jueves, 18 de julio de 2013

¿ARDE EL LATEX?



Siempre creí que un hogar era un refugio, un escudo de misiles tan potente o más que los que soñara el presidente Ronald Reagan para su Iniciativa de Defensa Estratégica (mundialmente conocida como Guerra de las Galaxias); un búnker en el que en cuanto cerrabas la puerta y echabas la llave el ruido, la guerra, el mundo y la carne dejaban de existir.

Después del abandono de mi marido seguir creyendo esa patraña había estado a punto de costarme la vida, menos mal que con la ayuda de mis amigas y los sabios manejos del doctor Rabbit logré romper el cerco del hielo negro. Luego, el descubrimiento de la estafa de los millones y sobre todo la aparición de Vanessa cambiaron el paradigma, la chiquilla "sabia" había barajado de nuevo las cartas y puesto sobre la mesa seis rutilantes ases.

   Y no, no, a pesar de que ahora se diga que el "Orange is the new black" (gran serie) no estoy preparada aún para contaros lo que sucedió entre nosotros después de la primera cena; sólo diré que fue una noche placentera y ajetreada. Aún así, o tal vez por ello, al amanecer lo esperé con los ojos abiertos. Vanessa, exhausta, dormía a mi lado con la cabeza bajo la almohada. Apenas si le rocé (no quería despertarla) con un dedo el brazo que pacífico descansaba sobre mi pecho y de nuevo un calambre me soliviantó. Parecía imposible que la carne recién alimentada se despertara hambrienta. Pero no, no oí a Rocío Jurando cantando eso de "Si amanece y ves que estoy despierta...". No, era algo bien distinto al deseo lo que me tenía alerta.

Conocía la causa, la conocía aunque hasta entonces me negara a pensar en ella. Todo muerto necesita un funeral, un entierro, mientras no lo haya no se podrá dar por acabado el duelo. Nunca me libraría completamente de la angustía, más amaneceres en vela me esperarían si no procedía de una maldita vez, sin más renuencia a enterrar los últimos veintiséis años de mi vida. Si no me daba prisa su podredumbre impregnaría las nuevas sábanas de seda corrompiéndolas antes siquiera de haber conseguido arrugarlas. Que los millones me hubieran terminado de curar de la insania no significaba que fuera todavía libre, quedaban aún los téstigos de la impostura, los recordatorios de mi fragilidad.


Lo cierto era que mi refugio nuclear ya no me pertenecía, en la división de la sociedad de gananciales se lo habían adjudicado a mi ex y sin embargo mis libros, mi ropa, mi música, mis fotos aún estaban allí. A Jose Antonio le dolió tanto entregarme el cheque de los seis millones que había ordenado a su abogado requerirme judicialmente el desalojo. Un mes me había concedido su señoría para entregar las llaves y retirar mis bártulos.

Ni caso. Había alquilado la casa nueva en Torrelodones, comprado el "Mercedes cabrío", llenado los armarios y vestidores con ropa de Versace de seis tallas menos que la que me aguardaba en el búnker y me había olvidado del hielo negro que lo ocupaba, el que me había aprisionado por más de medio año. ¿Miedo a la recaída? Tal vez.

Pero ya que los resoplidos de ballena feliz de la mujer que dormía a mí lado anunciaban que había vuelto a caer en las garras del mundo y la carne, llegada era la hora de los valientes, la hora de arramblar con los escombros de los últimos veintiséis años.
.
Me levanté sin hacer ruido. Me duché, me embutí en unos vaqueros  de Donatella, de los que se ciñen bien al trasero y me puse una camisa vintage color nude y un chaleco de ante. Con el pelo corto, del espejo me devolvió la sonrisa un chiquillo travieso. Era yo. Cincuenta tacos decía el carnet de identidad y parecía la mismísima Olivia. 



Programé el despertador para las nueve, le puse como alarma la canción de Dolly PartonBut you Know I love you”, esperando que el inglés de Vanessa fuese algo peor que el mío y comprendiera malamente la letra. Lo que ocultaba era más interesante que lo que decía. Decía I love you. El but, ya era para nota.

 Le escribí una y se la dejé sobre la mesita junto al despertador. “No te vayas, cuando vuelva te haré sopa de almejas". Cogí el cabrio y con la brisa de la mañana dándome de cara y el sol desperezándose aún por mi izquierda enfilé la autovía con destino a…

No había llegado a Aranjuez cuando una serie de preguntas comenzó a rondarme por la cabeza. ¿Arde el latex?, ¿levanta llama o se consume lentamente?, ¿son tóxicos los gases que desprende?, para cuando llegué a La Guardia la pregunta me daba machaca.

— ¿Arde el latex, arde el latex, arde el latex?


En Puerto Lápice ya no aguanté más. Paré en la Venta. Vacía. Desangelada. El café de posos amargaba. No disponían de conexión a internet. Se lo pregunté al camarero, tenía pinta de pervertido y mirada siniestra. Seguro que ocultaba una muñeca hinchable bajo la cama. No hubo suerte.

— No, señora —me contestó—. A mí esposa la incineró una funeraria de Madridejos. No le puedo decir, lo siento.

Le acompañé en el sentimiento.

Cuando pronunció la palabra esposa supe a cuenta de qué mi cerebro me machacaba con la maldita pregunta. Y supe lo que tenía que hacer. Nada de venganzas. Rendiría un homenaje a los dioses por mi salvación. Le pedí una guía de teléfonos y llamé a un almacén de materiales de construcción que conocía. Les encargué que llevaran dos metros cúbicos de arena de río a mi antigua dirección. A ser posible en dos horas.

No había problema. Con la crisis andaban escasos de pedidos.

Luego entré en un Mercadona y compré dos kilos de tocino ibérico, un kilo de morcillas y otro de chorizos.


Las hecatombes a lo grande. Como los sacrificios a Júpiter. Un toro blanco hubiera sido lo ideal, con flores en la cornamenta. Pero aparte de que me costaría encontrar quien me vendiera uno no sabría manejarlo. Además, que los dioses de los lares abandonados no podían ser muy exigentes, se arriesgaban a quedarse en ayunas por toda la eternidad. Se conformarían.

Cuando iba a pagar me volví y compré veinte cajas de laurel y cinco tarros de orégano. No estaría por demás aromatizar un poco el sahumerio; por si acaso no les engañaba la falta de cuernos. Di por supuesto que los que adornaban mi frente bastarían, por si acaso mejor engalanarlos con unas margaritas, darían el pego. Cogí dos docenas.

Y una vez más en la caja, me acordé de que olvidaba la salsa barbacoa para la rubrica. Antes de subir al búnker entré en la ferretería de al lado, se alegraron tanto de verme tan bien que me hicieron una sustancial rebaja; aunque me soltaron la gracieta.

        - ¿A quién va a matar con tanta ferrería?

No fue fácil abrir la puerta. Literal y metafóricamente. El vacío y el silencio salieron a recibirme agitando banderitas, cubiertos con gorritos de papel maché y soplando matasuegras mudos. Eran las diez de un sábado de invierno y hacía frío. Maldije a mi ex por haberse marchado a comprar el periódico sin encender antes la caldera. La costumbre. Pero las bolsas pesaban en mi mano, el plástico había amoratado mis dedos.

Entré en el salón y encendí la luz, el viejo sofá con los asientos hundidos seguía ocupando el centro de la habitación. Alcé la persiana. Las grietas también seguían allí. Escondidas bajo la pintura. La loba, en cambio, no aulló. Reinaba el silencio. De pronto, sentí la humedad. El agua me llegaba a los tobillos, subía rápidamente por mis pantorrillas, me acariciaba las corvas. Era mi decisión o me dejaba atrapar de nuevo o dejaba entrar el sol que la evaporase. En el fondo el mármol brillaba como si estuviera recién sacado de la cantera por Pedro Picapiedra.

Y yo era Wilma. Una buena chica. Desde que me casé lo fui. Él no tenía derecho a hacer lo que hizo. No, señor, ninguno. Había cumplido mis juramentos  y obligada era su reciproca.

Si él quería judías blancas. Judías blancas le daba. Si quería arroz con chorizo. Arroz con chorizo le daba. Si huevos estrellados. Huevos estrellados tenía en el plato. Si lentejas estofadas. Las mejor del mundo. Si se fumaba un puro. Yo me fumaba el suyo. Servicio completo. Porque eso me ordenó Dios padre con su dedo acusador apuntándome, lo amé y lo respeté. Y esperé mi premio. No tenía derecho a cambiar. 

     Durante veintiséis años fue un conspirador subversivo, experto en la acción encubierta. Hasta que la maldita suerte, la venganza de la incertidumbre, le dotó de la jactancia suficiente para pasar a la acción directa, lo más subversivo que había hecho en su vida fue declararse, después de las últimas reformas educativas, firme defensor del libre albedrío en matemáticas. Mantenía que dos y dos eran cinco si a esa solución llegaba la clase en asamblea. Si pesaba cincuenta arrobas. Y aún así me había engañado.


¿Qué es un matrimonio si no la puesta en manos de otro la tranquilidad de tu alma? El acto más incierto de tu vida lo decides dopado de serotonina, creyendo al otro carne de tu carne, concediéndole el poder de herirte, de inmolarte en su único beneficio, y a esa derrota la llamamos tontamente AMOR. Y aunque, en principio, no fue mi caso; aunque en principio creí que me ponía en sus manos con la certeza que da la decisión racionalmente adoptada (si no había amor nadie tenía las llaves de la incertidumbre), resultó que me equivoqué. 

   Y resultó que perdida la certeza que me había sustentado durante veintiséis años de autoengaño, todo a mí alrededor obtuvo otra vida. La cómoda, los espejos, las librerías, los mismos libros, el sillón en el que me sentaba, perdían sus contornos cuando los enfocaba. Dejaban de ser aquello que les daba nombre. Adquirían una indefinición que se ampliaba como las ondas de una piedra cuando golpea en el agua, hasta el infinito.

Y comencé una visita al Tártaro y mis huesos bulleron como si los hubiera macerado en ácido, desapareciendo en cada burbuja. Y al cerrar los párpados ya no eran sólo mis menguantes contornos los que desaparecían, era la casa entera, la calle, la ciudad. Por aceras encharcadas resbalé y el hielo negro me cubrió. Las coordenadas cartesianas se desvanecieron como la felicidad en Dinamarca, en cuanto menguan las tinieblas, y todo lo estratégicamente planeado, los diagramas dibujados, las acciones diseñadas, los presupuestos revisados para no volver a sufrir, para que nadie pudiese jamás doblegarme otra vez, desaparecieron bajo mis pies descuajeringando a la marioneta.

Abrí la ventana. Ya era hora que el sol frío de la mañana helase los recuerdos. Yo había escrito el final y lo quería apoteósico.



Llamaron a la puerta. Mis dos metros cúbicos de arena llegaban. Mejor prevenir que acabar con la raza de los licántropos del piso de arriba. Después de todo aquella era su juventud. Tenían derecho a sufrirla. Ya les llegarían los remordimientos.

Fueron tan amables los hombres que la trajeron que me extendieron un saco por el salón y el otro lo llevaron al dormitorio. El tamaño de la cama los emocionó.

— No crean. A veces se quedaba pequeña.

Los escandalicé. Y no era esa mi intención. De verás. Además hubiera sido mentira. En aquella cama nunca se celebró una orgía. Lo decía porque en algún momento de nuestra vida en común, llegamos a pesar entre los dos más de doscientos arrobas.

Había llegado la hora del sacrificio.

Comencé por el sofá. El hacha era de doble filo. En menos de media hora yacían despanzurrados  sobre la arena, el sofá y la mesa. Descansé. Y mientras lo hacía me trencé la corona de flores. Me presentaría en el altar de los dioses con el respeto que les era debido. Ahora que volvía a ser Jezabel entenderían.

Cuando entré en el dormitorio el viejo olor me saltó a la cara. Parecía contento, dichoso de que lo visitara.

— Es la hora de largarse, amigo -dije mientras abría el balcón.


Refunfuño un poco, pero comprendió que por fin le había llegado la hora y lo aceptó. Se lo agradecí.

Deje las bolsas de la carnicería sobre el edredón. Extendí una capa fina de arena por debajo de la cama, volví al salón y cogí una botella de vodka y una copa. Saqué el tocino ibérico, veinte tiras bien orondas. Diez para el salón, diez para la alcoba. Las morcillas podían ser un fracaso, eran de arroz. Ya sé que José Antonio las prefiere de cebolla, pero… aquellas eran de arroz. Las dejaría para el salón. Los chorizos, en cambio, tiernos, rebosantes de grasa serían néctar para los dioses.

Sobre el edredón puse un montón de arena. Sobre la arena unas astillas de la mesa del comedor. Sobre las astillas del comedor las tiras de tocino ibérico. Las cubrí de orégano. Calenté la copa de vodka y le prendí fuego. Lo vertí ardiendo sobre el tocino. Se apagó. No me desanimé. Calenté otra. Puse más astillas sobre el tocino y el laurel. Esta vez prendió. Un ligero aroma se fue apoderando del vacío. A campo húmedo, a sangre, a sacrificio, a grasa. Coloqué una ristra de chorizos por encima. Que se expandiera su olor. Que reventase de ansias las papilas de gustativas de los lobos. En el salón repetí el juego, en vez de chorizos puse morcillas. La casa entera olía a barbacoa. Se asaba. Se requemaba mi vieja vida. Sin una lágrima, sin una llama. Sólo humo y olor a grasa.

 Antes de irme lo cubrí todo con arena.


Y sobre la arena derramé la salsa. Dibujé un “Adiós, marido”. Para que no quedase dudas de la autora dejé en la puerta mi corona de margaritas.

Me dirigí al despacho de su abogado. Me metí en su oficina sin esperar ser recibida. Le sorprendí con la boca en el coño de su nueva secretaria. 

- Ahí tiene las llaves del piso –le dije tirándoselas sobre la mesa, con tan buena suerte que rebotaron sobre el muslamen de la lumi y le partieron la ceja.- Yo de usted dejaría lo que tiene entre los labios, ¿no ha oído lo que le ha pasado a Michael Douglas por hacerlo sin protección? 

Dicho lo cual me marché. Y ya en mi nueva casa le preparé a Vanessa la mejor sopa de almejas que había probado en su vida. 

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