Este es Seeley Lance Wick Sweets, la nueva misión del agente del F.B.I. al mando Seeley
Booth. No es su hijo,
pero para el caso como si lo fuera. Conociéndole sabemos que pondrá todo su
empeño en cumplirla fielmente, que estará presente en todas las obras de teatro
en las que participe en el colegio, en sus graduaciones, en sus partidos de
hockey. Que intentará convertirlo en un
buen hombre.
¿Tres
partos en cuatro temporadas no son demasiados para un procedimental, aunque sea
un tanto gore como Bones? Unos pensaréis que sí, otros que no, dependerá de cómo sea de elástico el umbral de suspensión de la credibilidad de cada cual. Lo cierto es que Daisy Wick y su hijo son “miembros de la familia Bones”, y los productores de la serie no podían obviar la
llegada del pequeño. No después de lo sucedido con su padre, el doctor Sweets
en The Conspiration in the
Corpse (10.01). Aunque ya desde The Lance to the Heart (10.02) quedó claro que al menos que se declarase
una guerra nuclear a nivel planetario nada ni nadie nos libraría de asistir al
parto de “la viuda”. Porque la familia
está para eso, para apoyar y sostener a sus miembros en los momentos
trascendentales de la vida, a saber: nacimientos, bodas y funerales.
Lo que
no podíamos prever que sucediera era ver la sala de partos convertida en “el
camarote de los hermanos Marx”. Aunque en mi opinión más que comedia The Puzzler in the Pit ha sido una
tragicomedia.
Cuando Booth ante el lamento de Brennan en el episodio The Judas in the Pole (2.11), la
cogió por la barbilla, la miró a los ojos y le dijo “Escucha, Bones, hay
más de una clase de familia”; Bones,
la serie, apostó por la afinidad y no por la sangre
como su fundamento. Y lo hicieron no sólo porque sea el pensamiento
imperante actualmente en la sociedad, sino por necesidades de la ficción;
porque al principio nos
presentaron a los dos protagonistas como miembros de familias “de sangre”
disfuncionales. Ella, abandonada a los quince años por sus padres con el
increíble pretexto de que dejándola sola salvarían su vida; él, con apenas
nueve, abandonado por su madre en manos de un padre maltratador y
borracho.
Así que
en la sala de guionistas de
Bones cuando se discutió cómo
afrontar el episodio del nacimiento del hijo póstumo de Sweets, debieron tenerlo claro. Demostrar que la tesis
de la afinidad es la única válida en la sociedad de hoy en día y elevar la
apuesta; no sólo los lazos de
sangre no funcionan para unir a los seres humanos, sino que a veces son la
causa fundamental que los mueve al asesinato.
Y
organizaron todo para contraponer
el nacimiento del niño sin padre rodeado
de una familia afectiva, consoladora y tolerante con la muerte
solitaria e innecesaria de un padre desmemoriado, la víctima del caso de la
semana. Porque como si se tratara de una tragedia griega, el padre no
reconoce al hijo y el hijo mata al padre. Terrible
argumento que decidieron aligerar con los
aspavientos de Booth en la sala
de partos y sobre todo con los cambios de personalidad de Daisy, pasando por alto la contradicción en que incurrían.
Y como
andaban de apuestas alguien recordó la
adicción de Booth al juego, con
la que, a pesar de la ficha de póker y el dado que lleva de continuo en el
bolsillo de los pantalones, sólo una vez le habían obligado a enfrentarse. En The Woman in the Sand (2.08)
cuando viajó con Brennan a Las Vegas a investigar un
asesinato que involucraba al dueño de un casino.
Y se
dijeron, este es el momento, la adicción dejará de ser cosa del pasado.
Introduciendo a un jugador como sospechoso, tentaremos
a Booth y Aubrey, en
plan ángel de la guarda, arriesgándose a incurrir en su ira le impedirá caer en
ella. ¿De verdad? Vamos, anda. ¿Ese
perdedor salvar a Booth? A no ser… A no ser que se trate de una
apuesta de futuro y el estrés post traumático siga minando su espíritu.
Normalmente
no me cuesta trabajo suspender mi credibilidad en Bones pero en The Puzzler in the Pit ha habido dos momentos, además de en
la escena entre Booth y Aubrey en que he dicho no y no. El primero
ante una frase de mí siempre admirado y nunca suficientemente alabado doctor Hodgins:
— ¿Qué
has hecho? —le pregunta horrorizada Brennan cuando le ve cubrir los restos con un
polvo blanco para evitar que sigan deteriorándose por causa del ácido.
— Es
bicarbonato sódico —dice
orgulloso—, de todos modos
ya nadie lo utiliza para cocinar.
¿De
verdad nadie cocina ya legumbres? ¿Nadie echa en agua la noche de antes los
garbanzos del cocido o las judías del potaje y les pone un buen puñado de
bicarbonato para ablandarlos? Pues yo sí, y además, para más inri, totalmente
verídico, justo antes de ver el episodio estuve echando en agua judías para el
potaje que hemos comido hoy. No,
doctor Hodgins, se equivoca, aún quedamos gente que utilizamos el
bicarbonato para cocinar.
La
segunda, cuando la mujer de la víctima, Lawrence Brooks, un genio de los
crucigramas que aparece muerto en la zanja de una empresa de fracking, y que no
ha denunciado su desaparición, ante Booth
y Aubrey confiesa que su
marido tenía Alzheimer y que le amaba. ¡Santo cielo! ¿Tú marido enfermo de
Alzheimer, al que juras amar, desaparece y te quedas en tu casa tan pancha? ¿De
verdad? ¿No habría sido más congruente que la mujer denunciase la
desaparición, que removiese Roma con Santiago hasta encontrarle? ¿O miente
cuando dice que le ama?
Pero
hablemos de la contradicción “de base” que lastra The Puzzler in the Pit. Pretender mostrar “la grandeza de la
familia Bones” y hacernos reír con el cambio de
personalidad de Daisy son
dos tramas incompatibles. Porque sí “la gran familia Bones se mostrase real en el episodio”, Daisy no habría cambiado de
personalidad con el embarazo. Como en su día no lo hizo Brennan.
Me
explico, la Daisy que se presenta a trabajar en el
laboratorio a sólo dos semanas de dar a luz, no sólo es una mujer enorme, sino
totalmente diferente a la que conocíamos y no sólo por su vestido vaporoso y
estrafalario, tan distinto a sus sobrias camisas, sus rebecas y sus pantalones
pitillo; sino una neohippy
espiritualista. Una mujer zen,
al decir de Angela, ha
ocupado el cuerpo de la científica empírica que conocíamos; capaz, ahora,
de decir que la ciencia sólo llega hasta
cierto punto. ¿Y por qué? No lo explican. Aunque se desprende de su
actitud.
Daisy,
durante el tiempo que no ha estado delante de las cámaras (permitidme que lo
exprese así), ha estado muy sola, tanto que ante lo abrumador de lo que se le
avecinaba, contrata a una mujer, estúpida e ignorante para ayudarla en el
trance (una doula). Todo es cuestión de meditación y respiración le aconseja, y ella
necesitada de consuelo la cree.
Y no,
no está bien que Angela le vaya con el cuento a Brennan de que Daisy tiene una crisis nerviosa
porque cree que gracias a unos cristales parirá sin dolor y su hijo será feliz.
Sí se ha convencido de ello es porque lo
necesita, no tiene a un Hodgins, como ella tuvo, para martirizarlo
mientras prepara la habitación del niño. Daisy
necesita creer que sí sabe escucharlo, su hijo le hará saber lo que
le gusta. Porque Daisy tiene
pánico, el mismo que tenía cuando estaba embarazada Brennan de no ser capaz de tender puentes
hacia su hijo. Brennan
tenía a Booth para ayudarla, Daisy no tiene a Sweets. Ni por lo visto a Angela, ni a Cam, ni a
Brennan, ninguno ha estado a su lado para aconsejarla.
Y no,
no está bien que cuando Daisy le cuenta a Brennan que según la doula su hijo y ella
podrán comunicarse siempre y cuando los dos mantengan la mente abierta, Brennan, seca, olvidando su situación, le
conteste “Tu hijo se
comunicará cuando esté cagado o hambriento y lo hará llorando, no eligiendo
ropa”; Lo han escrito
para que nos riamos, y nos reímos, pero
no es eso, no es eso.
Brennan,
la de esta temporada, habría entendido
el dolor y el miedo de Daisy. Nunca hubiese consentido que se
sintiese tan sola como para que ella, una científica, confiase en una ignorante. Si
en el episodio de la semana pasada vio el dolor de Aubrey ¿cómo es que
esta no ha sabido apreciar el de Daisy que le es más cercana?
La tesis de fondo que mantiene el episodio se cae, en “la familia Bones”, la
afinidad no ha funcionado. Y como si hubiera sido escrita por otra mano que
pasaba por allí, Daisy le confiesa a Brennan: “Ahora estoy sola, sólo somos mi hijo y
yo. Tengo que encontrar un modo en el que eso funcione para mí, para conectar
con él sin Lance por aquí. Lo estoy haciendo lo mejor que puedo.”
Y de la
misma mano la presentación de Angela a su doula: “Esta es Angela,
trabajamos juntas en el laboratorio”. Ni siquiera menciona la palabra amiga. ¿Qué
ha ocurrido para que el todo no sea la suma de las partes de manera tan
patente? No lo sé.
Sin
embargo hay dos cosas que me han encantado, la primera, en mi opinión, muestra
claramente hasta qué punto se aman Booth
y Brennan, más que
cualquier beso, que cualquier abrazo. Porque muestra hasta qué punto se aceptan y se
conocen, hasta qué punto es ella consciente de las debilidades de él y hasta
qué punto Booth disfruta poniendo a
prueba su racionalidad, como diría siendo su “perrito sexual”.
Hablo
de las miradas que le ha lanzado Brennan, cuando Booth ha hecho el tonto. La primera al
principio, cuando le ha quitado uno de los juguetes de Christine que Brennan (excesiva) ha preparado para
regalárselos el hijo de Sweets, y como si fuera un crío ha corrido empujándolo por el pasillo. “Es un clásico” se lo quedan, dice entre onomatopeyas. ¿En serio, Booth?
La
segunda cuando Booth se presenta en la habitación del
hospital, después de que Daisy con gran alivio de las matronas del
Jeffersonian, ante la inminencia del dolor recupere su personalidad
manipuladora y mandona, y rechazando a la doula, al canto de los pájaros, a la
bañera y a las velas clame por maquinas brillantes y un anestesiólogo:
“—
Gracias a Dios que has llegado a tiempo; si te lo llegas a perder no me hubiera
sentido bien… —le dice.
A lo que responde caustico “Claro, porque
en mi vida había visto tanta gente asistiendo a un parto.”
— Es
que somos familia ¿verdad? —pregunta Daisy
Booth
avergonzadísimo, deseando escapar del bochorno que le espera (¿qué hombre que no
fuese el que ha mantenido relaciones sexuales con la parturienta, se sentiría
cómodo presenciando algo tan gore), decide que aquel no es su sitio.
—
Absolutamente cierto —responde—. Y como familia debería esperar
en la sala de espera —añade y
después de entregarle el peluche que lleva en la mano a Brennan, hace ademán de
largarse.
— No, no —protesta Daisy—. Tienes que estar aquí. Todos tenéis
que estar aquí.”
Entonces Brennan se vuelve hacia su marido, le lanza su
mirada de sargento mayor de las fuerzas especiales, y dice solamente “Booth” y el perrito sexual obedece, si eso no es
amor que me lo expliquen.
Y la
otra que haya sido Daisy entre contracción y contracción,
entre empujón y suspiro quien ha resuelto el asesinato mientras los demás,
incluida Brennan, actuaban de paseante villa. Es ella
quien recuerda que las heridas de la víctima no eran defensivas, sino
ofensivas, que la rotura del cuello que lo mató, dado el estado frágil de sus
huesos afectados por la medicina que tomaba la víctima contra el Alzeimer, tal vez
la provocase una caída tras un simple empujón. Es ella quien afirma que la
sangre encontrada no era de la víctima, sino posiblemente de su hijo. Y no, no
acepta que le digan que la víctima no tenía hijos.
“Lo
tenía”, grita.
“Haber quien tiene huevos para discutirle a una mujer a punto de parir”,
les reta voz en grito.
Y no se
equivoca, a Lawrence Brooks lo mató el hijo que no conocía porque en su
demencia le negó el reconocimiento que según la sangre le debía.
— Yo podría haber sido un buen
hijo —,le dice a Aubrey en la sala de interrogatorios del
FBI.
Pero los
“podría” nunca serán ni fueron. Y no son ciertas sus palabras, ni siquiera era
una persona decente. Se asustó, se asustó y en vez de auxiliarle y reconocer el
accidente, vengativo, ofuscado por el rechazo, tiró el cuerpo a una zanja y le
cubrió de ácido clorhídrico para que desapareciera cuanto antes. Exactamente lo que haría un
buen hijo (lease con ironía).
Y al
final, al final cuando el niño llega, Daisy se lo entrega al padrino,
responsabilizándolo de su futuro. Y
Booth con la ternura que le
caracteriza y que normalmente esconde, lo coge en sus brazos, lo mira a los
ojos y le dice. “Yo conocí a tu padre”. La primera de las muchas
conversaciones que seguramente tendrán en la vida.
Que al
final haya resultado un episodio, para mí, fallido tal vez no sea culpa ni de la
autora Nkechi Okoro Carroll ni de Jonathan Collier, el jefe de los guionistas; tal vez,
tal vez dónde haya que anotarlo sea en el debe de The 200th in the 10th, ese agujero negro que durante semanas ha
consumido la energía positiva de Bones.
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