En
español, nada que ver con Der Untergang,
la película alemana que cuenta los últimos días de Hitler. No, claro que no voy
a cometer la tropelía de comparar mi pequeña y mísera historia con el devenir
de las grandes naciones. ¡Cómo podría hacerlo! A pesar de que la que había
sido mi apacible vida durante más de veinte años se hundió miserablemente sigo aquí para
contarlo, y si no fuera por la “futura
madre” podría vivirla como realmente me gusta, como un tango aderezado con dos notas de Jazz. No, definitivamente
nada tiene que ver Der Untergang con
lo que me ocurrió el 20 de agosto de 2009. Después de todo el hundimiento sólo
lo fue metafórico.
Es un decir. Porque la casa entera parecía bailar
sobre una botella de ron. Las viejas fotos de mi matrimonio se deslizaban con
repiqueteos de cristales hasta el suelo, los besos se rasgaban y los añicos
acuchillaban las manos.
Pero no, no llegó a colapsarse del todo. Yo
tampoco. Por entonces.
Lo primero que hice cuando regresé de mi
expedición. más asustada y ansiosa que antes por lo despreocupado de los
chapuzas y el hambre que el intenso olor del salchichón pamplonica había
despertado en mis glándulas salivares, fue
recurrir, como no, a mi marido, a mi José Antonio. Para qué mantiene una
los sagrados vínculos del matrimonio si no es para tener a mano a alguien que
le arregle los desperfectos de la casa, cambiar una bombilla, desatascar el
fregadero, eliminar la gota malaya de la cisterna de la taza del váter. Cierto
que mi José Antonio era un manitas algo chapucero, al contrario que Vanessa,
pero para las emergencias más complicadas tenía en su agenda la lista con los
grandes expertos en arreglos del hogar de toda la ciudad, rápidos, seguros y en
negro.
Desde que nos velaron nunca me había preocupado
de nada que afectase al mantenimiento de la estructura del hogar. De cualquiera
de los hogares que en veintiséis años habíamos sufrido o disfrutado, tengo que
ser justa. Desde luego era él quien como buen palomo decidía cuando cambiábamos
de nido, cuando un piso, cuando una casa con jardín, garaje, piscina y
buhardilla. Y la verdad, no lo había hecho mal hasta entonces. Era uno de sus
escasos méritos, a mí sólo me quedaba ocuparme de llenar los armarios y el
frigorífico.
Lo llamé, por supuesto, y lo cierto era que
siempre respondía presto. Pero aquella mañana el teléfono sonaba y sonaba y al
final saltaba el buzón de voz. Una y otra vez para mi desesperación, porque los
golpes continuaban y los azulejos bailaban. Los nervios del piso se me
contagiaron, mi cuerpo vibraba con la conmoción, más, mucho más que cuando en
el ruedo inmenso de nuestra cama fría José Antonio se daba una corrida. ¿Dónde estaba? ¿En el instituto, jugando al
golf, en Disneylandia? ¿Por qué no contestaba? Sinceramente sus idas y venidas
hacía mucho tiempo que habían dejado de preocuparme, siempre, claro está, que
cuando lo llamase respondiese. Y su silencio era atronador. Estuviese donde
estuviese no tenía perdón. ¿Por qué no contestaba?
Después de más de media hora insistiendo contestó.
Jamás olvidaré sus palabras cuando aturullada, histérica, para decir verdad, le
expliqué que la casa vibraba. Durante seis meses me machacaron el cerebro.
—
Francamente, querida, no me importa —dijo en perfecto y claro español sin posibilidad de que equívocos, sin
posibilidad de imaginarme que era el capitán Rhett Butler quien me hablaba. No dijo “Frankly,
my dear, I don't give a damn”,
al parecer la frase más memorable del cine; que yo supiera su inglés era tan
pobre que cuando se encontraba en la calle con algún turista y le preguntaban “Speaking English?”, él, desahogado,
contestaba con un chiste malo y de muy mal gusto, que no voy a repetir.
En fin, vuelvo al hundimiento, al 29
de agosto José Antonio dijo: Francamente,
querida, no me importa y añadió, sí, añadió —, por mí como si se hunde
el bloque entero. Lárgate. El seguro lo cubre.
— ¿Qué
dices?, ¿no te oigo? —me defendí. Eran tan inconcebibles esas palabras en su
boca que realmente mi cerebro se negó a escucharlas, cómo podía haberlas
pronunciado si la casa era para él como el hijo que no habíamos tenido. Pero…
— Que
huyas —repitió.
— ¿De
qué hablas? —Pregunté incrédula, infeliz, entontecida— Te repito que hay unos
albañiles en el piso de abajo que están picando el techo y nos van a derribar
la casa. Chico, tienes que venir, a mí no me hacen caso — grité al teléfono.
— No
voy a volver contigo —dijo, alto y claro, sin interferencias.
— Que
no es conmigo —le aclaré harta de bromas—, que vengas a hablar con los
albañiles, que son rumanos o búlgaros o yo qué sé, y no me entienden, que esto
es cosa tuya. Ven. Ya. Déjate de remolonear que no estás haciendo nada en el
instituto.
— Que
te dejo, que estoy harto —dijo de repente impaciente.
Yo a lo
mío. Intentando transmitirle la urgencia.
— Lo
que quieras, pero ven a casa, como tardes nos dejan el cuarto de baño
en tierra, y en el pasillo cuando he subido ya se había abierto una grieta. Y sí,
que yo también estoy harta, que lo sepas, que me han despertado a las ocho.
— Escúchame,
Leonor —cortó mi parloteo—, no me
importa si se hunde el cuarto de baño o si se hunde el piso al completo —me
explicó con voz pausada, como si fuera un niño—, lo único que pretendo es que
tu hermano no me excomulgue y me mande derecho al infierno si te pasa algo. Sal
de la casa, ya. Coge el bolso y los documentos del seguro y vete a un hotel.
— ¿Qué
dices de un hotel? ¿Pero qué te pasa, estás borracho? —Hubiera sido la sorpresa
del siglo, pero preferible a aquella bromita tonta.
— No,
estoy en Barajas. Me voy a Bali.
— ¿A
Bali? ¿Qué Bali? ¿De qué andas?
— A
Bali de Indonesia... Me voy... adiós, bye, bye, arrivaderchi, aurrevoir,
sayonara...
— José
Antonio, déjate de bromas que estoy muy nerviosa, que esos locos nos tiran la
casa, y la hija de la de arriba se lo está haciendo con un hombre lobo y yo... —la
voz se me quebró, estaba a punto de echarme a llorar. No esperaba que un asunto
de tanta trascendencia se lo tomara tan a broma.
— Venga
ya, que no es para tanto, si tú tampoco me quieres —dijo.
— Estás
borracho...
— De
felicidad, sí, por fin -dijo.
— Vamos
a ser serios, chico, deja de fastidiar que nos tiran la casa —insistí,
intentando hacerle entrar en razón, sus alumnos lo dominaban a base de ordinarieces
y veladas amenazas, pensé que si hacía igual también me resultaría—, que
esos dos no saben nada de estructuras que
dicen que no pasa nada, que ellos saben lo que hacen, pero no lo saben, te
aseguro que no lo saben, uno no me quitaba ojo del trasero...
— Entonces
era negro.
— No,
no hay ningún negro. Maldita sea, José Antonio, déjate de bromas y ven –me
enfadé.
— Cariño,
cuelga. Tenemos que embarcar —oí
decir a una mujer cerca del teléfono.
— ¿Quién,
quién está contigo? —pregunté aún ignorante de que la Orquesta del Titanic
por fin había dejado de tocar.
No me
contestó.
Me
quedé quieta mirando como en la pared, al lado de la litografía del Guernica,
único vestigio de la lucha de José Antonio por la libertad, surgía una grieta. Cómo aparecían primero minúsculas fisuras y
luego, por su propio impulso, con velocidad de terremoto, grietas abisales
estiraban sus tentáculos hacia mí. No, no parían ningún alien, sólo
mundo disparejos. A un lado el Picasso, al otro dos moscas copulando.
Las observé. Calculé por costumbre. Un poco más de los tres segundos de rigor. Agitaban
las alas, zumbaban, se aquietaban y empezaban con un nuevo empuje. José Antonio
no había funcionado así ni siquiera en nuestra luna de miel.
Tres segundos y a dormir.
Al otro
lado del teléfono la línea comunicaba. Contemplar a las moscas me abrió a la
realidad. No era broma. José Antonio volaba camino de Bali. Y no iba sólo. Solté
una carcajada por el chiste. Marqué rellamada. La voz del ordenador me avisó
que el teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. No me lamenté. No. Todavía
no era tiempo. Lo primero era lo primero. Busqué en la agenda el número del
administrador y el del seguro del hogar. Podía haber perdido a mi marido pero
lo que no estaba dispuesta era a perder la casa.
Idiota.
Debí de hacerle caso y salir corriendo. En cambio me fui
al baño procurando no pisar las rosas marchitas. Me duché. Me di las cremas de
rigor. Cuerpo, pies, manos, cara. Me pasee desnuda frente el espejo, sólo por
comodidad. Nunca me miraba. Me vestí. Abrí la ventana de par en par. Dejé
entrar el sol. Se me
escapó una carcajada recordando la despedida “bye, bye, arrivaderchi,
aurrevoir, sayonara...” Era una maldita broma. José Antonio odiaba viajar.
Si desde que nos casamos sólo viajábamos una vez al año a Valencia a ver a su
padre y a Cádiz a ver a mi madre. Y cuando murió ni eso.
Me reí
hasta que me dolió el diafragma.
Quité
la ropa de la cama. Tal vez bajara algún licántropo extraviado. Aún conservaba
el olor de José Antonio, ese olor oscuro y un tanto obsceno que guardan las
sabanas cuando ha dormido en ellas un hombre que el día anterior, a pesar del
bochorno, había comido judías blancas con chorizo. Las metí en una bolsa gris
de basura. Puro instinto. Aún esperaba que volviera. Las puse nuevas, a
estrenar. De seda y encaje. Azul petróleo. Por si volvía revuelto.
Fui a
la cocina. Olvidado el aroma del chorizo pamplónica sólo la costumbre me llevó
a empuñar la cafetera. Un mueble se había descolgado. Lo miré. Me reí. Esta vez sólo fue una carcajada
sincopada que ni dolor me produjo. Volví
al salón. Tras el
Picasso la grieta se escondía. Lo descolgué, nunca lo aprecié. Volví a
la cocina. Busqué otra bolsa gris. Lo reciclé en el cubo de los envases de
plástico.
La voz
comenzó a perseguirme. Yo no
voy a volver, yo no voy a volver, yo no voy a volver…
Lo
había dicho. Y era cierto. Por teléfono, sin mirarme a la cara. Sin un lo
siento. Después de veintiséis años. El hombre que juró amarme y respetarme toda
la vida. El que yo elegí antes siquiera de que se me acabasen las opciones.
Porque no quería sufrir. Porque era feo. Porque era huérfano. Porque nadie lo
quería.
“Yo no voy a volver” —me seguía diciendo.
Así de repente. Sin un barrunto.
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