tomate a la albahaca. En su
punto y en su hora. Porque era de Nueva York. Al parecer, allí lo llamaban cerdo
encamisado. En realidad un perrito caliente envuelto en una tortita. Robert, su
amo, lo había perfeccionado. Cuando descubrió mi afición a la cocina me nombró chef del monstruo y yo acepté. Cómo no hacerlo si estaba enamorada.
Porque
lo amé. Lo amé como jamás he amado a nadie en este mundo. Y jamás volveré
hacer. Esa fue mi promesa. Churchill el culpable.
Literalmente
se me tiró a las piernas. Debieron gustarle. Es lo que admiran todos de mi anatomía, con minifalda gano muchos enteros y aquella tarde la llevaba. El maldito
chucho se enamoró de mí. La idiota fui yo que me dejé engatusar por su amo. Y fue por su
sonrisa. Una sonrisa sincera profunda, eso creía, no de las que se quedan en
los labios. Sonreían sus ojos que parecían relampaguear, sonreían las aletas de
la nariz felizmente agitadas, sonreían sus manos mientras intentaban sofrenar
el ardor amoroso del gran bulldog por mi entrepierna.
Caí
rendida. Literalmente al suelo.
Lo
cierto fue que me agaché a acariciar el baboso hocico del chucho, un poco
asustada, pero segura de que aquel dios me protegería de cualquier tarascada. No
lo hizo. Churchill se abalanzó sobre mí y me tiró. Pretendía montarme en la misma acera.
Quien
lo hizo y a conciencia en menos de una hora fue el amo.
En aquel momento me tendió las manos para ayudarme a levantarme, recogió del
suelo mis libros y mientras refrenaba al maldito chucho, que no contento con la primera tarascada intentaba repetirla, se disculpó:
— Lo siento, te has manchado la falda -y sonriendo añadió-. Has dejado K.O. a Churchill.
Debió
ver el asombro en mis ojos porque soltó una carcajada y se agachó a explicarle
las cosas de la vida al chucho.
—
Churchill —le dijo—, discúlpate con la señorita…
—
Leonor —le informé ante su pausa.
—
Discúlpate con Leonor. Reconozco tu buen gusto, compañero, pero a una chica guapa se le debe respeto y consideración, no puedes avasallarla de
ese modo.
En
ese punto el perro inició su actuación. Por si alguien aún no lo ha entendido,
aquellos dos eran pareja artística. Empezó, ladeando la cabeza, a mirarme
como avergonzado, a recular bajando los ojos, parecía a punto de echarse a llorar. Reconocí al payaso y le reí la gracia.
—
No importa, no le regañes —en realidad no lo hacía, sus palabras estaban dedicadas a mí.
—
Debe corregir sus modales. Sobre todo cuando la chica vale la pena.
Me derretí con el elogio; aunque nunca obtuve confirmación de mi sospecha estoy
totalmente segura de que era él quien cada mañana vertía un cubo de agua en
la acera; luego, juntos esperaban en el portal a la víctima.
—
Vivimos aquí mismo, en este portal. Sube un momento y te limpiaré la falda.
.
.
Y
a pesar de que tenía veinte años, o tal vez por eso, a pesar de que me habían advertido
que nunca debía ir a casa de desconocidos sola, sin una duda, sin ningún
temor, les seguí a través del portal de mármol, del ascensor con puertas de
forja y asientos de caoba y por las escaleras de madera noble que nos llevaron
por encima de los tejados de Madrid. Era el sitio más hermoso, elegante y al
mismo tiempo práctico y habitable que había conocido.
Y ocurrió. Me quité la falda y ocurrió. Jamás
antes había saboreado lengua ajena ni digerido saliva de hierro; cuando aquella tarde lo hice por primera vez me convertí en adicta. Y no se me ocurrió rebelarme ante el destino al que aquella adicción me arrastraba. La
dulzura del vino, el aroma del chocolate, la caricia de sus manos y la humedad
persistente de mi entrepierna vaticinaban que era el destino que tanto tiempo
llevaba avizorando.
Y no,
no era una sensualidad ligera y juguetona la que me ofrecieron aquellos dos.
Nada había de liviano en su apariencia. Fuerte. Armada. Secreta. Me derretí ante
lo exigente de esa presencia. Y lo hice desde que hundiendo su
cabeza entre mis piernas mordisqueó mis rizos, succionó mis labios y con una
aspereza impropia de su lengua, que tan bien sabía a cebollas estofadas, uno de
los dos, aún no se cual, hizo sonar el badajo. Fue tan electrizante el rayo que
me recorrió que por unos instantes me vi levitar fuera de mi cuerpo. Sólo cuando con fiereza me penetró volví a ser una, aunque tuve que asirme a los largueros de la cama para no perderme aquella gloriosa epifanía, si me soltaba me perdía. Mientras tanto, Robert entraba y salía, unas veces fiero, otras, tierno y
nunca se iba; al contrario, se demoraba tomando posesión de cada recoveco, observando,
catalogando, recreándose en la suerte.
— Una más, baby..., una más.
Y
siempre había una más. Cuando me desperté, los ojos
cosidos por la sal de las legañas, era el chucho quien me lamía la cara y
Robert quien pacífico dormía a mi lado. Y me quedé con aquellos dos. Revestí al
típico don Juan de arrogante pirata y lo adorné con
la orla de bombillas del puente de Brookling. Lo hice, y por un tiempo, dichosa, me convertí en su alfombrilla.
De los
dos.
Repito mi excusa, me enamoré. Creí encontrar, al fin, a mi verdadero dios, un dios al que entregarme, un dios necesitado, un dios que en lo más profundo de su mirada escondía un oculto dolor, un cáliz secreto, que le hacía merecedor de mi adoración y consuelo. Aunque sabía, sí, en el fondo sabía, que tanto misterio era fruto tanto de su coquetería como de mi estulticia, sólo que prefería seguir la corriente de mis venas.
En realidad era
miope y no llevaba gafas ni lentillas.
Me
explicó que en pleno siglo XX llevar gafas era un error. Que eso sólo se
producía ya en los países subdesarrollados, como España, que en Nueva York,
nunca mencionaba los states, siempre Nueva York, nadie las llevaba ya.
Nadie que hubiera sido visitado por un buen oculista, uno de los de seiscientos
dólares la visita. La miopía se corregía con ejercicios (os recuerdo que era a finales de los ochenta), como la tartamudez y
hasta algunas cojeras. Él sólo las llevaba en el trabajo. El resto del día forzaba los ojos para corregir su deformación, obligándoles a recuperar la visión perdida. Y yo, inocente, lo olvidé. Tal
vez porque cuando me lo contó le rendía el homenaje debido a mi culito respingón.
—
¿Alguno conocéis un bodegón de Renoir, el pintor francés, titulado Cebollas?
Robert
tenía una reproducción al lado de una foto de su madre y su padre en la cocina.
La madre parece ensimismada picando diestramente una cebolla, se aprecia por
los trozos menudos que escapan de su cuchillo. Mientras el padre, a su lado, la
mira con ojos turbios, como si llorase o estuviese drogado. Llegué a aprendérmelo
de memoria, a memorizar la anatomía de las cebollas, y es que durante cuatro meses dos veces por día se mecían al ritmo de mis vaivenes, corrían conmigo mientras preparaba las malditas salchichas, porque Robert, estuviera cansado o no en cuanto me veía de
espaldas cocinando izaba bandera y exigía satisfacción, yo ahíta. Churchill mirando.
—
Oh, baby, come on…
Y yo me iba a la gloria y con cada embestida mis huesos se quedaban huérfanos. Hasta
que lo conocí, mi experiencia se había limitado a los tres segundos de la
coyunda de las moscas; no estaba preparada, de ahí el cuelgue, para la eternidad suiza de Robert, ya lo he dicho, era una inocente, con la
inocencia de las niñas de cinco años de ahora. Claro que fue en el siglo
pasado.
Pero
hablaba del bodegón. En un primer plano seis cebollas de diferentes tamaños y
una diminuta cabeza de ajos. Sus colores suaves, cotidianos y amables, inocentes, y sin
embargo se mueven. Unas inclinadas hacia delante, otras hacia atrás como agitadas por una doble tormenta. La que les nace del interior, y la que les cae del cielo
del lienzo, unas pinceladas fuertes, decididas que las impulsa hacia fuera. Como el tsunami que me arrebataba a mí.
Hasta que un
amanecer ventoso, Robert dijo:
—
Querida, no podemos continuar así, Churchill va a enfermar de celos.
—
¿Qué?
—
Tenemos que dejarlo — dijo, levantándose de la cama y llevándose las mantas.
Desnuda era como más le gustaba, decía, y nunca me había importado, pero aquella mañana sus palabras llevaron el hielo a
mi piel y al dejarme a la intemperie se me hundió en la carne. Temblé. El
añadió.
—
¿Qué?
—
Compréndelo, cariño —él decía sweet—, por ahora Churchill es lo más importante
de mi vida, le necesito.
—
¿Qué?
—
Me hará rico. Ayer lo logró. Por primera vez encontró un cadáver bajo tres
metros de escombros. Todos los cuerpos de bomberos del mundo nos llamaran.
Compréndelo..., si sigo acostándome contigo se morirá. Y perderé la posibilidad de trabajar en el departamento de Nueva York.
—
¿Qué?
—
Tú lo sabes. Volver a Nueva York, pertenecer a su departamento de bomberos ha
sido mi gran aspiración desde niño. Churchill tiene la llave.
—
¿Qué?
— Sé que no es feliz, disfrutó encontrando el
cuerpo, pero luego nos ve juntos y... míralo, míralo y dime si no es la viva imagen de
la desolación.
—
¿Qué?
—
Se lo que piensa, lo sé. Tú le gustas demasiado. Cuando me
elegiste le heriste en el alma. Y no puedo defraudarle. Yo no. Después de todo lo nuestro sólo ha sido un calentón ¿no?
Qué
le iba a contestar. Aquella pregunta no tenía respuesta. Como pude me levanté.
Me vestí y salí por la puerta sin pronunciar palabra. La única manera posible
de no echarme a llorar.
No
volví a saber nunca nada más de los dos.
Y
tras las primeras semanas de muerte y lágrimas me juré a mí misma que a nadie entregaría el poder de romperme el corazón, que jamás volvería a amar. Durante todos estos años lo he mantenido. Sólo espero que entendáis que mi hundimiento, cuando mi marido me abandonó, no fue por amor burlado, sino por el orgullo destrozado que duele tanto o más.
Os aseguro que en mi cocina las cebollas reposan tranquilas en su cesta.
Me ha gustado esta historia entre romántica y zoofílica platónica, que refleja una gran verdad: "No sin mi mascota". Así no nos extrañan las herencias de señoras ricas hacia sus gatos o su chucho.
ResponderEliminarLo cuentas con gracia, lo cuentas como tú sabes hacerlo, ¿y sabes qué? Que sobran las fotos... Las fotos son para este relato como los anuncios de televisión en medio de tu serie favorita.
Yo optaría por títulos en negritas o apartados o fotos pequeñas, delgadas, como sombras o colores, o paisajes difusos como separaciones. Sí, ¡el relato es muy bueno!
Ya sé por qué no puedo publicar comentarios desde un móvil... ¡Malditos captchas!
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