CAPITULO 7
LA ANTROPÓLOGA Y EL BASTARDO
Por un instante mientras tiraba del asa del compartimento
frigorífico en el que figuraba el nombre de Seeley Booth, Brennan
rogó despertarse; que todo lo
sucedido desde que ahíta de sexo le dijera “Ser
multiorgásmica es muy cansado” fuera una pesadilla y cuando lo abriera, el compartimento
estuviese vacío. Pero no lo estaba, el cuerpo yacía cubierto con una sábana y a
pesar del dolor, pidió, suplicó que todo fuera una broma, que alzase la cabeza,
le guiñase un ojo, sus labios se entreabrieran y dijesen ¡Eh, Bones! Cualquier
cosa que le demostrase a su extraviado cerebro que en verdad aún seguía allí
con ella, en carne mortal.
Y sin embargo, cuando levantó la tela que cubría el rostro si
no hubiera sentido su mano sobre los hombros, su pecho duro sosteniendo su
espalda, se habría derrumbado.
— Sólo es un cadáver,
Bones —le susurró al oído—, un cadáver como cualquiera de los miles que han
pasado por tus manos.
Lo oyó, lo oyó y no necesito darse la vuelta para comprender
que a pesar de la sinrazón era él quién la sostenía. Y aunque era racionalmente
imposible, lo creyó, como había creído todo lo que le había dicho desde que
inesperadamente se lo encontró en el medio del salón gritando Gol
frente a la televisión.
Y aunque al principio no dio crédito a tamaña desfachatez,
desde el momento en que el palo de hockey, con el que intentó descargar sobre
su cabeza la ira que la ahogaba, se desvaneció al atravesar su cuerpo, aceptó
como verosímil todo lo que desde entonces sucedió. Era como si su raciocinio se
hubiera largado de vacaciones llevándose a la antigua Brennan en la maleta, como si la amígdala cavernícola, hubiera
secuestrado su cerebro.
— ¡Eh, Bones! ¿Me
esperabas? —la había saludado inocente.
Y en aquel primer instante, rabiosa y ofendida por su sonrisa se había lanzado
contra él.
— ¡¡Bastardo, hijo de
puta!! ¿Cómo, cómo has podido hacerle esto a tu hija? ¿Cómo, cómo has
podido hacerme esto a mí?— Le había gritado una y otra vez mientras descargaba
en el vacío el stick; ella golpeaba, él desaparecía y aún así, furiosa, fuera
de sí, insistía e insistía.
— No lo pienses más,
Bones —le decía ahora al oído— échale un bote de escarabajos.
— No… tardarían horas, será mejor hervirlo—contestó con el
piloto automático puesto y dejándose gobernar por la rutina acercó una camilla
al compartimento— No te necesito, Booth,
puedo hacerlo sola, ¿por qué no estás con Christine?
— Te olvidaste el petate para transportarlos—, respondió
guiñándole un ojo. Y no te preocupes, puedo cuidar a Christine desde aquí. Ahora duerme tranquila, papá le ha dado en
sueños su beso de buenas noches. Eres tú quien me necesita… Venga, Bones, prepara la olla. No me dolerá.
Le obedecía, le obedecía como una autómata aunque lo que
realmente deseaba era dejarse caer sobre aquel cuerpo roto, abrazarle,
zarandearle, volverle a la vida. Quería a su marido.
— Soy yo, Bones,
tu marido— le susurró al oído como si leyese sus pensamientos—. Ese de ahí no
soy yo, no tiene mi alma, ni mi corazón.
— El alma no existe, el corazón no siente, Booth— y luego más para sí que para él
preguntó—. ¿Me estoy volviendo loca?
Y sin embargo Brennan
no sentía la urgencia. Miró una vez más ansiosamente el rostro del muerto,
alguien caritativamente, tal vez Hodgins,
le había limpiado la sangre del rostro; a pesar de las horas transcurridas aún
presentaba la disposición de ánimo que había tenido en vida. Quería aprenderse
los contornos de aquella carne rota para no volver a extraviarse, para no
sentirlo a su lado, sus brazos sobre los hombros, para no reposar en su pecho
la dolorida cabeza. El que yacía en el cajón, frío, inerte, era su marido, su amante, su amigo, su hogar,
el que la abrazaba no existía.
— No puedo hacerlo, Booth
—dijo, sin embargo al fantasma que la seguía.
— Claro que puedes. Te conozco, eres la doctora Temperance Brennan, una eminencia mundial
en antropología forense y esos de ahí son los restos de un hombre, averiguar lo
que le ha pasado es tu trabajo.
— No puedo, no puedo compartimentarme. No puedo, ya no soy
sólo la doctora Temperance Brennan, Booth,
tú me cambiaste. Esta mujer de ahora la inventaste tú. Me has robado mi vida,
mi idioma, mi razón, me has dejado a la intemperie, sin protección…
— Schss, tranquila, tranquila, ven aquí— y le abrió una vez
más el refugio de sus brazos—Lo ves, son mis brazos los que te cobijan, es mi
pecho en el que te apoyas…, estoy contigo…
— No, maldita sea…, estás muerto. Me has abandonado —dijo
rechazándolo, golpeando con los puños la dura tabla de su pecho. E
incomprensiblemente sus puños no desaparecían, los brazos la arropaban.
— No, no… mientras me necesites estaré a tu lado, contigo, en
ti —le decía y en su voz no había mentira—. Soy el de siempre, ¿no me crees? —Y sus labios se desplegaron en su sonrisa de niño— Ya sé, ya sé cómo
te convenceré —decía contento—. Cuando creas que no estoy contigo me tiraré un
pedo, ¡me olerás! ¿Me has oído abuelo?, diles que obren el milagro, que me
ayuden, no pueden concederme la gracia y no darme los medios para hacerla
posible, díselo, abuelo— rogó Booth al
pálido cielo raso.
— No puedo hacerlo, Booth
—contestó mirando el rostro inerte del hombre muerto—, tengo roto el
corazón.
— No, no, el corazón es un musculo que no puede romperse,
¿cuántas veces me lo has repetido? Está
bien —rectificó—vámonos, no necesitamos pruebas, lo que digan los informes
oficiales poco importa. A Christine
cuando llegue el momento se lo explicarás. Vamos a casa, tenéis que marcharos
enseguida, Broadsky irá por ti en
cuanto los periodistas levanten el cerco.
— No, Booth, tengo
que hacerlo, encontraré las pruebas que demuestren que Broadsky te asesinó.
— Por Christine,
Bones, por Christine para que no
pueda hacerle daño, para que cumpla su espléndido destino. Déjale, no le mires
más, es sólo otro muerto. Refúgiate en mí yo te daré la fuerza que necesitas.
¿Vale?
— Booth, no… —y
por primera vez desde que recibió la llamada que le anunciaba su muerte Temperance Brennan, la mujer de hielo,
el volcán islandés rompió a llorar desconsolada entre los brazos de un muerto.
No se lo había permitido hasta entonces, no lloró cuando
recibió la llamada, la supo falsa y se indignó por la desconfianza, por el
abuso. A lo largo del día la ira le consumió cualquier rastro de amor y furiosa
sólo deseó haber sido ella, con sus propias manos, la que le hubiera matado.
Así que cuando agotada de dar golpes al aire se derrumbó en el suelo del salón,
vencida, continuó insultándolo.
— ¡Bastardo, hijo de puta! ¿Cómo has podido hacerme esto?
¡¡Soy tu mujer!! ¡Tú compañera!! —y una carcajada que pretendía irónica y sonó
histérica se le escapó— Yo era la estrella del espectáculo, ¿verdad?
¡Pretendíais que Broadsky me viese
destrozada por el dolor, que te creyese muerto? ¿Es que no te importaba el daño
que me harías? ¿Era necesario destrozarte
la cabeza?
Porque así había sido como lo había encontrado, solo,
derrumbado en el suelo junto a la puerta de una habitación, como si fuera a
largarse y hubiera desistido, la mano
derecha en el suelo, al lado del cuerpo, la pistola, la PPK que le regalara la
inspectora Prichart de Sconland Yard
al lado. Tentada estuvo de
recogerla y vaciarle el cargador sobre
su rostro intacto, tan perfecta era la representación. Aunque a ella no la
engañaron ni por un momento, Booth no
estaba muerto. Era una cruel trampa para atrapar a Broadsky. Repetían el juego, una vez más fingían su muerte para
atrapar al huido.
Y como no habían contado con ella, se negó a interpretar a la
doliente esposa delante de los gerifaltes del FBI que comenzaban a llenar la
habitación. Aunque ellos fueran quienes lo habían ideado, el culpable era Booth. Debía haber confiado en ella,
era su esposa, lo habría sabido hacer, se habría fingido transida de dolor,
podía hacerlo, era buena actriz.
Peor fue lo de Cam,
pobre, Cam, casi se desmayó cuando llegó a la “escena del crimen”. Se agarró, se agarró a su brazo para no caerse,
llamándolo, Seeley, Seeley, con la
dulzura de una amante y el vértigo de una esposa huérfana, ahogándose por las
lágrimas. Y no había soportado el espectáculo, que se lo quedase si tanto le
amaba y eso, eso fue lo que le dijo cuándo con determinación le apartó la mano
de su brazo.
— Todo tuyo, doctora
Saroyan, diviértete con la autopsia — Y con el rostro encendido de
indignación había dado media vuelta y se había marchado a recoger a su hija. Ni
ella ni Christine se convertirían en
carnaza para la prensa.
— Lo siento, Bones,
mi hermosa y racional mujer, lo siento tanto—le había dicho e intentó
abrazarla, pero Brennan evitó el
contacto.
— ¿Por qué no has confiado en mí? Puedo entenderlo,
racionalmente hablando atrapar a Broadsky
es una imperiosa necesidad ¿pero tenía que ser a costa de tu hija? —le había
dicho más sosegada, mirándolo frente a frente.
El rostro limpio, ni un rasguño, ni una mancha de maquillaje ni un resto
de lo sucedido. Y de repente se calló, la congoja que la ira había mantenido
controlada amenazaba con cerrarle la garganta y no, no estaba dispuesta a darle
esa satisfacción. No se merecía sus lágrimas. Y estalló una vez más.
—¡¡ Maldito bastardo¡! ¿No hay otros agentes en el FBI que
pudieran hacerlo? ¿Cómo, cómo pensabas
explicárselo a Christine? Ella tenía
su racionalidad, era fuerte, aguantaba la presión, pero la niña estaba
indefensa. Por primera vez no había
sabido cómo hablarle, qué decirle más allá de que papa había tenido que salir
de viaje a atrapar a un hombre malo. Pero la niña, maldita sea, se parecía más
a él que a ella. Nada se le escapaba y ante su aparición intempestiva en la
guardería y los periodistas asaltándolas cuando llegaron a la casa no hubo
manera de convencerla de que todo estaba bien, de que papá volvería cuando
acabase el trabajo.
— ¡Quiero que venga papá! —había gritado pataleando, en una
interminable barraquera. Dos veces tuvieron que escuchar la absurda historia de
amor de un fagot y una trompeta tan linda y con peineta, el cuento musical con
el que Booth solía dormirla, para
que tranquilizada rezase las oraciones que Booth
le había enseñado y abrazada a su conejito rosa cerrase los ojos. Y eso, eso jamás se lo iba a perdonar, jamás,
jamás.
—¡Hijo de puta!, no me vengas con excusas, no te
ampares en el doctor Sweets y sus listas. Te lo avisé cuando fingiste tu muerte
la primera vez. Te lo dije “No iré a tu próximo entierro”. Y
conforme la descargaba su ira se retroalimentaba, acaso no había tenido que
soportar a los de la televisión intentando asaltar su casa “¿Qué tiene que
decir, doctora Brennan del suicidio
de su marido, era Hannah Burley su amante? No lo era. Estúpidos. No se ha
suicidado, jamás, jamás Booth se
suicidaría. Quería ir al cielo.
— No esperarás que todo siga igual entre nosotros, me has
traicionado —le dijo—. Coge tu petate y vete. Sal de nuestras vidas.
Y entonces el sorprendido fue él.
— Bones,
no, escucha, no ha sido culpa mía haber tardado tanto, hubiera venido de
inmediato pero no tienes ni idea como son los de arriba, me han interrogado
durante horas —dijo señalando con el dedo al cielo raso.
—
¿Quién el piloto del helicóptero?
— Bendita seas, Bones,
bendita seas —se rió y acercó la mano en busca de una tímida caricia, pero Brennan de un manotazo la rechazó; sin
embargo cuando las pieles se tocaron sintió desvanecerse su ira—. Créeme, por
favor, nunca, nunca te hubiera hecho algo tan cruel. Te quiero demasiado.
Aunque tienes razón es culpa mí, lo sé, no debí acudir sólo a la cita. ¿Sabes?
por unos momentos creí que lo había conseguido, cuando estaba allí arriba…
— ¿Arriba, donde, en el helicóptero, en tu cielo? —el
sarcasmo la salvaba del dolor, oía sus palabras, bebía cada una de ellas y de
repente sólo quería perdonarle. Había intuido lo que le esperaba si cogía el
petate y se largaba. Y antes de él no le hubiera importado que llegase de nuevo
el tiempo de estar sola, pero ahora no lo soportaría.
— Escúchame, Bones.
Se presentaron todos, a los buenos y a los malos y creí que eran alucinaciones,
mi padre, Cullen, el cabo Parker, hasta que el abuelo no me lo explicó no lo
entendí. Dijo que la muerte es un principio. Para ti también.
— ¿Te estás quedando conmigo? —Se burló —¿Dices que estás
muerto, que te suicidaste, qué eres un zombi como Jesús? —dijo, y una incrédula
carcajada se le escapó.
— Lo ves, te ríes, pero no blasfemes. Cree en la gracia de
Dios. No me suicidé, Bones, Broadsky me
asesinó.
— Basta, basta, es suficiente —gritó de nuevo furiosa—, ¿por
qué me torturas así?—y de pronto recordó el palo desapareciendo, el calor de su
mano. La alargó, necesitaba tocarlo y la
mano desapareció dentro de su pecho —No es verdad, estoy alucinando.
— Lo siento tanto. Te quiero, moriría por ti, por Christine, pero Broadsky me ha derrotado… Y sin embargo estoy aquí, me estás
viendo y es real, Bones, es real. No
estás loca ni alucinando. Es la gracia de Dios, y da igual que no creas en él
porque no es por ti, ni por mí. Es por
Christine, para protegerla y cuidarla. Para que las alas de la muerte no la
rocen.
— No creo en los ángeles, Booth.
— Pero crees en mí ¿no? Sólo te pido que tengas fe en mí —Y
entonces cogió su mano y la llevó hasta su pecho, Brennan esperó escuchar el latir del corazón pero sólo percibió silencio—
Me ha matado, Bones. Y me duele, no por
mí, créeme, sino por ti, por Christine,
por todo lo que estás sufriendo— Y una temblorosa lágrima asomó en sus ojos y Bones como siempre le había sucedido
quiso consolarle.
— Es verdad ¿no?
— Sí.
— Debí haberte pedido
que lo matases aquella noche —se descubrió de repente diciendo en calma —Es
por mi culpa todo lo sucedido. Te importó más que yo no te viese como un
asesino que hacer las cosas como tú sabías que debían hacerse. Siempre he
pensado que eras tú quien cambiaste mi mundo, pero yo a ti también te cambie —y
entonces añadió—Quiero atrapar a Broadsky,
que pague por lo que nos ha hecho.
— No, no, esa es mi
misión. Olvídalo. Desaparece, coge a la
niña y lárgate, vete donde no te encuentre la muerte, aléjate de este
mundo, dedícate a la investigación, a la poesía, pero deja en paz a la muerte.
— Y ya está, si te hago caso te desvanecerás… y me quedaré…
— No me iré. Bones,
no mientras tú quieras tenerme a tu lado.
— Ayúdame a atraparle
y nunca querré que te vayas, pero no consentiré que te crean un asesino. Eres
el hombre más bueno del mundo.
— No. Ve al laboratorio, investiga lo sucedido. Tú
encontrarás las pruebas. Eres el ser más inteligente del mundo, Bones. Hazlo por Christine, olvida a Broadsky,
no lo conviertas en tu amo.
— ¿Mi amo? Yo no tengo
amo. Soy tuya libremente, Booth, ya seas
fantasma o yo esté loca. Tú me alimentas, eres mi marido, mi hogar. A él lo
atraparé.
Eso había dicho en su casa, con el calor de su pecho en la
mano, pero ahora frente a su rostro sereno y callado toda su resolución se
venía abajo.
— No puedo…, no puedo.
—¡Eh, doctora B! Sabía que estarías aquí, ¿te echo una mano? —dijo
una voz a sus espaldas.
(Continuará...)
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