Capítulo VIII
Que trata de las diferentes maneras
de hacer las cosas en
el pueblo.
Rosi, como la llamó la abuela, me cogió de la mano y me llevó al
patio. Imaginaros mi sorpresa cuando abrió la puerta. Yo esperaba encontrarme
con un cuarto de baño, por lo de lavarnos las manos, pero me equivoqué. Nunca había visto nada igual. No era un
cuarto de baño lo que había tras la puerta, desde luego, pero tampoco un patio de luces (la verdad, nunca entendí porqué doña Petra llamaba patio de luces al que
separaba su piso del nuestro sí estaba tan oscuro que parecía que siempre era de noche), sino uno bien grande y chorreante
de luz. Me quedé con la boca abierta y menos mal que la niña feucha caminaba
delante y no me vio. Cuando se volvió a mirar si le seguía me acordé de
cerrar la boca, pero es que yo nunca había visto las paredes de una casa
cubiertas de flores y hojas verdes, sólo faltaban los columpios para parecer un parque.
De repente me volví,
tuve la sensación que mamá estaba detrás de mí, podía olerla.
— ¿Qué haces?
Pareces un pasmarote ahí quieto y con cara de alelado —dijo Rosi enfurruñada—. Date prisa, que tengo hambre.
Mamá no estaba
detrás, lo sabía, pero fue tal el golpe que me dio el corazón que me volví otra
vez antes de seguirla. Luego me di cuenta, olía a mamá, sí, pero porque mamá utilizaba colonia que olía a
lilas y allí en una esquina, plagado de racimos recién abiertos estaba el lilo más
grande que había visto en toda mi vida. Casi se me saltaron las lágrimas, y eso
que a mí no me gustaban las lilas, bueno, al principio un poco, pero luego son
muy cansadas, empalagosas como los caramelos demasiado chupados.
Según la abuela no es un árbol sino un arbusto como el brezo y la jara. Y yo digo que lo mismo da ¿no tiene ramas y hojas? Pero los de Cantalojas parecen griegos y a todas las cosas le
ponen nombre. En fin, os cuento.
En un rincón y casi
tan grande como el lilo pero más reponponudo y con unas flores blancas y
amarillas había otro arbusto, ahora sé que es un celindo CE-E-ELE-I-ENE-DE-O y que si lo hueles de cerca se te pone la punta
de la nariz como si te hubieran pegado un huevo frito, que fue lo que
hizo conmigo la niña fea (se lo llamo
porque sé, que la he descubierto, que lee lo que escribo a hurtadillas, para que
se chinche). Me dijo que oliera la flor del celindo, y lo hice, olía muy bien, mejor
que las lilas, pero antes de que levantara la cabeza me la estampó en la
nariz. Y no supe lo del huevo hasta que comenzó a burlarse de mí diciendo “Topa borrego una sopa de huevo en la punta
la nariz”.
No sabía porqué lo decía, casi ni la la entendía, para mí como si hablase en mandarín (lo que hablan los chinitos de la China
y los de la tienda de la esquina), pero luego, cuando oyó que alguien venía se calló y me
ofreció la muñeca para que me limpiase la nariz con su vestido. Y es verdad lo
del huevo porque una tarde en que se estaba comiendo a escondidas un trozo de
tarta de la abuela se lo hice a ella y no sólo se le puso la nariz amarilla
sino que fue aún más divertido porque empezó a estornudar y se le salían
las migas de pastel por la nariz. La verdad, a Rosi no le hizo mucha gracia. Pero yo sí que me reí. Y es que ya no
soy tan lila como era aquel primer
día.
El patio era grande, muy grande, con un pozo y una pila en el centro, aunque sin peces. En frente una puerta enorme de madera con un gran cerrojo y un llamador, una mano de hierro empuñando una bola. Hacía un ruido de los demonios, Rosi se entretuvo
en dar llamotazos.
— Esta es la puerta de los corrales, si llamas muy fuerte todos los bichos se ponen a hacer
ruido a la vez, las gallinas a cacarear, los gatos a maullar, los cerdos a gruñir y
eso es porque se creen que les llevas la comida y todos dicen "primero a mí, primero a mí", en su idioma, claro —me explicó—. Después de
comer te los enseño —añadió, luego me preguntó—. ¿De verdad eres de Madrid?
No esperó que le
respondiera, eso le pasa siempre, Rober
dice que Rosi va a su bola, y
yo sé, ahora que es cierto, aquella mediodía me contó de corrido—. Yo iré a Sigüenza este verano, ¿es Madrid tan grande como Sigüenza?
Mi hermano Diego estuvo el año
pasado, cuando le operaron de las anginas y volvió presumiendo que aquella era
la ciudad más grande del mundo. Yo le dije que no podía ser, que en todo caso Madrid, pero me contestó que Madrid no existía, que sólo aparecía en
los libros de la escuela para fastidiarnos, pero ahora que tú estás aquí le voy
a llamar mentiroso, no sabes la rabia que le va a dar —Y sin venir a cuento me
preguntó — ¿Pero qué haces, porque no te lavas las manos?
Estuve a punto de
volver a quedarme con la boca abierta, pero me lo pensé, aquella niña era muy
rara, aún así me giré a ver si encontraba la puerta del cuarto de baño, pero allí no
había más puertas que la de los corrales, la del llamador en forma de mano.
— Ahí, en el grifo
—dijo señalando un pez dorado que había sobre la pila.
— ¿Y dónde me
seco? —Le pregunté después de mojarme las manos bajo el chorro que salía por la
boca del pez, porque, cosa normal, por allí no se veía ninguna toalla.
Aunque antes de que me
pudiera contestar me volví a quedar con la boca abierta (Rober me lo ha contado y dice que no debo enfadarme, pero aquella
tarde les fue diciendo a todos que tenía la boca tan
grande que debía tenerla siempre abierta o me moría). Porque se
metió entre las ramas del celindo, se bajo las bragas, se acuclilló y orinó. Eso
hizo.
Al verla a mí
también me entraron ganas, la verdad, había estado más de dos horas en el coche
y no había dicho nada, por si acaso papá se arrepentía y luego, con el
recibimiento y todo eso, se me había olvidado, pero entre el chorro del grifo y
el ruído que hacía Rosi, me
entraron algunas apreturas (A-PE-TE-ERRE-U-ERE-A-ESE,
osease unas grandísimas prisas); pero claro, aquello eran cosas mayores, no
como mojarse las manos. No iba a hacer pis delante de ella, eso sólo se hace en
el cuarto de baño y por lo privado (que diría Rober), cuando no hay nadie.
Qué os voy a contar,
pues eso que con el ruido del pis de Rosi, el mio se volvió impaciente y tuve
que apretar las piernas, y claro se dio cuenta.
— ¿Te meas? —La
verdad, es un poco ordinaria, pero yo la quiero mucho, que conste, aunque
enseguida dijese—. Pues hazlo, ¿o te da vergüenza que te vea el pito?
Me quedé mudo nunca
oí a nadie decir esas palabrotas, y la cara empezó a arderme como después del primer día de playa.
—¿O es qué no sabes desabrocharte los
pantalones? —añadió burlándose. Y no era verdad, sí que sabía hacerlo, había
aprendido enseguida, pero no podía, no allí con ella delante.
Se había
levantado y andaba subiéndose las bragas.
— Bueno, no te
preocupes, a lo mejor es que los de Madrid
os gusta hacéroslo en los pantalones.
Luego debió verme la
cara apretada y se dio la vuelta.
— Venga, sácate el
pito de una vez, te vas a mear encima. Mira que eres lila-, eso dijo, lila, y yo
pensé que quería decir que era como un capullo del lilo, pequeño y empalagoso y
me salieron los colores. Entre una cosa y otra ya casi se me salía, aunque me
lo quise sujetar con las manos, yo necesitaba un cuarto de baño.
—
¿No hay un baño?
— Claro que sí, ¿tú
eres tonto o qué?, ¿cómo no va a haber un baño? Para que te enteres hay tres,
dos arriba y otro abajo, pero mi madre, que es quien los limpia, me tiene dicho
que yo allí no pase, habiendo como hay tantos corrales. El cuarto de baño es
para cuando uno está malo. No para cuando uno se mea.
Me pareció que decía cosas muy raras, pero ya no podía aguantarme. Así que le di
la espalda e hice pis sobre el mismo celindo. Cuando terminé y me abroché bien
los pantalones me volví, se estaba riendo.
— Mi hermano Diego —dijo— echa el chorro más largo
que nadie de este pueblo, desde donde tú estás puede mojar la puerta de la
casa.
Aquello no tenía
respuesta, me pareció de niños sucios manchar de pis la puerta de la casa,
debió pensar que no la creía porque insistió.
— Si no te lo crees
te vienes conmigo después de comer y te lo demuestro.
Y luego añadió, para
que no me quedase duda de lo mala que era:
— Y ni se te ocurra
contarle a nadie lo que acabas de hacer, ¿es que no me has oído?, se mea en el
corral, en el basurero, no en el patio de las flores y entonces fue cuando me dio con la flor del celindo en la nariz y empezó a
decirme eso de “Topa borrego, una sopa
de huevo en la punta en la nariz”.
Me estaba lavando
otra vez las manos cuando Bernardino,
que acababa de llegar, también se las mojaba, y le pregunté, que dónde podía
secármelas.
—
Sacúdelas —dijo, y como las moví muy despacio insistió.
— No hombre, con más
fuerza, como si estuvieses bailando fandangos, ¿no sabes? No importa yo te
enseño, ya verás cómo se secan solas —y mientras hablaba levantó los brazos por
encima de la cabeza y empezó a sacudir fuertemente las manos y a levantar las
piernas—, pues yo creí que los de Madrid
bailabais todos fandangos.
No lo podía creer,
yo habría jurado que Bernardino era
un señor muy serio, sí tenía cara de
pocos amigos. Y sin embargo, allí estaba haciendo payasadas, porque yo no sabía
bailar, pero él tampoco. Así que, le imité y nos entró a los dos la risa.
Cuando papá apareció en el patio estábamos los tres bailando y brincando.
— ¿Qué hacéis? —Preguntó.
— Pues nada Luisito, ¿qué vamos a hacer? Le estaba
enseñando a tu chico como se seca uno las manos por aquí.
— Ya ves, Quique, Bernardino tiene un montón de cosas que enseñarte —dijo papá y me pareció
que él también se burlaba de mí y no me gustó, así no era como uno se secaba
las manos, mi mamá me había ensañado muy bien a hacerlo, sin embargo cuando las
miré me volví a quedar con la boca abierta. Estaban secas.
— Papá ¿tú lo sabías?
— Pues claro —se le
anticipó Bernardino—. Todo, bueno
casi todo lo que tu padre sabe se lo enseñado yo.
Papá me miró, creo
que no sabía que responder, que necesitaba una escusa porque antes de
contestarme miró alrededor del patio como buscándola. Bernardino se le adelantó otra vez.
— ¿Por qué va a ser?
Porque en la capital no tenéis más que una sola manera de secároslas: con
toallas y en el baño. Pero en los pueblos, en los pueblos, amigo, hay cientos y
cientos de maneras distintas de hacer cualquier cosa. Menos una, que sólo tiene
una manera, ¿a qué no sabes cuál es?
—
No —contesté despacio, porque había acercado su cara a la
mía.
— Pues comer,
córcholis!, ¿qué va a ser? En Madrid y
en Cantalojas si quieres comer
tienes que abrir la boca —y soltó una gran risotada.
El cocido de la
abuela estaba riquísimo, sabía casi mejor que él de mamá, pero no se lo dije.
La abuela, no sé como lo supo, me puso en la sopa dos garbanzos, que nadaban y
escapaban, hasta que los atrapé y me los tragué, me encantaba hacerlo.. Y luego
de postre dos cosas: un trozo de bizcocho borracho con piña, que era mi
favorito, y una rodaja de calabaza asada, una cosa que nunca había comido. Papá
me miró, creo que me estaba leyendo el pensamiento, no iba a comer de aquello,
cogió una con las manos, le tiró un gran bocado y se relamió los labios.
— Ya ni me acordaba,
de lo buena que está la calabazas asada —dijo mirándome.
Cogí una y con
cuidado le mordisqueé despacito la punta. Era realmente lo que parecía,
calabaza, más dulce que ninguna otra que hubiese comido, además se deshacía en
la boca. La abuela no me quitaba ojo, tampoco Bernardino, tan sólo Rosi
seguía a lo suyo, tragar uno tras otro y muy deprisa pedazos de bizcocho.
—
¿Puedo coger otra?
—Pregunté.
— Pues claro, coge las
que quieras, so lila, será por calabaza...
Y me puse las botas
comiendo calabaza. Rosi intentaba
ganarme, cogía los trozos y se los metía en la boca uno tras otro, sin tiempo
de saborearlos. Estaba a punto de acabarse la bandeja. Cuando fui a coger
el último se me adelantó y de un bocado se lo tragó. Me dio una rabia. Pero no
me queje. Papá y la abuela hablaban entre ellos y a Bernardino se le cerraban
los ojos, echaba una cabezada, que dice él. Para despejar la mente, dice.
— ¿Has ido alguna
vez al circo? —me preguntó Rosi subida en la silla, y bajando la voz para que los
demás no la oyesen.
—
Sí... las Navidades pasadas.
Me había llevado mamá. Papá no vino con nosotros, tenía que trabajar.
—
¿Y había cabras?
—
¿En el circo? No.
Si ya me había
extrañado la pregunta más rara fue su contestación.
— Pues entonces no
has estado en un verdadero circo. Mi hermano Diego fue al de Sigüenza
y dice que había cabras que bailaban. Pues va a resultar que tenía razón y Madrid no es tan importante como
pensaba yo. No, no lo pueden ser si no tienen un circo con cabras.
Una cosa antes de
continuar, Rosi es mi amiga, ya lo he dicho, pero a veces a uno le gustaría
poder ser sordo cuando está con ella. Hay que ver como casca.
— Diego tiene una, ¿sabes? —me decía—, se la regaló mi madre por su cumpleaños. La está enseñando a bailar mientras él toca la trompeta. Cuando lo
haga bien nos iremos por los pueblos de
la Sierra, seguro que nos contratan en Atienza, para la Caballada. Ya verás, nos vamos
a hacer ricos en un pispás.
No me
interesaban los planes de Rosi,
quería que se callara de una vez porque los mayores hablaban de mamá y no me
dejaba oírlos. Papá dijo algo así como que tenía un virus, y los médicos
no habían sido capaces aún de identificarlo.
Cuando terminaron la
abuela se levantó renqueando, que quiere decir cojeando a medias, pero que
conste que esta palabra la he aprendido hoy
y la voy a utilizar un montón de veces para que no se me olvide. Bueno,
que la abuela renqueaba (je, je) porque se había resbalado el invierno en la
nieve y la rodilla no se le había curado todavía. Así que renqueante (je, je,
je) se levantó y no pude oír lo que le contestaba a papa cuando le preguntó que
porqué no le había avisado de la caída, porque Bernardino se me acercó, sin
renquear (je, je, je, je) y me preguntó.
— Qué, mochuelillo,
¿te vienes a dar una vuelta por el corral? Verás lo nunca visto.
Miré
a papá, no sabía si podía ir o no, a lo mejor ya quería volverse a Madrid y, bueno..., yo aún no me había
decidido.
— Anda ve con él
—dijo, empujándome hacia el pastor—. Mientras voy sacando las cosas del
coche.
Quise decirle que
no, que se esperase, pero ya salía al zaguán y Bernardino me retuvo por el brazo.
— Déjale, te voy a
presentar a Fray Junípero; si le
gustas a lo mejor te deja que lo montes.
Marien, me encanta tu Quique, perdón Enrique, me recuerda a mi sobrino, chiquito y un punto repelente. Rosi me parece que es de las que dan miedo al diablo. Me tiene intrigadísima que va a ser de ellos.
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