CAPÍTULO 6
UN MATRIMONIO AFORTUNADO
James Bradley era
demasiado joven, demasiado impetuoso, inocente y sincero cuando se comprometió
con Violette Judd. Por contra Violette Judd era impaciente, de risa pronta,
zalamera y curiosa. Examinada en su conjunto no dejaba de ser una niña
maleducada y mimada a la que nadie había advertido que no siempre podía hacer
su voluntad. Pero era muy, muy hermosa y desde la primera vez que la vio, Jim no
pudo pensar en otra cosa que tenerla frente a él rendida a su amor diciendo,
con voz melosa y suplicantes ojos, “sí querido, lo que desees”.
A tales ilusiones
contribuyó sin duda alguna su soledad. A su regreso después de
Trafalgar permaneció en Londres bajo los
cuidados del doctor O`Reylly debido a que la herida que recibiera en la pierna no
cicatrizaba. Joven, con apenas veinticuatro años, sin ninguna responsabilidad,
sin el control de la familia, sin los cuidados decididos y la mano de hierro de
Lady Mary se dejó arrebatar por el ambiente de liberalidad y regocijo que
imperaba entre la gente de la sociedad. Así que en cuanto logró mantenerse en
pie, se dedicó con ahínco a perseguir mujeres, su afición favorita cuando se
encontraba en tierra.
Tal vez, después
de todo, tuviese suerte y el encuentro con Violette Judd y el cerco en que ella
lo envolvió no fuese tan desastroso como desde su retiro pensaba Lady Mary. La
apariencia de aventura que otorgó a su rendición contribuyó a alejarle de Duncan
Bradley, pero también de las salas de
juego, de los burdeles, de las noches de borrachera, del camino de perdición en
que su padre se hallaba abocado. Porque desde que se enredó en los rizos de la
nuca de la muchacha, desde que se quedo prendado del pecho más firme, turgente
y generoso que ojos de hombre contemplaran nunca, cambió por completo el rumbo
de su existencia; a partir de entonces dedicó toda su sabiduría y su fuerza en
averiguar la manera más rápida de rendirla a sus brazos.
En las lejanas
tierras donde la vieja condesa Dungear o Lady Grey, como le gustaba llamarla a
su segundo marido, vivía su tranquila existencia, nada hacía presagiar los
vaivenes y cambios que el nuevo año les acarrearía. Confiaba en Jim, nada de lo
que hasta entonces había sido su vida, presagiaba que en algún momento pudiese
correr la misma suerte que su padre, que fuese a seguirle en su vertiginosa
caída en los infiernos. Sólo que la vieja condesa sabía que lo que no estaba manifiesto aún en
el carácter del muchacho, podía en el momento más inesperado exigir su parte de
realidad. Así había ocurrido con su padre quien también había sido un joven
tranquilo y discreto preocupado por su carrera y sus propiedades. Lo que le
torció el destino fue el maldito amor. Esa emoción caprichosa que enredaba los
corazones hasta la locura. Lady Mary no era religiosa, y no era culpa del
obispo, si alguna vez rezaba lo hacía para pedir que Jim nunca amase en
demasía.
Si su esposa no
hubiese muerto, Duncan hubiera llegado sin duda a ser primer Lord del
Almirantazgo. Era su destino y ambos, madre e hijo siempre lo supieron. Sin
embargo, cuando vio por primera vez juntos a la pareja, tan enamorados, tuvo un
presentimiento de desastre; nada dijo, temerosa de descubrir ante los demás que
detrás de su mascara de serena racionalidad, se escondía una mujer nerviosa e
intuitiva como decían que eran las madres. Vio lo que ni su marido, tan
racional, no veía. Que Duncan y la muchacha irlandesa andaban perdidos el uno
en el otro. Que Margaret Nhort resultase
una mujer serena, discreta, tierna, extremadamente leal y una buena amante para
su hombre, fue su suerte. Durante dieciocho años Duncan Bradley fue el hombre
más feliz del mundo. Lo que no le impidió llevar a cabo una muy honrosa carrera
como capitán de la Armada Real; tan felices eran juntos que ni echaban de menos
el heredero que se negaba a llegar.
—Ya llegará,
milady, ya llegará —le contestaba tranquila Margaret en las muchas tardes que
pasaban juntas.
— Madre, no te
preocupes. A Margaret no le ocurre nada... y te aseguro que yo no me rindo...
no sabes con cuanto afán lo seguimos intentando —la tranquilizaba Duncan si se
lo mencionaba.
Jim había heredado
de Duncan ese punto de insolencia que da a los hombres la firme convicción de que
nada en sus vidas ocurrirá sin que ellos lo permitan. Algo muy ajeno al corazón
de una mujer, acostumbrada desde niña a que los vaivenes de la vida convirtiesen
en papel mojado cualquier sueño. Y la condesa, en el secreto de su tocador,
sintió miedo, bien sabía que la vida se cobraba y con intereses usurarios cada
uno de los minutos de felicidad que permitía disfrutar. Ya temió por el precio
que hijo y su nuera, tan dichosos, tendrían que pagar. Y ahora temía por su muchacho, su querido
Jim... la última gracia que la vida le otorgaba. En cuanto podía no dejaba, tal
vez imprudentemente, de prevenirle contra el amor, esa pulsión de la que había
que huir como del demonio. Le hacía ver o al menos lo intentaba, que en la vida,
sólo la metódica aceptación de los días, la tranquilidad de espíritu y el
destierro de todos los deseos traían consigo la paz y la apariencia de
felicidad, que resultaban más completas y a la larga más placenteras que los
sinsabores de un amor que podía ser contrariado, traicionado o peor aún,
inesperadamente arrebatado.
Jim en cuestiones
de amores nunca le había hecho mucho caso, las amonestaciones y consejos de su
abuela siempre habían sido para él fuente de diversión cuando los leía, en
cuanto conoció a Violette Judd decidió que demasiado vieja era la condesa para
dar consejos de amores y dejó de leerlos.
Si de Violette
Judd podía decirse que era una vivaracha y hermosa, muy hermosa jovencita, y a
la que en un escrupuloso escrutinio sólo se encontraría como posibles defectos
su carácter travieso y un tanto caprichoso; lo mejor que de Violette Bradley se
rumoreaba en la “sociedad” era lo egoísta, casquivana y manirrota que había
resultado ser. Dejó de ocultar la imperiosa necesidad que sentía de poseer
admiradores. Y no discriminaba entre solteros, casados, feos o hermosos, rubios
o morenos. Sólo les requería tres cualidades: rendirse ante su belleza,
encontrarse cerca del trono y hacerla reír.
No se arrepentía,
aún, de su matrimonio con James Bradley. Gracias a él había dejado de sentir
miedo de dar ese paso en falso que la lanzara a un rincón de la sociedad. Y
además, gozaba de un lugar privilegiado desde el que atacar al mismo trono, su
objetivo final. Aunque alguien la acusara de inconsecuente, no le importaba en
lo más mínimo que James no fuese siempre divertido, “¿quién desea un marido que
esté siempre riendo?”.
Cuando se casó no
lo hizo más enamorada que cuando se compró el sombrero de seda y perlas que
lució en la boda. James Bradley era joven, medianamente atractivo que sólo
adolecía de cierta rigidez de modales, heredados de la arpía que desde las
tierras altas ostentaba el condado de Dungear.
Que tuviese por
padre a lord Bradley, que había gozado en otro tiempo de la amistad del viejo
rey, no dejaba de ser una desgracia de la que pronto podrían apenarse
abiertamente... y uno de sus más fuertes atractivos. Bien que se informó, antes
de rendirse, que el estado de salud del futuro suegro distaba mucho de
considerarse apto para el mantenimiento de la vida. No se equivocó, pocos días antes de su proyectada boda
apareció muerto en un callejón de los barrios bajos sin más ropa encima que un
viejo gabán lleno de agujeros. Lo tuvo por un buen augurio, el tránsito del
viejo conde a la gloria eterna la convertía en Condesa de Dungear, la única
condesa. “Una terrible desgracia, querido” consoló a su prometido “Estoy segura
de que no hubiese consentido que por su culpa aplazásemos la boda, aunque sí tú
quieres...”
No menos
importante para su decisión fue la profesión de James, que posibilitaba, con
sus viajes y ausencias, que el matrimonio no le acarrease demasiadas
exigencias. Un heredero y basta. Estas consideraciones apenas le llevaron cinco
minutos de reflexión. Así que Jim Bradley, a pesar de sus años en la mar o tal
vez precisamente por ello, inexperto y confiado fue incapaz de escapar a la
estrategia que Violette Judd desplegó para conseguir ser ella a quien James,
“su querido James” hiciese la única pregunta que una mujer debía contestar con
sinceridad a un hombre “¿Quiere usted ser mi esposa?”
Si James Bradley había
esperado sorprenderla con la petición, si esperó verla azorada o nerviosa quedó
profundamente sorprendido, Violette Judd le sonrió con mucho, mucho amor en sus
adorables pupilas y modosa, un tanto tímida, pero con voz firme y decidida le
contestó que “Nunca habría podido soñar con que él le hiciese tan gran honor”.
Después, abrió desmayadamente los brazos y se dejó abrazar por su nervioso y
exultante prometido. La exigencia con que le mordisqueó los labios resultó un
poco fuera de tono, pasada de moda, pero condescendió y los aceptó amablemente
con una sonrisa.
Lady Mary se
perdió el noviazgo y los rumores que le llegaron no le preocuparon mucho. Una
mala elección sin duda, pero Jim era inteligente, en seguida se daría cuenta,
peor hubiera sido si Violette hubiera sido digna de amar. Consumida la pasión
de los primeros abrazos se hartaría de la dama, Violette Judd no tenía ninguna
de las cualidades que podrían hacer que un hombre como su nieto perdiese
irremediablemente la cabeza, aunque le diese un heredero, se dijo y se
despreocupó.
Violette Bradley
luciendo su sombrerito de seda purísima y perlas salió de la Iglesia del brazo
de su marido sintiéndose la mujer más feliz del mundo, mirando de frente y sin
temor a las reinas de la sociedad que sólo un día antes habían dudado de que el
matrimonio se celebrase. Creían que Lady Mary y el obispo Grey aparecerían por
Londres y arrastrarían a James hasta las tierras de Dungear poniendo punto
final a lo que algunos consideraban el principio de la locura Bradley que ya
empezaba a contaminar a James. Pero la abuela no apareció, limitándose su
participación a enviarle una agradable nota deseándole la mayor ventura y
felicidad en su matrimonio. Al mismo tiempo le rogaba que tuviese paciencia y
generosidad con los deseos de su marido puesto que el sagrado sacramento del
matrimonio exigía una total entrega de la mujer al hombre. “Ridículo” se dijo
Violette, “costumbres de otra época”; pero aún así, aunque el deseo
incontenible y apremiante de James le pareció ciertamente repulsivo, se
convirtió los primeros días en una sumisa esposa.
El sexo le
resultaba sucio y degradante ¿cómo podía parecer hermosa si tenía que mostrarse
desnuda y despatarrada encima de la cama? Los jadeos, el sudor, las babas
provocaban rojeces y sarpullidos, las posturas forzadas la obligaban a un andar
pesado y falto de elegancia y “además el sexo era feo, feo, feo”. James desnudo
resultaba un tanto grotesco; hermoso visto por detrás tan alto con la cintura estrecha
los fuertes músculos de su espaldas y sus altivas y poderosas nalgas, pero en
cuanto se volvía de frente se estropeaba el cuadro, y según en que ocasiones
podía resultar “ciertamente monstruoso”. Además sudaba muchísimo, pesaba y
desprendía un olor acre que la mareaba.
Claro que el sexo
con James, vencida la repugnancia del sometimiento, tenía sus compensaciones; la
primera mañana de casada recibió junto con el beso de buenos días una diadema
de brillantes y esmeraldas, engarzadas en flor y no le importó despatarrarse de
nuevo pese a que le dolía todo el cuerpo. Esperó paciente nuevos regalos y que
el paso de las noches y el agotamiento venciesen a su apasionado esposo. Se
equivocó el valor de los regalos disminuyó, un abanico, una limosnera y en
cambio los requerimientos no menguaron, Jim estaba siempre bien dispuesto y ni
una sola noche dejó de compartir su cama. Y para colmo insistía en que viajasen
a Dungear House, donde podrían llevar
una vida relajada lejos de las cenas y las fiestas a las que de continuo acudían.
—James, querido —dijo
una noche cuando subían hacia el dormitorio—, tengo una fuerte jaqueca ¿no te
importa, verdad, dormir esta noche en tu gabinete?
Y en el gabinete
pasó Jim parte de su segunda semana de casado porque las jaquecas no remitían y
sólo cuando el doctor O`Reylly hizo acto de presencia con el bisturí para las
sangrías desaparecieron. Luego poco le costó convencerle de que debían volver a
la sociedad, disfrutar con unos pocos y escogidos amigos harían que sus nervios
se tranquilizasen. Así que regresaron a las cenas y los bailes, a los estrenos
diarios de vestidos, sombreros y peinados y la Violette encantadora también
volvió.
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