La tormenta los atrapó a las tres semanas de abandonar la Isla Navidad. Fue repentino, el amanecer resultó lánguido, tardío, como si el sol perezoso hubiese decidido darse otra vuelta en su cama de nubes. Luego, la atmósfera durante toda la mañana estuvo densa, pesada... el calor sofocante, era lo normal, navegaban a 180º de longitud este y a 4º de latitud norte, en la zona de las calmas ecuatoriales. Los hombres caminaban por la cubierta medio desnudos, con sólo los pantalones desgastados por indumentaria, a pesar de que navegaban con las bodegas llenas, a pesar de que tenían balas y balas de algodón no disponían ni de una vara de dril para confeccionarse ropa de repuesto.
Aquel mediodía no pudieron medir la latitud, el
sol no apareció por el horizonte, y ni siquiera mediante la estima pudo calcular
su posición. En el laberinto de islas que poblaban el Pacífico central la falta
de precisión podía ser causa de un naufragio, un error de unos pocas millas
podía llevarlos a sotavento de alguna isla, de algún atolón impidiéndoles escapar de la atracción de la corriente. Su única esperanza que con
las estrellas tuviesen más suerte y al anochecer brillasen en el firmamento
justamente en la posición correcta. Por lo demás hacía muchísimo calor, un
bochorno infernal que obligaba a los hombres de la guardia a acercarse a menudo
al barril del agua para refrescarse.
Pero el tiempo no mejoró, cuando la oscuridad
creció por el este, las nubes plomizas cubrieron el cielo tragándose los rayos del
sol. Y lo hicieron rápido, de un momento para otro, lo que antes era blanco
brillante se convirtió en una compacta masa gris y negra, imposible distinguir
la línea de separación entre cielo y mar. Fue tan rápida su aparición y tan
pacífica que no resultó amenazadora, los vientos se mantenían con una fuerza
que empujaba a La Victoriosa a unos
escasos cuatro nudos. Aparentemente no había ningún peligro en ciernes y sin
embargo, los hombres desocupados deambulaban por la cubierta superior
escudriñando el horizonte, ningún petrel, ningún albatros distraía su espera,
ni siquiera la estela acuchillada de los atunes se apreciaba desde la borda, y
hacía más de dos días que los tiburones habían desistido de su persecución.
Estaban solos en el mar, alrededor de la nave no podía calibrarse ningún
obstáculo, sólo oscuridad.
Y entonces, las olas que un segundo antes se
adormecían mansamente contra sus costados devinieron en impetuosos caballos encabritados
que cocearon a la fragata con furia y rabia. El balanceo de la nave se tornó
errático e impredecible y en los cabeceos se abrían ante la proa mandíbulas feroces
que engullían al bauprés como sí frente a ellos bostezasen una manada de
cachalotes hambrientos. El cielo se oscureció aún más y la noche tempranera
cayó sobre la arboladura convirtiendo la cubierta en un túnel oscuro del que daba
la dimensión el brillante fanal de popa que el previsor segundo oficial había
ordenado encender a pesar de ser media mañana.
— Se pone feo —comentó lacónico Valera cuando
Juan le relevó.
— Se avecina una buena tormenta —respondió fingiendo
una tranquilidad que estaba lejos de sentir. Nunca en sus pocos años en la
Armada se había enfrentado a un cambio tan repentino de la atmósfera, a una
oscuridad tan amenazante como la que se cernía sobre La Victoriosa.
Porque no otra cosa parecía avizorarlos, una
más de la docena de tormentas tropicales que habían superado en su mes y medio
de navegación. Ni por toda la seda del mundo ni las perlas del rey de Siam
dejaría Juan de mostrar ecuanimidad ante su superior, aunque por dentro el
miedo lo corroía, pero antes se dejaría matar a dejar que nadie de la
tripulación adivinase sus pensamientos.
Por ello tomó las medidas que racionalmente su
ciencia y su experiencia le obligaban a adoptar, llamó al criado del capitán
para que le informase de la caída en picado de la presión atmosférica, dio
orden de amarrar firmemente con cabos todo aquello que pudiera caer sobre los
hombres y ordenó que se colocaran andariveles en los costados. Hubiera
preferido soplar sobre las nubes y espantarlas, caldear entre sus manos el
pequeño depósito del artilugio que medía la presión y hacerle subir hasta cotas
de templanza y bienestar, pero no era Dios, ni siquiera Javier Caballero del Manzanar, su representante en la fragata,
y ese era su mayor desasosiego... no estar a la altura de la confianza de su
capitán, aunque fuera un borracho. Por las voces con las que despidió a su criado,
no parecía encontrarse en disposición de asumir el mando, así que Juan, como
oficial encargado de la guardia, ordenó reducir el trapo. Si lo que les
amenazaba era una tormenta más, era la orden adecuada, y así en un primer
momento la Victoriosa se sosegó y los cabeceos desaparecieron; impulsada
solamente por las velas mayores se deslizó por el mar encabritado con sobriedad
y elegancia. Pero si se trataba de algo diferente, algo desconocido por él
posiblemente fuese una decisión desacertada y lo oportuno habría sido echar
mano de todo el aparejo disponible y aprovechar la fuerza del viento para huir
del vórtice de la batalla.
“A lo
hecho pecho”, se dijo, en el alcázar sólo había un oficial. Se apoyó en el
pasamanos y escudriño la claridad que de la boca de la escotilla se desprendía,
sólo se trataba del fanal del bao del que partía la escalerilla, nada hacía
presagiar que el capitán fuera aparecer de un momento a otro. De la verga del
velacho llegaron unos gritos, “El Rafi”,
el mejor gaviero de la fragata lanzaba denuestos en un idioma desconocido a uno
de los ayudantes del contramaestre. Estaba tomando un rizo, atando la
empuñidura a los tojinos, con el cuerpo sólo sujeto a la verga por los sobacos,
apenas rozando con la punta de los dedos de los pies los marchapiés, cuando el
ayudante tiró de la driza haciendo girar la verga hacia el bordo contrario, el de La Caleta aún
sujetaba la empuñidura pero sus pies se agitaban en el aire, si caía lo haría
en el mar, tal vez salvara el cuello, pero le obligaría a detener la
embarcación para recogerlo y Juan no estaba muy seguro de que tuvieran la
oportunidad de hacerlo con el mar tan encrespado. Por un momento el tiempo ya
de por sí ausente en aquella oscuridad se detuvo y sólo la agitación de las
piernas del hombre colgado a más de veinticinco pies de la cubierta anunciaba que
aquello no era una pintura, que la arena del reloj continuaba cayendo.
—Sánchez —gritó haciendo bocina con las manos—,
¿qué se propone? maldita sea, ayuden a ese hombre.
El ayudante que hasta oír la orden parecía
paralizado por el error reaccionó, cogió
la driza y con ayuda de otros dos marineros la sujetó firmemente. El viento
tiraba de ellos, la oportunidad del gaditano estaba en que pudiera agarrarse a
ella y deslizarse hasta la cubierta. Pero para llegar a la driza tenía que
soltar el velacho y, sujetándose solamente con los brazos, desplazarse unos dos
pies a los largo de la verga hasta el
penol.
— Suéltelo —ordenó. No quería pensar en lo
que sería de la nave con un velacho dando bandazos de un lado a otro. Sólo veía
a un hombre luchando por su vida, buscando con los pies un asidero, mientras
aferraba firmemente entre las manos la empuñidura de la vela. Los de cubierta
mantenían la driza firme a la espera, lo conseguiría, no era una acción tan
difícil, aquel tipo de accidente solía ocurrir al principio de cada travesía
cuando aún los hombres no habían ajustado sus movimientos, entre marineros
veteranos como “el Rafi” todo quedaba
en un simple susto y en una bronca en el rancho para el culpable, pero la tensa
atmósfera le había sorbido las ideas, y parecía que no lo conseguiría, sobre cuando
el viento se amainó y el velacho se
desinfló destensando la driza.
Juan lo vio mirar hacia el mar embravecido y
luego alzar la cabeza al cielo, podía haber implorado ayuda o lanzado una
silenciosa imprecación, pero no obtuvo ayuda, al contrario, el viento giró de
nuevo empujando la verga suelta. Los codos del marinero se movieron unas
pulgadas muy despacio en dirección al penol, luego otro poco, balanceó las
piernas en busca de la driza, aún le quedaban más tres pies para alcanzarla, de
pronto como si el cielo hubiera decidido que aquello no era suficiente, que
necesitaba más tensión para divertirse, la nave, empujada por una ola de través,
se escoró por estribor; la sacudida debió repercutirle en sus escasas fuerzas y
se soltó un brazo; desde la cubierta lo vieron agitarse al aire como un gallardete. Juan pensó que no lo
conseguiría, que en unos segundos planearía sobre las gruesas olas hasta
atravesarlas no como un albatros o un petrel y no reaparecería. Se equivocó, o
la Virgen del Carmen le echó un escapulario, el caso fue que impulsándose con
fuerza volvió a aferrarse al palo y caminó apoyado en los codos hasta que sus
piernas asieron por fin tensa driza, cruzó las piernas entorno a ella y
soltando los brazos de la verga, consiguió asirla con las manos. Juan suspiró
aliviado.
Sin embargo poco le duró la tranquilidad, el
viento de nuevo roló soplando del nordeste y empujó a la fragata por la popa
con la fuerza de una legión de demonios aulladores dispuesta al asalto a la
gloria. Desde el alcázar ya el mar casi no se divisaba, sólo a través de las
rasgaduras que el, cada vez más furioso, viento abría entre las nubes se entreveía
lo que ocurría en la cubierta.
— ¡Por todo los demonios! ¿Se va a caer
el cielo sobre nuestras cabezas? —gritó el timonel a su oído. El ulular de las
ráfagas, el diapasón de las bolinas y los tomadores cada vez más intenso, el
crujir de los juanetes, ocultos en la oscuridad y aún las propias cofas,
convertían en una quimera cualquier conversación—. Nunca había visto un tiempo
como éste, señor, no deben ser más de las dos y parece noche cerrada.
— Señor, ¿avisará al capitán? —Esa era la
pregunta que no dejaba de hacerse, ¿cuándo debía avisar al capitán, cuándo? Sus
ronquidos se oían en la cubierta acompañando al coro de la jarcia. Juan sabía
que era su responsabilidad, aquellos sucesos tan extraños ocurrían en su
guardia y debía controlarlos, no podía molestar al capitán por una simple tormenta.
Si le avisaba de la situación y no acudía al puente estaría cometiendo una
grave falta. Si no le avisaba y ocurría algo grave la culpa sería suya, bien lo
sabía, eso era lo que el capitán esperaba de él. Asumiría la responsabilidad de
lo que ocurriese aquella jornada, en el diario de navegación él, precisamente
él, había escrito al día siguiente de la partida de la Isla Navidad que el
capitán y el primer oficial se encontraban enfermos y no añadiría ninguna
referencia más. Aunque los hombres murmuraran la borrachera no trascendería, al
menos... al menos que el cielo cayese de verdad sobre sus cabezas y quedasen
sepultados en el fondo del mar y entonces ya no importaría.
— El
capitán se encuentra enfermo —dijo con voz firme—, el doctor ha dicho que no se
le moleste y no se le molestará ¿entendido? Esto no será nada, una tormenta
tropical un poco más fuerte que las otras. La fragata resistirá y los hombres
también. La Victoriosa era un buen barco,
pese a lo rápida que navegaba cuando el mar se encabritaba sepultándola en
abismos líquidos no oponía resistencia, se dejaba ir para luego una vez que la
masa de agua pasaba alzarse de los abismos.
En ello pensaba cuando la gran ola entró por el
través de estribor y hundió la fragata
empujándola con tanta fuerza hacia babor que por unos momentos pareció quedar suspendida
en el aire. Creyó que era su última ola ni tiempo tuvo de agarrarse al
pasamanos, no la vio venir, calculaba mentalmente cuanta resistencia le
ofrecían las mayores al vendaval cuando la masa de agua lo cubrió.
Había olvidado ordenar a los hombres que se
ataran al aparejo, sólo el timonel lo había hecho nada más asumir su turno. Pero
no tuvo tiempo de sentir remordimientos, mientras se ahogaba con los pulmones a punto de reventar sólo pudo
pensar por un segundo en su madre vestida de negro, luego agito los brazos por
encima de su cabeza intentando encontrar la cresta de aquella maldita ola que
no terminaba nunca de pasar. La fragata no se había hundido, de eso estaba
seguro, su intuición le decía que seguía en equilibrio, aunque no era capaz de
saber ni el ángulo ni el bordo que primero se libraría del agua. Se dijo que si
aquel era su fin más valía permanecer sereno y aceptar que revelarse y sufrir.
En el costado le golpeó un objeto pesado, se agarró con todas sus fuerzas a lo
que creyó un tonel, y nada más tocarlo comprendió que se trataba de un hombre.
Percibió un crujido seco con sordina y pensó que la fragata se partía en dos,
abrió la boca para apresurar el fin. Su vida, pensó, había sido una buena vida
y moría donde siempre creyó que lo haría, en el alcázar de un barco… bajo su
mando. Sintió cierta emoción, su cuerpo
sería mar, carroña del mar… pero mar al fin y al cabo… viviría en las fauces de
los tiburones, en las aletas de las ballenas… en las alas de los petreles.
Esperó el ahogo, el terrible dolor en el pecho que, según se rumoreaba en los
ranchos, anunciaba la muerte por ahogamiento… y no llegó.
Seguía vivo y lo sintió primero en la frialdad
de la piel de su rostro, respiraba. Abrió los ojos, si la muerte se acercaba y
aquello se trataba de una alucinación de los sentidos, quería contemplarla de
cerca, después de todo era un hombre, no sólo un enteco guardiamarina que
lloriqueaba por la noche acordándose de su madre. Sus ojos erraron por entre
jirones de niebla gris, haciendo un esfuerzo logró concentrarlos en un objeto
alargado, alto y casi negro que se alzaba justo ante él. Tanto podía ser un
pecio en los abismos del océano, como un recuerdo de un tiempo pretérito cuando
los únicos navegantes que osaban cruzar aquel mal llamado eran los malditos caníbales
de las Marquesas. Soñaba con la muerte cuando estaba vivo, cuando llevaba respirando
aire fresco casi una eternidad, lo que tenía delante de sus ojos era el mayor
de la Victoriosa, totalmente
reconocible, que poco a poco como impulsado por su propia inercia se adrizaba
volviendo a su posición perpendicular. El objeto que aferraba con sus manos se
estremeció, intentaba escapársele… una voz ronca murmuraba junto a su oído.
— Señor, puede ya soltarme, gracias a Dios que
me agarró —oyó decir al Rafi con la
voz estrangulada.
La voz le llegaba como si procediera del reino
de Poseidón, Juan sacudió la cabeza… estaba sonada…, no sólo no oía sino que lo
que veía aparecía bañado en un blanco resplandor, como si de pronto toda la
fragata fuera de acero y plata… cerró
los ojos compulsivamente y se los frotó con ambas manos, era como si acabara de
despertar y aún la mañana no estuviera dispuesta para la revista… intentó
concentrarse en la voz del gaviero… le extrañó encontrárselo casi rozando sus
hombros… el sonido le venía desde tan lejos y sin embargo al girarse se topó
con la jeta coloradota del marinero a un palmo de su rostro.
— Señor, ¿podría soltarme? Aprieta
tan fuerte que no siento la pierna.
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