Capítulo VII
Que trata de MI LLEGADA A CANTALOJAS
Y DE MATÍAS, BERNARDINO, LA ABUELA, ROSI....
Hasta el viaje se me
hizo corto, y ni siquiera con los nervios se me durmió la tripa. De un tirón
hasta una ciudad llamada Sigüenza,
papá dijo que tendríamos que parar para comprarle a la abuela unos bollos de allí que eran su dulce
preferido. Aparcamos en una plaza muy rara, las casas estaban hechas de piedra,
todas del color de la tierra, Papá dijo que eran palacios, pero a mí me
parecieron muy tristes, y los palacios deben ser alegres, como el del príncipe
de Cenicienta, con muchas luces y
cristales por donde se escapase la música a la calle; con tanta piedra seguro
que lo único que dejaban salir serían fantasmas.
Luego seguimos por Atienza, que tenía un castillo pero papá no quiso que parásemos...
yo ya me imaginaba una batalla a caballo, con guerreros y lanzas; así que me
contenté con verlo desde la carretera, luego siguieron otros pueblos mucho más pequeños y ninguno
era Cantalojas. En Villacadima, que parecía abandonada,
torcimos a la derecha para coger una carretera muy estrecha, de ésas de un solo
carril con curvas muy cerradas y barrancos
profundos, papá me decía que no mirase a los lados, que mirase al frente,
pero me daba un poco de miedo porque las nubes parecían envolvernos, y como el
coche no corría mucho, casi nos engullían.
Pero no tenía tiempo para marearme, necesitaba saber muchas cosas, que
papá me explicase cómo era el pueblo, cómo era la abuela.
—Te pareces mucho a
ella. —Dijo—, es rubia y con los ojos grises, como tú. Hasta cuando sonríes se
te frunce la nariz como a ella.
—Y el pueblo, ¿cómo
es el pueblo?, ¿se parece a Madrid?,
¿hay tantos coches? Y casas, ¿cómo son las casas?, ¿altas o bajas?, ¿con
jardín? —eran tantas las cosas a las que seguirles la pista que no paraba de
preguntar—. ¿Y tienen un parque con columpios?, ¿me dejará la abuela subir?,
¿tú crees que me dará impulso para llegar hasta el cielo o lo dejará antes,
como mamá?
Un sin fin de cosas
las que se me venían a la cabeza. Papá no sabía a cuál responder, así que me
dijo que esperara un rato y que ya en el pueblo averiguaría las respuestas por
mí mismo. Luego dijo.
—Te advierto que los
niños del pueblo son más malos que los que te encontrabas en el parque.
— ¿Tenías muchos
amigos... Papá?, ¿cómo se hacen amigos? Yo es que no sé.
— Ya aprenderás—.
Eso me contestó, y era él quién no sabía, en fin debió pensárselo mejor y
comenzó a contarme que su mejor amigo era un muchacho que se llamaba Venancio, muy bizco, tanto que nunca
podía estar seguro de a qué sitio estaba mirando.— Era muy fuerte —añadió—, y
algunos se burlaban de él y lo llamaban bizcocho, por lo de los ojos, pero
tumbaba a todos. Su abuelo, que había sido carabinero, le enseñaba trucos para las
peleas, como amagar con la izquierda y pegar con la derecha, o estarse quieto
esperando que el otro atacase, porque como nunca se sabía muy bien para donde
miraba, parecía que estaba despistado, pero él entonces se apartaba, eso sí
poniéndoles una buena zancadilla que los hacía besar la tierra. Era muy bueno
peleando, sacaba muy buen provecho de las enseñanzas de su abuelo —se había
embalado, y yo que creía que a papá no le gustaba hablar conmigo, pero seguía
sin responderme, insistí:
— ¿Cómo, como os hicisteis amigos?— No lo recuerdo
bien, no creo que nos lo propusiésemos nunca, pero cuando recuerdo el pueblo,
me recuerdo con Venancio, acanteando
perros, librando batallas de zuros, o peleando espalda contra espalda cuando
nos abordaban los de Galve. Éramos
invencibles los dos juntos. Ya sabes lo que hacíamos, esas cosas tontas que
sólo se pueden hacer en un pueblo.
No, yo no sabía nada
y él no parecía darse cuenta. No tenía ni idea de lo que era un pueblo y ni de
lo que podía ser un amigo, tampoco había acanteado perros, a mí no me parece
nada bien eso de tirar piedras a un animal que no ha hecho daño a nadie, bueno
como alguien le tire ahora alguna a Matías se van a enterar bien de quién soy
yo. Papá debió ser tan malo como ahora es Diego.
Y lo de los zuros, aunque parezca mentira, aún lo siguen haciendo, salvo que
ahora los enemigos, los que pierden la batalla son los niños del camping,
porque los de Galve son tan burros
como los de Cantalojas y siempre
terminaban empatados.
Por fin el coche se
detuvo frente una casa grande y solitaria de tejado rojo. No pude observarla bien
porque la cabeza de un perrazo enorme se metió por la ventanilla de mi lado,
con una gran lengua fuera y un montón de babas colgando. Me asusté bastante,
nunca tuve a un perro tan cerca. Papá, inclinándose sobre mí, le acarició el
hocico, saludándolo con un ¡hola viejo, ¿cómo te va la vida? Realmente parecía
irle bien, porque estaba gordo. Con las patas delanteras apoyadas en la
ventanilla era muy alto, casi tanto como yo. Papá salió del coche y rodeándolo
se acerco a mí puerta.
El perro, que no
paraba de mirarme me estaba poniendo nervioso; papá lo llamó: ven Matías, aquí, rápido —y mientras lo
llamaba se golpeaba los muslos con las manos—. El perro lo entendió, y, ante mi
asombro, alzándose sobre las patas traseras casi lo abrazó. Papá me llamó
mientras se dejaba lamer y le rascaba el cuello.
—Quique, baja, tengas miedo que no
muerde.
Abrí la puerta con
precaución no fuera a saltar sobre mí; pero papá, le tenía sujeto por el
cogote, me acerqué despacio y escondiéndome tras las piernas de papá me asomé.
Él también me miraba torciendo un poco la cara, como si jugásemos al escondite.
Papá le ordenó: ¡Matías, la mano! —Y él levantó su
mano—. Anda, Quique salúdalo.
Con miedo le cogí la
mano y se la sacudí. Empezó a lamerme la cara. Retrocedí, la verdad me dio un
poco de asco, la lengua era muy áspera, y el aliento le olía raro.
—Vamos, hijo, que no
te va a hacer daño —dijo Papá.
—Vaya un mochuelillo
tímido que nos has traído Luisito. No se parece en nada a ti, que eras de la
piel del diablo —dijo una voz tras de mí.
Me volví para ver
quién era, y ya estaba mi padre abrazado a un hombre viejo, muy viejo me
pareció a mí, tan alto y fuerte como un gigante, tanto que a papá entre sus
brazos se le veía tan chiquito como a mí cuando quien me abrazaba era él.
Llevaba en la cabeza
una gorra negra (se llama boina) y en Cantalojas sólo la llevan los hombres muy viejos. Los ojos eran tan chicos que apenas
se le veían escondidos en una carota bien gorda, presidida por una nariz
torcida. No, yo no vi tantas cosas en aquel momento, porque aquel hombretón y
su voz volvieron a asustarme. ¡Quién lo iba a decir! con lo mal que lo pasé cuando
los conocí y los buenos amigos que ahora son los dos.
—¡Que alegría verte
por aquí viejo bribón! —Le dijo mi padre, mientras le palmeaba la espalda—, a
quien menos esperaba ver hoy era a ti. ¿No te has jubilado ya?
— Sí…, pero…
Nunca había visto a
nadie igual, se levantó la boina y comenzó a rascarse la calva, como si tuviera
que andar aligerando la cabeza para que le saliesen las palabras.
— Bueno, sí… pero
cuando me llegó la hora me atizó un infarto.
A papá le cambió la
cara, parecía de repente tan asustado como cuando pasó lo de mamá, pero como el
viejo continuaba hablando en un tono que parecía festejar cada palabra el yuyu
se le pasó y a mí también.
— Tu madre iba a
vender el ganado y yo a dedicarme a hacer pleita en la puerta de mi casa, así
que cuando fue a verme al hospital, le dije: Patrona, si usted quiere que no me muera, no lo venda. Deje que siga
subiendo como siempre al monte. Y ya ves, aquí estamos, como nuevos. Así
que éste es tu hijo —dijo volviéndose hacia mí—. Mira que has tardado en
traerlo, se lo decía el otro día a tu madre: como se descuide Luisito, me voy a morir sin conocer a
su chico. Pero ya estás aquí. Venga chico acércate y dame un beso.
¡Santo cielo, si
hasta quería que le diese un beso! Me acerqué sin darme cuenta a Matías, que comenzó a lamerme la mano, y como son las
cosas, ni pensar pude qué me daba más miedo, si los lametones del perro o un
beso del pastor; porque por la puerta de la casa apareció una señora. Tenía
razón papá, su pelo era rubio y con rizos sueltos como el mío y su piel muy
blanca. Era bajita y un poco rellena. Me gustó, caminaba muy despacio, apoyándose en un bastón. Papá se acercó a
ella, y la llamó madre antes de estrecharla entre sus brazos,
era tan pequeñita que cabía, como yo, dentro de ellos. Ella deshizo un poco el
abrazó y asomando la cabeza me sonrió.
—Tú debes de ser Quique.
— No —contesté.
—¿No? —Repitió ella,
y dirigiéndose a papá le preguntó— ¿Pero qué has hecho Luis, hijo mío, tanta guerra te ha dado mi nieto por el camino que
lo has cambiado por este renacuajo?
—¡No...! —grité—. Si
tú eres la mamá de mi papá, yo soy tu nieto.
— Menos mal
—respondió—, porque pensé qué si no eras mi nieto...
No la dejé
terminar, me estaba poniendo nervioso, y
eso que no hacía más que sonreírme, porque tras ella apareció una niña muy alta
y flaca, con una falda muy corta que le
hacía enseñar unas rodillas grandes y gordas. No pude dejar de mirárselas,
aunque fuera de mala educación, pero es que no le pegaban para nada en sus
piernas de palillo, llevaba en brazos una muñeca. Aparté la mirada de la niña y
contesté a la abuela.
— Yo no soy Quique, ni soy ningún mochuelillo como
me ha llamado ese señor —dije señalando al pastor—. Mi nombre es Enrique, Enrique y Enrique. Para que os
enteréis, cuando nací mi papá me inscribió en una lista en la que se inscriben
todos los niños y que se llama Registro Civil, como ENRIQUE, y eso quiere decir que mi nombre es ENRIQUE.
—Menudos humos te
gastas, no eres más grande que un arrendajo y ya estás exigiendo nombre —dijo
el hombretón.
— Déjalo Bernardino, está bien —le cortó
la abuela—. Entiendo que no quieras que te llamen por otro nombre que el tuyo y
por mí no te preocupes, desde ahora te llamaré Enrique, es un bonito nombre.
Creo que me llamó Enrique dos días, luego volví a ser Quique. Echó a andar cojeando y papá la
siguió, yo me había quedado quieto, mirando a aquella niña tan fea que sin decirme nada entró tras
ellos. En el prado quedábamos Bernardino,
el perro y yo, muy quietos mirándonos, como si nos retasemos; la abuela, ya a
punto de entrar en la casa, se volvió y dijo:
—Vamos, Enrique, que la comida se enfría. Rosi, deja de una vez esa muñeca y lavaos las manos.
La casa de la abuela
olía casi tan bien como la nuestra cuando mamá cocinaba. Cuando entramos de la
calle no se veía apenas nada porque el zaguán (ahora ya sé lo que es, y por eso
lo escribo, y si alguien no lo sabe que lo busque en el diccionario, que viene.
Os la deletreo ZETA-A-GE-U-A-ENE),
no tenía más luz que la que entraba por la puerta; a la izquierda de la entrada
se vislumbraba una escalera de baldosas rojas; a la derecha, una puerta
entreabierta dejaba escapar los olores que tanto me recordaban a mamá; al
fondo, debajo de la escalera, una puerta cerrada —el patio—, dijo la niña
poniéndose a mi lado. Yo no conocía muchas casas, bueno nuestro piso, el de doña Petra y los hoteles donde íbamos
de vacaciones, pero ninguna se parecía a ésta.
— Os he preparado un
cocido que Enrique va a chuparse los
dedos. —Te gusta el cocido? —Preguntó la abuela—. Me encogí de hombros, realmente no sabía si su cocido me gustaría o
no, él de mamá sí que estaba bueno, sabía a chorizo y calabaza; sin embargo, el
de doña Petra no me gustaba, sólo
sabía a repollo y agua. Luego, dirigiéndose a la niña le ordenó.— Rosi, date prisa, te he dicho que
lleves a Enrique a lavarse las
manos, venga, venga que en un minuto se cuecen los fideos.
Qué crio más encantador, tan sabihondo, cómo le irá en el pueblo, con lo mal que caen los de Madrid...
ResponderEliminarSe retrasa Nuevo Mexico, pero no importa, Cantalojas promete. Gracias por compartir tus historias
Gracias por comentar Blanca Sierra, muy amable. Tranquila, en e próximo artículo hablaré de Nuevo México, ya está en máquinas. Un saludo.
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