CAPÍTULO I
CHRISTINE ANGELA BOOTH-BRENNAN
Christine Angela Booth se consideraba a sí misma una niña
feliz, cariñosa y pacífica, aún así
reconocía odiar dos cosas con toda su alma, las tortitas francesas que a
veces, cuando le daba por ahí, preparaba su madre para desayunar, y que sonase
el teléfono cuando estaba con su padre. Si hubiera gozado de poder de decisión
tanto las tortitas como el teléfono habrían acabado juntos en la trituradora,
el teléfono sobre todo.
Y no era que no reconociese que su madre podía ser una buena
cocinera, los garbanzos a la afgana y los macarrones con tofu le salían de
rechupete, aunque para desayunar nada mejor que los gofres y las tortitas de su
padre; tampoco le importaba demasiado que
sonase el teléfono cuando estaba a solas con ella, como su madre no había
muchas en el mundo. Su padre que la conocía mucho mejor que ella solía decirle:
“Me
dan lástima los hombres que no están casados contigo”, era cierto
porque la amaba; ella también la quería pero, desde que pretendió darle una
lección de lo dura que era la vida para los perdedores quitándole las chuches
de dos domingos porque perdió una carrera de huevos en la guardería, comprendió
que en las palabras de su padre también había cierta guasa, y desde entonces,
no lo podía remediar, a veces también sentía lástima de los niños que no la
tenían por madre.
Se perdían cosas tan interesantes como repetir entre trago y
trago de zumo o entre arándano y arándano como la lista de los gases nobles, talio,
helio… o la tabla periódica de los elementos o aquello tan divertido de la
química orgánica: “Cuando el oso toca el pito, el mico lame el plato” conocimientos imprescindibles de adquirir
cuanto antes si uno tiene, como la tenía ella, la intención de ser astronauta, es más de ser el primer
astronauta que pisase las lunas de Júpiter. Seguro que entraban en las
preguntas del examen de la Nasa.
Desde luego su madre era un genio, creció oyéndoselo decir a
su padre, y había acabado siendo muy consciente de ello. Con sólo mirar un esqueleto reconocía a la
persona que había sido, dónde había vivido, cuál era su trabajo, sus dolores y
hasta sus pensamientos. Y eso estaba bien cuando su objeto de estudio eran los
esqueletos, pero no tanto cuando era ella la estudiada. Pocas veces conseguía
engañarla, y le gustaría hacerlo más a menudo. Sobre todo cuando miraba las
constelaciones, musarañas decía su madre y la obligaba a ponerse a estudiar los
elementos conceptuales del cucú o la teoría de las cuerdas, que sí, que estaba
muy bien, que la necesitaría para entrar en la Nasa, pero a veces era necesario
dejar la mente vagar por los confines del universo, escuchar sus señales, y eso
su madre ni sabía hacerlo ni consentía que ella lo hiciera empecinada como
estaba en que fuera la primera presidenta de la familia.
Por supuesto que a veces preferiría que su madre se pareciese
un poco más a la tía Ángela, un poco
despistada, un poco desordenada, que le permitiese de vez en cuando jugar con
un gato de verdad, de los que arañan y no con el cuántico de Shrödinger, el que
nadie sabía si estaba vivo o muerto. Por eso le gustaba tanto ir a jugar con Michael Vincent, era mayor que ella,
sí, puede que fuese un poco tonto con su afición a aporrear el tambor, y un
poco llorón, ¿cómo no? sabía que en cuanto lanzaba el primer berrido su madre
le daba todo lo que pedía, pero en su casa se podía hacer todo lo que a uno le
apeteciera incluso jugar con los bichos de su papá. En verdad a veces envidiaba
a Michael, sobre todo cuando su
madre la miraba como si fuera uno de los
esqueletos rotos con los que trabajaba.
A quien nunca había forma de engañar era a su padre; claro
que su padre era un agente del FBI al mando que siempre atrapaba a los malos. Su
madre le ayudaba, en el laboratorio y con los huesos, pero quién de verdad
sabía por qué hacía la gente lo que hacía, y lo malos que habían sido era su
padre. Y ella era su niña, su princesa
de las siete coronas, la reina del FBI. Con su padre todo eran juegos y risas;
nada de gases ni elementos periódicos, pedos y fútbol, carcajadas y cartas,
pinturas y caballitos, pasteles y harina y morroñas, muchas morroñas que nunca
importaban porque si había que terminar los juegos en la bañera se terminaban. Lo que más le agradecía a su
padre era que convirtiese en cómplice de sus juegos a su madre, le encantaba
cuando se ponían los tres perdidos de chocolate o cuando conseguían encerrar a
su madre en la celda jugando a las cartas y su padre la esposaba, entonces su
madre nunca se enfadaba, al contrario:
— ¡Booth! —protestaba celosa si se olvidaba de
lanzarle un guisante para que lo atrapase con la boca o no le daba a probar la
masa de sus tortitas. Y su padre como si fuese otra niña la retaba.
— Este hueso para mi Huesos —decía lanzándole el guisante o el
arándano que su madre nunca, nunca atrapaba.
Esa era otra de las particularidades de sus padres, sus
nombres. Su padre se llamaba Seeley,
se lo enseñó su hermano Parker,
porque su madre siempre le llamaba Booth;y
su madre se llamaba Temperance, aunque
se lo tuvo que explicar el abuelo Max,
porque su padre, siempre, siempre la llamaba Bones, como trabajaba con huesos. La tía Ángela y el tío Hodgins, en cambio, la llamaban Brennan. Un
lío que simplificó llamándoles papá y mamá, era lo más práctico.
Lo cierto era que cuando estaban los tres juntos o los cuatro
si venía Parker, lo pasaban muy
bien, sólo que no era nunca mucho el tiempo que podían disfrutar; en lo más
interesante del juego sonaba el maldito teléfono. El de uno o del otro, a veces
los de los dos al mismo tiempo y se acababa la diversión. Porque su padre en
cuanto oía el primer ring contestaba. Le había explicado que era de suma
importancia que lo hiciera, que cada una de aquellas llamadas significaba que
un hombre malo se había salido con la suya y él no se lo podía consentir y
corría a atraparle para encerrarle en la cárcel, para que no volviera a hacer daño a nadie. Y
lo peor, cuando sonaba el teléfono, los
dos se iban y la dejaban sola.
Bueno, sola, sola, lo que se dice sola nunca. Si el abuelo Max andaba por Washington, era el
encargado de cuidarla. El abuelo era casi tan bueno inventando juegos como su
padre y además tenían el aliciente de ser juegos secretos, porque desde bien
chiquitita aprendió que lo que ocurría entre Max y ella se quedaba entre Max
y ella, así su madre no ponía poner el grito en el cielo si habían ido al
zoo y habían terminado encerrados en la jaula de los monos; tampoco le contaba
nada a su padre, sabía que no estaría muy feliz de que con el estetoscopio del
juego de enfermeras le hubiese enseñado a abrir la caja fuerte donde guardaba
la pistola cuando llegaba a casa o que le hubiera regalado un juego de ganzúas
con la que le enseñó a abrir el cerrojo del salva escaleras siendo muy
chiquitita. Últimamente andaban montando y desmontando despertadores y
cerraduras y le encantaba. Al principio dudó, eso de destrozar un aparato para
volver a montarlo le parecía una pérdida de tiempo, pero Max la había retado y ella aceptaba cualquier reto, lo aceptaba,
aunque a veces perdiera. Y después de todo no hacía nada malo, si ya estaba
destrozado mejor arreglarlo, su padre lo decía “si algo se rompe siempre hay que
intentar arreglarlo”.A su padre le encantaba arreglar cosas y a ella
también.
Pero el abuelo era un viajero y a veces grrrrrr, era el doctor Sweets quien se presentaba a
cuidarla. Y por un tiempo, cuando era más chiquitita no le fue mal, jugaban a
los ninjas y se dejaba curtir a patadas las espinillas, mientras se entrenaba pateando
el balón para el partido de los sábados con Parker. Pero el doctor no aguantaba el dolor y lanzaba unos
berridos tan fuertes como los de Michael
Vincent. Un día su madre lo oyó y claro, el doctor le tenía tanto miedo que
en cuanto le lanzó una vez la mirada de rayos x, el juego se acabó y a partir
de entonces la noche que venía a cuidarla la trataba como un bebé. Y no lo era,
era una niña, por Dios, si tenía ya casi cuatro años y aún no se había dado
cuenta. Llegaba con su sonrisa bobalicona, la sentaba en la trona y ale a
colorear dibujos lineales, y a hacer construcciones con los Lego. Con lo
divertidas que eran las acuarelas y la plastilina. Y luego las conversaciones,
por favor “¿dónde se había doctorado el doctor, en una escuela de pardillos?”
La frase era de su padre, pero tenía razón. ¿Cómo a un doctor en psicología
medianamente inteligente se le ocurriría preguntarle eso de “¿A
quién quieres más a tu padre o a tu madre?” ¿Era ciego? ¿No lo veía?
Ella amaba por encima de todas las cosas, incluso por encima de Jesusito, que
estaba allí arriba en el cielo rodeado de ángeles y no se avenía nunca a bajar
a jugar con ella, a su padre. A Jesusito también, claro, y a su madre, pero su
padre era su padre.
Después de a su padre y a su madre quería al abuelo Max, y a Parker que se la subía a los hombros y la convertía en caballero a
la caza de dragones, lo añoraba mucho como cuando ahora vivía en Inglaterra, un
país que estaba tan lejos, tan lejos de todo que conducían por el lado
contrario y decían que los equivocados eran los demás. Y quería al tío Jack, el tío era guay, le dejaba
jugar con los escarabajos y ponerles nombres.
A Michael Vincent
también lo quería, cómo no iba a quererle si siempre hacía lo que ella le
pedía, lo que no soportaba era que llorase tan pronto, por nada montaba un
espectáculo, claro que como su abuelo era músico y actuaba en escenarios de
medio mundo le había enseñado a hacer teatro; es más, estaba segura de que en
sus llantinas había mucho cuento. Y aunque fue su “actuación” la que propició
que su padre, su papaíto, la castigase por primera vez, se lo perdonó. A
regañadientes lo perdonó porque realmente se había pasado, había sido una
picadura de nada; por una arañita más pequeña que una mota de polvo pilló una barraquera. Y lo que fue peor, se
chivó. Eso sí que no se lo esperaba Christine.
No había tenido la culpa, ella no le había picado. Sólo le había dejado la
araña encima de la nariz mientras dormía la siesta para que le hiciera
cosquillas y se despertara porque se aburría. No pretendía hacerle daño, no
sabía que la araña le picaría, no sabía que eso estaba mal, que terminaría
castigada.
(Continuará...)
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