Nunca es más
grande Bones que cuando “El todo es la suma de las partes”, cuando las
relaciones, el carácter de los
personajes se ven afectados por el crimen de la semana. The Eye in the Sky,
quedará en la intrahistoria de la serie como uno de sus grandes episodios, uno en el
que tanto el guion, la producción, la puesta en escena, la interpretación
(impresionante los sutiles cambios de registro de David Boreanaz) y hasta las metáforas (qué si no una metáfora, es
el nuevo invento del doctor Hodgins,
una alfombra que impide que el cristal se rompa, que los corazones salten en
añicos) sirven a un mismo propósito. La transformación
de un hombre de honor, integro, valiente, sincero y leal en un adicto
manipulador y mentiroso. Algunos jalean el giro argumental, lo llaman
correr riesgos, otros comedidos subir de nivel, otros…
simplemente traición.
Estábamos
avisados, desde que comenzó el 2015 en todas las entrevistas tanto Stephen Nathan, como Emily Deschanel y
David Boreanaz hablaban de la recaída de Booth en la adicción al juego;
pero porque Bones es Bones y no se
caracteriza por la verosimilitud ni la profundidad de sus tramas, nadie estaba
preparado para asistir a una transformación
tan verídica, cruda y siniestra. Siniestra, sí; porque no es lo mismo que
te cuenten que alguien va a recaer en un vicio que ver a un adicto saboreando,
paladeando la sobredosis de adrenalina que el mero hecho de oír hablar de una
partida y las posibles ganancias le provoca.
Verle mentir y
sonreír, hacer promesas vanas, protestar ante las advertencias, hablar con
palabras de razón sobre las causas y las culpas "Soy yo" y al mismo
tiempo verle disfrutar hundiéndose un poco más en ella, verle culpabilizar a
los otros por su desconfianza mientras les da la espalda para traicionarlos. Y
de tanta abyección nos han convertido en testigos de cargo. La traición, la suya y la nuestra se ha
consumado. No sólo hemos perdido a Booth sino que por ello les felicitamos.
Pero vayamos al
principio, y el principio fue como nunca se había visto antes en Bones, divertido, en realidad
traidor, porque distrajo nuestra atención con una esperanza. “La
esperanza es el señuelo que nos impide mirar la realidad”, dijo una vez
la condesa viuda de Grantham. Y la
alegría por el embarazo nos impidió prevenirnos ante la euforia desatada de Booth;
está exultante, —sobreactuado—, dijeron algunos cuando se vieron las
imágenes por primera vez y no era cierto. Booth
estaba recibiendo una sobredosis de
dopamina. Impaciente, deambula por el dormitorio persiguiendo no se sabe muy
bien qué; sí, orgulloso, el cuándo se produjo la concepción; “En
el suelo de la cocina, la noche de la botella de Brunello” (si allí fue, debió ser una noche memorable).
En vano Brennan intenta explicarle que cuando se tiene una vida sexual tan intensa como la de ellos es imposible
determinarlo. “Es verdad, es verdad”, se
pavonea. Y cuando por fin la noticia se confirma no sólo da volteretas sobre la
cama como si de un crío pequeño se tratara, sino que de inmediato concibe
planes, tienen que preparar la habitación del bebe, decírselo… Brennan le detiene. Mejor guardar por
un tiempo el secreto.
Qué diferente del Booth que apenas acertaba a sonreír a Caroline Julian cuando le proponía abandonar a su bonita doctora y huir con ella, en “The Teacher in the Books”
Qué diferente del Booth que apenas acertaba a sonreír a Caroline Julian cuando le proponía abandonar a su bonita doctora y huir con ella, en “The Teacher in the Books”
Sin embargo a
ambos, la felicidad les nubla los buenos propósitos. Booth llega a la escena del crimen (de la que protector ha excluido
a Brennan) cargado de cafés para el personal, y se permite bromear
con Jessica, la interna, e incluso al doctor
Hodgins, al chico de los bichos, normalmente objetivo de sus pullas, no para de hacerle elogios, ahora es el número uno de su libro. Tantos que el nuevo mohicano se mosquea de su actitud.
Y lo mismo ocurre con Brennan en el
laboratorio, en vez de corregir las intuiciones de Jessica, las festeja. Cam está intrigadísima, y es Angela quien cogiendo a Brennan aparte le desvela con un simple abrazo el secreto tan mal oculto.
Un cadáver ha
aparecido destrozado en una trituradora industrial, junto con sus despezados
restos aparece la tarjeta de su móvil, con eso, un poco de polvo y los trabajos de aguja y masaje de la doctora
Frankestein, Angela descubre no sólo su identidad sino que se trataba de Jeff Dover, un adicto al póquer. Cuando Aubrey va a su lugar de trabajo le cuentan que poco antes de
desaparecer había discutido con un compañero de trabajo.
Y es ahí, justo en la sala de interrogatorios,
cuando el compañero de trabajo les habla de las partidas con grandes apuestas en las que Jeff participaba, que le debía dinero y la noche anterior le había mandado un mensaje anunciándole que acababa de ganar 28.000 dólares, cuando Booth traiciona por primera vez a Booth, cuando el adicto toma
el control de su vida. A pesar del dolor es digno de verle saltar literalmente
de su silla. Ya ahí, de no estar advertidos, se habría podido descubrir que sus
diez años de abstinencia desaparecerían, como desaparecen, entre un rascado y un
gran suspiro.
A partir de esa escena a nadie escucha, ante nadie cede, encastillado en su fortaleza, ni a Aubrey ni mucho menos Brennan, que inermes, ante su decisión de acudir de incógnito a la timba dónde la victima jugaba (ya que no han aparecido el dinero junto con los restos, alguien de la partida debió matarlo). Y ahí es dónde debe estar él. En la partida todos mienten, él es el único que conoce su lenguaje, él, el único que puede atrapar al asesino. Y nada le importa que tanto uno como otra esgriman para convencerle como
suprema fuente de autoridad los escritos del doctor Sweets, para evitar la tentación. “Te han
disparado, te han encarcelado, tu mejor amigo ha muerto entre tus brazos, no
estás bien”, le advierte Aubrey”.
Y el adicto
responde a Brennan en el diner:
"Voy a estar bien. Mi padrino está a tan sólo una
llamada de distancia. Puedo manejar esto. Jugué
en el pasado porque mi vida era un desastre, un completo desastre, vamos,
ahora te tengo a ti, tengo Christine, tengo a Parker, tendremos al chiquitín
que viene de camino... no puedo tirarlo todo por la borda por una partida de
póquer".
Luego le
presente a su corredor de apuestas, y por primera vez le oímos decir "Temperance Brennan, mi mujer". Y a partir de ahí como si el espíritu de la
víctima se hubiera encarnado en él mientras contemplaba la medalla de Jugadores Anónimos que encontraron entre sus restos y que representa, como la que él tiene, su lucha por vencer la adicción, lucha perdida por el trauma y la culpabilidad de sobrevivir al accidente en el que murieron su esposa y su hijo, Booth, un hombre que lo tenía todo para
ser feliz, que no tenía ninguna necesidad de jugarse su maravillosa vida, la
apuesta, aparentemente por un bien mayor, atrapar a un asesino "Cómo no iba a hacerlo por temor a recaer" y como no podía
ser de otra manera, la pierde.
Aunque llegue a
su casa eufórico y a deshora, chuleando sus doce mil dólares de ganancia.
Contraatacando a Brennan cuando le
dice que cualquier cambio emocional, incluso bueno puede llevarle a una
recaída. “¿Esa es toda la fe que tienes en mí”. “No, es cuanto te amo”,
le responde ella. Pero eso ya no le es suficiente. Ya no es Booth, es Angelus.
Y la metáfora no puede ser otra, el asesino es un buen hombre, como todos los que estaban alrededor de la mesa. Un hombre al que el juego había arrebatado, casa, hijo y esposa, que necesitaba los 28.000 dólares para recuperar su casa, un buen hombre sí, pero que mató a Jeff Dover metiéndole el bate de beisbol por la garganta. Hodgins, Angela, Cam, han completado las pruebas. El mensaje le llega a Booth.
Lo sabe, sabe quién es el asesino, sólo tiene que hacer su trabajo, y aún así sigue pendiente de la mesa, y aún así mira las cartas. Las imágenes son tensas, incómodas, la interpretación de David Boreanaz inquietante; mis palabras para describirlas tan impotentes como Brennan, Aubrey y los de Jeffersonian que contemplan la partida en directo a través del “ojo del cielo”, la cámara cenital sobre la mesa de juego; incrédulos, preguntándose por qué no actúa, por qué no detiene al asesino. “Es un adicto”, dice una dolorosa Brennan.
En casos como
este mejor ceder la palabra al hombre que, adicto él mismo al juego, mejor que
nadie ha descrito lo que en esos instantes siente Booth, lo hizo en su novela El
Jugador y se llamaba Fiodor
Dostoievski
“Realmente habríase dicho que me impulsaba el
Destino. En una especie de angustia febril, dejé todo el dinero sobre el rojo…
y de pronto volví en mí. Fue la única vez durante aquella noche en que el
terror me heló, manifestándose por un temblor de mis manos y mis pies. Con
horror me di cuenta, en un momento de lucidez, de lo que hubiese significado
para mí perder en aquel instante. ¡Toda mi vida estaba en juego!”.
La de Booth también, y el viejo Booth aparentemente gana. Tira su placa sobre la mesa y detiene al culpable.
En el Jeffersonian, Brennan respira y sonríe, su hombre
vuelve con ella.
Y vuelve, realmente vuelve y le
prepara sus tortitas y su brócoli, con kétchup porque está embarazada y estamos
de antojos, y ríen y discuten cuándo decirle a Christine
lo del niño, “Cuando vea que tu cuerpo está cambiando se lo va a imaginar”, dice Booth, “Entonces le diremos que va a convertirse en
hermana mayor”, responde Brennan. Y se sorprenden, cuando Christine a sus espaldas, porque les ha
oído, les pregunta “¿Voy
a ser hermana mayor?”
Una escena doméstica como las de
tantas otras noches, más feliz si cabe que otras noches para Brennan, está embarazada y han superado
una de las mayores crisis a la que como pareja se han enfrentado. Todo marcha
bien… sólo que suena el teléfono. Y
mientras ella coge en brazos a su hija Booth
mirando el móvil dice, “Es
una llamada de mi padrino”.
Y Brennan, ajena, confiada, conserva
una noche más la esperanza y la fe en su marido porque Booth
como un Yago cualquiera le da la espalda cuando
responde a Jason, su corredor de apuestas. Sin embargo, nosotros no tenemos
tanta suerte, porque frente a la cámara, retándonos, Booth dice "Necesito apostar doscientos dólares a los Cardinals”.
Ya lo advirtió Stephen
Nathan cuando pidió que nos abrocháramos los cinturones porque todo
comenzaba esta noche. Y es cierto. Con The Eye in the Sky se acabó la serie amable, "la que juntó amado
con amada, amada en el amado transformada" (si se me permite la
frivolidad de parafrasear aquí a San Juan de
la Cruz) y comienza una nueva Bones que inevitablemente altera el valor, la
perspectiva, de lo que nos han contado durante los últimos nueve años.
Y aunque en Bones no todos los hechos tienen consecuencias y algunas cosas simplemente
suceden porque sí; no puede ser que tamaño crimen contra Booth y por ende contra Brennan, contra la
serie conocida, contra los fans, contra las Penelopes descarriadas a las
que tantas horas el lanzador de cuchillos acompañó en la sala de espera de la
estación, quede en una mera ocurrencia
para incrementar el suspense de un final de temporada, y mucho menos de serie, ahora es
imprescindible, ya que nunca recuperaremos al viejo Booth, ya que nada volverá a ser tan inocente como era, que tanta traición tenga al menos un honorable propósito.
¿Lo tendrá?
¿Cuál creéis que puede ser?
PP. Se me
olvidaba. Sufráis lo que sufráis, os hayan roto el corazón o sólo os lo hayan
aplastado, sonreíd. No mostréis vuestras lágrimas a los dioses de Bones. Son dioses, se alimentan con el humo de nuestro sacrificio y si no recordad lo que
dijo Stephen Nathan tras la muerte
del doctor Sweets cuando le pidieron unas palabras para los fans: “Me gustaría simplemente decir siento que usted
esté sufriendo, pero esa fue nuestra intención.”
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