ANTERIORMENTE
Los sueños de Eugenia rotos, tan rotos como las aplicaciones del encaje de Valenciennes del vestido que estrenara para el baile de Capitanía. La vida se había encargado de convertirlos en pesadillas. Soñó que se casaría y sería libre y llegó Trafalgar y Juan por poco muere en el San Agustín. “¡Oh Dios, Juan!, ¿dónde estás?”, se preguntó. Tendría que haber vivido rodeada de seguridad, los tíos, su padre y su marido como si la tierra no girase y llegaron los franceses, Napoleón y sus ambiciones y España ya no fue nada más que un inmenso campo de batalla. Juan que se marcha de nuevo a luchar, esta vez lejos de la Armada, a una “partida”, con los guerrilleros. Y su padre que decide regresar a América...
Los sueños de Eugenia rotos, tan rotos como las aplicaciones del encaje de Valenciennes del vestido que estrenara para el baile de Capitanía. La vida se había encargado de convertirlos en pesadillas. Soñó que se casaría y sería libre y llegó Trafalgar y Juan por poco muere en el San Agustín. “¡Oh Dios, Juan!, ¿dónde estás?”, se preguntó. Tendría que haber vivido rodeada de seguridad, los tíos, su padre y su marido como si la tierra no girase y llegaron los franceses, Napoleón y sus ambiciones y España ya no fue nada más que un inmenso campo de batalla. Juan que se marcha de nuevo a luchar, esta vez lejos de la Armada, a una “partida”, con los guerrilleros. Y su padre que decide regresar a América...
Y no tenía por qué
haber sido así. No, si no hubiese luchado contra el destino, si no se hubiese
empeñado en pensar, en decidir. La tarde de la despedida, en la que sus deseos se impusieron
a la razón la atormentó durante los atardeceres en el Magallanes, conforme se
alejaba de las costas españolas llegó a resultarle más y más odiosa, conforme
se le difuminaban los rostros entre la espuma del agua más deseaba olvidar los
silencios y las palabras dichas, demasiadas para esperar un regreso. Un imposible.
— Las partidas son
la respuesta del pueblo a la invasión —decía orgulloso Juan, y ante ese orgullo
el suyo preterido reaccionó—. La nación se muere, doctor Antúnez —y se dirigía
a su padre, ansioso tal vez de un reconocimiento del viejo científico, pero no.
Ella le conocía, era orgullo, el maldito orgullo del soldado, del hombre en
armado— y es el pueblo, ejércitos espontáneos arrancados por la fuerza del
viento de la marea de la tierra, quien se levanta. Es Viriato contra los
romanos —insistía con el mismo entusiasmo que cuando era niño le explicaba la
batalla de la Punta del Morro donde sus abuelos y otros españoles murieron
defendiendo la Habana de los piratas de la pérfida Albión—, en cada escarpadura
una trampa, en cada desfiladero una emboscada —sí, una trampa, una trampa era
la que la retenía a ella, atada a unas faldas, a una mesa camilla, a unas
devociones y a unos ancianos que la ahogaban. Cuanto más lo miraba más se
enrabietaba por dentro, cómo podía olvidarla, la conocía—. No lo dude ni un
instante, doctor, acabaremos con todos, cien o doscientos mil que nos mande el
corso, ¿qué más da? —displicente como buen capitán. Su capitán pirata que
jugándose la vida si caía en manos de los franceses que ocupaban ya toda
Andalucía había venido a buscarla a Algeciras para llevarla con él, para
arrastrarla a la lucha, ella era pueblo también. Pero aunque era Juan, ya no
era su Juan. Y le escuchaba y sus palabras la herían y sólo buscaba a la
reciproca herirle, que supiera que no la vencía.
— ¿De uno en uno?
—Pregunto maliciosa, ajena al gesto de sorpresa, a la mirada contrita— nos
haremos todos viejos, antes de que vuelvan a Francia.
— No te burles,
Eugenia —protestó—. En estos tiempos de traición es cuando más debemos estar
unidos. Si resistimos juntos, venceremos, si disentimos y nos enfrentamos,
perecemos. Nos va la vida y la patria— Y aunque sus ojos seguían siendo los que
la acariciaban en cada mirada, ella ya no podía verle, no como su capitán pirata,
las ausencias le habían devuelto irreconocible, las derrotas lo habían
disfrazado de hombre.
En el cuello le
latía una vena desconocida, tanto como su rostro enjuto de cerrada barba
entreverada de canas. Del rostro juvenil del guardiamarina, del noble del alférez
ya nada quedaba, ahora, aunque la educación la suavizaba, había en él una
orgullosa fiereza que al principio la desconcertó. Cuando se atrevió a mirarse
en aquellos ojos tan hundidos y oscuros ya no encontró las chispas de malicia
de antaño, sólo el familiar pozo de tristeza que en ellos habitaba, por eso se
rebeló, no encontró el amor que su boca pregonaba. Aunque se fingiese el de
siempre, aquel Juan era un desconocido, un hombre sin sueños, que no la quería.
Y no lo soportó.
Desde el principio
fue un error. La tía Fermina había sido inmisericorde, en cuanto le anunciaron mandó
abrir los grandes ventanales de la plaza y quitar las fundas de estopilla a los
sillones de seda y las mesas de caoba del gran salón de recibir, el que no se
había abierto desde el velatorio de la abuela.
—Es tu novio —insistió—,
¿Pretendes acaso recibirlo en la cocina? Eso no ocurrirá, no mientras sea yo
quien gobierne esta casa. No te das cuenta, chiquilla, que ya no eres una niña
—la engatusaba—. Que vea de cuantos lujos dispones, así sabrá los que tiene que
procurarte.
Y allí habían
terminado los tres, Juan, su padre y ella, manteniendo una discusión peligrosa.
No había sido esa su intención. Nada más verle entrar en el lujoso salón a Eugenia
el viejo amor la golpeó, parecía tan viejo, se le veía tan cansado…
— Claro que lo
entiendo —no le mentía, lo entendía, lo entendía como pirata, como viejo
compañero de batallas, no como Eugenia, nunca como la mujer que se había
estremecido entre sus brazos con su primer beso. Pero eran superiores sus
ansias de hacerle ver lo equivocado de su decisión que sus intenciones de
mimarlo—, eres un oficial de la Armada, lucha en el mar, ¿qué se te ha perdido a ti en la sierra? ¿Serás
una alimaña más como esas de las que te alimentas? –le preguntó harta de que no
comprendiera—. No sé del daño que le hacéis a los franceses, pero la gente de
la sierra que baja a Algeciras está asustada. Dicen que por donde pasan las
partidas la tierra queda yerma, que queman las casas, arrasan cosechas, fuerzan
mujeres, roban la harina, el pan y luego matan. ¿Eso es lo que quieres hacer,
Juan?
Y para su sorpresa
no lo negó, ni siquiera se ofendió.
— Tú no lo
entiendes –dijo, una vez más intentando ocultar el deje displicente—. En una
guerra todo el mundo sufre, Eugenia. Pero lo que importa es que les estamos
venciendo.
— Si tú lo dices
—respondió sarcástica, sin desviarle la mirada—. Aunque los franceses están en
Sevilla y en una semana llegarán a Cádiz.
Y nada más pronunciarlas supo del error. No
tenía derecho a cuestionarle su fe en la gente y en su guerra, él luchaba,
llevaba haciéndolo desde los quince años.
— No culpes a las
partidas del desastre —dijo sin acritud—. Ha sido el ejército del rey el
vencido. Los batallones, los regimientos de generales bonitos los que han huido
en desbandada. Se rindieron en Ocaña, en Despeñaperros, huyeron en Almadén y
Sierra Morena. La única defensa contra los franceses que le queda a España son
las partidas y el ejército de Alburquerque, si es que ha logrado entrar en
Cádiz.
— Tú estuviste en
Ocaña —añadió la ofensa, dolía el abandono.
— Tal vez sean un
ejército espontáneo como dices. Yo lo único que veo es gente vengando rencillas
personales, hijo. Venganza y envidia, esas son las noticias que aquí llegan de
tus famosas partidas, Juan.
Y entonces fue su
padre quién cometió el error. Su padre, dueña silenciosa hasta entonces, tuvo
que inmiscuirse en la discusión. Convertir en política lo que sólo era una riña
de amantes, ¿pero qué sabía él? Después de todo sólo había convivido con su
mujer tres años en junto. Siempre embarcado, siempre huyendo. Todos los hombres
huyen, decía la abuela Inés. A ninguno le gusta la mesa camilla, salvo a mi
hermano Andrés —añadía orgullosa de su diferencia.
— Venganzas las
hay en todas las guerras, el pueblo
guardaba mucho rencor, doctor, pero las partidas son lo único, insisto, lo
único que nos queda para vencer a los franceses
¿no lo entiende?
¿Entender? Claro que lo entendía decía la sonrisa benévola
que se le escapaba, también que el hombre que tenía enfrente era demasiado
joven para comprender la realidad que lo zarandeaba como a un vilano.
— Eres joven, te
hierve la sangre y quieres luchar por España, expulsar al odiado enemigo, puedo
entenderlo, si los jóvenes no lucháis no sé qué otra cosa haréis en la vida. Sólo
digo, que dudo que sea bueno para el futuro lo que está ocurriendo. ¿Quién se
levanta en armas, dime? —y como Juan intentara contestarle se lo impidió con un
ademán de la mano, su padre... tan tan
intransigente a veces… —Permíteme, tú dices que el pueblo. Yo digo, el pueblo
soliviantado por los curas. Este pueblo, muchacho, sólo se levanta cuando lo
ordenan sus amos. Y esos siempre han sido los mismos. El pueblo en el que tú
crees se le ha gobernado siempre desde el púlpito. Los sayones negros le han
dicho lo que estaba bien y lo que estaba mal, le marcaban el camino y a la
vera, vigilando las desviaciones, el familiar de la Inquisición, uno en cada
ciudad, con delatores y espías en cada pueblo. Juan, ese pueblo que según tú
lucha por su libertad, sigue teniendo puestas las anteojeras. ¿Qué ocurrirá cuando la guerra acabe...?
¿Seguirán los oficios viles, las tierras baldías, el hambre, los arrendamientos
abusivos, la enfermedad y la ignorancia?
— Sé que es usted
un patriota, que ha dado su vida y su salud por la patria, pero le juro que oyéndole
parece que quisiera que nos mandase el “Pepe
Botella” —le recriminó olvidándola. ¿La había tenido alguna vez presente?,
se preguntó y ella misma se respondió, no, no, no.
—Sé lo que quiero,
Juan. Una España laboriosa, libre y educada. Y tal vez, si, tal vez con los
franceses nos fuese un poco mejor. Porque lo que es gobernándonos nosotros
mismos no parece que nos vaya muy bien, ni con Austrias ni con Borbones.
— Pronto se ha
olvidado de Trafalgar y del cobarde de Villeneuve. Estuve allí, doctor, fueron
los franceses los culpables de la derrota.
— No he olvidado
nada, ¿y tú? ¿Recuerdas cual era el estado de nuestra flota? Si el mando lo
hubiera desempeñado Gravina el resultado hubiera sido el mismo. Barcos pesados,
de más de cien cañones, de escasa capacidad de maniobra y menos preparación
artillera; con valientes oficiales, muy valientes y con una marinería
inadecuada, borrachos, perezosos, inútiles, a los que sólo el terror al látigo
movía, dispuestos a desertar al mínimo descuido. Tú eras alférez en el San Agustín ¿cuántas prácticas con
cañones hacíais a la semana? Yo te lo diré. Ninguna. Las tripulaciones de la
flota de Trafalgar no sabían disparar un cañón, ni mucho menos disparar y
maniobrar al mismo tiempo. Llevo en la Armada muchos años, Juan, más que tienes
tú. Les he curado heridas de metralla, de fusil, de picas; pero de lo que más
me he encargado ha sido de la sífilis, la gonorrea, el cólera y el tifus.
Enfermedades que con unas mínimas medidas de higiene nunca hubieran contraído.
No sabes la de memorando a los capitanes, a los Almirantes, al Cirujano Jefe de
la Armada que he presentado, nadie me hizo jamás caso. Sí, la derrota de
Trafalgar con ser terrible, vino a poner las cosas en su sitio. El espejo en
que mirarnos.
—Doctor, voy a
olvidar lo que dice, aunque debe tener cuidado dónde manifiesta esa opinión.
Cualquiera que le oyera le tacharía de afrancesado.
— ¡Ah, claro!,
traidor, afrancesado, masón. El amor a la ciencia, a la verdad, a la filosofía supone
traición. ¡Pobre España si a quien piensa en mejorarla se le considera traidor.
¿Y qué son los otros? ¿Esos viejos e inválidos que se santiguan antes de rascar
la tierra en busca de raíces con que engañar el hambre? ¿Los muchachos que en
las encrucijadas mendigan un mendrugo y asaltan al buen samaritano que se lo
alcanza? ¿Qué las ancianas legañosas y míseras, resecas como sarmientos que
rezan las oraciones para deshacer el mal de ojo? ¿O las que con cocimientos de
hierbas y agujas malparen vírgenes? ¿Y las muchachas en flor que con afeites y
melindres roban maridos? ¿Y los maridos que maltratan a sus mujeres porque no
está la cena y a los padres ricos y pobres que catan a sus hijas porque para
qué las alimentan si no pueden disfrutar de ellas? Todos, Juan, todos tenemos
nuestra cuota de culpa en este desastre.
—No ha mencionado
a los famosos ilustrados que se embolsaban los reales para construir barcos, ni
del Príncipe de la Paz, que Dios maldiga por siempre, que nos vendió al francés
por un principado, ni a la bruja de María Luisa, ni al manso de Carlos, ni al
bastardo de Fernando.
—Sí, los he
nombrado. Los que mandan no son distintos de los que son mandados. Tal vez sea
la tierra la que convierte a los hombres en pobres de espíritu, holgazanes,
flojos, apáticos, perniciosos hasta para
ellos mismos. Tal vez ninguno tengamos la culpa ni de lo que somos ni de lo que
hacemos.
Y en esas batallas
andaban cuando entró en la sala el tío Andrés, tan contento y campechano como
siempre, tan indiscreto.
— ¡Pero si está aquí el pretendiente! —soltó
al entrar a modo de saludo— ¿Vienes a llevártela
Y Eugenia se
ruborizó, ¿novios? ¿Novios por un beso? En realidad Juan nunca le había hablado
de boda. Aunque su presencia aquella tarde en principio le había hecho albergar
la esperanza de que por fin lo hiciera. No tenía que condesárselo, había sido
la tía Fermina quien le había mandado recado para que acudiera, la anciana
desplegaba todas sus mañas de casamentera para impedirle que se marchara a
América. Y había resultado un fracaso. Si se hubieran encontrado en la Alameda
o en el río habrían estado solos. Él le habría contado sus aventuras como si
fueran un juego, ella le habría regañado por exponerse tanto y al final se
habrían reído juntos, se habrían mojado los pies, se habrían perseguido y se
habrían abrazado...como cuando vivían en Ñora…, como cuando el futuro era un
lugar seguro.
Pero no, Juan
insistía en hacerlo todo como debía de hacerse. Y además estaba el luto, odiaba
llevar vestidos negros, las ventanas cerradas a cal y canto, los musiteos de oraciones
por los rincones. La abuela estaba muerta y ella se ahogaba en la casa de la
Plaza Alta. Ni el regreso de su padre de América la había liberado. Y había
deseado, había soñado con que si se casaban todo cambiaría, navegarían juntos, volverían
a Ñora. La invasión lo había dejado todo en suspenso y la enfermedad de su padre
y su decisión de acompañar una vez más al doctor Balmis en su nueva expedición le
daba otra oportunidad de escapar de las ventanas cerradas para que no entrase
la muerte, de los muebles envueltos en blancos sudarios.
Todo había sido un
malentendido. —¿Armas? —decía Juan—, todas las que queramos. Escopetas,
trabucos y buenas navajas de Albacete, de esas facas de medio brazo de hoja,
que parecen alfanjes. De instrucción y tácticas nadie sabe —añadió—, ni falta
que hace. Se le echan redaños y francés que se queda solo, o avanzadilla a la
que se le echa el ojo, almas que van al infierno. A veces ni las carnes magras
quedan, porque de los franceses, como del cerdo, todo se aprovecha, el
uniforme, las botas, el chacó, las balas, la espada y hasta los calzoncillos.
Eugenia le vio
llevarse la mano a la cadera, y lo supo a pesar de su orgullo de guerrillero
echaba de menos su sable, el que le entregaran junto su nombramiento como
oficial de la Armada, ¡estaba tan orgulloso cuando viajó a Algeciras para
enseñárselo.
—¡Ay, calla,
calla, muchacho!, no sigas con esas barbaridades que me desmayo —le pidió la
tía Fermina.
— No es de
nosotros de los que debe tener miedo, señora Soto. Los hombres de las partidas
somos el pueblo en armas y estamos para protegerles. Seremos hoscos, un poco
salvajes, si quiere, pero nunca traicioneros. En la partida no hay tregua, doña
Fermina. El trabajo es continuo, bien diferente al del ejército y no digamos a
la Armada donde lo propio es la demora y la desidia. En una partida cuando uno
no está tirando del trabuco o pistola es porque tiene encima al francés y
entonces hay que tirar de faca. Y si no, a vigilar, a espiar, a preparar
celadas, a enredar en sus comunicaciones, a robar sus transportes a repartir
entre los vecinos de los pueblos los botines que les confiscamos.
—Dirás que les devolvéis a los paisanos lo que
los franceses les arrebataron—le cortó el tío Andrés—. Y por supuesto previo
pago del correspondiente flete.
— Ténganos en
mejor consideración —le pidió Juan y en la boca se le dibujó un rictus torcido
que simulaba una sonrisa—, traemos en jaque a casi cien mil franceses ¿le
parece poco?
—Si huir delante
de los franceses es salvar a España… Desde lo de Ocaña, nuestros ejércitos no
han hecho más que retroceder, y sino es así, dime, ¿cómo es que ya los tenemos
en Sevilla, en Jerez... y lo más probable es que a estas horas estén en Cádiz?
Eso sí, sois los únicos que salváis el honor de la Nación, hijo. Cuando la
guerra acabe algún día, nos vamos a encontrar con un problema de cabida. No
habrá país donde colgar tanto honor. A no ser que ganen los otros, los del “botella” y en este caso..., ¡pues
también, joder!, que entre ellos también hay hombres de honor. Vamos a tener
tanto honor que algunos tendrán que bajarse a Berbería porque aquí no
cabremos... Aunque sí los franceses siguen deshonrando mozas del pueblo, tal
vez, dentro de unos años, tengamos una nueva raza de hijos de puta a los que el
honor les importe un pito. Y hasta es posible que no haya oficios viles y nos
volvamos como los ingleses con fábricas y artesanos, con carpinteros y mineros
como le gusta aquí a mi sobrino Antúnez. Por cierto ¿cuándo embarcáis?
—Parece que aún no
hay fecha cierta para hacernos a la vela.
— Entonces es
cierto, ¿se van a América? —preguntó Juan, mirándola a ella-, ¿tú también?
—Es lo mejor —se
adelantó su padre en la respuesta—. En el estado en que están por aquí las
cosas es mejor que Nita se venga conmigo, en Nueva España estará a salvo.
Y Juan empalideció
al oírle, tragó saliva y respiró profundamente como si necesitase hacer acopio
de fuerzas para hablar —Si no hubiera guerra… —empezó diciendo y a Eugenia el
corazón se le aceleró, para luego casi detenérsele cuando dijo—. Sí, Eugenia
está mejor con su padre que malcasada con un hombre que la abandonaría en la
noche de bodas para irse a la guerra…
— Ya, ya, está
bien -el tío Andrés acudió en su ayuda-. Estos no son días de boda. Cuando
echemos a los franceses tendremos tiempos de celebraciones. Aunque mi opinión,
por si a alguien le interesa, es que Nita no debe salir de esta casa. Ya sé,
Antúnez —dijo dirigiéndose al doctor—, ya sé que es idea de la muchacha y no
tuya aunque eso te lo calles, pero la conozco que para eso te la hemos criado.
Es tan tozuda como mi hermana Inés y nadie le va a hacer cambiar de opinión
como no fuera este mozo... y parece que ya no contamos con su colaboración.
Pero quiero que sepas, sobrina, que aunque no sepa empuñar un sable sí sé
montar una pistola y disparar un trabuco. Si te quedas con nosotros ningún mal
te ocurrirá ni de los franceses ni de los ingleses. ¡Será por amigos...!, si
algo hemos sabido hacer bien los Soto ha sido hacer amistades de toda clase y
condición. Mira, Juan, mi hermano Pablo íntimo de los moros de Tánger y Orán;
yo, uña y carne con los perros de Gibraltar y con el General Castaños; mi
hermano Juan José con el gobernador militar de Cádiz—enumeró—. Y todos
dispuestos a disposición de nuestra niña. Y ella..., que se nos va América...
¿A caso no hay más peligro en el mar que en esta casa que es como un castillo?
—Andrés... calla —le
pidió su mujer.
—Sí, claro, yo me
calló, a los viejos ni siquiera se nos permite hablar, pero tengo razón. Este
muchacho, tan juicioso y honorable, que te quiere por esposa era nuestra última
esperanza, Eugenia. Y mira por donde él mismo decide que lo mejor es que no
haya boda. Pues apañados estamos con la juventud.
—Anda, calla,
gruñón. Tómate el chocolate que se te enfría –rezongó la tía Fermina y
volviéndose a ella le ofreció la oportunidad de cambiar la situación, cómo sólo
ella sabía hacerlo.
— Nita ¿por qué no
le enseñas a Juan la terraza?, anda, hija mía, iros a dar un paseo y déjame a
mí con estos cascarrabias.
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