Viajar a una ciudad ajena significa envolverte en
un manto de invisibilidad, destruir el poder de los ojos que en las aceras
conocidas, agazapados en los bordillos, esperan el esguince. La liberación del
condicionamiento asistido. Si lo deseas puedes reinventarte, disfrazarte o
simplemente engañarte. Nadie te chistará. Espectros vagabundos te rodean en un
escenario teatral puesto allí para que lo recorras, sin futuro que alterar
porque dejará de ser en cuanto el polvo de tus sandalias se haya asentado, tu
paso no dejará huellas.
Madrid me recibió exhalando aromas de primavera.
Acababa de caer un chubasco y los magnolios del Paseo del Prado embriagaban el
hormigón y se bebían a tragos los escapes de los taxis. Por primera vez en
muchos meses me sentía dueña de mi destino. Dispuesta a poner en marcha mi
teoría de la felicidad. Sin que importara si las aceras eran para una o para
tres. Me iba a liberar. A los cincuenta años. De mi padre y de mi marido. Por
fin sus archivos serían ceniza y anoréxicos emigrarían en humo. Tenía cita con
un abogado madrileño especialista en divorcios.
En su
despacho conocí a Vanessa. Escondida tras un escritorio repleto de expedientes
desordenados. Colgada de internet, la cabeza en la nube. Ni me miró cuando le
dije mi nombre. La clasifiqué de inmediato. La típica muchacha que progresa
adecuadamente en sus estudios logsianos, cómo dudarlo, sus atributos a la vista
saltaban. Y confieso que su imponente presencia me intimidó. Sin proponérselo.
Pertenece a una generación estridente que se desternilla de las almas
silenciosas. De la que te arrastra y te pisotea y encima te da de hostias por
interponerte en su camino.
Algo de
mi malestar debió percibir porque apartó los ojos de la pantalla y me miró con
curiosidad.
—
¿Divorcio? —preguntó con un punto de conmiseración en su mirada. Me sentí
ofendida. Aquella mocosa tetuda me juzgaba.
—Tengo
cita a las diez y cuarto. Son y veinte —recalqué mirándola fijamente. Que
supiera que no la rehuía, que la desafiaba a intentar amedrentarme. Demasiada
experiencia.
Demasiada
la de la tetuda. Me miró sin animosidad.
—No
está –dijo moviendo la cabeza en dirección al despacho—. Un caso de urgencia.
Puedes esperar si quieres. Aunque no se sabe cuánto puede tardar, una hora o
una semana.
—Deme
una nueva cita. Puedo esperar.
Y tanto
que podía hacerlo. Aquella niñata no sabía quién era, así que no podía saber
que lo mío era un puro trámite. Sólo tenía que firmar los papeles y veintiséis
años de mi vida pasarían al baúl del olvido. Estaba harta de sufrir. De todas
formas recalqué el Deme. Marcaba las distancias.
— Eres
una borde ¿sabes? Te he dicho que está en una urgencia.
¿Borde?
Y yo que pensaba que había sido muy educada. Diferencias de percepción, de
educación, de generación. Veinte años escasos aparentaba su rostro aniñado
incongruente con su talla xxxxxG de sujetador. Me siguió la mirada. Me sonrojé.
—Son
mías. No de silicona —me advirtió con una sonrisa suficiente.
—Lo
siento, no quería ser indiscreta —me disculpé.
—Estoy
acostumbrada. Escucha —insistió echándose sobre el escritorio. En la pantalla
del ordenador empezaron a bailar las imágenes y los textos. Su extravagante
pecho descansaba sobre el teclado—, llevó trabajando aquí más de tres años y he
visto de todo. Tú vienes a firmar los papeles del divorcio. Lo sé. Es mi tercer
ojo. Y estás tan dolida que los vas a firmas porque estás harta, así sin más,
ciega. El jefe te dirá que según lo escriturado está todo O.K., que la sociedad
de gananciales puede ser disuelta sin menoscabo de tu economía y tú te lo
creerás.
Se rió.
Y con razón. La expresión de mi cara debió ser un poema.
—¿Me va
a engañar?
— Que
va. Es un buen abogado, pero no es muy eficaz para vosotras. Divide lo que le
han dicho que hay. ¿Cómo sabes tú lo que tiene tu marido? ¿Has buscado a tu
marido en la red?
No era
estúpida, no estaba fuera de este mundo pero en aquel instante le pregunté.
— ¿La red?
—Internet, facebook, twiter, tuenti, mySpace,
linked in, ya sabes.
—¿Para
qué? Mi marido no tiene ninguna relación con esas cosas… —dije displicente una
vez más. En todo caso su nombre aparecería en Internet por su nombramiento como
catedrático publicado en el Boletín Oficial del Estado.
—¿Perdona?
Hoy en día todo el mundo tiene una relación on line. Y no sabes lo que tienes
que buscar hasta que no estás dentro de las redes sociales. Ahí es donde está
todo. Las aficiones, los deseos, los amigos… ¿sabes el nombre de su amante?
Estuve
a punto de abofetearla. Cómo podía saber que me había abandonado por otra.
—Son
tan narcisistas que lo publican todo.
—Mi
marido no es así —le defendí. Me defendí.
—Cielo,
todos son así. Dime su nombre. Vamos a buscarlo. ¿Qué es lo que más le
divierte, coches, fútbol, tías buenas, música…? Su nombre —insistió.
Me
parecía absurdo. No tenía porque indagar en su vida para saber que era un hijo
de puta. No me interesaba saber el nombre de su amante ni ver sus fotos. Sólo
quería olvidarlo. Sin embargo… se lo dije
—José Antonio
Márquez Valdivieso.
Tecleó
el nombre en Google con una rapidez que ya quisiera una estenógrafa del
Congreso. Salieron dos entradas. La que yo conocía y otra rarísima, venía en
alemán. Nada más. Pero estaban por ver amilanarse aquellas ubres andantes.
Tecleó de nuevo el nombre seguido de Tuenti. Era absurdo, jamás tendría
un hombre de cincuenta y dos años una cuenta en una red de adolescentes. No la
tenía. Tecleó una vez más el nombre seguido de Linked in.
— Es la
favorita de los hombres.
—Es
funcionario. No necesita buscar trabajo —que supiera que no era una estúpida
que conocía la red, que lo del principio fue un lapsus.
—Con un
hombre nunca se puede estar segura. ¿Le has visto alguna vez dar clases, has
examinado los archivos del ministerio?
Era absurdo.
Parecía que la vaca era más vaca que cerda. Su inteligencia no andaba más allá
de un coeficiente de ochenta.
Cuando
tecleó Facebook seguido de su nombre aparecieron tropecientos. Un nombre
demasiado corriente o una granja de pollos. La chica no se arredró y comenzó a
pinchar. Fotos y perfiles. Ninguno decía nada especial. Después de casi diez
minutos de entrar y salir llegó la sorpresa. Allí estaba. Aquel era mi hombre.
Con sombrero de Panamá negro que ocultaba su lustrosa calva, el pecho desnudo y
tapando sus lozas una guitarra. La conocía. También entonces fue para mí una
sorpresa.
—Ese es
—susurré.
—Bien,
pues iremos a por él.
— ¿No
necesitas claves?
—Puedo
entrar donde me dé la gana —se vanaglorió lanzándome una sonrisa de hiena. Pero
no quiero dejar pistas así que lo haremos por lo legal. Pondré en marcha mi red
de amigos para localizarlo. Sólo serán seis saltos. Ya sabes.
No, no
sabía. Y en verdad no me importaba. Quería alejarme de allí. Me faltaba el
aire. Me dolía el lumbago. Necesitaba caminar. Escaparme.
—Me
voy. Dígame cuando puedo encontrar a su jefe y luego vuelvo y me cuenta.
Tenía
prisa. No quería descubrir la vida secreta de mi marido con aquella arpía por
testigo. Mi equilibrio aún era eso, equilibrio. Y podía balancearse de un lado
para otro, caer de nuevo en las pesadillas, los charcos y los muertos
rondándome.
—Déjame
tu móvil, te llamo en cuanto tenga algo.
No
sabía qué pretendía conseguir. No la conocía.Su
mundo y el mío jamás deberían haber convergido. De nuestros asuntos legales,
escasos, hasta la fecha, se había encargado él. Para eso una se casaba. Para no
tener entre otras cosas que preocuparse de hacer la declaración de la renta o
comprobar el borrador. Minuciosamente como hacia siempre él. Primero a mano sin
calculadora. Luego en el programa Padre, si variaba un céntimo rechazaba
el enviado por la Agencia.
Me fui
al cine. En busca del Archiduque necesitaba que me sonriera. No tuve suerte,
cuando me miraba parecía querer partirme la cara. Y a pesar de mi devoción tuve
que reconocer que era un mal actor. En televisión disimulaba. Aún así me tragué
dos sesiones seguidas de la película, por si se me había escapado algún matiz.
Salí con los ojos como guisantes.
Las
campanas sonaron en cuanto conecté el móvil. Había menospreciado a la tetona.
Vanesa era un gran sabueso. Puesta sobre una pista se aferraba a ella con los
dientes. Que tiemblen los tiburones de Wall Streect, Soros y compañía si algún
día invierte en sus fondos. Tenía que verme. Ya. Llevaba toda la tarde
llamándome.
Aunque
no me apetecía acepté ante su insistencia. No sería agradable enfrentarme con
los secretos de mi marido en una céntrica cafetería rodeada de putas viejas.
Sin embargo logró sorprenderme cuando en vez de ir al grano, comenzó diciéndome:
—Siempre
he sido muy consciente de mis atractivos. No podía ser de otro modo con estos
dos atributos que me anuncian. Pero te aseguro que es geométricamente
proporcional la fuerza con la que atraigo a los machos a la que ellos me
repelen.
Y luego
con fingida ingenuidad añadió.
—Y la
verdad, no entiendo como no se dan cuenta. Creí que los hombres eran
conscientes de esas cosas. Ya sabes, un tío no se acerca ni a cien millas de
una tía que no esté predispuesta a que le entren. La inseguridad masculina y toda
esa mierda. En mi caso no funciona. Me miran las tetas y se lanzan de cabeza. Y
claro, se dan el batacazo y la pagan conmigo. Pero que conste que yo no les
llamo.
—Les recuerdas el paraíso perdido —dije,
apeándole el usted, el decurso de la conversación lo hacía conveniente.
Soltó
una estentórea carcajada.
—Ya… a
su madre y la primera mamada.
—Complejo
de Edipo —maticé—, lo tienen todos.
—Ya,
eso de que quieren acostarse con su madre y matar a su padre ¿no? Pues yo
también lo tengo y no por eso me tiro a mi madre, ni voy como loca tocándole
las tetas.
A pesar
de lo que se cree y pretende aparentar su belleza sólo es una bagatela de
escaparate. Chino. Si miras en sus ojos te hundes en el abismo y tal vez en el
fondo, muy en el fondo un demonio cojuelo te sonríe. En la superficie no hay
nada. Sólo una delgada lamina de vida. Desde el principio fui consciente de la
maca. Aún así me devolvió mi cuerpo, el placer de sentirlo vivo otra vez,
vibrante. Por eso le consiento cosas propias de niña mala. Y de vez en cuando
le enseño los dientes, para que no olvide quien es el ama.
Aquella
conversación me resultaba exasperante. Si tenía algo que decir que lo dijera.
No me interesaban sus preocupaciones, ni sus deseos. Así que en cuanto pude
saqué mi tema. A eso habíamos ido. ¿No? Por mi marido. Cuanto antes me lo
quitase del medio antes podría olvidarla.
—¿Ya
has descubierto quien es la amante de mi marido?
—¿Quieres
saberlo? —preguntó ladina.
—No.
—Me alegro.
Eso sólo es lo anecdótico.
— Menos
mal que me lo adviertes. Fíjate. No me había dado cuenta. Me he pasado casi un
año recomponiéndome de la traición y vienes tú a decirme que es sólo una
anécdota.
¿Su respuesta?
—Tranquila,
procuraré darte suficientes motivos para que la olvides rápidamente.
Y
teatrera, manejando los tiempos como un eficaz director de escena, se calló,
miró a un lado y a otro como si aquello fuera de espías, se inclinó sobre la
mesa, me pidió con la mano que me acercara, como si fuera a contarme un secreto
o hacerme una confesión, pero lo que dijo a mi oído fue mucho mejor.
— ¿Qué
te parecerían seis millones de motivos? —Preguntó.