— Aunque ahora le parezca que lo que digo sólo son verdades de borracho, piénselo detenidamente. Piense en la primera
vez que su sable atravesó el cuerpo de un enemigo, en el sobreesfuerzo que tuvo
que hacer para que rompiera la carne, cómo parecía que fuera protegido por una
cota, cuanto tardó la sangre en brotar. No es lo mismo una clase de esgrima que
un abordaje, ¿verdad, teniente? Un florete que un sable. No voy a preguntarle
cuantos hombres lleva en su cuenta, la mía es tan larga que ya no recuerdo la mitad de los sumandos.
— Milord...
— Vamos, teniente, estamos solos, nadie nos escucha y en verdad creo que haber amado a la misma mujer nos da un grado de... parentesco..., una cierta intimidad compartida. Mire, teniente, usted es un hombre de honor como todos los oficiales de la Armada Española, pero convendrá conmigo que el honor lo único que ha hecho por ustedes ha sido llevarles de derrota en derrota. Sí, sí…, no se preocupe, reconozco a todos sus héroes, les rindo homenaje; pero aquí y ahora sólo estamos usted y yo y no hablamos de guerras ni de patrias, hablamos de hombres a los que ya no les queda nada que perder, teniente, ni siquiera el honor. ¿O usted no lo ha perdido aún?
— Vamos, teniente, estamos solos, nadie nos escucha y en verdad creo que haber amado a la misma mujer nos da un grado de... parentesco..., una cierta intimidad compartida. Mire, teniente, usted es un hombre de honor como todos los oficiales de la Armada Española, pero convendrá conmigo que el honor lo único que ha hecho por ustedes ha sido llevarles de derrota en derrota. Sí, sí…, no se preocupe, reconozco a todos sus héroes, les rindo homenaje; pero aquí y ahora sólo estamos usted y yo y no hablamos de guerras ni de patrias, hablamos de hombres a los que ya no les queda nada que perder, teniente, ni siquiera el honor. ¿O usted no lo ha perdido aún?
— No creo que eso le importe.
— No me importa, teniente, tiene razón, sólo estoy intentando hacerle pasar la velada de la forma más amena posible,
con la nevisca que está cayendo no podrá abandonar Dungar House, está usted confinado
conmigo entre estas ruinas, así que acomódese, olvídese de quién es y qué vino
a buscar y charlemos como amigos.
— No soy su amigo, milord.
— Pero lo será, lo será antes de que amanezca…
no lo dude.
— No pasaré aquí la noche, puedo ir caminando
hasta la posada.
— ¿Caminando? Bien se nota que nunca ha visto
nevar en las Tierras Altas. Suerte tendrá si puede marcharse mañana antes de
que vuelva mi mayordomo. Estamos solos, teniente, como usted pretendía.
— Yo no…
— No mienta, teniente. Sé porqué está aquí, a qué ha venido, pero permítame
que esta noche, si va a ser mi última noche me comporte como un perfecto
anfitrión, permítame que le cuente una historia. Aún quedan muchas horas hasta el
amanecer, quién sabe si para entonces ha cambiado de opinión. Como le decía,
matar a un hombre, aún en batalla, es un problema. No se mata tan fácilmente en
la guerra como la gente piensa, digo de frente, otra cosa son los cañones, esos
matan indiscriminadamente, son eficaces y eficientes; en cambio los hombres,
los hombres no lo son, unos tienen escrúpulos, otros conciencia, otros honor, y
con tanto pensar lo que más les acomoda terminan muertos. Le aseguro que sólo
un soldado al que se le haya extirpado la capacidad de pensar es un buen
soldado, los marineros no lo son, ninguno, por eso yo siempre procuré que mis
tripulaciones gobernaran los cañones con los ojos cerrados y la verdad es que
lo conseguí, mis libras me costó, no sabe la de pólvora que disparamos.
— En los barcos de la Armada no había pólvora
suficiente para hacer prácticas, la mayoría de las veces los cañones sólo se
disparaban en batalla…
— Que ustedes perdían indubitablemente.
— España está en la banca rota, milord…
— Bah, olvídese de los países, lo que quiero
decirle, porque de eso va nuestra grata
amistad, es que matar es difícil, muy difícil a no ser en defensa propia y de los que amas, y en cambio asesinar, matar a
traición es lo más sencillo, y a pesar de que no me lo vaya a creer no se necesita
de mucha preparación, decisión y algo de suerte.
— Para no terminar en la horca.
— Le aseguro, teniente, que por asesinar a un
hombre ni usted ni yo seríamos nunca condenados. Somos caballeros, nosotros
matamos, no asesinamos. Y ahí, ahí es dónde surge nuestra oportunidad. Permítame,
permítame que le cuente. Una noche de las muchas que vagaba por Londres a la
espera de conocer mi sentencia por “la apropiación indebida” del Galeón de
Manila, como ni en los más abyectos salones se me tenía por bienvenido, me
encaminé hacia el puente de Westminster, era una hermosa noche de
comienzos de otoño y las llamas de los pebeteros que lo iluminaban de trecho en trecho bailaban empujadas por una ligera brisa. El río
en penumbra parecía pequeño, encajonado en la oscuridad absoluta de sus dos
orillas, debía ser tarde, porque apenas había gente por la calle, de los Comunes
ya hacía tiempo que habían salido los diputados más trabajadores y de la vieja Abadía se habían
oscurecido sus vidrieras, señal de que los últimos oficios habían concluido. No
recuerdo qué pensaba, me imagino que sólo era capaz de admirar el rutilar de
las aguas pacíficas rumiando mi desgracia.
Los escasos viandantes que se encaminaban al
puente lo hacían con la cabeza hundida en el cuello de la capa, medio embozados
los ojos por los sombreros, como si temiesen que la bruma que comenzaba a
elevarse del agua les atacara con sus miasmas. No sé cómo, en un momento dado,
me dio por pensar que tal vez alguna de aquellas personas fuese un bandido que
viniese hacia mí dispuesto a arrebatarme mi escuálida bolsa; menuda sorpresa se
hubiera llevado, en aquellos momentos no portaba ni un penique. Sin embargo,
nadie prestaba atención a nadie, las almas con las que me cruzaba caminaban a
mi alrededor presurosas, casi corriendo hacia los refugios seguros. Tal vez me
temían a mí, después de todo era un hombre solo, embozado como los demás, que
portaba una espada en el costado derecho, sí, estoy seguro que más de uno creyó
que yo podía ser su ángel de la muerte. Y pensé, lo hice, se lo aseguro, pensé
que si perdía el botín del San Fernando, me dedicaría a saltar a los
altos personajes de la corte. Con lo que obtuviera de sus bolsas botaría un
barco para regresar a isla Navidad en busca de Eugenia.
Hice cábalas de cuál sería el lugar más idóneo
para apostarme a esperarles y lo tuve claro, el parque de Saint James, que
sólo algunos arribistas de la corte se atrevían a atravesar las noches en que
borrachos abandonaban las fiestas del príncipe regente y mi "muy querida esposa". Eché
cuentas, en una sola noche podría "expropiarles" unas mil o dos mil
libras, sólo tenía que apostarme cerca de la salida del palacio y escuchar las
discusiones de los criados, averiguar quién ganaba y quien perdía a las
cartas.
En esas andaba, previendo ya mi futuro como saltador
de carruajes y viandantes cuando vi que desde Whitehall se acercaba un hombre,
un hombre bajo, delgado, un pequeño comerciante que había osado acercarse a las
puertas del poder para conseguir alguna prebenda, tal vez, o un honrado
menestral que acababa de limpiar la sala de vestir del presidente de los
Comunes, me daba igual, llevaba un largo abrigo que se agitaba a su alrededor
al caminar y sombrero de copa alta, demasiado a la moda para ser un honrado
trabajador. Decidí que era mi ocasión, que nunca se me presentaría otra
oportunidad de probarme a mí mismo si tenían
razón mis detractores cuando vociferaban a mi paso que no tenía honor ni
dignidad.
Me alejé del pretil y me acerque despacio
hacia el centro del puente donde en unos escasos segundos tendría que pasar mi víctima.
Los pebeteros me iluminarían desde atrás por lo que a sus ojos yo tendría la
apariencia de un gigante ante la cual sin duda alguna su arrojo, si es que lo
tenía, se amilanaría. Me detuve en el centro justo dejando que el hombre se me
acercase, continuaba caminando tranquilamente balanceando su bastón delante,
atrás, delante atrás al impulso de sus amplias zancadas. Estaba ya sobre mí,
no le quedaba más remedio que alzar la cabeza y esquivarme o golpearme.
Cuando le vi la cara sorprendida hice ademán
de llevarme la mano al pecho, no sé qué pensó que iba a sacar pero su rostro
se contrajo por un espasmo de miedo y dio un
paso atrás aunque sin perderme la cara; luego debió pensar que necesitaba ayuda porque
giró la cabeza a derecha e izquierda buscando gente, pero no había nadie a
nuestro alrededor. El hombre, un lechuguino de los de leontina y pantalones
negros, me miró con ojos extraviados y dio dos pasos atrás. Me avine al juego y
me moví hacia él, nunca creí que mi rostro o mi apariencia fuesen capaces por
si solos de infundir miedo. A los hombres de una tripulación se les gobierna
por el temor al látigo, y aquel hombre desconocido para mí me rehuía
simplemente porque era de noche, nos rodeaba la bruma y estábamos solos.
¿Comprende, teniente, de qué pocas
circunstancias depende una vida? Aún no le había dicho ni una palabra, ni le
había hecho gesto alguno amenazante y ya temblaba. Giró
dos o tres veces la cabeza hacia atrás, ahora sí buscaba ayuda desesperadamente, no se
atrevía a darme la espalda y echar a correr en dirección a la calle y las
luces. Compulsivamente miraba hacia mí y luego a la oscuridad. Entramos en una
bolsa de luz y la bruma, por momentos más densa nos encerró en su capullo; podía verle perfectamente los ojos desencajados, la boca abierta y balbuciente, agitando los brazos como alas de polluelo inexperto, no, no
echaría a volar y él lo sabía; estaba, al menos eso creía él, totalmente a mi
merced.
Le seguí, si él daba dos pasos hacia atrás yo
los daba hacia delante, si se detenía me detenía siempre con la mano en el
pecho por debajo de la capa. De pronto el hombre tropezó y cayó de espaldas al
suelo, empezó a gemir… “No, no…, no llevo dinero…, no llevo nada… No me haga
daño, por favor…” Me asqueé de su miseria, en lugar de defenderse, de luchar
por su vida que sólo él creía en riesgo se rendía y suplicaba. Saqué la mano
del pecho y me llevé un puro a la boca. No debió percatarse porque continuó con
sus suplicas; me incliné hacia él con el brazo extendido ofreciéndole mi mano para ayudarle a levantarse, y sin
embargo siguió arrastrándose de espaldas, huyendo de mí.
— ¿Me da
fuego, por favor? —le pedí sonriéndole.
Aquellas escuetas palabras que en otras
circunstancias no hubieran supuesto nada más que un "Sí" o un “No, buenas noches”
debieron resonar en los oídos del lechuguino como una sentencia de muerte; de
pronto encontró las fuerzas que momentos antes le faltaron, se levantó del
suelo con agilidad y echó a correr sin mirar hacia atrás. Estaba a punto de
abandonar el circulo de vacilante luz cuando los pies se le enredaron en el
abrigo y cayó de bruces sobre el adoquinado.
— Y
usted como buen samaritano se acercó a socorrerle.
— Así
es, teniente, me acerqué con paso rápido, el golpe había resonado en el
silencioso puente y temí que se hubiera abierto la crisma. Por un momento hasta
temí haber llevado demasiado lejos mi pantomima, yo no le deseaba ningún mal a
aquel pobre hombre.
— No
pretendo ofenderle, milord, pero no creo que deba sentirse muy orgulloso de sí
mismo y no entiendo la moraleja de la historia.
— Aún no ha terminado, teniente, pero no le
sigo, ¿qué había hecho hasta entonces indigno de un caballero? Nada… en ningún
momento blandí el sable…
- Señor,
usted mide más de seis pies, y en la noche, envuelto en la bruma, como usted
mismo reconoce, no necesitaba de armas para resultar amenazador, su sola
presencia era suficiente para aterrorizar a quien confiadamente creía caminar
solo.
—Muy
bondadoso resulta usted, teniente, un hombre como debe ser no se hubiera dejado
amilanar en ningún momento, midiese yo cinco o siete pies, un hombre debe
encontrar en sí mismo la fuerza suficiente para defender su vida. Pero no he
concluido, teniente, aún no he acabado mi historia, que cambió ya para siempre mi destino. El hombrecillo debió encontrar dentro de sí alguna
llamita de esa fuerza que se nos infunde al nacer, la que unos momentos antes
no había conseguido encontrar, lo cierto es que cuando me acerqué de nuevo a él
y me incliné con las manos extendidas para ayudarle, esta vez no reculó, al
contrario me lanzó un puñetazo con su puño derecho, como comprenderá me fue
sencillo eludirlo, le sonreí, sí recuerdo que le sonreí, era mi reconocimiento
a su orgullo y coraje.
—Tranquilo,
amigo –le dije- sólo pretendo ayudarle, no tema. Pero él no debió entender
nada, perdido el empuje que le llevó a atacarme, le inundó el terror del que se
sabe muerto, gateó alejándose; le confieso que me cansé, me dio lastima y
al mismo tiempo que me retiraba dije:
—Está
bien, amigo…, como usted quiera, y me alejé de el riéndome a carcajadas.
— Es
usted un canalla, capitán Bradley.
— Sí,
sí…, claro que sí teniente…, se lo admito y hasta le reconozco que me
enorgullezco de mi ruindad.
— Abuso de su posición ante un inferior,
aterrorizó a un pobre hombre que no le había hecho nada.
— ¿Cómo
lo sabe usted?
— ¿Cómo
sé qué?
— Sí, dígame cómo sabe usted que no me había hecho nada. Usted piensa
que se asustó por mi sola presencia y mi actitud amenazante, yo mismo le he
hecho creerlo, pero ¿y si no era cierto?, ¿y si me había reconocido? Mi
caricatura estaba todos los días en la prensa, The Morning había hecho suya la
causa de hundirme… tal vez él era el gacetillero que redactaba las soflamas que
pedían mi cabeza y pensaba que buscaba venganza. Lo hubiera podido matar con total impunidad; durante el enfrentamiento nadie se nos acercó, ningún ruido me alertó de
posibles testigos. Miré el reloj, pasaban las nueve de la noche, a esas horas,
en Londres aunque no sea invierno ya no hay nadie en las calles del centro, tal
vez en las del East End deambularan algunos tarambanas y ciertas busconas de
poco fuste, pero nadie transitaba las calles del centro, y menos a pie, aún a
esas horas los clubes estarían rebosantes de gentes y en los cafés se jugaría
al billar y a las cartas. Y aprecié en sus justos términos la oportunidad que
aquella soledad me propiciaba. Me había divertido, pero el juego había
terminado.
— ¿Lo mató?
— ¿Lo maté? No, por supuesto que no. Lo
asesiné.
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