Empecé
a contaros mi historia el 13 de marzo, hace ya seis meses, y lo hice, bien lo sabéis (¿lo sabéis?), con una llamada de socorro,
a la que para mi desencanto nadie aún ha respondido, Y lo necesitaba. Necesitaba oír voces distintas a las de mi cabeza,
sensatas o alocadas, me daba igual, distintas. Alguien que me dijese, “Sí, Leonor, huye a
Nueva Zelanda, apacienta ovejas”. O “No, no
seas estúpida, quédate con Vanessa es un buena chica que te ha hecho
millonaria. Cría su hijo y olvida la paranoia, no quiere heredarte”. O, “Lárgate de ahí, ya, acabarás en un vertedero”. O “No te desanimes, Leonor, que a estribor de
toda pena hay una delicia segura”. Cualquier cosa. Pero este silencio. Este
silencio me mata.
Ya sé,
ya sé que no soy Woody Allen, que cuando Woody cuenta sus intimidades en sus
películas es una genialidad, le conceden el Oscar y le abren una línea de
financiación para la próxima. Lo entiendo. Nadie quiere oír la
confesión de una ama de casa cincuentona de Torrelodones. Lo mío no es
genialidad, es marujeo, diréis. Si es por eso, lo entiendo.
Aunque os
aseguro que no ha sido fácil desnudar mi alma. Tenéis que entender que para una
mujer de mi edad y condición exponer los trapos sucios a la vecindad, llegar a
este grado de exhibicionismo es tan duro como si me pusiera a escalar el
Everest sin oxigeno (con oxigeno lo hice el año pasado), pero lo hago porque me
encuentro en una disyuntiva en la que pocas se pueden enfrentar, solas.
Y os lo he contado todo, las intenciones de Vanessa, como me abandonó mi
marido, como lo conocí, por qué lo elegí y hasta como quemé mi viejo hogar. Es
cierto que no os he hablado de mis sesiones con el doctor Conejo, ni os he
hablado de mi descubrimiento del sexo, pero ya os podíais haber hecho una idea.
¿Sabéis?
Pienso que no me habéis creído ni una palabra, ni que tenga seis millones de
euros ni que Vanessa esté preñada; lo está, lo está y de seis meses, me quedan sólo tres para decidir… Y no me
ayudáis. Ya sé, ya sé. Si dudo es que no la quiero. Pues claro que no la
quiero, eso no me lo tenéis que decir… pero… pero tal vez si os explico cómo
terminó nuestra primera cena tal vez comprendáis que "Hay más cosas en el cielo y la tierra, Horacio, de
las que entiende tu filosofía".
¿Recordáis como se quejo Vanessa del Don Perignom? Lo cierto fue que no le hizo ascos, que se
bebió su rebujito de aperitivo, pero en cuanto empezó a sorber con deleite las
ostras ya no paró de vaciar su copa; y sí lo confieso, mi intención era
emborracharla, que olvidase su lascivia y dejase de una vez en paz mi
entrepierna. Y lo logré, en parte. Al menos mientras saboreaba sorprendida la
sopa de de coco y plátano. Es que es un estómago agradecido, igual que José
Antonio, salvo en fino, las judías con chorizo le dan ardor de estómago.
Con el salteado de rape y mango creí que lo había conseguido, tanta
era la delectación con que se llevaba cada bocado a la boca y lo saboreaba. Hasta que apuró el
último sorbo de champán de la copa. Entonces se levantó, rodeó la mesa, me echó
un brazo por el hombro, me obligó a levantarme, me llevó hasta el sofá, se
sentó a mi lado, comenzó a toquetear el cuello de mi blusa y con voz de cigarra
asmática me pidió.
— ¿Por qué no me cuentas uno de tus cuentos?
Os recuerdo que la primera vez que
intimamos, después que descubriera los millones que José Antonio pretendía
estafarme, para que no me creyera una pobre maruja abandonada, le comenté que
escribía cuentos eróticos desde niña. Sí, desde que era niña y ni se
extrañó.
¿Quién iba a pensar que se
acordaría? Pues lo hizo y aunque al principio no me di por enterada en cuanto
sus dedos comenzaron a bajar por mi espalda me escapé a la estantería en busca
de uno de mis muchos cuadernos. De espiral, amarillos, rojos, de todos los
colores del arco iris, cuadriculados, escritos a lápiz. Cajas llenas
convertidas en nidos de ratones. Cogí uno de los que encontré más a mano y se
abrió por el titulado “Samantha
o la Infeliz Doncella”, si muy dieciochesco,
de mi época de imitación a Samuelson. Comencé a leerlo, no es muy
largo, pero no pasé
del primer
capítulo, porque el calor de las palabras se transmitió a su piel… cuando
llegamos a lo de…
“Inmediatamente arranqué, con pesar, bien lo sabes, mi mano del dulce lugar que tanto disfrutaba cuando era la tuya la que lo acariciaba, e intenté cubrirme el pecho. Apenas si noté el vacío porque aquel ángel lo cubrió enseguida con la suya poderosa. Mi conejito se estremeció al percibir la fuerza de los barrotes que lo enjaulaban y el pobrecito se inflamó intentando huir de la prisión. No podía hablar, no podía gritar, la voz había abandonado mi cuerpo sobre todo cuando sus labios se posaron sobre el lóbulo de mi oreja.”
Fueron los suyos los
que se posaron en la mía, el estremecimiento que me recorrió entera me sorprendió. Me aparté despacio, aquella noche,
maldita sea, era su noche, pero no podía exigirme tanto. Me coloqué las gafas,
la miré con reprobación y continué leyendo…
“El colchón subía y subía tan frenético como mi corazón, pero ¿sabes Raquel?, no sólo era yo la que temblaba, también el ángel se estremecía. Luego de unos instantes de gozo, la mano se tornó inquisidora y abrió y buscó entre mis pliegues. Creerás que aún seguía muda, pero no, de repente me pareció oír, entrelazado con su ronco gemir, los estertores de mi alma y créeme si te digo que pensé llegada mi última hora cuando uno de sus fuertes y poderosos dedos se abrió paso dentro de mí. El hechizo se rompió y grité, grité y mordí la mano que intentaba cubrirme la boca para ahogar mi voz.”
La vi venir, os juro que vi venir su mano, supe lo
que pretendía y no la rehuí; no la rehuí, el Don también hacía mella en mí. Pero ya os lo he
dicho, es muy lista, la muy zorra dosificaba el juego, en cuanto vio que iba a
mordérsela la retiró. “Continua me ordenó”. Le obedecí.
¡Oh Raquel! Han sido tantas y tan bienaventuradas las circunstancias que me han acontecido desde que nos despedimos, tantas, que hasta siento remordimientos por tener que decirte que, a pesar de tu ausencia, no he sido desgraciada desde que me arrebataron de tus acogedores brazos, como sin duda tú esperabas de una amistad tan tierna como la nuestra.
Debes saber, mi pequeña, que he sufrido en mis carnes los tormentos del infierno, las llamas del fuego eterno abrasan mi piel, garfios de hierros incandescentes la esgarran como tus dientecitos rompen la dorada costra de un pastelito de miel, las aguas sulfurosas escaldan mis carnes saturándolas de jugosos zumos pero… el volcán del amo me cubre con su ardiente lava al menos cinco veces al día. Estoy destrozada, dolorida, pero… soy, ¿me atreveré a decirlo…?, si, corazón mío, soy feliz.
Por primera vez en mi vida puedo gritarlo ¡¡¡ SOY FELIZ!!! Oh querida, tengo que dejar de escribir este billete, le oigo acercarse por el pasillo, mis manos tiemblan, mi entrepierna se humedece…
No sé como
estaría la suya, la mía andaba seca cuando terminé con el “Tuya afectísima. Samantha.”
Lo que no me esperaba fue lo que preguntó:
— ¿A ti te va el sado-maso?
— Es sólo un cuento —me defendí.
— Pues parece como que te fuesen esas cosas. Tal vez lo que te ocurría
cuando lo escribiste era que estabas…
No la dejé terminar, nunca me han gustado las ordinarieces y menos
cuando se referían a mi persona. Cerré el cuaderno y me levanté dispuesta a dar por concluida la
experiencia.
— Ah no, nada de eso, tienes que leerlo entero… si puedes —dijo.
“Te parecerá terrible, lo sé, visto con tus virginales ojitos debe ser terrible sentirte presa de las garras del demonio, pero Raquelita, el rabo del demonio es placentero una vez que se le conoce bien. Y después de cien días prisionera de sus deseos créeme, le conozco, todos los poros de mi cuerpo lo conocen, de todos mis jugos se ha saciado, por todos sus agujeros se ha vertido y nada más verle venir con su manguera pletórica tiemblo sólo de pensar en la tortura que me espera, porque luego, una vez pasado el primer dolor, es tan delicioso sentirlo gobernar mi cuerpo como león sobre leona.
¡Cuánto tiempo desperdiciado, pequeña mía, cuantas torturas perdidas, mientras jugábamos a ser virtuosas!”
— ¿No
notas demasiado calor? —preguntó, y antes de que pudiera contestarle comenzó a
desabrocharse los botones de la blusa.
Y no, yo
no notaba nada, es más me sentía
incomoda con su striptease, sí hasta di un salto cuando dijo:
— Lo que
ahora me apetece es lamerte toda entera.
Y sin
que me hubiera dado tiempo a buscar un resquicio para escapar me tumbó en el
sofá y comenzó a desabrocharme la blusa. Entonces recordé el postre, el
granizado de sandia que guardaba en el congelador y lo bien que me vendría para
refrescar su ardor. Se lo propuse intentando zafarme de sus dedos.
—Quieta
—ordenó—, lo dejaremos para después.
Y me
rendí. Sí, lo confieso y no me avergüenzo, nunca había hecho nada como aquello…
pero ¿por qué no? ¿Qué había conseguido últimamente de los hombres salvo
disgustos? Me dejé llevar, el calor era insoportable…
— Finges muy bien lo de ser una buena chica —dijo de
improviso alzando la cabeza de entre mis muslos.
— ¿Qué?
— Ni
por un instante me engaño tu apariencia de señora. Tus camisas Burberry, tus
faldas de cuadros y tus sombreros. Desde que te eché la vista encima supe que era fachada.
Eso me atrajo de ti... —dijo y luego inopinadamente añadió—Háblame de la
primera vez que practicaste sexo.
— ¿Ahora?
No
quería hablar, sólo... yo sólo quería, ansiaba que su lengua siguiese jugando
en mi escondite hasta que reventase el volcán. Le cogí la cabeza con las manos
y la empujé hacia abajo. Se resistió.
— ¿Cuéntamelo...
o...?
—O...
qué —quise saber. No veía una amenaza, sólo una moratoria estúpida que a
ninguna beneficiaba. Cada cosa tiene su tiempo. Lo dice la Biblia. Y aquel era
el tiempo del placer.
—O... —y
pareció pensárselo, luego en sus ojos apareció una nota picara y por fin me
anunció —te quedarás sin plátano. Lo entendí. Se refería al cuento. Pero yo no
quería ningún plátano. El último que tuve entre mis labios fue el de José
Antonio para su cincuenta cumpleaños y de eso hacía ya más de tres años. Era
pasado. El recuerdo de mis veintiséis años de sumisión me exasperó.
— ¿Para
qué quieres saberlo? —pregunté alzándome sobre ella y agarrándola por los
pelos. Hasta a mí me sorprendió la violencia de mi reacción. Hasta aquel
momento había sido totalmente pasiva, dejándola hacer, repitiendo mi
comportamiento durante tantos años. Pero no, se acabó ser sumisa. Atraje
su cara hacia la mía y la miré a los ojos. Seguía reinando en ellos el vacío. Y
entonces me entró una alegría por dentro, un rebullir en la piel. Yo enseñaría
a aquella niñata lo que era el miedo. Y le eché la cabeza hacia atrás,
tirándole del pelo mientras con los dientes le raspaba la piel desde la
barbilla hasta el cuello.
—Me
haces daño —gimió.
—No
seas absurda, te gusta —le susurré al oído para después morderle el lóbulo. Le
gustó de verdad.
Seguí
tirando de su pelo hasta que no tuvo más remedio que tumbarse boca arriba, caí
sobre ella y me senté sobre su vientre. De un tirón le rompí la camisa y su
inmenso sujetador. Sus pechos me dejaron en silencio. Ante su boca abierta,
expectante le cogí los pezones entre los dedos y se los retorcí. Chilló entusiasmada.
Luego me incliné sobre ellos, se los besé. Ahora uno, ahora otro,
ahora los dos bien prietos a la vez. Eran inmensos. Gordos como cerezas del
Valle del Jerte y sabían a miel. Los mordí, la obligué a levantarse tirando de
ellos entre los dientes.
—No
sabes lo que era aquel tiempo, no lo entenderías —dije.
Sudaba,
sí sudaba y se agarraba a los míos, quería retorcérmelos, me zafé de sus dedos.
—Quiero
entenderlo —gimió— quiero saber por lo que has tenido que pasar, lo que has
sufrido. Lo quiero todo de ti, Leonor, lo quiero todo —mintió. Sus ojos seguían
vacíos. Hubiera debido cruzarle la cara de un bofetón, otra hubiera sido
nuestra relación, en cambio la derribé de nuevo contra el sofá.
—No
mientas, Vanessa —dije.
Luego
me comí su lengua y sus labios, mientras mis dedos ciegos buscaban llegar al
fondo de aquel vacío. Cuando comenzó a agitarse espasmódicamente, cuando sentí
que su paroxismo se acercaba me detuve y me senté a su lado. Que sobre su piel
sudorosa corriese el aire, que se enfriase la lava, que se solidificasen las
llamas.
—Sabes,
si vamos de confesiones será mejor que tomemos un helado. Salté de la cama y me
fui a la cocina. Lo había sabido mientras la besaba.
Un
granizado de sandía era lo apropiado.
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