Los spoilers nos advierten de que es posible que en Bones12
la doctora Temperance Brennan haga terapia “ya que algunas cosas contundentes y muy
significativas le van a pasar”, ha explicado el showrunner Jonathan Collier. No sería una novedad. Una de las tramas más emocionantes y divertidas que ideó Hart Hanson en las tres primera temporadas para enredarnos a Bones, cuando aún no nadie sabía si “lo harían” o “no lo harían”, cuando a veces, por culpa de la tensión entre Booth y Brennan, volaban asesinos, otras volaban tiros, fue la de someter la
pareja a terapia.
Aunque oficialmente la terapia de la
pareja no comenzó hasta el inicio de la tercera temporada con la incorporación
del actor John Francis Daley dando
vida al doctor Lance Sweets,
psiquiatra del FBI, la utilización de la psicología, esa pseudociencia al decir
de la doctora Brennan, para intentar
solventar sus problemas, comenzó mucho
antes, en The Girl in the Gator
(2.16) y con la excusa de un disparo, el de Booth a la cabeza de un payaso musical de plástico. Ansioso de
silencio, Booth se volvió, disparó y
lo calló para siempre.
— Eso no se hace —le dijo Brennan conmocionada.
Y tenía razón, que Booth, un hombre paciente cometiera tal
desatino, que perdiera tan infantilmente los nervios era sin duda signo de que
algo dentro de él no andaban bien. El FBI lo mandó al psiquiatra, al doctor Gordon Gordon Waytt, un gigantón y
cachazudo inglés sabiamente interpretado por Stephen Fry. Un hombre tan inglés tan inglés como ansioso por asimilar
el way
of life, el modo de vida americano, casa con verja blanca, coche y
barbacoa en el jardín; sin renunciar, eso sí, a tomar el té de las cinco. El té
era sacrosanto.
Y funcionó, no en balde una de las
armas fundamentales de la terapia es el contacto directo y personal, el diálogo
entre el terapeuta y el afectado. En los
tres episodios en los que apareció Stephen
Fry, los tres episodios en los que la terapia The Girl in the Gator (2.16) The Man in the Mansion (2.17), The
Priest in the Churchyard (2.18), fue parte de la trama son de los mejorcito
de Bones. Con unos diálogos y unos
enfrentamientos chispeantes, intensos y divertidos.
El más emocionante fue The Girl in the Gator. En el que Gordon Gordon a pesar de su cachazuda
amabilidad asedia sistemática e implacablemente a Booth, hasta obligarle a reconocer la verdadera razón del disparo
al payaso de plástico que no es otra que su
sentimiento de culpabilidad por la
muerte del asesino en serie Howard Epps.
El hombre ansioso de redención que es
Booth no podía aceptar por sí mismo, que a pesar de sus deseos de que el
asesino muriese, cuando al final cayó,
él no lo mató.
Porque Booth acudió al loquero por obligación, porque necesitaba que le
firmase la autorización para volver al servicio activo después de haber
disparado al payaso cantarín, no porque sintiese que necesitaba ayuda. Él no
tenía ningún problema, había reconocido su error, pedido perdón al heladero y
hasta comprado otra cabeza cantarina. El incidente estaba saldado. La
visita un mero trámite... Lo que Booth ignoraba era que cuando uno se pone en manos
de un psiquiatra nada es tan simple… tal vez si hubiera disparado a un
camión cargado de terroristas, pero disparó a un camión de helados… ¿su razón?
Le pregunta el doctor.
Y Booth es sincero en su respuesta. ¿La verdad? le estorbaba la
musiquita… así que sacó su pistola y “Pum,
pum, pum”. Payaso muerto. Respuesta equivocada. La musiquita en todo caso sería
la gota que rebosó el vaso, la causa inmediata, con perdón; que el payaso no
fuera uno de verdad, sino de plástico era el síntoma más claro de que entre los
sentimientos de Booth y su razón
había mar de fondo, que se negase a reconocerlo, el problema a solventar. ¿Por qué realmente le disparó al payaso? ¿A
qué apuntaba cuando disparó? Quiere saber Gordon Gordon. Booth, no.
— Amigo —le responde Booth en tono amenazador, levantándose
sobre la punta de sus pies para alcanzar el picasiano rostro del doctor—, cuando
yo apunto a algo acierto.
— Precisamente —le responde
Gordon Gordon.
— “¿Quién es ese maldito bebedor de té?” Parece preguntarse Booth por su cara de asombro cuando el doctor se va a comprar mortero para construir su barbacoa encargándole que se ocupe de los cimientos.
Y Booth se encarga, como mal menor,
después de todo a él le encanta arreglar cosas, pensando que si está a bien con
el doctor terminará firmándole los malditos papeles, así que se quita la
chaqueta y cuerda y nivel en mano se
pone a construir la maldita barbacoa o barbacue
que dirán los franceses. Pero…
Pero Gordon Gordon
es perro viejo y psiquiatra y si Booth no quiere hablar de sus razones para
“asesinar” a un payaso de plástico, no importa, él la descubrirá. Desmontará
sus defensas. Así que cuando vuelve adopta un acercamiento indirecto a la
cuestión. ¿Le enseñó su padre a construir la barbacoa? No. Booth no se llevaba bien con su padre. Y sin embargo aún siendo ese
un tema clave en la personalidad de cualquiera, el doctor lo deja pasar (no
será hasta la cuarta temporada en que conozcamos que lo maltrató de niño),
centrándose en otro menos emocional y más divertido, la complicada relación de Booth con las mujeres. Cree que Booth es rígido a la hora de asignar roles a
los sexos. Por supuesto él no está de acuerdo, su compañera es una mujer, una mujer que a veces necesita su ayuda,
dice, literalmente. Y no, no tiene una relación, acaba de cortar con alguien y
ha sido cosa suya, insiste.
— ¿Cuánto tiempo llevaba saliendo
con él? ¿o con ella? —pregunta el doctor.
—Ella, con ella —le recalca Booth
ofendido por la duda, explicándole que llevaban saliendo un par de meses, “esta vez” añade, ofreciéndole sin querer a Gordon Gordon más munición contra él.
—Habíamos salido antes —
explica—, hace unos años y yo la dejé cuando mi ex quiso volver a intentarlo.
—Complicado —reconoce sarcástico Gordon Gordon dejando escapar un
profundo suspiro. Y Booth que es más listo que el hambre lo aprovecha.
— ¡Ya está! —exclama
entusiasmado, han encontrado la solución —Disparé al payaso —dice— porque
no puedo olvidar a las mujeres de mi vida.—dice. Gordon
Gordon debe firmarle el papel. Pero… Booth no es más listo
que el doctor quien a pesar de reconocer la excelencia de la teoría va y le
concede otra cita. Pobre Booth.
¡Pobre Booth!, está
tan desesperado que no puede esperar a la mañana siguiente y en medio de la
noche se presenta de nuevo ante la puerta del doctor. Insiste, tiene que volver
a trabajar. ¿Por qué no le firma una orden de alejamiento para payasos y le
firma el papel? Inútil.
— ¿Acaso tiene ya una idea de por
qué disparó al payaso? —pregunta el doctor. Y aunque Booth parece que ahora sí que tiene una idea, suena inoportuno el teléfono inoportunamente y Booth descuelga, costumbre que tiene el hombre.
Es Brennan quiere saber cuándo va a volver al trabajo, y no es que no
se divierta con Sully es que no sabe
si se toma en serio su trabajo. Booth la tranquiliza está en buenas manos.
Cuando finalmente vuelve Gordon Godon, Booth parece ceder y le reconoce que tal vez está un poco irritable.
— ¿Y por qué cree que puede ser?
—pregunta el doctor.
—¿Oiga, no le dan papeles,
expedientes y esas cosas?
—protesta, intentando retrasar el momento de su rendición, aunque el vuelo del ángel de Howard
Epps por fin aparece en la conversación.
— Mi compañera y yo atrapamos a un
asesino en serie llamado Howard Epps y murió —explica reticente,
soslayando la realidad, que antes de morir colgaba de su mano.
—¿Y quién tuvo la culpa, usted o de su compañera? —le pregunta el doctor directo al meollo de la cuestión.
— No, saltó de ese balcón por ella. —
responde haciéndose el gracioso y luego, una vez más pecando de incauto añade —A
veces creo que hizo bien.
—¿Y dónde estaba usted cuando el Señor
Epps cayó?
— Sujetándole —afirma Booth.
—No,
eso no es así —le corrige Gordon, Gordon—. Eso fue antes de caer.
— ¿Qué? —Booth no se puede creer lo que oye. ¿Cuántas veces habrá visto
repetirse esa escena en su cabeza? ¿Cuántas veces sintió como su mano soltaba a
Epps?
— Bueno,
el Señor Epps estaba colgando de su brazo antes de caer, y luego dejó de estar
colgado y cayó. Cogido a usted estaba vivo y al soltarse murió. —le
explica Gordon Gordon, retorciendo
como un gusano del espacio la realidad que Booth
sabía cierta. Una interpretación demasiado sutil para quien había deseado
que Epps cayera.
Pero Booth no va a
reconocer sus sentimientos. No aún, y Booth se enfada, no necesita
perdón. Él no se siente culpable, Epps era un asesino en serie que intentó matar a su compañera y
amenazó a su hijo. No le dio pena que se estampara, termina diciendo
indignado. Pero Gordon Gordon lo ha comprendido, y sin mirarle, dejándole intimidad,
pregunta.
— ¿Piensa a menudo en el suicidio?
Booth incrédulo repite de mala manera — ¿Suicidio? ¿Yo? No, nunca.
— Y sin embargo, a veces se siente que la idea de
Howards Epps de saltar desde el balcón era una buena idea —Booth lo había dicho, lo había dicho.
— Era
coña —se ofende Booth, repentinamente serio —Una coña —insiste. Y el turno del sarcasmo
vuelve a Gordon Gordon.
— ¿Le gustan las coñas? Hace que me
sienta un abusón por entrometerme —dice antes de dar por concluida la
sesión.
Sí a Booth le
gustan las coñas, como a todos, sobre todo cuando se nos escapan verdades que
queríamos ocultas. Todos nos disfrazamos y nunca, nunca parecemos tan vulnerables como cuando nos quitan el disfraz, cuando la máscara cae. Y Booth nunca hasta entonces había sido tan vulnerable como ante Gordon Gordon Wyatt, el hombre que parecía leer en él como un libro abierto y nunca lo volverá a parecer hasta muchos años después, hasta The Woman in the Whirlpool(10.20).
Y sin embargo no renuncia, a la mañana siguiente vuelve para
terminar la barbacoa. Y lo hace como a él le gusta hacer las cosas, bien. Todas
las cosas, café, barbacoas, resolver
crímenes, criar a un hijo, amar a las mujeres, dejar a las mujeres, allá dónde apunta acierta como le reconoce
el doctor con un deje sarcástico de admiración.
— ¿Eso es malo? —pregunta ofendido, desafiante.
—En absoluto, claro que no... excepto…
—Booth debería ya haber aprendido
que con los loqueros nada es absoluto, siempre acecha una excepción. En su caso ese deseo es indicativo de la necesidad de controlar su entorno, le
explica el doctor.
y Booth insiste
una vez más y le pregunta ¿Eso es malo?
— No, por supuesto que no —repite Gordon Gordon —, excepto...
— ¿Excepto? —le pregunta Booth una vez más incrédulo.
—Excepto cuando se dispara un
payaso.
Y Gordon Gordon le explica por fin lo que realmente significa el maldito
disparo. Una rebelión. En su mayor
parte las rebeliones de Booth son
pequeñas. Los calcetines de colores, la hebilla del cinturón cocky, son un
mecanismo —le dice —, rebeliones silenciosas, una forma de afirmar su control
personal sobre una organización homogénea como el FBI— Y mientras Gordon Gordon habla. Booth abandona su arrogancia, se encierra en sí mismo y su rostro se va demudando.
... Pero disparar un payaso
no es una rebelión tranquila. Disparar a un payaso es literalmente
ensordecedor —termina el doctor. Como ensordecedor y en este caso muy oportuno es el teléfono de Booth. Su sonido es la campana que lo salva.
— ¿Por qué cuando contesto el
teléfono te marchas? —le pregunta Booth
a Gordon Gordon. — ¿Por qué contesta sabiendo que me voy a ir? —responde
Gordon Gordon.
Pero
aún no se ha acabado, hasta ese momento Gordon
Gordon y él sólo se habían estado tanteando, pequeñas escaramuzas que si
bien abrían brecha no terminaban de derribar la muralla con que Booth había rodeado sus sentimientos
por la muerte de Epps.
El asalto
final es nocturno y con alevosía. Porque Booth convencido de que todo ha terminado se presenta en casa de Gordon Gordon decidido a inaugurar la barbacoa y a recibir la preciada alta, lleva dos chuletones de buey;es un maestro de la barbacoa y son ideales, la verdad es que a Gordon Gordon no
le hacen mucha gracia y tampoco se decide a estampar su firma. Pero sí a proseguir su charla, en principio amablemente, muy amablemente.
Y así le explica que según los informes de todos los testigos Booth
no tenía por qué sentirse culpable.
— Ya y qué— le responde, el rostro tenso, está claro que a Booth los informes del FBI no le sirven, que el problema está dentro de sí.
— ¿Por qué, entonces en un ataque de resentimiento poner en peligro a
personas inocentes en una vía pública disparando su arma? —le pregunta.
— Soy un buen tirador —se defiende Booth —. No puse a nadie en peligro
— Su
expediente dice que fue francotirador en el ejército. ¿A cuántas gente ha
matado? —pregunta ahora
sí directo a la yugular el doctor.
Y Booth, mentiroso se niega a responderle, “No lo recuerdo”, dice escabulléndose. Gordon, Gordon insiste, no puede creer que no
recuerde cuántas vidas ha quitado.
— Con Epps van cincuenta —termina contestando Booth.
— Cincuenta ¿qué?
— Personas —concluye Booth con los ojos rasados de lágrimas, intentando romper el nudo que le cierra la garganta, descompuesto.
Booth está llegando a donde no
quería ir, a enfrentar el monstruo.
— Pero
agente Booth, usted no mató a Epps. Intentó salvarlo ¿recuerda? O mejor dicho
con una pregunta, ¿se soltó Howard Epps o lo soltó usted? — That’s question que diría un
shakaespiriano. Y aunque Booth recuerda lo que en aquel
fatídico balcón sucedió no tiene respuesta… Él había deseado la muerte de Epps.
— Oh, vamos hombre, es una pregunta bastante simple —insiste
Gordon Gordon —¿Fue su muerto cincuenta o sólo estaba allí cuando murió?
— No lo sé —confiesa Booth anonadado,
no lo sabe, no puede saberlo. ¿Lo mató o se le escapó?
— ¿Un hombre como usted que controla todas las
situaciones no lo sabe? —insiste Gordon
Gordon, hurgando la herida. No lo sabe, Booth está roto. Es incapaz de conciliar la realidad de lo sucedido en el balcón con sus deseos.
—Lo
tenía y luego lo perdí… algo sucedió en el medio. No lo sé… —reconoce impotente.
— Le
creo —cede Gordon,
Gordon sacando el cuchillo, aplicando un apósito en la herida
—, porque para un hombre como usted admitir que no sabe, ceder el control
implica una ruptura en la opinión que tiene de sí mismo, lo suficientemente grande como para disparar a un payaso. —y el doctor Gordon
Gordon reconociendo el gran progreso que ha hecho Booth al reconocer
su impotencia se decide a firmar los papeles. Un momento, ¿los va a firmar?
—¿Sabe qué?, he cambiado de idea —dice y a Booth no parece importarle, como si aún estuviese grogui. Pero no, Gordon Gordon no
le va a pedir que se tueste en la parrilla sólo que le encantaría que hiciese esos chuletones y por fin Booth deja escapar un suspiro y sonríe. Eso está hecho, le contesta mientras recibe, finalmente los papeles.
Fin de la primera parte. Primera, sí, porque las terapias suelen ser traicioneras; cuando se arregla una cosa otra se aparece rota y en The Man in the Mansion (2.17) Booth necesitará un nuevo ajuste de sus emociones, la culpa de Hodgins y sus millones y los ricos... y por supuesto Brennan, siempre Brennan.