CAPITULO 4
EL MILAGRO DE MR. NIGGEL-MURRAY
—¡¡Jesús, que frío!! —exclamó buscando a tientas las zapatillas.
— Está dormida, Booth,
quédate conmigo… estoy calentita… —le tentó.
Pero la había oído, su niña lo había llamado y él
acudiría, aunque estuviera en el fin del mundo lo haría.
— Vuelvo
enseguida…
Amanecía, por el amplio ventanal se filtraba la luz
tímida del amanecer, pronto las calles despertarían, algún cadáver putrefacto
aparecería en un callejón y él, Bones y
los cerebritos volverían al tajo; pero eso sería luego. Se levantó, se puso
la bata, estiró los viejos huesos intentando recolocar el esqueleto maltrecho y
acompañado por los gruñidos de protesta del líquido sinovial de sus
articulaciones se dirigió a la habitación de su hija.
¡Otro bebé!
—Estoy viejo—se dijo—, viejo para pasar noches en vela
paseando de un lado para otro con un bebé en los brazos, viejo para los
cólicos, para correr detrás de un balón. Pero Bones tenía razón, era ahora o nunca. Christine necesitaba un hermano. Parker, se encontraba tan lejos que terminaría siendo un extraño.
En cuanto fuese a Oxford se convertiría en un empingorotado lord y no querría
saber nada de su colonial familia. Había pensado hablar con Rebeca, decirle que
Parker debía estudiar la
preparatoria en DC, aunque, tal vez ahora no fuese una buena idea, no después
de las amenazas de Hannah… Llegaría el día en que estuviese listo para contarle
quién fue, pero no aún, no aún.
Y tendrían otro hijo, otra bendición del señor, otra
preocupación más. Pero no, no podía ser desagradecido, Dios, ni siquiera en sus
horas más negras, lo había abandonado, ni cuando repartía la muerte ni cuando
apostaba el porvenir. Lo solucionaría, solucionaría lo de Hannah como lo solucionaba todo. Bones se enfadaría cuando se lo contase, pero también le diría que
era hora de tener la conversación con Parker.
Y luego estaba Christine, su niña
valiente y decidida, cómo podría explicarle quién había sido su padre. Cómo.
Bones, su leal Bones,
la mejor mujer que cualquier hombre pudiera soñar había resultado una gran
madre, había hecho un trabajo increíble con la niña, algo estricta a veces,
pero para eso estaba él allí, para marcar la diferencia. Siempre supo, cómo lo supo todo, que lo sería, lo había
leído en su corazón, aunque testaruda se empeñase en asegurar que los
sentimientos no tenían pizarra, que el corazón sólo era un esforzado músculo
que bombeaba sangre.
Se acercó de puntillas a la cuna, Christine dormía lo que tenía todas las trazas de ser un sueño
intranquilo. El conejito rosa, su ya maltrecho compañero de fatigas, yacía
tirado en el suelo, la mantita de topos, la primera con la que la cubrieron
cuando nació, su preferida para dormir, enrollada al cuello.
— ¡Jesús! Te vas ahogar, pequeña — susurró, mientras la
apartaba. La niña se aferraba a ella con sus manitas. Se las retiró con
cuidado, estaban frías. A la mierda con el cambio climático y la
responsabilidad medio ambiental, en Washington en invierno hacía frio. La
arropó con cuidado de no despertarla y se la quedó mirando. Algún día sería una
hermosa mujer, pensó y el corazón se le encogió.
— Señor, protégela de los demonios de la noche —musitó—.
Hazla valiente y leal y concédeme la gracia de ser su padre, de cuidarla y
protegerla hasta el fin de mi vida y aún más allá de la muerte; por la gracia
de tu nombre, amén.
Tenía que volver junto a Bones antes de que se durmiera, la deseaba, siempre la deseaba, eso
no había cambiado entre ellos a pesar de la alianza y sin embargo no se apartó
de la cuna embelesado en el rostro de la niña. Lo que fuera que la había
agitado ya había concluido. Me llamaste —le susurró mientras se inclinaba para
besar su carita. Me llamaste “Papá, papi”, dijiste, te oí. Tenías miedo y no
debes tenerlo, nunca, hija mía, el miedo mata incluso en las pesadillas.
Se equivocaban quienes pensaban que Christine fue fruto de un error. No lo
fue. Ni siquiera que lo fuese del amor a pesar del mucho que derramó la noche
que la engendraron. Parker sí lo
fue, pero Christine, nadie podía
convencerlo de lo contrario, fue un regalo de Dios para los dos. Sí, para Bones también, para que supiese, a
pesar de su descreimiento, que Él no la había abandonado. Que ya era hora de
que dejase de llevar el peso del mundo sobre sus hombros.
Y en lo más profundo de su corazón sabía que Christine era algo más, Christine era la prenda de su redención.
De que toda la sangre que había derramado, sin ser olvidada, había sido
perdonada. Dios lo había mirado, por fin, había visto su dolor, su
arrepentimiento, su esfuerzo por compensar tanta muerte y condoliéndose de su
sufrimiento había obra el milagro. Sólo que al principio no lo supo ver. ¡Eran
sus caminos siempre tan inescrutables!
Cómo si no explicar que después de cuatro años de
trabajo siguiera sin atrapar al juez Mayles Hasty, el asesino de Gemma
Arrington, que no tuviera ninguna prueba contra él, a pesar de estar seguro de que
la había matado…
Cómo si no explicar que de pronto, cuando la madre de
la víctima le acababa de pedir que no abandonara la investigación, Camille Saroyan la forense jefe de
Nueva York, en cuyo poder estaban los restos, antigua amante y vieja amiga,
anduviera de visita por Washington…
Cómo si no explicar que recordase que en el
Jeffersonian había una antropóloga forense que había resuelto la muerte de un cazador
de la edad de piedra. Su respuesta, “Los forenses no resuelven crímenes. Los
policías lo hacen”, sí tenía explicación: arrogancia y orgullo. Pero… la madre
de Gemma había llorado en su hombro y algo se le estaba escapando porque no
tenía ni idea de cómo atrapar al hijo de puta de Hasty.
Cómo si no explicar que terminase pidiéndole el
nombre. “Temperance Brennan”, dijo Camille. Dos palabras, tan sólo un nombre y el plan se puso en
marcha.
Porque sin esperanza acudió a la Universidad y allí
entre dos cadáveres, uno cubierto de escarabajos y otro hirviendo en un tanque,
la encontró. Deslumbrante, tan diferente a la mujer que esperaba que se quedó
boquiabierto. Bones a sus ojos
resultó la mujer más hermosa del mundo. Se
enamoró de ella sin remisión, a pesar de las palabras que cruzaron, las de ella
arrogantes “soy la mejor del mundo”
y las de él, confuso: ¿Cree
usted en el destino?
No creía, por supuesto, pero él sí. Y en ese instante
lo supo, supo que amarla y protegerla sería el suyo. Bones llegó a su mundo roto como un desafío, obligándole a cambiar las apuestas viciosas por la de su
propio corazón. Lo supo, supo que la suerte en el juego se le había acabado,
que poseerla un instante no le bastaría. Lo supo y no le importó la condena a
las noches de sabanas revueltas a las que el primer beso lo condenó, confió en
que el taxi en que se escapó la devolviese algún día a su lado.
Y con esa esperanza durante cinco años, cinco,
contados día a día, noche a noche, se conformó, con ser su pistola, con tenerla
entre sus brazos cada vez que se asustaba, y con tan solo dos besos por
consuelo. Amándola, deseándola y viendo como se le escapaba, tozuda, temerosa
del viejo dolor; sintiendo que perdían la oportunidad de ser felices treinta,
cuarenta, cincuenta años. Sin conseguir hacerle comprender que jamás la
abandonaría, que la llevaba grabada en la sangre, en el tuétano de sus huesos.
De nada le sirvió subir la apuesta, cuando creía alcanzarla se le escurría como
agua entre los dedos.
Después cuando todo había acabado, cuando reconocido
el error la presencia de Hannah lo
convirtió en traidor, llegaron Broadsky y
su justicia y el viento cambió.
— Hiciste de aquel pobre diablo de Vincent Niggel Murray tu instrumento, señor. Él obró el milagro.
Y sin embargo, la noche en que Christine fue concebida no fue una noche de amor, no al principio. En
las manos aún tenía restos de la sangre de Vincent
cuando le acarició los pechos, ella temblaba dolorida y a él, el universo
cercado por su cuerpo le ahogaba.
Nunca, nunca
pensó, cuando dijo Esta noche te quedas en mi apartamento, que aquello podría
ocurrir. Cuando cerró la puerta de su habitación dejándola fuera creyó que ya
no habría esperanza para ellos. Bones nunca
le perdonaría ni la muerte del chico ni que cobrase venganza. Era el final del
sueño. Si hubiera habido un testigo de aquella escena habría visto la sonrisa
del perdedor esbozarse en su boca, la melancolía empañando sus ojos.
Y cuando el ruido de la puerta lo despertó y empuñó la
pistola no espero que apareciese ella, sino el ángel de la muerte. Y cuando
entre lágrimas, la más indefensa Temperance
le preguntó qué clase de persona era
ella, agradeció, sí, agradeció la posibilidad de que su plegaria de cada
noche se hiciese realidad, “Concédeme, Señor,
la posibilidad de consolarla, concédeme el don de ser su escudo, dame la
oportunidad de morir por ella.”
— No, no —dijo mientras le acariciaba la mano, sin
atreverse a más, sin desear más— Ven aquí, lo has entendido mal, lo has
entendido mal.
— Hablaba con Dios —añadió, porque estaba seguro de
que en esos mismos instantes, mientras a él se le desgarraba el corazón viendo
sus lágrimas, Dios mantenía una conversación con Vincent explicándole el porqué le había obligado a marcharse, hablándole
de Christine, reconfortándole con el
milagro que su muerte propiciaba.
Luego, luego cuando vencida se refugió entre sus
brazos todo fue diferente. La sangre del muerto desterró el viejo temor. ¡Cómo
le sorprendió el fuego de sus labios, la avidez de su saliva, la seda de sus
pechos!; pero eso fue después, mucho después, cuando la urgencia de la primera
vez, la torpeza del reconocimiento, habían concluido; cuando la cinturilla de
los pantalones ya no estorbaba, ni había vergüenza entre ellos. Porque a pesar
de tantas noches dibujando a solas los contornos de su cuerpo no supo reconocerlos cuando los tuvo entre
sus manos, cuando exploró los límites de su espalda, el dulce sabor de la piel
interna de sus muslos. Porque ante tanta ansiedad se derramó nada más entrar en
ella y cuando avergonzado iba a pedirle disculpas, para su íntimo regocijo la
descubrió huida de sí misma, desbocada. Sí, siempre lo supo que
fue entonces en aquel primer desvarío cuando
Christine se hizo carne.
Y cómo olvidar el temor a la llegada de la aurora, por
si se rompía el espejismo, por si decidía negarle aposento entre la sedosa piel
de sus entrañas, por si decidía enterrar el fuego, entregarlo al olvido
temerosa de su propia melancolía. Y en cambio el inmenso gozo, la ternura desbordada
cuando se volvió hacia él y buscó sus labios. En la penumbra del amanecer, en
sus rostros exhaustos se confundieron, saladas y amargas como las del
remordimiento, lágrimas de alegría.
— Pobre Vincent
—le dijo a Christine— algún día
te hablaré de él, del papel que desempeñó en tu llegada. Y también de Hannah, tengo que hablarte de Hannah y de quién era yo antes de
conocer a tu madre, aunque me odies, hija—. Se inclinó sobre la cuna y volvió a
besar a su pequeña. Algún día, algún día tendría que devolver el regalo al
Señor, algún día su niña sería instrumento de su bondad y él, él estaría a su
lado. Eso nadie se lo podría impedir.
— Sé que eres buena, que estás arrepentida de lo que
hiciste—le dijo al oído—. Te quiero, princesa, nunca lo olvides.
Cuando volvió a su cama pensó que Bones dormía. Sin hacer ruido se quitó la bata y las zapatillas. No
sería aquel amanecer cuando hicieran al nuevo bebé y no le importó. Sin embargo
cuando alzó el edredón ella le salió al encuentro y se enredó en su cuerpo.
— He seguido tu consejo, vaquero, sigo calentita, ¿no
quieres calor...?
Lo quería, le sonrió, le mordisqueó los labios y
cogiéndola por la cintura la hizo girar sobre su espalda, entre sus brazos la
encerró antes de rendir tributo a sus generosos pechos, para que no se
escapara, para marcar el ritmo. Y aunque Bones
siempre estaba dispuesta para su amor,
le preguntó —¿Quieres?
— ¿Tú qué crees?
Y con el ardor del primer beso, Hannah, Vincent y también Christine
desaparecieron de su pensamiento. Volvió a pensar en ellos cuando horas, siglos
después se vestía.
— Bones, Hannah
me volvió a llamar ayer, dijo que...
— No quiero oírlo —protestó—, estoy cansada, quiero
dormir.
— Vale, duerme, pero tenemos que hablar…
Y entonces, como casi todas las mañanas, sonó el
teléfono.
— Booth —respondió y sobre él cayó el silencio.
— ¿Qué pasa, Booth?
—preguntó adormilada.
— Nada, nada, duerme un rato más —dijo dándole la
espalda, la urgencia corriéndole por la sangre.
— Ser multiorgásmica es muy cansado, Booth, estoy agotada…
Se acercó, le retiró un mechón de pelo de su frente
sudorosa, la besó y al oído, muy quedo le pidió:
— No te olvides de decirle a Christine que la quiero.
Cuando salió de la habitación cerró suavemente lo puerta,
ninguno de los dos lo supo, pero cuando volvieron a encontrarse ya todo era
diferente entre ellos.
(Continuará…)
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