Capítulo
v
Que
trata de las dos siesas
Mi vida cambió. Por las mañanas doña Petra venía a despertarme, papá ya
se había marchado a trabajar o al hospital, ACHE-O-ESE-PE-I-TE-A-L. Me preparaba el desayuno, casi mi comida
favorita, pero con ella los cereales y la leche no sabían igual. Nada que ver
con los de mamá aunque la caja fuese la misma. Mamá se sentaba a tomar un café
conmigo y o bien me contaba una historia que se inventaba y le seguíamos la
pista hasta que me terminaba el desayuno o me leía algún libro de cuentos.
Otros días era yo quién se la contaba a ella.
Pero doña Petra siempre andaba con prisa, así que no había cuentos, ni
historias. La primera mañana intenté contarle una sobre Sunman, y como mi amigo Escaiman
le iba a vencer. Pero se río y muy sería me dijo que o dejaba de hacer
tonterías con los cereales y me callaba o ella se encargaría de avisar a los
hombres de Sunman, que preferían a
los niños lerdos. Eso dijo, que yo era lerdo. ELE-E-ERE-DE-O. Y quise obedecerla, de verdad que lo quise, y me
metía las cucharadas en la boca muy de prisa, pero luego, no sé porqué no podía
tragar, y le daba vueltas y vueltas en la boca. Y claro, ella insistía. Venga, Quique, que no tenemos todo el día.
Que digo yo que para qué tanta prisa si luego no hacía nada más que ver la
televisión y para eso había mucho día. Aún así, lo intentaba, de veras, quería
tragármelos pero la bola crecía y crecía y no podía. En el estómago tenía algo
así como un nudo que me impedía tragar, así que cuando se daba la vuelta y no
miraba me los sacaba de la boca y los dejaba en el plato de Riska, su gata.
Era una desagradecida, la gata digo.
Siempre caminaba pegada a la pierna de doña
Petra, moviendo altivamente el rabo, contoneándose. Parecían madre e hija,
las dos tan tiesas o siesas, ESE-I-E-ESE-A-ESE
como las llamó Bernardino, cuando
le conté la historia. Luego se iban las dos a su piso o a hacer recados y me
quedaba solo en casa.
No me importaba, en realidad lo
prefería porque tenía conmigo a Severiano
y a Escaiman que me contaban cosas de mamá, pero como no
mejoraba, cada vez me asustaban más. Contaban que estaba prisionera de Sunman.
Que el hombre del sol era un gigante con el cuerpo rojo, las piernas verdes y
llevaba en la cabeza un gran casco amarillo como el sol, que desprendía, como
aquél, rayos de fuego y calor.
La estrategia de Sunman para
conseguir carburantes humanos con que alimentar al sol era ocultarlo, al
sol, digo, llenar la tierra de oscuridad, la gente cree que es de noche y se
duerme. Así dormidos los cogía. Severiano
decía que ya tenía a mamá, Escaiman lo
negaba, y yo lo creía, después de todo era el guardián del cielo y de eso sabía
mucho más que un ratón por muy leído que este fuera. Pero además es que yo
sabía de cierto que a mamá se la llevaron los del SAMUR y papá la
veía todos los días. Claro que, luego llegaba Severiano moviendo los bigotes y me preguntaba ¿tú crees?
Los días pasaban y mamá no se
despertaba, luego pasaron las semanas (son donde se reúnen los días para
decidir la agenda de trabajo), Riska empezó
a engordar y a engordar y yo a adelgazar y adelgazar. Y es que la gata ya no
sólo se comía las latas de atún que doña
Petra le servía en un cuenco de porcelana, ni mis cereales, es que también
se zampaba mis filetes del mediodía. No es que me hubiese vuelto vegetariano,
es que con sólo mirar los filetes sangrientos que me dejaba en el plato me daban
arcadas. Mamá, que lo sabía, me los escondía. Quiero decir que los empanaba, y
estaban más suaves y tiernos y no hacían bola. Los filetes de doña Petra giraban y giraban, primero
en el plato, luego en la boca y nunca se dejaban encerrar en la tripa, al final
se los comía Riska.
Doña
Petra
refunfuñaba por lo bajines: ¿Qué le pasa
a esta gata que cada día está más gorda? ¿No la habrás dejado que se escape?
—me preguntaba mirándome raro— No señora, yo no —contestaba procurando no
mirarla no fuera que supiese leer el pensamiento y viera lo que hacía con los
filetes. Un día me pilló. Y no me dijo nada, que ya es ser mala.
Cuando papá llegó por la noche le
pidió que la siguiese al comedor que tenía algo que decirle, y entonces fue y se
lo contó, bueno se chivó, claro que entonces yo no conocía esa palabra tan fea,
aunque suene bien. Porque de las palabras uno nunca se puede fiar del todo CE-ACHE-I-UVE-A-ERE-. Las más sonoras
suelen ser las peores. El caso es que doña
Petra le contó lo de los filetes. Eso y más. Y es que por la noche me había
vuelto hacer pis en la cama, como cuando era un bebé. A mí me daba vergüenza
que papá o doña Petra lo supiesen y
escondía las sábanas por los cajones de la casa; sí, sé que debí haberlas
metido en la lavadora, pero no me atrevía a tocarla porque mamá me lo tenía
prohibido.
Tampoco debía hacerme pis, claro, pero
es que cuando llegaban las pesadillas y Sunman estaba a punto de atraparme
y yo pronunciaba ornitorrinco nadie
venía a rescatarme. Como papá no conocía nuestra palabra mágica, seguía
durmiendo a pierna suelta. Luego, un día, la mujer de la limpieza (en la que no
pensé que mirara en los cajones) encontró en la cocina unos pantalones de mi
pijama y varias sábanas que no olían muy bien, se lo contó a doña Petra y ésta se lo contó a papá y
papá, me volvió hablar, otra vez, de
hombre a hombre.
Capítulo VI
Que
trata de las
conversaciones… De
hombre a hombre.
—A ver, cuéntame, por qué por las
noches, cuando te haces pis no me llamas.
—Si te llamo —contesté. Él se
sorprendió.
— Imposible. Sí me llamases te oiría.
No ves que dejo las puertas abiertas.
—Sí que te llamo —insistí—, todas las
noches—. No le expliqué que lo llamaba con una palabra secreta, que no a voces,
porque como la palabra era de mamá no podía decírsela. Así que estuve a punto
de proponerle que nos inventásemos una palabra secreta para nosotros dos, con
la que pudiese llamarle cuando llegase Sunman, pero papá no sabía que
existía, ni tampoco le seguía la pista a las historias de Severiano, ni a las de Escaiman.
Lo cierto es que papá estaba un poco
en la inopia, como dice Bernardino.
— No sé qué hacer contigo Quique, no me estas ayudando nada.
— Pero, si soy un niño bueno, si no
le doy guerra a doña Petra, ni le
tiro del rabo a la gata, si hasta juego a la pelota en el parque —contesté
desconcertado.
— Lo sé, lo sé… pero has vuelto a
hacerte pis en la cama como cuando eras un bebé —me dio tanta vergüenza que lo
supiera que me puse colorado y una congoja dura, dura me impedía tragarme las
lágrimas y mira que no quería llorar, sobre todo cuando me cogió por los
hombros, me miró de frente y muy serio me preguntó—. ¿Te trata mal doña Petra? —A lo mejor esperaba que dijese
que sí, pero cuando por fin pude tragar saliva le pregunté.
— ¿Cómo de mal dirías tú qué es
tratarme mal? —Mamá me tenía advertido que en lo tocante a las personas tenía
que pensar uno muy bien lo que iba a decir porque si decías cosas falsas podías
hacerles mucho daño, y yo no quería enfadar a doña Petra, seguro que me delataba a Sunman. Papá no estaba cuando me lo explicó mamá así que no me
entendió y se asustó un poco, porque casi abrazándome preguntó: — ¿Te pega? —
Lo cual era absurdo a doña Petra ni siquiera le hacía falta
decir una palabra más alta que otra para que todo el mundo corriera a
obedecerla, como tardé en pensar todo lo que ahora escribo, papá se asustó otro
poco más e insistió: —¿te ha pegado?
—
No
—.El suspiro que se le escapó me dejó preocupado. Tal vez papá
me quería un poquito, porque siguió
preguntando.
— ¿Te castiga?
—
Nunca.
—
Pues
no lo entiendo ¿No te da de comer lo qué a ti te gusta?
Me lo pensé despacio, ésa era una
pregunta difícil de responder, darme, me daba las mismas cosas que mamá:
filetes, verduras..., pescado, cereales, yogures... y todas esas cosas me
gustaban.
—
Bueno...
sí..., pero...
—
Pero
qué, venga no te calles, cuéntamelo ya.
Papá se ponía nervioso enseguida,
sobre todo conmigo que meditaba muy bien las respuestas. Mamá siempre decía que
hay que pensar antes de hablar para así tener muy claro lo que se va a decir y
no meter la pata. Y qué podía decirle de
doña Petra, que sus comidas, a pesar
de ser las mismas, no sabían ni olían como las de mamá, que me ponía el plato
en la mesa y ella seguía cocinando su comida o hablando con la televisión y no
me contaba historias ni jugaba a ver quién dejaba más limpio el plato. ¿Qué
podía decirle? Que los trozos de carne giraban y giraban en la boca y cuando
les decía, para dentro, se me salían...
No, no podía decirle eso a papá. Pero creo que, a pesar de mi silencio, lo
entendió porque lo siguiente que dijo fue:
— ¿Te gustaría que te llevase a mi
pueblo a vivir con la abuela?
Lo cual me dejó con la boca abierta
por un buen rato. Sabía, claro, sabía que papá era de un pueblo llamado Cantalojas porque mamá me lo contó una
tarde cuando me explicó que yo era de París
de la Francia. Luego como quise saber si ella también era de París me lo explicó todo, que ella era
de Madrid y papá de un pueblo muy
pequeño de Guadalajara llamado Cantalojas, pero no me explicó más
porque enseguida nos pusimos a ver el álbum que había hecho de su último viaje
a París del que ya volví yo metido
en su tripa para no tener que pagar impuestos en la aduana. Sabía también que
tenía abuela, pero no la conocía. Una vez que pregunté mamá por ella me
respondió que estaba siempre viajando, aunque
a nosotros nunca venía a vernos. En realidad era como si no tuviese abuela y de
Cantalojas tampoco sabía nada así
que lo mismo resultaba que era una base de Sunman. Y se lo dije.
— No sé —dije después de meditarlo —no
la conozco, ¿no está siempre viajando?
— Sí la conoces. Y ella a ti. Cuando
naciste vino a Madrid para verte, el
ratón de peluche que tienes, ése que está tan destrozado te lo regaló ella.
—
Se llama Severiano — le
corregí, todas las cosas tienen su nombre, mamá me explicó que los griegos,
unos señores muy viejos, muy viejos, que se pasaban el día hablando mientras
caminaban le dieron nombre a todas las cosas, incluidos los animales y las
plantas y la verdad a mí me molestaba que la gente no respetara su trabajo. Que
papá no supiera cómo se llamaba Severiano
era para enfadarse, pero claro, no me quedó tiempo para corregirle, porque
había dicho… que sí, que yo conocía a la abuela…
— Cuando naciste, mamá estuvo muy
enferma, no tanto como ahora, pero tuvo
que quedarse unas semanas en el hospital. Te trajimos a casa porque como tú
estabas sano no podías quedarte allí, lo mismo que ahora no puedes ir. La
abuela vino a casa para cuidarte —me explicó y aún dijo más cosas, tantas que
me quedé con la boca abierta una vez más—. Te daba el biberón, te cambiaba los
pañales y te cantaba nanas para dormirte. A ella fue la primera a la que le sonreíste.
No me lo podía creer, pero si yo sólo
sonreía con mamá. No podía ser cierto, papá me estaba contando una historia. Yo
no me acordaba de nada, pero de nada y siempre he estado seguro de recordarlo
todo. Hasta a veces creo recordar París.
Debió de notárseme en la cara que no me
lo creía, porque me miró fijamente y muy
serio dijo.
—
Es
verdad.
—
No me acuerdo de ella.
—
¡Cómo te vas a acordar, si eras un bebé!
Me costaba creerle, mamá me había
dicho que siempre, siempre habíamos estado juntos.
—
¿Y mamá no me cuidaba?
— Al principio no, luego cuando se
sintió mejor la abuela se fue unos días al pueblo. Mamá intentó cuidarte sola,
pero se cansaba enseguida y no dejabas
de llorar. Así que la abuela regresó a vivir otra vez con nosotros. Y ya te
cuidaban las dos..., aunque para dormirte siempre necesitabas los brazos de la
abuela, hasta que un día mamá dijo que ya se encontraba bien del todo, que te
cuidaría sola, y bueno mi madre se volvió a su casa.
— Pero... mamá dice que está siempre
de viaje.
— ¿Tú nunca te has enfadado con mamá
o conmigo? ¿Nunca te enfurruñaste y te fuiste a tu habitación y luego estuviste
encerrado sin querer comer? Pues algo
parecido nos pasó a mamá y a mí con la abuela. Un día nos enfadamos, y mi madre
se marchó.
No me gustó la comparación. Yo era un
niño y no estaba educado del todo, sin embargo papá y mamá ya lo estaban, no
tenían porque enfadarse.
— Cuando seas mayor lo entenderás,
entre adultos las palabras pueden hacer mucho daño. Y a veces no se olvida. —Me
explicó cuando se dio cuenta que no entendía nada.
—
Pero
no decías que era tan buena.
— ¡Oh!, no lo digo por mi madre. Llama
a menudo por teléfono y pregunta por
ti.
— ¿Por mí? ¿Todavía se acuerda de mí?
¿Sabe lo de mamá?
—
Sí,
se lo dije. Está muy preocupada por ti.
— ¿De verdad?
—
De
la buena.
Ser
una persona mayor debe ser algo muy difícil y complicado. Papá, me parecía a mí, estaba hecho un lío por muy
papá que fuese. Se acordaba de su madre, pensaba en contarle sus problemas pero
ni la veía ni la llamaba. Prefería aparcarme con desconocidos a pedirle que
viniera a cuidarme, a cuidarnos a los dos. Y esa era la solución.
— No puede ser —contestó cuando se lo
propuse—. No es tan sencillo como tú crees.
— Pero bueno, si hace tanto tiempo ya
se le habrá pasado el enfado.
— Sí, sí, claro, pero no puedo.
Y en esas estábamos, el problema no
tenía solución y ya me veía otra vez en manos de doña Petra, o peor aún en la guardería. Pero se me ocurrió una
brillante idea.
— Bueno, tal vez sería mejor no
pedírselo por teléfono, sino ir nosotros a Cantalojas
y pedírselo —dije mirándolo
fijamente para ver como reaccionaba.
— No sabría decirte, hace más de
cinco años que no he ido por el pueblo.
— Si lo que yo digo es que podríamos
ir allí los dos, le cuentas lo de mamá y a ver que dice ¿no te parece?
— ¿Te gustaría quedarte con ella?
—Entonces me tocó sorprenderme a mí, aquella proposición sí que no me la
esperaba.
— No sé —tenía que pensarlo, pensarlo
de verdad, como no sabía la respuesta y él me miraba expectante (ésta es de las
buenas ¿eh? E-
EQUIS-PE-E-CE-TE-A-ENE-TE-E) pensé que tal vez fuera mejor que estar con doña Petra, a lo mejor a la abuela le
gustaba contar historias y como no podía ver a mamá, para ganar tiempo le
pregunté— ¿Está muy lejos el pueblo?
— Unas dos horas y media más o menos.
¿Quieres ir? —Y luego me preguntó— ¿quieres dejarme solo?
Como explicarle que no era yo quien
le dejaba solo, sino él a mí, que me tenía todo el día con una señora extraña.
Ya sé que papá no lo hacía a mal hacer, que no podía abandonar por mí el
trabajo.
— Bueno papá —dije— vamos a llamarla
a ver qué dice.
A partir de aquel momento todo
ocurrió muy, pero que muy deprisa. Papá se fue al despacho para llamarla y me
mandó directamente a mi cuarto para hacer la maleta, así que no me enteré de
nada de lo que hablaron. Cada poco tiempo me asomaba a la puerta de mi cuarto
pero el despacho seguía cerrado y se oía la voz de papá, no sé si la abuela
pudo decir mucho en aquella conversación, a mí sólo me llegaba el murmullo
continuo de la de él, y no es que yo sea un espía que se dedique a escuchar por
las puertas, pero estaba tan nervioso que no podía concentrarme en la maleta. Cuando
papá por fin salió, me dijo:
— Pero ¿qué haces aquí parado? Venga
a terminar la maleta que nos vamos.
Me puse a dar saltos y lancé varias
veces mi gran grito de guerra IA-IA-IA-IA-IA.
— Como te esté oyendo doña Petra creerá que te has vuelto loco. Anda, ve a
despedirte de ella.
Pero no fui, me metí en mi cuarto,
vacié mi armario y hechos un burujo metí mis pantalones de peto y mi camisa de
cuadros en la maleta.
— Ya estoy listo, papá, cuando
quieras…
Hello, Marien, adoro a tu Quique, es listillo, picajoso y me temo que para mí inolvidable chiquillo. Aunque no estoy segura de que podría leérselo a mis hijos. Te perdono que no hayas vuelto a Nuevo México, porque me tienes sobre ascuas con Cantalojas. Gracias por compartir tus historias.
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