martes, 1 de abril de 2014

BONES. The Turn in the Urn. A Bones la muerte le sienta muy bien.


A lo largo de las nueve temporadas de Bones, los guionistas nos han hecho asistir a unos cuantos funerales, no demasiados, es cierto. Pero ya sea casualidad o porque la escenificación de los rituales de la muerte les obliga a un esfuerzo de imaginación hasta ahora, todos los episodios que han incluido un funeral han resultado sorpendentemente buenos. Empezando por el propio Piloto, que termina con el funeral de la becaria Cleo Eller o The Woman in the Garden, de la primera temporada, que lo hace con el de dos espaldas mojadas, o el genial y divertido The Double Death of the Dearley Departed, de la cuarta temporada o el melancólico The Patriot in the Purgatory de la octava, en el que asistimos al funeral de la “última víctima” del 11S. The Turn in the Urn, el episodio de esta semana escrito por Pat Charles, que comienza con el funeral de un vivo, lo ha sido también, a la par que instructivo, tierno y divertido.

No sé vosotros, pero cuando pienso en antigüedades veo a un señor cuarentón, alto, con una cicatriz en la barbilla, sombrero y látigo en la mano. Y no debería ser así, porque lo normal, ahora, es que un señor que se dedica a la caza y captura de antigüedades calce unos Gucci, se embuta en un Armani, empuñe un Iphone de última generación y posea una cuenta corriente en Las Caimán con muchos, muchos ceros a la derecha.


Claro que el componente aventurero sigue estando presente aunque sólo sea nominalmente, porque ya me diréis si cuando se menciona a un Cáliz Asesino, de una antigüedad de cuatro mil años, cuatro mil, que se supone proveniente de la tierra del Punt, de los confines míticos del antiguo Egipto; un cáliz revestido con pinturas hechas con dientes de narval, oro y plata no se os viene a la mente las caravanas a Samarcanda, la reina de Saba o Marco Polo. Sí, las antigüedades huelen a aventura, así nos lo ha hecho creer el cine. Pero también huelen a muerto y como hoy en Bones a calcetines sudados.
 
En el bunker de la mansión de un coleccionistas de antigüedades aparece el cuerpo descompuesto Todd Mirga, un joven multimillonario, aparentemente, muerto por una sobredosis. Aparentemente, porque resulta que Todd no estaba muerto, que estaba de parranda, bueno en Costa Rica y en rehabilitación. Vivo y muy vivo aparece en su funeral. Entre los asistentes la doctora Brennan y Booth, éste a regañadientes, había partido de  hockey de los Flyers, pero la doctora, en deuda porque “el muerto” había financiado algunas de sus investigaciones, le obliga acompañarle. Sí, esa es una de las cosas duras del matrimonio, que a veces tu mujer te lleva donde no quieres ir, por ejemplo al cementerio.



Y por si no fuese duro perderse un partido de su equipo favorito Booth tiene que soportar que cuando están presentando sus condolencias a la madre, ésta reconozca a la doctora Brennan como “otra de sus mujeres” y añada Deberíamos tener una zona especial para sus putas”. Y cuando ofendido, defendiendo el honor de su santa, le explique que se trata de una doctora del Jeffersonian, que es su mujer; la buena señora le contesta señalando a otra mujer “y ella es neurocirujano. Las mujeres arruinaron a mi hijo”. Todo se olvida cuando, ufano, engreído y altanero Todd Mirga aparece.


— Espere un momento —dice Booth dirigiéndose a él— Se supone que estás muerto.
— Booth, si Todd está aquí ¿quién está en la urna? –pregunta Brennan.

Eso, ¿quién está en la urna?


Nadie lo sabe. Pero cuando el equipo del Jeffersonian examina los restos, en la urna no aparece uno, ni dos, sino tres muertos (un inciso, antes de dejar este mundo, aseguraos, si queréis que os incineren, aseguraos de la calidad de los servicios de la funeraria, no os vaya a pasar que por ahorrar unos euros os dejen a medias y en vez de ser polvo en el viento, terminéis de abono para césped). Tres muertos. Todo un desafío, pero a pesar de los ínfimos restos, la doctora Brennan y su equipo identifican a la víctima.

Claro que cuentan con el genio informático de Angela, las fotos y las pruebas del forense y de la policía que certificaron la muerte de Todd Mirga como accidental por sobredosis. Un algoritmo regresivo aplicado a la foto del cadáver (hinchado de tres semanas) les permite ponerle un nombre, el muerto es Daniel Barr, el asistente de estilo de vida de Todd, el personaje que le ayudaba a gastar su dinero, ya fuera en viajes, drogas, putas o antigüedades. Todd es el primer sospechoso, la víctima sabía de su adicción a las drogas, bien podía estar chantajeándole con hacerla pública. Él lo mató. Pero no, estaba en Costa Rica.


Los prejuicios de clase de Booth aparecen como siempre que se las tiene que ver con un rico. Los hombres como Mirga, capaces de sobornar a su congresista, que pagan menos impuestos que su secretaria, los que se creen superiores a todo el mundo no gozan de sus simpatías.

— No deberías odiar a la gente rica —le dice Brennan— son un hecho de la vida, como la teoría de la luz crepuscular.

Pero Booth no odia a toda la gente rica. Sólo a los que se creen superiores. Y además se enfada cuando Brennan emocionada dice que es un buen hombre. Él no es un buen hombre. Es un hombre normal. Y tiene razón. Un hombre que no paga impuestos merece la reprobación del mundo. Pero se equivoca con el asesino.



Otra de las sospechosas es la madre, genial la señora, una buena pieza. Con antecedentes por hurto, robo, estafa, con decir que contrató para el funeral a la funeraria más barata, se dice todo. Su hijo le había echado repetidamente de la casa pero ella no cejaba, después de todo era su madre. Booth y Sweets  la interrogan y ella les acusa de persecución étnica, es gitana.

— Estás disgustado porque mi Todd se acostó con tu mujer —dice a Booth.

— No se ha acostado con mi mujer —responde un Booth harto de las tonterías de la señora.

— Y entonces ¿qué son esos cuernos que llevas en la cabeza, guapito?

La madre acusa de la muerte de Barr a Sarah Metzler, la novia de Todd. Lo odiaba porque una de las funciones del asistente era deshacerse de las novias. Por supuesto Sarah dice que ella no cometió el asesinato, que Barr era su amigo y Todd no iba a abandonarla, con ella era distinto, no sólo la lucía en las fiestas, la quería.

Y así era. La quería. Porque cuando tras una larga investigación que conlleva que el horno de la funeraria aparezca por el Jeffersonian, que el  doctor Hodgins haga uno de sus “singulares experimentos”, que descubran que la víctima también era drogadicto, que había recibido un disparo de una pistola antigua, propiedad de Todd, que en las muescas de sus huesos había polvo de diamantes, Todd  termina confesándose culpable. Y Booth que a pesar de sus prejuicios es ecuánime en su trabajo no lo cree. Se ha rendido sin luchar.



Y el culpable es el amor. Cómo no. Hodgins insistiendo, encuentra que el polvo de diamantes es el componente de un esmalte de uñas y Angela recuerda un artículo que hablaba de la manicura del millón de dólares. Tres mujeres se habían hecho con ella, la mujer de un príncipe saudita, Beyonce, por supuesto y… la asesina. Una mujer enamorada que no podía permitir que Barr siguiera ofreciendo heroína a su hombre. No quería matarle, pero cuando lo vio con la droga no pudo evitarlo. Cogió el Cáliz y le partió la cabeza, luego lo escondió en su taquilla del gimnasio entre sus calcetines sudados. ¡Ay, el amor, cuantos sinsabores y tristezas procura!


Y si no que se lo digan a Finn Abernathy, el interno novio de Michelle, la hija de Cam. El pobre no se ha visto en otra. La salsa picante Opie-Thurston de la que es socio medianero con Hodgins está empezando a dar beneficios. Se siente feliz, exultante. Por primera vez lo tiene todo. ¿Todo? Nadie tiene todo. Y él tampoco, porque aparece Michelle, a la que aparentemente no le gusta el nuevo Finn y va y lo deja. “Claro que nadie lo tiene todo, sino lo que más queremos. Lo duro es saber el qué”. Le dice a Cam cuando intenta consolarle.

Y es aquí cuando el episodio se vuelve, además de instructivo, tierno: La doctora Brennan, si la doctora Brennan observa al compungido Finn y dice:

¿Ya ha sollozado, Mr. Abernathy? Y ante la sorpresa del interno insiste— Sollozar, llorar por su pérdida- y añade-. Hay una conexión neuronal demostrada entre el conducto lacrimal y sistema límbico. Reprimir la necesidad corporal de llorar no es sano.

 

¿Qué no os parece tierno? Pues como a Booth tampoco le parece fascinante el Cáliz Asesino, sino macabro con tantas muertes en su currículo, sobre todo después de estar admirándolo en el museo cuarenta y cinco minutos. Si fuera la Stanley Cup. Claro que cuando Brennan le informa que escribirá un artículo sobre su descubrimiento y le citará en los créditos, lo coge del pedestal y, vanidoso, se hace un selfie alzando la pieza. Que salta la alarma, no pasa nada. Es del FBI.


Lo he dicho ¿verdad? Pero si no, lo digo ahora. Me ha encantado de Turn in the Urn, era como estar viendo uno de los viejos episodios de Bones, los de la segunda y la tercera temporada, cuando las muertes aún importaban, cuando todo tenía su causa y su explicación, cuando había “ciencia”, risas y ternura, cuando no aparecía el comisario Sweets y el caso lo resolvían entre Booth y Brennan.

Y a vosotros ¿os ha gustado?


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