Estimado Sr. Hawley, disculpe mi atrevimiento, pero
ahora que está a punto de concluir su Fargo,
y pase lo que pase en el episodio final, no puedo dejar de felicitarle por su
éxito.
Su Fargo me tiene fascinada desde la oscuridad de las imágenes de apertura del
primer episodio, desde que unos violines, que no eran los de Nort Dakota de Carter Burwell pero recreaban su dulzura, comenzaron a sonar y dos
faros rompieron la noche. Un coche se acercaba. En la penumbra del interior los
ojos atentos de un hombre escrutaban la carretera, de repente un ciervo se cruzó,
luego otro e inevitablemente el coche se salió de la carretera y del maletero
abierto escapó corriendo un hombre medio desnudo.
Desde entonces
he esperado con ansiedad la llegada de los miércoles. No se me enfade, compraré los DVD de su Fargo en cuanto los editen, también la veré cuando finalmente,
si es que algún día ocurre, la emitan en una de las televisiones de pago de mi
país, a todos ayudaré a lucrarse con su obra en el entendimiento de que ese
lucro finalmente llegará a usted, pero entienda que en un mundo en red es
imposible permanecer indiferente ante obras como su Fargo. Usted debe saberlo
bien, cuando el demonio te tienta con algo tan atractivo hay que ser más duro
que San Antonio de Padua para rechazarlo.
No sabe cuánto me decepcioné cuando salieron las primeras críticas
sobre The
Crocodile’s Dilemma, todo el mundo empeñado en buscar similitudes,
en comparar su Fargo con el Fargo de los
hermanos Coen, que sí remake, que si
reboot, que si secuela, que si Lester
Nygaard era el trasunto de Jerry
Lundegaard, el personaje que en la película interpretara William H. Macy, que sí Lorne Malvo lo era de Anton
Chigurh de No es país para viejos,
que si los títulos de créditos, que si las bolas de nieve. Pocos hacían
hincapié en lo que de original había: la noche, la piedad con el ciervo, la
lavadora, la maldita lavadora centrifugando…
Alguien hubo
que habló de “universos prestados”; pero también quien ha elogiado su Fargo por lo que de los hermanos Coen tiene, sin mencionarle a usted ni una sola vez. Sólo pasado un
mes del estreno encontré una crítica con la que coincidí. Fargo, su Fargo es un engaño
de los sentidos. Es cierto, Fargo su
Fargo es un puro engaño, un juego. No había leído por entonces la
entrevista que concedieron usted y Warren
Littlefield, productor ejecutivo, a Daniel
Fienberg de Hitfix justo antes de
estrenarse su Fargo. No sabía del
dilema que la MGM y FX le plantearon
cuando le ofrecieron la dirección del proyecto, el reto que supuso para su
creatividad.
Cuenta Warren Littlefield, quien por cierto
fue el responsable mientras estaba en la NBC de la primera adaptación
televisiva de Fargo allá por 1997 —dirigida
por Kathy Bates y protagonizada por Edie Falco, que no pasó de piloto—, y con quien usted trabajó en la fracasada My Generation de la ABC, que en cuanto
se enteró que la MGM, propietaria de
los derechos de la película, y FX,
andaban en tratos para adaptarla de nuevo a la televisión, se presentó ante
ellos y les dijo que usted era el hombre indicado para hacerlo. El hombre capaz
de dar el salto creativo que supondría
hacer Fargo sin que Marge Gunderson, el personaje que interpretara Frances McDormand, apareciera.
Los romanos
tenían una expresión que resumía las ideas del filósofo griego Parmenides sobre la creatividad: Ex nihilo nihil fit. En
cristiano viejo “Nada surge de la nada,
de la nada, nada proviene”. Y aunque los diccionarios, al menos el de la
R.A.E., aun establecen la necesidad de que toda obra original debe ser inédita
y no ser ni copia ni venir derivada de otra, su Fargo ha demostrado su obsolescencia. Porque usted, partiendo de
la obra creada, capturando su esencia, estableciendo nuevas relaciones entre
los elementos que ya figuraban, ha creado una nueva historia.
Y es ese
proceso creativo el que me tiene fascinada. Dice usted en la entrevista que lo
que se planteó ante el dilema de hacer Fargo
sin los personajes de Fargo fue “¿Qué se necesita para hacer una película de
los hermanos Coen?” Y así olvidándose del inepto estafador que propone
a unos estúpidos y crueles asesinos el secuestro de su mujer para, con el
dinero del rescate, cubrir sus deudas y de una mujer, una policía, embarazada,
inteligente y sencilla que los persigue; manteniendo fundamentalmente el
protagonismo del paisaje desolador, esas planicies interminables donde las
rectas nunca encuentran el infinito, la blancura inmaculada de la nieve que
tanto esconde, la insignificancia de los hombres, pequeñas manchas que
emborronan la nieve, y el enfrentamiento
de las gentes sencillas con el mal, construyó su Fargo.
Un trabajo
ingente convertir Fargo en su Fargo.
Pero ahí siguen Paul Bunyan el
leñador gigantesco cuyo hogar antes era Brainerd
y ahora, acompañado del buey azul es Bemijdi,
y está Mike Yanakita y su soledad,
transvestido de amiga divorciada y sus citas por internet, están las putas y
los largos desplazamientos por carreteras heladas, los cajeros de aparcamiento,
los tiques que no se pagan o te cuestan la vida, la mujer embarazada del jefe
de policía y Bill (Bob Odenkirk) tan
tonto y bueno como antes lo fue Lou (Bruce
Bohne).
Y ahí, entre
ellos dando rienda suelta a su imaginación ha incrustado a Lester Nygaard (Martin Freeman), su martillo, su lavadora, su
premio al vendedor del año, fascinándonos con su transformación de pobre de
espíritu en hombre maligno capaz de la traición al hermano, las bragas, la
pistola, Linda y la parka amarilla “Tapate que hace frío” y de retar al diablo.
Y además lo ha condimentado con el rey del supermercado y la existencia de Dios,
con las plagas de Egipto y el Requiem de
Fauré, la muerte del primogénito, la inoperancia de los agentes del FBI,
las deslumbrantes ventanas del edificio del sindicato de Fargo y una cabeza de besugo. Las cosas inexplicables o
inexplicadas de una película de los Coen.
Hay quien
asegura que se ha dejado vencer por la fascinación del mal, que ha sustituido
la meditación que en la película se hacía sobre la estupidez de la violencia por la fascinación con la inteligencia de la gente mala, que es
insuficiente el discurso que sobre la inutilidad del mal le suelta Molly (Allison Tolman) al señor Wrench (Russell Harvard), calco del de
Marge (Frances McDormand) a Gaear Grimsrud
(Peter Stormare) cuando le lleva
arrestado en el coche al final de la película, que al desatar la violencia con
tanta alegría y brillantez contribuye a banalizarla.
No estoy
totalmente de acuerdo con esas teorías, a mí sus personajes buenos me
deslumbran, Gus Grimly (Colin Hank), timorato, en lucha entre su deber, su
deseo y su instinto de supervivencia, el amor de un padre sentado a la orilla
de la cama de su hija herida contemplando el hockey o esa niña, no tan niña,
más sabia que su padre, o ese Bill,
sí ese Bill generoso incapaz de ver
el mal en quien siempre ha conocido o su Molly,
sensata y lúcida, que no se deja apartar de lo que le dicta su sentido común;
su inteligencia y rapidez, tan semejantes a la de Marge, para captar las situaciones, la esencia de los hombres.
Creo que usted
analizó, como dice Fargo de los Coen
y lo situó en panorama de la televisión actual y se dijo si quiero obtener
éxito mi Fargo no puede ser sólo una
meditación sobre la estupidez de la violencia, tengo que elevar la apuesta, tal vez a ello contribuyera alguna visita
inesperada que recibiera.
Cuenta que el principio de su Fargo fue la idea de dos hombres en la sala de espera de un
hospital y la pregunta ¿Qué pasa cuando
un hombre civilizado se encuentra con un hombre muy poco civilizado? Dicho y
hecho. Lorne Malvo, le dice a Lester, “Usted
se pasó toda la vida pensando que hay reglas, no hay reglas”. Y a partir de ahí todo se desató. Ni Lester,
ni el desencadenamiento del mal que su decisión provoca, estaban en la obra de
los Coen. Al Fargo de los Coen le faltaba Lorne Malvo.
Sabe, una de
las discusiones que hay en la red es si su Lorne
Malvo es el diablo. Yo no
creo que lo sea, le falta un gato negro
como acompañante, aunque contemple su obra desde los tejados inmune al dolor
que crea a su paso, aunque cambie de acento y apariencia, aunque sepa en cada
momento dónde están los demás y sus pensamientos, aunque su mayor interés sea
hacer realidad eso de que el hombre es un lobo para el hombre, aunque su
magnetismo haya transformado a Lester
en un depredador. Nada de eso es sólo propio del diablo. No, no creo que
Lorne Malvo sea el diablo. No hay que
olvidar que en su Fargo todo es juego.
De lo que sí
estoy segura es de que el diablo es
Lorne Malvo, lo que es bien diferente. El diablo, sí, el diablo vanidoso, que
afectado, como cualquier hijo de vecino, por el éxito imparable de las series
de televisión se le acercó a usted y le dijo: Quiero mis diez horas de fama,
como Matthew
McConaughey. Si me conviertes en el protagonista de Fargo
te daré el éxito que hasta ahora se te ha estado negando. Y usted, que
no tiene la fortaleza de San Antonio de Padua, aceptó el trato.
Y Malvo, el mal, se encarnó en Billy Bob Thorton para disimular, de
ahí el primer corte de pelo, y ahora sólo nos queda por averiguar si Gus o Bill elevándose sobre su
mediocridad y enarbolando la espada de San Miguel lo devuelven a él y a su
acolito al infierno helado o si se queda un año más disfrutando del viento de
Santa Ana en las ardientes colinas de Hollywood
y sí usted, llegada la hora de la
cosecha, recoge su primer Globo de Oro, su primer Emmy.
No quiero despedirme sin agradecerle la forma tan inteligente y divertida que ha tenido de manipularme, aunque yo era de las suyas desde que vi The Man on Death Row, The Woman in the Car, The Man
in the Morgue y The Blonde in the Game,
cuatro de mis episodios favoritos de las dos primeras temporadas de Bones que usted escribió en su primer trabajo para la televisión.
PD. Espero que
en la próxima temporada alguien bueno encuentre la maleta con los novecientos
veinte mil dólares.
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