CAPÍTULO V
Cómo luego repitiera hasta la saciedad el agente
Charlie, aquella mañana no le extrañó tanto que Booth no convocara una reunión para tratar la fuga de Broadsky, la renegada “Mano de Dios” del corredor de la muerte,
como que le pidiera que le llevase su expediente. ¿Para qué lo quería? Conocía
de memoria lo que en aquellas páginas se decía, la mayoría las había escrito
él. “¿No
le extrañó, le pareció normal?” “Maldita sea, ¿qué querían que hiciera, que
saliese él solo a buscarlo?”, estalló, cansado, ante la insistencia del
agente de asuntos internos. “La cagaron otros. Un preso fugado de una
prisión federal es incumbencia de la policía judicial, no del FBI, Broadsky ya no
era su problema”, insistió leal.
— ¿Qué hizo el agente Booth, Charlie? —repitió calmo el agente al mando obviando su
exabrupto.
Y Charlie pensando que en nada le beneficiaria ni a él
ni a Booth ponerlos en su contra,
comenzó, una vez más, a contar lo que aquella mañana había presenciado.
Cuando le llevó el expediente Booth no lo abrió de inmediato. Se tomó un tiempo, como si tuviera
que ordenar las ideas antes de hacerlo. Como no había llamado al doctor Sweets, dio por hecho que Booth aceptaba sin reservas que los marshals
le dejaran fuera de la persecución. Con la mano sobre el expediente estuvo un
rato ensimismado, como si le costara decidir cuál sería la línea de acción más
adecuada. Luego lo abrió y lo hojeó despacio, sin detenerse en ningún documento
en concreto, como quien busca algo determinado, una palabra, una foto, sabe
dónde encontrarlo y no tiene prisa por llegar.
Un cuarto de hora más tarde lo devolvió, ordenó los
papeles sobre el escritorio muy pulcramente, a la derecha lo pendiente, a la
izquierda los expedientes conclusos, listos para el archivo. Estaba muy tranquilo.
Cuando terminó le dio un capirotazo al bobby
tentetieso que le habían regalado en Scotland
Yard, se levantó, cogió el balón de fútbol, fintó frente a la foto de Dillinger,
el enemigo público número uno, y lo lanzó con un gancho suave a la papelera.
Charlie pensó que se encontraba en stand by, a la
espera de los acontecimientos. Luego sonó su teléfono, “Booth” dijo, escuchó en silencio medio minuto escaso y colgó sin
decir nada más. No pareció sorprendido por la llamada, ni enfadado, ni siquiera
molesto. Recogió su chaqueta del respaldo del sillón y ya en la puerta
retrocedió, como si se avergonzase de la niñería que había hecho antes, se
acercó a la papelera, recogió el balón y lo colocó en su sitio. Por unos
instantes miró la foto que de sus hijos tenía encima del archivador, volvió al
escritorio, abrió un cajón, sacó un sobre blanco, lo colocó en el espacio vacío
del centro de la mesa y sin más salió del despacho. Tranquilo. Muy tranquilo.
— ¿Abrió usted el sobre?
— ¿Yo? ¿Por quién me ha tomado usted, agente?
—protestó muy enfadado, convencido de que no le creían, de que de alguna manera
insidiosa pretendían convertirlo en cómplice de la patraña que habían urdido.
Conocía a Booth
desde hacía más de diez años y se
equivocaba el de Ciencias del Comportamiento. Booth no se vestía por las mañanas con la personalidad de un hombre de
bien como quién viste un traje de cinco
mil dólares. Booth era un hombre de
bien que nunca vistió un traje de cinco mil dólares ni siquiera cuando se casó
con la doctora Brennan, buenos sí, de buen corte también, pero no de cinco
mil dólares. Y aunque nunca juraría que lo hizo echó de menos al doctor Sweets,
con su jerga psiquiátrica podía haber dejado sin palabras al de Quantico. El doctor sabría que Booth no había explotado, que había
superado su pasado de francotirador. Pero ni el doctor, ni siquiera su gran
amiga miss Julian, la fiscal,
aparecieron aquella mañana por la cuarta plata.
— ¿No le dijo dónde iba, agente, no le comentó la
llamada? —preguntaba y preguntaba el inquisidor.
Pero Charlie guardó silencio. En realidad creía que Booth se dirigía a un punto secreto de
encuentro, que la llamada era del propio Broadsky, y que entre ellos iba a haber un duelo al
puro estilo del O.K. Corral. Por eso
se atrevió a entrar en el despacho y coger el sobre blanco. Sí, lo había cogido
y no pudo evitar un estremecimiento cuando vio que se trataba del testamento y
si algo se reprochaba a sí mismo era no haber salido corriendo tras él, tratar
de detenerlo. Sabía de sobra que no lo habría conseguido. Que tampoco Booth hubiera consentido que le
acompañara.
Ni por un
instante dudó de que el enfrentamiento se había producido. Y aunque el agente al mando de la investigación
interna le hizo escuchar el audio, aunque oyó a la mujer amenazándole, Charlie,
incrédulo, siguió negando la evidencia. No, No podía ser. Alguien había
manipulado los registros. Booth era
incapaz de hacer lo que decían que había hecho. Y no hubo manera de
convencerlo.
Le hubiera gustado hablar con la doctora Brennan, tentado estuvo más de una vez
de acercarse a su casa y explicarle que se trataba de un maldito embuste, pero
no tuvo oportunidad. En el momento álgido del asunto, cuando todos los medios
abrían con la noticia los telediarios, cuando la foto de Booth acaparaba las portadas de los periódicos, la doctora y su
hija desaparecieron. Alguien le dijo que había renunciado a su puesto en el
Jeffersonian. Charlie esperó un tiempo prudencial a que todo se olvidase y
buscó a miss Julian, ella entendería
sus reticencias sobre el informe oficial, pero no la encontró, tampoco al
doctor Sweets. De pronto todo el
mundo que había tenido trato con Booth
desapareció. Charlie también lo hizo al cabo de seis meses. Entregó su placa y
su pistola y se compró una granja en Iowa.
Aunque de vez en cuando, sobre todo en las noches de
verano en que sentado en el porche contemplaba el cielo estrellado, no dejaba
de culparse; tal vez si al ver el testamento hubiera corrido a detenerle aún
seguirían juntos resolviendo crímenes, deteniendo a los malos. Echaba tanto de
menos a Booth. ¡¡Maldita sea!!, clamaba al cielo, ¿por qué tuvo que acudir solo a la cita?
Cuando Booth
salió del edificio Hoover la niebla
que ocultaba las calles lo engulló, convirtiendo la que resultaría su última
marcha en algo íntimo, privado. Ni necesitaba ayudantes ni quería testigos.
Le había sorprendió la dirección del encuentro, Gaithersburg nada menos, en pleno condado de Montgomery, donde más
millonarios vivían por metro cuadrado; aquella prosperidad no casaba muy bien
con la nueva vida de ansiedades Hannah.
Hacía un mes aún vivía en un hotel de la
calle Pensilvania, del lado equivocado de la avenida Pensilvania. Aquel
vecindario era bien diferente. Sería su último encuentro, dijera lo que dijera Bones, no estaba dispuesto a salir
corriendo cada vez que un mal viaje la pusiera nostálgica. Hannah ya no significaba nada en su vida, sólo le estaba agradecido
por darle su amor cuando más necesitado estaba.
Mientras habían estado juntos la había amado y le
había sido fiel, al menos conscientemente, de sus sueños Bones siempre fue su dueña. Lo había sido desde que la besó por
primera vez en la puerta del villar. Aquel beso bajo la lluvia le cambió la vida.
Le enderezó el rumbo obligándole a abandonar el juego, porque quién busca retos
mierdas cuando tiene frente así la conquista de la mujer más hermosa y más
inteligente de la tierra. Por eso acabaron como acabaron en cuanto Bones reconoció su error. Su elección
llevaba más de seis años hecha.
Fue su instinto el que en una noche de borrachera le
decidió a pedirle matrimonio. El chico, sólo fue su instrumento. Y si se enfadó
no fue tanto por el rechazo de Hannah
como consigo mismo, por los veinte mil dólares que hundió en el Potomac, la de
favores que tuvo que pedir a la unidad de submarinismo para recuperar el anillo.
Que su destino final fuera el pago de la fianza de su casa era uno de los pocos
cosas que ocultaba a Bones.
Y aquella mañana, su instinto de superviviente, le obligaba
a unir los dos nombres Broadsky y Hannah,
el francotirador renegado y su antigua novia. ¿Por qué, por qué sentía que cuando
le amenazaba, Hannah no hablaba con
su boca? Broadsky y Hannah. Cuando
descolgó el teléfono pensó que era él. Había estado esperando pacientemente su
llamada. Broadsky no había huido para
rehacer su vida, venía por él, había
escapado con la única intención de matarle. Que la voz que sonase fuera la de Hannah le descolocó sólo unos
instantes, hasta que pronunció la amenaza.
Sabía desde que el alcaide le llamó por la mañana
anunciándole la fuga, que la única oportunidad que tenía de evitar matarle era
que los marshals lo atraparan antes, ahora ya no le dispararía a las piernas. Si fallaba Broadsky lo mataría, ¿pero, Hannah?,
¿qué pintaba Hannah entre ellos? Tentado estuvo de llamar a Sweets, no porque
el chico pudiese decirle a qué se enfrentaría cuando llegase a su destino, sino
porque al intentar explicarle como se sentía vería meridianamente lo absurdo de
sus presentimientos. La adrenalina le había golpeado cuando sonó el teléfono y
la urgencia de los momentos decisivos se había apoderado de su pensamiento.
Si estuviera Bones
con él le diría que analizase las premisas, que aplicase la lógica, pero él no
estaba acostumbrado a analizar sistemáticamente sus acciones. Los hechos eran los que eran y determinaban
las consecuencias. Pero aquella mañana, aquella mañana los hechos aislados
carecían de consecuencias, Broadsky
había escapado del corredor de la muerte y Hannah le había llamado “Voy a
matarme, Seeley”, le había dicho con voz entrecortada. ¿Coincidencia? No
existían las coincidencias. Vanidades al margen, ninguna mujer hermosa ama tan locamente
a un hombre en ausencia durante cinco años. Ninguna. Ninguna después de tanto
tiempo le amenazaría con matarse por muy colgada que estuviera.
Broadsky y
Hannah en comandita era una
consecuencia lógica que no se deducía de los hechos, un error del algoritmo,
como diría Angela. Y sin embargo
estaba seguro de que no había error en su deducción. Bones diría orgullosa que había utilizado la lógica, él sabía que
quien le advertía del peligro era su instinto.
Para cuando aparcó frente la casa todas las dudas, las
contradicciones habían desaparecido. Broadsky
le esperaba tras de aquellos magníficos ventanales, seguramente ya le tenía en
el punto de mira. No querría hablar, no. Dispararía. Aún así salió del coche
sin tomar precauciones. Respiró hondo, como cuando se aprestaba a realizar un
disparo, y dejó escapar el aire lentamente. La tensión que durante todo el
viaje le había tenido constreñido desapareció. Estaba en paz. Aunque no tenía posibilidad alguna de
averiguar lo que le esperaba tras la puerta, su instinto reconocía una certeza,
hubiera lo que hubiera, sonarían disparos. Sin vacilación sacó el arma de la
cartuchera y empuñándola con mano firme se dirigió a la casa.
La puerta cedió con un ligero toque del pie. Ante él
se abrió un estrecho pasillo, al final del mismo, a la derecha un chorro de luz
le indicó su destino; hacia allí se encaminó, despacio. Poco a poco reconoció
la canción que sonaba y se sonrió; no se había equivocado. Era At Last, de Cyndi Lauper, la canción que Abalon Harmonia había interpretado en su boda, ¿cómo se había
enterado Hannah de ese detalle? ¿Habría
visto Avalon en las cartas si al final del día regresaría con su familia?
Cuando sonó el disparo la sonrisa se le congeló.
Sintió la fuerza de la bala chocando contra su cuerpo, se tambaleó y aún así no
soltó el arma ni consintió que el dolor lo derribara. Se paró un instante, se
llevó la mano al pecho y al retirarla se la acercó a los ojos, no había sangre.
Respiró profundamente, el dolor casi le arrancó un gemido, pero alzó los
hombros, recompuso el rostro y siguió caminando hacia la luz.
—Bienvenido, Seeley
y perdona el recibimiento, sabía que vendrías con la pistola lista y me he
adelantado, estaba seguro que atarías los cabos.
— Has fallado,
Jacob. Debí matarte en vez de dispararte a la rodilla.
— Eso es cierto, Entonces cometiste un gran error.
Luego me di cuenta del porqué, eras un hombre enamorado. Pero yo no me he equivocado.
— Estoy vivo
y ahora no te dispararé a las piernas.
— Estás muerto,
Seeley, sólo que aún no te has enterado. No pretendía matarte, créeme. Hubiera
dado que pensar a los investigadores, Hannah no podría haberte partido el
corazón.
Booth dio un paso hacia delante, Hannah yacía desmadejada encima de la cama. Pero Broadsky le impidió acercársele clavándole el arma en
el pecho.
— ¿Estás bien,
Hannah? ¿Qué te ha hecho?
— Nada, nada que no quisiera ella que le hiciera.
Sabes, tres años en el corredor de la muerte son muchos años, Seeley. Digamos que me lo he pasado
bien, luego se ha dado un chute y ahora está volando. Pasará de un infierno a
otro sin pagar peaje.
— ¿Vas a matarla?
— No, Seeley,
yo no. Lo harás tú.
— ¿Por qué
Hannah, por qué no has venido directamente por mí?
— Porque quitarte
la vida no es suficiente. Tú deuda conmigo no la pagas con una sola muerte.
Te quitaré lo que más valoras, reputación, fama, honor. Para cuando termine el
día todos los que te han querido, tu hermosa doctora, tus amigos maldecirán tu nombre, Seeley. Y no podrás impedirlo.
— ¿Cómo? ¿Por qué querría matarla?
— Te acostabas con ella, iba a contárselo a tu mujer.
— Nadie lo creerá.
— ¿Seguro? ¿Seguro que en tú móvil no guardas ningún
mensaje de ella, ninguna cita? ¿seguro? —Y cuando Broadsky encendió el teléfono de Hannah se oyó decir “Te lo dije, Hannah, no me llames más. Lo
nuestro se acabó”
— Eso fue hace un mes, y era ella la que me llamaba a
todas horas.
— Si, te llamaba, desde distintos hoteles. Hoteles
reservados a nombre del señor y la
señora Brennan. ¿Qué dirá tu famosa esposa cuando se entere? Te odiará, Booth, te odiará. ¿Qué
pensará tu hija cuando se entere que abortaste a su hermano? El señor y la
señora Brennan en una clínica de planificación familiar, querían una solución
rápida a un pequeño problema.
Booth, se estremeció.— Has trabajado mucho, Jacob.
— Sí, y no sabes cómo he disfrutado con cada paso.
— Sí, has disfrutado como el asesino que eres. ¿No es ella
una inocente?
— ¿Inocente? Vino a mí, ¿sabes? Vino a mí hace seis
meses. Quería mi ayuda para vengarse de ti. Y yo “la Mano de Dios”, la ayudé,
su venganza era mi venganza. Y por eso, hoy y aquí, tú Seeley Joseph Booth, el héroe, vas a morir como el asesino que realmente
eres, sin honor. Yo lo planee y ella lo ha ejecutado magníficamente. Una gran
mujer, lástima lo de las drogas.
— La policía sabe que estás aquí, Jacob. Vienen a por ti.
— No lo creo. No. Me sorprende que creas que vas a
engañarme con una argucia tan estúpida, me
ofendes, Seeley. Tú no los has llamado, pero Hannah sí, en cuanto has aparcado. Así que Seeley te quedan nueve
minutos de vida. Es el tiempo de reacción de la policía esta mañana. Ya sabes,
están ayudando a los marshals a buscarme.
— Bien, y según tú que va a ocurrir aquí en los próximos nueve minutos.
— Algo muy simple,
Seeley. Hannah te iba hacer
chantaje, así que has venido dispuesto a todo. Este es un barrio precavido, en
cada farola hay una cámara de vigilancia
que ha grabado tus movimientos, ellas te delatarán. Sabía que terminarías
uniendo los cabos, Broadsky se ha
escapado y Hannah me amenaza. Así que has reaccionado según tu instinto y esperándome
has desenfundado antes siquiera de llamar.
- ¿Qué crees que pensará la policía en
cuando vea las imágenes? Has dado una patada a la puerta, has entrado, ella
te ha disparado, pero ha fallado, lo que dado su estado no es nada extraño. Habéis
discutido, te ha amenazado, en su móvil encontrarán un mensaje para tu esposa
contándole lo del hijo que le obligaste a abortar. Te lo ha hecho escuchar. Tú lleno
de ira, te abalanzas sobre ella para quitárselo, forcejeáis, la pistola se
dispara y la matas y luego, cuando te das cuenta de lo que has hecho, avergonzado,
la vuelves contra ti, te tragas el cañón y te matas. Venganza cobrada.
— Te equivocas,
Jacob. Tu cuento tiene un fallo, nunca,
nunca conseguirás arrebatarme el arma. Entrégate,
Jacob. El juego ha terminado.
(Continuará...)
(Continuará...)
No hay comentarios:
Publicar un comentario