DE CUANDO PENELOPE ENCONTRÓ A MARTY
Antes de
terminar de explicaros como el 20 de agosto de 2009 se me cayeron los palos del
sombraje, que diría José Mota, para poneros sobre antecedentes os contaré como fue
que mi marido y yo llegamos a casarnos o dicho de otro modo, como Penélope encontró a Marty.
Cuando
le conocí no sabía mucho de los hombres, sólo que eran mentirosos, traidores,
fuleros, falsarios, egoístas, aprovechados, frangollones, rijosos, salidos y
egoístas. Sí doblemente egoístas. Con una
no tienen bastante.
Había
aprendido dolorosamente en mis propias carnes que una mujer jamás debía fiar de
sus palabras. Y una vez más lo olvidé. Le creí fiable. Creí protegerme de la
intemperie y de mi sombra estrábica en sus largos brazos. Craso error.
Una
certeza.
Creo
firmemente que enamorase debe ser un delito perseguible de oficio por el
Tribunal Internacional de la Haya. Enamorarse es como conducir borracho. Te convierte en el enemigo público número uno. La serotonina se adueña
de tus centros neurálgicos, dirige tus reacciones, te infunde tanta seguridad
que te lleva al precipicio y aún saltas creyéndote inmortal. Cuando amas
pierdes el discernimiento y caminas hacia el abismo ciego y dichoso. A veces,
ni siquiera cuando ya te has estrellado contra las rocas del fondo se te
desprende el pasmo. Si se reajustasen las piezas destrizadas seguirías clamando
por una caricia. Antes se quiebran tus doscientos seis huesos y se convierten
en polvo, eso sí polvo enamorado, que desaparece el colocón de serotonina. Ya
lo decía Rocinante ¿recuerdas? “ ¿Amar? No es gran prudencia”.
Mi
excusa, que cuando lo conocí sólo tenía veinte años y una sombra inquieta que corría
por delante de mí como si condujera la Derbi de Ángel Nieto. Y lo
hacía porque pensaba que se le acababa el tiempo y el espacio. Ansiosa por
deslumbrar las aceras para dos. Tuve que seguirla.
Primero
me estrellé contra el gran buldog. Aunque esa sea otra historia de la que
hablaré en su momento.
Pero
como el tiempo seguía corriendo y las aceras seguían siendo para dos, aunque
aún estaba fresco el cemento con el que armé mi esqueleto después del
encontronazo, en cuanto apareció el dulce Marty me aferré a él como
tabla de salvación.
Otra
certeza. Mi admiración por el carácter inglés.
Tal vez
fruto de mis lecturas de Kipling y de Enid Blyton siempre lo
consideré el súmmum de la perfección humana. El de la clase alta, por supuesto,
no el de los hooligans ni el de los adolescentes que se tuestan a base de
alcohol barato y sol en una promiscua playa en Mallorca o en Benidorm. El de
los sahib imperialistas que con un regimiento de chaquetas rojas y
faldas escocesas, y tocando la gaita con una mano, se coronaron los amos del
mundo sin derramar la copa que llevaban en la otra.
Lo
admiraba por su dominio de las emociones.
Que
nadie sepa, que nadie vea, que tú no sientas. Un dos tres al escondite inglés
era mi juego favorito.
Las
emociones son devastadoras para cualquier ser humano, aunque sea hombre, pero
lo que es indubitable es que para una mujer el dejarse arrastrar por ellas es
la muerte sin posibilidad de resurrección.
En
plena agonía me encontraba cuando apareció en mi vida José Antonio.
El mar
en calma. El Pacífico de Núñez de Vaca.
Jose
Antonio alias Marty. Feo. Como arrancado de una piedra por un
aluvión hacía miles de años. Cuando lo conocí sus facciones de moái estaban
un tanto difuminadas, redondeadas todavía por la incertidumbre de la niñez, lo
que aliviaba, un poco, tanta fealdad. Con el transcurso de los años se le
volvieron recias.
Su
frente alta y despejada, desde la que, si sus ojos hubieran sido menos miopes
habría oteado sin problemas las costas de la isla de Pascua; su nariz de
cartabón tan cercana a sus pies como sus manos; su mandíbula poderosa y
puntiaguda aunque en el último centímetro se asustaba de su osadía y se
replegaba sobre sí misma, le conferían un aspecto hierático que se correspondía
con la anchura de sus costas. Ni siquiera el color de su escaso pelo, rojo
panocha, que podría haber delatado en él una pasión oculta lograba desbaratar
su apariencia de manejable arlequín. Gordo y feo.
Debería
haber sido misántropo.
Y
sin embargo, hubo ciertamente un punto de osadía por su parte en nuestra
primera cita. A ciegas.
Fue él
quien me llamó. Bien es cierto que no por su propia voluntad.
La cosa
fue que en tercero de carrera compartía habitación con un amigo de mi hermano.
Mi hermano por entonces estaba preso condenado por…, bueno por lo que en una semidemocracia
condenan a los jóvenes díscolos. Al parecer en una manifestación contra el referéndum
de “Entrada sí” en la OTAN lo habían agarrado con unos cuantos cócteles molotov.
Diez años le cayeron.
Llevaba dos de condena cuando entré en la universidad y era la única de la familia que
lo visitaba. Mi padre juró cuando lo detuvieron ante la Virgen del Pilar y el
capitán de la Guardia Civil, que no tenía ningún hijo. Le creyeron todos. Mi
madre no, mi madre me mandaba todas las semanas un paquete con comida para él.
Dulce de membrillo, galletas de chocolate, café, botes de melocotón en almíbar,
queso añejo, frutas confitadas, leche condensada. Dólares con los que conseguir
cierto bienestar en el trullo.
Todas
las semanas de mi primer año de carrera, los sábados por la mañana me
presentaba ante los portones negros de la prisión de Carabanchel. Y allí
esperaba, en la cola con las gitanas y las quinquis, cargada con una caja de
cartón de galletas Cuétara atada con un cordón, a que el guardia
civil de puerta con el barboquejo bien apretado me sobase con sus ojos
agusanados.
Pero no
voy a hablar de eso. Mi hermano no juega en esta liga. Él y sus circunstancias
sólo fueron el catalizador.
A veces
el paquete me llegaba en el autobús de línea. A veces para ahorrarse los portes
mi madre lo enviaba con algún conocido. Aquel día le tocó a su compañero de
habitación. Pero el chico tenía un examen y le pidió a José Antonio que me llamase y me advirtiese
que no me iba a poder entregar el paquete hasta al día siguiente. Y le dio mi
teléfono. Me llamó, me dio el recado y me dijo adiós. Todo normal, era finales
de mayo.
Llegó junio. Se acercaban los exámenes y debía
estudiar, no podía suspender o perdería mi beca. Una tarde, después de comer, me avisaron que tenía una
llamada. No reconocí la voz.
—No me
conoces —dijo—, me llamo José Antonio y soy amigo de tu paisano X. Te llamé el
otro día para darte un recado.
—Ya —contesté
lacónica.
—Pues
verás... —prosiguió un poco dubitativo—. Me he acordado de ti, me gustó tu voz
y como estoy un poco cansado de estudiar he pensado que tal vez a ti te ocurría
lo mismo y podíamos ir al cine.
La
primera palabra que se formó en mi boca fue NO, un no grande y rotundo. Sin
embargo era un hombre y está dicho que un clavo saca otro clavo, así que me
olvidé de la promesa de no tener nada más que ver con ninguno que me hice
mientras escapaba desnuda, bueno, a medias cubierta por una sábana de la cama
de Luis Alfredo, el dueño del buldog y ante mi sorpresa dije SI.
Fue
fácil ponernos de acuerdo en cómo nos reconoceríamos el uno al otro. Él dijo
“me verás, soy dos veces más alto y más gordo que la mayoría”. “Pues yo llevaré
una bufanda de cuadros escoceses verde oliva y una gorra de terciopelo negro”.
Le repliqué. “Hace calor” me anunció. “Pues por eso no cabrá equivocación”. Le
contesté. Estupideces de la edad.
En la
puerta del cine había muchos tíos y algunos altos y gruesos. Aún así acerté.
Tuve un presentimiento y me dirigí al más feo.
Aún
recuerdo su cara con la boca abierta cuando me vio a su lado.
—Virgen
de los Desamparados, eres…, eres la mujer más bonita… —y tímido se cortó aunque
siguió con la boca abierta aún por otro rato. De todas formas daba igual. Era
feo tanto si la cerraba como si la abría. Tan feo que pensé que era atractivo.
Y romántica creí ver en él cierto parecido con Ernest Bornigne y lo supe
Marty, el hombre feo, bueno, generoso e ingenuo que amaría
como un esclavo a la diosa que le diera una oportunidad.
Error.
Un hombre se esclaviza ante el poder, ante el juego, ante las drogas, pero por
una mujer…, por una mujer sólo con fecha de caducidad. Ahora sé que me
equivoqué. Nos pasa a todas, les creemos Marty y los aceptamos, y
cuando los volvemos a mirar tenemos al lado al Dutch de Grupo
Salvaje.
Aunque
para mi perdición tarde veintiséis años en volver a mirarlo.
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